Pasé toda la noche dando vueltas en la cama, buscando una solución para la hipoteca de la casa de la madre de Paloma, que debía a sus acreedores casi veintiocho mil duros, una pequeña fortuna que suponía, según mis cálculos, la mitad del precio de la vivienda. Las sanguijuelas estaban dispuestas a chuparle la sangre: habían cerrado el grifo y exigían el pago. Estaba claro que los prestamistas «cebaron» a doña Rosario facilitándole nuevos préstamos, a pesar de que no abonaba ni el capital ni los réditos vencidos. El objetivo era hacerse con la propiedad por un precio muy inferior al del mercado.
Al día siguiente, poco después del mediodía, me dirigí al café de las Columnas y al cruzar por la Puerta del Sol alguien a mi espalda pronunció mi nombre:
—¡Fernandito! ¡Fernandito! —Era el viejo contrabandista del campo de Reus.
—¡Ignés, me alegro de verlo!
—Más te vas a alegrar cuando te cuente lo que he averiguado. ¿Llevas prisa?
La tertulia en el café de las Columnas no tenía hora, la gente se incorporaba o se marchaba con absoluta libertad. Además, Ignés había dado un aguijonazo a mi curiosidad. ¿Qué podía haber averiguado que fuera de tanto interés para mí?
—Podemos tomar algo —le propuse.
—Vamos al café del Carmen.
Nos acomodamos en un rincón discreto. Ignés pidió una jarrilla de vino y yo una cerveza. Una vez atendidos, me soltó de sopetón:
—La casa de doña Patrocinio es algo más que un burdel.
—¿Qué quiere decir?
—Que tal vez te interese saber que allí, además de ir a follar, algunos se reúnen para tratar de asuntos ajenos a la fornicación.
—¿Cómo lo ha sabido?
—Simple curiosidad. Al fondo del portal hay una puerta, pensé que daba a un patio de luz, pero tal patio no existe; da a una escalera que conduce hasta un sótano.
—¿Un sótano?
—Sí, y nada tiene que ver con el negocio que ocupa el resto del inmueble. El principal es para la gente con posibles y los pisos de arriba para quienes quieren echar un polvo pero no tienen más de dos pesetas, allí reciben las veteranas; en el sótano se despachan otros asuntos. Lo he averiguado en una visita a Afrodisia. Mientras se preparaba, miré por la ventana y me extrañó comprobar que no había patio. No le di importancia. Yo estaba a lo que había ido, pero cuando terminé, mientras me vestía, miré de nuevo y me acordé de que habías preguntado por el lugar y luego supe que estabas al acecho.
—¿Por qué dice eso?
—¡Coño, Fernandito! Saliste corriendo para que no se te escapara el sujeto que acababa de salir. Te fuiste tan deprisa que ni te despediste, ¿o no te acuerdas?
—Le pido disculpas.
—¡Déjate de tonterías! No lo digo para que te excuses. Pensé que podría interesarte lo que había en aquella planta baja y, antes de marcharme, husmeé por el portal. Entonces fue cuando descubrí que la puerta daba acceso a un sótano. Estaba cerrada pero la abrí con ésta. —Me mostró una ganzúa que sacó discretamente del bolsillo de su chaleco—. Bajé los escalones a oscuras, palpando las paredes. Me encontré con otra puerta que tampoco se me resistió, pero necesité un buen rato para abrirla. Está chapada por ambos lados con planchas de hierro. Es un local muy extraño. Me produjo malas sensaciones. Lo que vislumbré con la poca la luz que entraba por la rendija de uno de los postigos que dan a la calle, justo por encima de la acera, es una especie de sala de reuniones o algo por el estilo. Los postigos también están forrados de hierro. Quienes allí se juntan no desean delatar su presencia.
—¿Cómo es ese sótano? —pregunté, cada vez más interesado.
—No muy grande y huele de una forma especial, y las paredes están recubiertas con una bayeta negra.
—¿Bayeta negra? ¿Para qué?
—¡Yo qué sé! Creo que fue la bayeta lo que me produjo mala sensación. También hay un sillón que parece un trono, una mesa larga y sillas alrededor. ¡Ah!, y un arca de las antiguas, de tres llaves. Imposible de abrir con una ganzúa. También te diré que he visto entrar gente que no parecen clientes del burdel. Se reúnen de noche.
Estaba perplejo. ¿Había ido Crisanto al burdel o a aquel sótano? ¿Llevaría razón Micaela cuando decía que allí había gato encerrado?
—¿Sabe algo de esa gente?
