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Estuve redactando borradores hasta que, dadas las cuatro, quedé medianamente satisfecho con el texto definitivo. Lo había titulado: «El duque francés, historia de una ambición». Dormí inquieto poco más de tres horas y a las ocho estaba gozando de las delicias de un cuarto de baño. Para mí era una novedad de la que, con anterioridad, sólo había disfrutado las dos semanas que fui huésped del Gran Hotel de París. Ni en casa de mis padres en Reus, ni en el piso de doña Rosario había algo semejante. Allí los lavados eran de jarra y palangana, y una vez al mes remojo en la tina. Muchas viviendas disponían ya de agua corriente, pero poseer un cuarto de baño era excepcional. Entre las familias con posibles, por lo general ligadas a la tradición, desnudarse por completo era algo pecaminoso, como también lo era permitir que chorros de agua recorriesen y acariciasen el cuerpo, incluidas las partes pudendas. Las clases populares sencillamente no podían permitírselo por falta de medios; en esos barrios los aguadores todavía tenían trabajo y en las fuentes públicas se arracimaban las mujeres y los muchachos con sus cántaros.

A las nueve de la mañana, lavado y recompuesto de la falta de sueño, rasurado y perfumado salí a la calle y me fui directamente a la redacción para dejarle a don Felipe el artículo, antes de que él llegase. Trataba de evitar algún encargo de urgencia que entorpeciese mi cita con Paloma. Era tan temprano que sólo estaba Manolito. Fui hasta la Pecera por si estaba abierta, algo que raramente ocurría.

—¿Quiere que le abra, don Fernando?

El botones adoptó una actitud de disimulo, como si no hubiera pronunciado aquellas palabras.

—¿Tienes llave?

—No, señor. Pero…

Aquel muchacho era de rabos de lagartija. Pensé que lo mejor era no buscarme complicaciones. Con don Felipe, tonterías las justas. Pero entonces me acordé de mi borrador con la historia de la calle Carretas. Era una ocasión perfecta para recuperarlo.

—¿Esto queda entre tú y yo?

—Por supuesto, don Fernando.

Abrió la puerta utilizando un naipe. Estaba claro que no era la primera vez.

—No se entretenga. Yo vigilo.

Busqué las cuartillas pero no aparecieron. Entregué a Manolito el texto de Montpensier acompañado de una moneda de veinticinco céntimos —una real propina— y el encargo de que se lo diera al director de mi parte. Cogí un puñado de cuartillas en blanco y me marché rápidamente. Ya sabía cómo iba a emplear mi tiempo hasta la hora de mi cita con Paloma. En una mesa apartada del café de las Columnas trataría de recomponer, frase por frase, la crónica que había entregado a don Felipe. Mucho antes de las doce había concluido mi tarea, si bien era consciente de estar lejos de tener completa aquella historia con ribetes tenebrosos.

Diez minutos antes de las doce paseaba por la calle Mayor y cuando escuché las campanadas entré en la pastelería. Era un local moderno con las paredes revestidas de armarios con hojas cristaleras donde se exponían en las baldas, colocados con primor, bombones, caramelos, pasteles y otras delicias. El techo estaba decorado con escenas campestres pintadas al temple con no mal estilo. El establecimiento estaba muy concurrido a aquella hora. Me quité la chistera y me acerqué a una matrona que parecía la dueña; era la encargada de los cobros. Me recibió con una sonrisa.

—¿Su nombre es don Fernando?

—Sí, señora. ¿Usted es doña Rosa?

—Para servirle. —Se colocó un monóculo prendido de una cinta de raso perdida entre los encajes almidonados de su pechera. Me escrutó con cierto desparpajo, como si calibrara mi categoría a través de la indumentaria. Debí aprobar el examen porque, con otra sonrisa, me indicó:

—Pase al obrador.

Le bastó una mirada para que una de las jóvenes dependientas, vestida de punta en blanco con cofia y puñetas de encaje, y un talle de avispa que era la antítesis de las orondas formas de su jefa, alzase un tablero del mostrador que se abatía con un sistema de bisagras. Accedí al obrador y me recibió una mezcla de agradables olores mientras avanzaba detrás de la joven, flanqueado por bateas rebosantes de hojaldres, empanadas y cortadillos, barquillos de canela y otras variadas delicias. Me condujo hasta una salita amueblada con sobriedad y elegancia, donde todo era impoluto.

Allí aguardaba mi ángel. Si la pastelería no tenía otra entrada, había desperdiciado un tiempo precioso pateando la calle Mayor desde la esquina de la Travesía del Arenal hasta la calle Coloreros, a cuya espalda se alzaba San Ginés.