Ignés negó varias veces con la cabeza.
—No tengo idea. En fin —apuró el último trago de su vino y se levantó—, ignoro si te será de utilidad. Si me entero de algo, te lo haré saber. Por cierto, ¿dónde vives?
—En el número seis de la calle del Desengaño.
—No puedo entretenerme más. ¿A que no adivinas adónde voy?
Me encogí de hombros.
—A comer con el general. Le gusta recordar viejos tiempos, le distrae de los enojosos asuntos de Estado. Ahora está agobiado con «Ole ole si me eligen».
—¿Se refiere usted a Leopoldo de Hohenzollern de Sigmaringen?
—El nombrecito del que ha buscado el general para coronarle la testa se las trae.
El viejo contrabandista hablaba con la mayor naturalidad de algo que no estaba al cabo de la calle. Pagué la consumición y salimos a una concurridísima calle del Carmen. La gente entraba y salía de los comercios, miraba los escaparates y conversaba en corrillos. El trajín de personas y animales de carga era continuo. No encontraba la forma de plantearle al viejo contrabandista una cuestión que tanto me interesaba. Sabía que era uno de los pocos amigos que Prim tenía más allá de las amistades políticas, siempre ligadas a los avatares del poder, y también que jamás diría algo que pudiese perjudicar a su amigo. Por otro lado, yo no deseaba sonsacarle arteramente información. Estaba a punto de preguntarle abiertamente, cuando Ignés se me adelantó:
—¿Por qué no me acompañas, saludas al general y le preguntas por «Ole ole»?
Me quedé de una pieza, sobre todo por la forma en que hacía la propuesta. Lo había dicho con el mismo desenfado con que se refería a Hohenzollern. Me detuve un momento, pero él no aminoró el paso. Tuve que acelerar para alcanzarle.
—¿Qué me dices? —insistió cuando llegué a su altura.
—¿Cree que me dejarán pasar?
—Nada se pierde con intentarlo.
Su campechanía me resultaba increíble. Hablaba de llevarme a presencia del mismísimo presidente del Gobierno como de entrar a un café.
—¿No le crearé un problema?
—¡Qué problema ni qué niño muerto! Lo más que puede ocurrir es que no te dejen entrar. ¿Qué me dices? Puedes agradecerle personalmente el telegrama que os envió por la muerte de tu padre.
—¿No se molestará?
—¿El general? Si se trata de sus enemigos, es duro como una roca. ¡Ya lo demostró con los moros en los Castillejos! ¡Y con los políticos ni te digo! Pero con sus amigos es otra cosa y no me refiero a los que ahora le hacen la rosca.
—¡Para mí será un honor estrechar su mano! —exclamé lleno de orgullo.
—Entonces, aprieta el paso, que vamos ajustados.
Enfilamos la calle de Alcalá y conforme nos acercábamos al palacio de Buenavista —sede del Ministerio de la Guerra donde Prim vivía con su familia—, yo estaba más nervioso. Al llegar a la esquina con la calle del Barquillo sudaba, tenía el estómago contraído y estaba tentado de dar media vuelta y salir corriendo.
—Entraremos por aquella puerta. —Ignés señaló la entrada de carruajes.
El centinela de servicio se mostró seco, casi huraño. Llamó al sargento de guardia y le cuchicheó algo al oído. Se dirigió a mi paisano con mucha altanería:
—¿Qué tripa se te ha roto?
—El general nos espera.
—¿Se puede saber a quién espera Su Excelencia?
—A dos paisanos de Reus. Mi nombre es Ignés de Vilaplana. —Lo dijo con tanto aplomo que al sargento se le bajaron los humos. Se atusó los mostachos y nos indicó, con menos arrestos, que aguardásemos. Se perdió por el portalón y al cabo de unos minutos apareció escoltando a un oficial.
—¿Ignés de Vilaplana? —preguntó mirándonos alternativamente.
—Soy yo.
—¿Quién le acompaña?
—El caballero es Fernando Besora. Los Besora son una familia que se honra con la amistad del general.
—¡Acompáñenme, por favor!
El sargento desapareció en el cuerpo de guardia y, mientras cruzábamos un patio ajardinado, el militar preguntó a Ignés:
—¿Ha visitado anteriormente a Su Excelencia?
—En varias ocasiones.
Entramos a un vestíbulo y subimos a la planta principal por una escalera de mármol blanco y baranda de caoba. El mobiliario era regio. Grandes espejos colgaban de la pared, alternándose con tapices flamencos. Labrados candelabros brillaban sobre las cómodas. Todo era grandioso. Nos detuvimos ante una puerta custodiada por un centinela que, al ver al oficial, pasó de la indolencia a la marcialidad.