Había imaginado de mil maneras mi reencuentro con Paloma. Ahora que la tenía delante me quedé inmóvil, nervioso y sin habla. La joven dependienta se retiró discretamente. Nunca había estado a solas con Paloma, salvo instantes fugaces, casi a hurtadillas y robados a la férrea vigilancia de su madre. Se había puesto de pie y estaba tan nerviosa como yo. La vi bellísima, se tocaba con un sombrerito y tenía recogido el cabello; una gasa de rejilla velaba parte de su rostro. Vestía un traje largo de dos piezas en terciopelo azul, ajustado al talle, y la falda recogida con un gran lazo en la parte de atrás. Cubría sus manos con unos guantes de encaje casi transparentes y sostenía nerviosa una sombrilla de poco vuelo, también de encaje. Sus ojos verdes brillaron un instante, a mí se me formó un nudo en la garganta y el abrazo en que nos fundimos, sin decir palabra, llegó como algo natural. No sabría precisar cuánto tiempo estuvimos apretados el uno contra el otro. Yo acariciaba su espalda una y otra vez con las lágrimas a punto de desbordar mis ojos, mientras ella sollozaba, con la cabeza apretada contra mi cuello. Si era verdad que había siete cielos, yo estaba en el séptimo.

Era el hombre más feliz del universo.

—Te amo —le susurré al oído.

—Y yo a ti.

Busqué sus labios y los encontré. Fue un beso largo, su boca fundida con la mía. Un beso suave y fuerte a la vez, amoroso y seductor. Se adueñó de mí un incontenible deseo de estar siempre unido a ella. Nunca había experimentado una sensación ni remotamente parecida. Cuando nuestros labios se separaron, el rostro de Paloma estaba arrebolado y en sus ojos enrojecidos había un brillo de alegría. Comprendí que aquel tiempo había sido para ella un calvario superior al que yo había soportado.

—¡Te amo! —exclamé sin soltarle las manos y mirando sus pupilas.

—También yo te amo.

Hubiese dado todo lo que tenía porque aquel encuentro clandestino fuera eterno. Nos sentamos muy juntos sin soltarnos de las manos.

—¿Dónde está Micaela?

—Ha acompañado a mi madre a la modista. Tratará de retrasar todo lo posible su regreso a casa. Me ha insistido en que no permanezcamos aquí más allá de la una. Aunque estoy cerca de casa, no quiero pensar que mi madre regrese y yo no esté allí.

—Micaela me ha contado las razones de tu compromiso, quiero que tú me las expliques con detenimiento. Tal vez…

Puso un dedo en mi boca y no me dejó terminar.

—No quiero empañar este momento.

—No se trata de empañarlo, vida mía, sino de buscar una solución.

Paloma rompió a llorar. Sus lágrimas no eran de felicidad, ahora daba rienda suelta a la amargura que suponía verse obligada a contraer matrimonio con un hombre al que no amaba. Saqué mi pañuelo y traté de enjugarlas, al tiempo que besaba su mejilla y le susurraba palabras de cariño. Así transcurrieron varios minutos, hasta que se serenó y me explicó las circunstancias que la habían llevado a aquella situación.

—La muerte de mi padre cambió por completo nuestras vidas. El negocio era floreciente, pero él era la clave de su funcionamiento. Para mi madre era inconcebible hacerse cargo de la actividad desempeñada por mi padre y decidió traspasarlo por una bonita suma de dinero que, según sus cálculos, convenientemente colocada, nos permitiría vivir holgadamente. Las cosas no marcharon como ella imaginó, entre otras razones porque mantuvimos el mismo tren de vida que nos había proporcionado mi padre. Dos doncellas, además de Micaela, meriendas con las amigas, veranos en el balneario, vestuario de temporada. Los recursos disminuyeron y se prescindió de una doncella. Se redujo a la mitad el tiempo de tomar las aguas, las meriendas se espaciaron y la moda, aunque estaba en nuestros roperos, mermó de forma considerable. En lugar de reducir, habría sido necesario un corte radical con una forma de vida que, desgraciadamente, pertenecía a nuestro pasado. Sin embargo, mi madre no estaba dispuesta a renunciar a algo que consideraba natural. Entonces se vio obligada a prescindir de la doncella a la que ayudaba Micaela, sustituyó las meriendas por la asistencia a los oficios religiosos y tomar las aguas se convirtió en un recuerdo cada vez más borroso. Pero esas medidas que hubieran sido una solución, tomadas a su debido tiempo, no remediaron nuestra situación. Se vio obligada a pedir dinero prestado para pagar las deudas, ofreciendo como garantía nuestra propia casa. Fue entonces cuando se decidió a tomar huéspedes para tener unos ingresos con los que hacer frente al pago de los créditos. La presencia de huéspedes es algo que soporta con dificultad, tú lo sabes bien. Le supone una humillación que acepta porque no tiene más remedio. La situación se ha ido complicando poco a poco. Hemos vivido de la ampliación del crédito, pero los prestamistas, desde hace algunos meses, se han negado a darle más dinero, por lo que no ha podido hacer frente a los pagos, ni del principal ni de los réditos.