—Aguarden un momento, por favor —nos indicó.
Al instante apareció un individuo enjuto que peinaba media melena partida y negra. Sus ojos eran chispeantes y vestía una elegante levita ceñida.
—Buenas tardes —saludó al viejo contrabandista, estrechándole la mano, al tiempo que se quedaba mirándome.
Mi paisano hizo las presentaciones:
—Éste es Fernando Besora. Fernando, el señor Muñiz es el secretario del general.
Me miró fijamente al estrechar mi mano. Estaba seguro de que en su mente escudriñaba mi apellido.
—¿También es usted reusense?
—Sí, señor. Toda mi familia es de Reus —respondí con orgullo.
—¿Les hemos enviado un telegrama de pésame? —me preguntó dubitativo.
—Por el fallecimiento de mi padre.
—Lo siento mucho.
—Gracias.
Por la forma en que me miraba deduje que Muñiz buscaba algún recuerdo más en su memoria. Decidí ayudarle.
—Tal vez mi nombre le suene por otra razón.
—Es cierto, pero en este momento no logro…
—Escribo en La Iberia.
—¡Claro! —exclamó con el rostro iluminado—. ¡Magnífico su artículo sobre Montpensier! Su Excelencia lo celebró mucho, pero no estableció la relación… ¡Síganme, síganme, por favor! Su Excelencia estará encantado de saludarle.
En aquel momento fui consciente del poder de la letra impresa. Ignés aprovechó que Muñiz nos abría paso para darme con el codo en la cadera. Cruzamos una puerta y entramos en las dependencias privadas del general. La grandiosidad quedó atrás. El mobiliario era de calidad, pero allí imperaba la austeridad.
Ver de cerca a Prim me impresionó. Conversaba con dos militares de alta graduación, según deduje de sus uniformes. Él vestía de paisano. Era enjuto y más bien bajo, tenía el rostro alargado y la piel cetrina y curtida. Algunas canas resaltaban en su cabello negro y su calvicie era algo más que incipiente; tenía la barba canosa y cuidada con esmero. Los ojos negros, no muy grandes, y su mirada, aunque melancólica, era penetrante. En la frente se veía una arruga muy pronunciada. Interrumpió la conversación, se acercó a Ignés y lo estrechó entre sus brazos.
—¡Viejo gruñón! ¿Te has traído la navaja?
Al deshacer el abrazo me miró.
—¡Tú eres Besora!
—Sí, excelencia —respondí nervioso.
—Eres el vivo retrato de tu padre. Pero… —Miró a Muñiz—. ¿Qué hace aquí?
La pregunta significaba que no estaba al tanto de mi presencia y que mi aire familiar le había dado la pista para identificarme. Eso certificaba uno de los muchos rumores que circulaban en torno a Prim. Se decía que sus soldados lo adoraban, a pesar de la estricta disciplina que imponía en las unidades bajo su mando, porque era capaz de identificar por su nombre al último de ellos. También se afirmaba que compartía el rancho con su tropa, pasaba sed cuando el agua escaseaba y hambre cuando faltaba la comida. No exigía lo que no estuviera dispuesto a dar. Me lo imaginé en los ardientes pedregales de Marruecos, bajo un sol de justicia, empuñando la enseña y lanzándose contra las filas enemigas gritando a sus hombres que le siguieran a la muerte o a la gloria. Cuentan que así fue como convirtió la batalla de los Castillejos en una resonante victoria cuando la derrota extendía sus negras alas sobre nuestro ejército.
El secretario miró a Ignés.
—Fernandito tenía ganas de conocerle, mi general. También desea darle las gracias por el pésame a su familia y preguntarle por alguna cosilla sobre «Ole ole si me eligen», ese que va a ser rey.
Las últimas palabras de Ignés hicieron que los rostros se ensombrecieran y un silencio espeso se apoderó del salón, como si hubiera invocado un demonio. Me sentí abrumado y sorprendido por la agudeza de Vilaplana. Fue Prim, con las manos en la espalda y mirando a su amigo, que no parecía alterado por el efecto de sus palabras, quien rompió el silencio.
—¿La gente da por sentado que Leopoldo de Hohenzollern será rey?
—No lo sé, mi general, lo que dan por sentado es que el pan ha subido, que no se resuelven los problemas de abastecimiento de agua y, sobre todo, que las obras de eso que llaman tranvía y tiene levantadas las calles no se terminarán en el plazo previsto.
Ignés tenía razón. La gente, al menos todavía, no hablaba del nuevo candidato. Tampoco me imaginaba a Micaela hablando de Hohenzollern ni a Marcela; ellas estaban pendientes de comadreos, en los que eran peritas.
Prim me miró.
—Y tú, ¿qué piensas?
—¿Yo? —balbuceé abrumado.
—Sí, tú.
—El asunto no está en la calle, excelencia. Sólo en algunos círculos.
—Pero por lo que veo ya lo han bautizado de forma castiza. ¿Qué piensas tú de ese «Ole ole»? —preguntó a Ignés.
—¿Yo? A muerte con lo que piense mi general.
La respuesta arrancó a Prim una carcajada y la tensión desapareció.
Por una puerta disimulada en el testero del fondo apareció una dama. Me pareció una mujer atractiva, sin ser bella. Sus ojos eran grandes y negros, como su cabello, que recogía en un abultado moño bajo apretado contra la nuca. Portaba en su mano un precioso abanico que me recordó a Paloma, en la que llevaba más de una hora sin pensar, algo verdaderamente extraordinario. Los militares adoptaron una posición marcial, sin llegar al firmes, y Muñiz le dedicó una sonrisa cortesana. Prim la besó en la mejilla y extendió la mano señalando al contrabandista.
—Paca, mira quién está aquí.
—Ignés, lo veo estupendamente —afirmó sonriendo al tiempo que ofreció una mano a mi paisano, quien la besó de forma poco ortodoxa—. ¡De vez en cuando me acuerdo de su navaja!
Otra vez salía a relucir la navaja. La dama se quedó mirándome y Prim me presentó a su esposa, doña Francisca Agüero, como el hijo de su amigo Luis Besora. Tomé la punta de sus dedos y los rocé con mis labios sin llegar a besarlos.
—¿También tú te llamas Luis?
—No, señora. Mi nombre es Fernando.
—¿Te quedarás a comer?
Abrumado, no supe qué responder. El propio Prim me sacó del aprieto.
—Si en Reus se enteran de que te dejo marchar a estas horas con el estómago vacío, me pondrán de vuelta y media.
—Excelencia… yo… yo no…
—¡Que pongan un cubierto más para que no tenga que sacar la navaja!
Seguía sin saber qué era lo de la maldita navaja, pero Prim parecía haber recuperado el buen humor después de intuir que en la calle ya se empezaba a hablar de la candidatura al trono de Leopoldo de Hohenzollern. Se despidió de los dos militares. Más tarde supe que eran sus ayudantes, los coroneles Moya y González Nandín. Muñiz, antes de retirarse, susurró unas palabras al oído del general.
El comedor familiar era una pieza sencilla, comparado con la majestuosidad del palacio de Buenavista. En torno a una mesa cuadrada comimos los cuatro, aunque yo más que comer sufrí un verdadero purgatorio, temeroso de cometer alguna incorrección. Me costaba trabajo dirigirme a Prim, cuya personalidad imponía más allá de la magistratura que ocupaba. Tampoco sabía cómo dirigirme a su esposa. Vilaplana, por el contrario, no tenía problemas para desenvolverse en aquel ambiente tan alejado del suyo. Tratando de no parecer un estúpido y convencido de que se trataba de una cuestión donde no pisaba un terreno resbaladizo, pregunté por la historia de la navaja.
—He visto que produce hilaridad la navaja de Ignés, ¿qué pasa con ella?
Prim y Vilaplana intercambiaron una mirada. El general, que acababa de dar un sorbo al vino de su copa, indicó al contrabandista que se explicase. Pero lo interrumpió la llegada del servicio con el primer plato: una ensalada de patatas y judías verdes. Mientras comíamos Ignés contó la historia de la navaja.
—En una ocasión el general me invitó a su mesa, pero con menos intimidad de la que gozamos hoy. No recuerdo cuántos éramos, por lo menos una docena. La comida era plato único: tasajos de jabalí que el general había cazado en su finca de los Montes de Toledo, acompañados de patatas asadas. A mí me faltaba el cubierto…
—No fue un descuido de la camarera —puntualizó doña Francisca.
—¡Qué va! ¡Todo había sido ideado por el general, que también dispuso que me sirvieran el último! Esperaba mi reacción al verme sin cubierto. Observé que el personal empezaba a comer y que yo no tenía con qué hacerlo. Busqué ayuda con la mirada, pero nadie me prestaba atención. Todos se habían conchabado.