Paloma estaba pasando un mal trago, hacía un esfuerzo para no llorar. En una mesita auxiliar vi una jarra con agua y dos copas. Llené las dos, también yo necesitaba refrescar mi garganta. Apenas dio un par de sorbos, antes de proseguir.

—Al día siguiente de tu partida a Reus, me confesó que estábamos en la ruina y nos amenazaban con el embargo de la casa si no hacíamos frente a los pagos. Las buenas gestiones de un viejo amigo de mi padre, don Modesto Martín, han logrado posponer la ejecución de la hipoteca por cuatro meses.

En ese momento Paloma soltó la copa, se llevó las manos a la cara y rompió a llorar de nuevo. La besé una y otra vez en las mejillas. Cuando se serenó, me contó la que para mí era la parte más dolorosa de aquella historia.

—Mi madre, desesperada, había observado el interés de Crisanto por mí. Me dijo que allí estaba la solución a nuestros problemas. Pero yo me negué. Crisanto, que ha debido husmear las dificultades por las que atravesamos, insinuó a mi madre su interés por mantener una relación conmigo con propósitos formales. Mi madre, en un ejercicio de increíble hipocresía, le dijo que yo tendría que dar mi consentimiento, que para ella la voluntad de su hija era sagrada. En realidad, se estaba dando tiempo para vencer mi resistencia. Me ha recriminado no sé cuántas veces los sacrificios que ha hecho por convertirme en una señorita y que nuestra penosa situación es consecuencia de ello. Al tiempo que me ponderaba las ventajas de un matrimonio con un rico hacendado, me amenazaba con el destino más oscuro si nos ponían en la calle. —Dejó escapar un suspiro—. En fin, Fernando, echó sobre mis espaldas la responsabilidad de resolver con mi matrimonio el problema que sus ínfulas había generado. Me sentía fatal, culpable de una situación que yo no había provocado. Mi resistencia duró cinco días, los peores de mi vida. ¡Cómo te echaba de menos!

Después de contarme lo ocurrido, estaba algo más calmada, aunque el subir y bajar de su pecho denotaba que la tranquilidad estaba muy lejos de su ánimo. Entonces quise corroborar algo que Micaela me había dicho.

—¿Han venido los padres de Crisanto para formalizar vuestro compromiso?

—No, ha prometido a mi madre que nos visitará un tío materno suyo. Pasa temporadas en Madrid; según dice Crisanto, tiene negocios inmobiliarios.

—¿Se ha comprometido el tío de Crisanto a hacer frente a las deudas de tu madre?

—Todavía no nos ha visitado.

Estaba claro que los recelos de Micaela tenían fundamento.

—Eso es muy extraño.

—Al parecer, los padres de Crisanto estarían dispuestos a levantar la hipoteca antes de que cumpla la deuda y escriturar el inmueble, que quedaría como nuestro domicilio en Madrid, a nombre de su hijo. De todas formas no me hagas mucho caso, no he querido saber nada de este asunto; es mi madre quien lo lleva. ¡Imagínate cómo me siento cuando escucho hablar de dinero en relación a mi compromiso! ¡Como si fuese una vaca que llevan al mercado!

En ese momento unos suaves golpes sonaron en la puerta.

—Disculpen, pero es la una menos cuarto. —Era la voz de doña Rosa.

—Sólo un minuto, por favor —respondí.

—No se entretengan. Micaela insistió mucho en que la señorita no se retrasara. Primero que salga ella; después, al cabo de unos minutos, lo hace usted.

—Enseguida, doña Rosa, enseguida —respondió Paloma.

—Necesito saber a cuánto asciende la deuda de tu madre.

—No lo sé, no suelta prenda. Pero ¿para qué quieres saberlo?

—Tú entérate y hazme llegar la cifra con Micaela. Ella sabe dónde localizarme.

—¿No vas a decírmelo?

—Confía en mí. ¿Cuándo volveremos a vernos?

Paloma encogió sus frágiles hombros y la tristeza veló sus hermosos ojos. Nuestro beso de despedida lo interrumpió una nueva llamada, ahora más exigente. Se levantó, se recolocó el sombrero y bajó el ligero velo que hacía su rostro más seductor, se ajustó el vestido y alisó la falda, antes de ponerse los guantes.

—No lo sé. Mi madre está vigilante, consciente de que mi compromiso está muy lejos de mis sentimientos.

Nos abrazamos sin saber cuándo nos veríamos de nuevo. Supe que comenzaba un martirio y que desde aquel momento empezaría a contar los segundos hasta que pudiéramos estar juntos otra vez. Al salir, la dueña del establecimiento me miró con cara de complicidad y me dijo:

—Don Fernando, si le he hecho aguardar unos minutos es porque no debemos dar ninguna pista de su encuentro. No sabe lo afiladas que son algunas lenguas.