—¿Qué hizo usted? —le pregunté.
—Saqué mi navaja; el chasquido del muelle al abrirse horrorizó a la damisela que estaba a mi lado. Luego puso cara de asco al ver que me valía de ella y de un trozo de pan para comerme la carne. El general se desternillaba de risa.
—Yo sabía que era hombre de recursos —comentó Prim—. Pero quería probarlo fuera de su ambiente.
—¡Aprobé con nota! —exclamó el contrabandista satisfecho.
Tras la historia de la navaja se hizo un breve silencio, sólo roto por el tintineo de los cubiertos de servicio del segundo plato: entrecot con una salsa española. Una vez servidos, Prim me comentó:
—Me han dicho que trabajas en La Iberia.
—Así es, excelencia. —Supuse que Muñiz se lo había comentado al despedirse.
—¿Es cierto que quieres saber sobre la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern?
—Desde luego, excelencia. Mi director me ha encargado un artículo. Ya sabe Su Excelencia… por Madrid circulan algunos rumores.
—¿Qué has averiguado? —La pregunta fue directa.
Le expliqué mis pesquisas y me interrumpió varias veces, pidiéndome aclaraciones. Cuando terminé ya estábamos en los postres: fruta del tiempo.
—¡Mucha historia y poca sustancia! —exclamó—. Por lo que veo el botín es magro.
—No he podido averiguar más, excelencia.
El general no pudo reprimir una sonrisa.
—Ignés afirma que don Leopoldo ya ha aceptado la propuesta.
—Mi general —protestó el contrabandista—, yo no he dicho eso.
—¡Ah!, ¿no? Entonces he oído mal. En cualquier caso, no deis crédito a los rumores. La candidatura está aún muy verde. Puedes decirlo sin revelar la fuente.
—Desde luego, excelencia.
—También puedes decir…
Hice ademán de coger mi cuaderno de notas, pero bastó un gesto de Prim para desistir. Tenía una autoridad innata. No me extrañaba que, más allá de sus virtudes como militar, sus hombres lo siguieran hasta las mismísimas puertas del infierno si él daba esa orden. Su capacidad de mando era en él un don natural.
—Nada de notas, lo que voy a decirte son dos líneas. Confíalas a tu memoria.
—Disculpe, excelencia.
—Puedes decir que hay muchas dificultades para que el proyecto salga adelante, a pesar de que el canciller Bismarck se muestra partidario de nuestra propuesta.
—¿Podría indicarme alguna de las dificultades, excelencia?
—El mayor problema es Francia.
Prim agitó una campanilla y Muñiz apareció en el comedor.
—¿Quién sabe que estos caballeros han almorzado conmigo?
—Además del servicio y quienes aquí estamos, sus ayudantes, el oficial de guardia y posiblemente un par de centinelas.
—¿Saben quién es Besora?
Muñiz quedó unos segundos en suspenso.
—Lo sabemos nosotros, además de González Nandín y Moya.
—También el oficial de guardia —añadió Ignés.
—Bien. El señor Besora no ha estado en palacio. ¿Entendido?
—Desde luego, excelencia.
Prim dio un último sorbo a su vino, se limpió los labios y se levantó. Vilaplana y yo nos pusimos de pie.
—El trabajo se me amontona y tú —me miró a los ojos— tienes mucho que hacer si quieres que mañana esa información esté en las páginas de La Iberia.
Muñiz nos acompañó hasta la salida. Se mostró muy locuaz, al comentarle Ignés que el general había dicho que la candidatura de Hohenzollern estaba en el aire. El secretario se detuvo ante la escalinata que conducía a la planta baja y, asegurándose de que nadie más lo escuchaba, me dijo:
—¿Quiere un notición?
—Por supuesto.
—Pues preste mucha atención porque lo que voy a decirle no pienso repetirlo. La candidatura de Hohenzollern al trono es imposible.
—Tengo entendido que hay algunos problemas, pero que es imposible…
—Si publica lo que le he dicho, acertará.
Los ojos se me pusieron como platos. ¡Aquello era un bombazo!
—¿Puedo… puedo decirlo así?
—Por supuesto. Todo el mundo mirará hacia usted, que se habrá convertido en el periodista mejor informado de Madrid.
Ya en la calle del Barquillo, Ignés encendió uno de los cuatro habanos que el general le había entregado al despedirse. Al tiempo que con fruición expulsaba la primera bocanada de humo, me propuso tomar el café que el precipitado final de la comida había impedido.