9

Había emborronado media docena de cuartillas porque mi cabeza no estaba para darle a la historia de Montpensier la fluidez necesaria para hacerla atractiva. No dejaba de pensar en Paloma y en el hecho de que su madre la había utilizado como moneda de cambio para resolver el problema económico de la familia. Desconocía la cuantía de la hipoteca, ni lo que sumaban los pagos atrasados o los exorbitantes intereses que en esas circunstancias cobraban los prestamistas. Los abusos eran tan grandes que algunas instituciones habían constituido Montes de Piedad para evitar que los usureros chupasen la sangre de quienes atravesaban un mal momento.

Estaba más que mediada la tarde cuando decidí que las musas estaban en el empíreo y no tenían la menor intención de visitarme. Salí a la calle sin rumbo fijo. Paseé por la Puerta del Sol, muy animada de viandantes y carruajes, y miré algunos escaparates; sin apenas darme cuenta, acabé en la calle Arenal. Quiso el azar que tropezase con Rocafull, saliendo del hotel Cuatro Naciones, muy cercano a la parroquia de San Ginés. Era casi la hora del crepúsculo.

—¿Qué haces por aquí? —le pregunté.

—Trabajando. Esta noche tengo turno en la panadería. He venido a tomar nota de los encargos que necesitan para mañana. Mi jefe añade una peseta al jornal por llevarle el pedido de media docena de clientes. Mi itinerario incluye este hotel, dos fondas, la botillería de Pombo, el restaurant Tournier y la posada del Peine.

No presté atención a la retahíla de establecimientos porque, por encima de su hombro, vi a Crisanto Mondéjar cruzar la calle. Me pareció que llevaba mucha prisa. Lo vi perderse por la calle de San Martín en dirección a la plaza de las Descalzas.

—¡No me estás escuchando! —protestó Miguel.

—Acabo de ver a Mondéjar.

Rocafull estaba al tanto de mi fracaso sentimental. Era de las pocas personas a las que podía abrir mi corazón y expresarle mis sentimientos.

—¡El que te ha birlado a Paloma! —exclamó volviéndose para verlo, pero el aprendiz de leguleyo acababa de perderse por la esquina.

—¡Eso de que me la ha birlado, habrá que verlo! ¡Voy a ver adónde va!

Rocafull se sorprendió. Pensaba que yo había dado la batalla por perdida.

—¡No vayas a hacer ninguna tontería! —me gritó al verme salir pitando.

Apreté el paso para no perderlo de vista, pero cuando llegué a la esquina de San Martín se había esfumado. Podía haber entrado en algún inmueble o haber llegado a la plaza de las Descalzas. Casi corrí hasta la plaza y vislumbré su silueta perdiéndose por la calle de la Flora. Empezaba a anochecer y los faroleros iniciaban su tarea, armados con sus largas pértigas. Avancé rápido, protegido por las sombras que favorecían mis planes de seguirlo sin ser visto. Al final de la calle, giró a la derecha. No conocía la zona y leí el rótulo de la calle con dificultad, era la de los Caños. Hacía poco tiempo que el ayuntamiento había decidido colocar unas placas con los nombres de las vías. Estaba poco concurrida y, por primera vez, Mondéjar aflojó el paso, como si buscara algo que no encontraba. Sus dudas me permitieron acercarme y comprobar cómo entraba en el portal de la casa que formaba el chaflán de aquella calle con la de los Ángeles.

Decidí acechar, dispuesto a aguardar el tiempo que fuera necesario. Me di una vuelta por la zona, sin perder de vista el portal, y entré en un café que llevaba el nombre de los Ángeles al comprobar que desde una de las mesas se veía, a través de un ventanal, la puerta de la casa donde estaba Mondéjar. Era un observatorio perfecto. Pedí una cerveza y el camarero me ofreció algo con que acompañarla, recitando una retahíla de platos, destacando los callos picantes y unas albóndigas que, según él, estaban para chuparse los dedos. Sólo entonces me di cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno y me decanté por queso en aceite. Era lo más conveniente, por si tenía que salir a toda prisa.

No dejaba de preguntarme qué haría allí Mondéjar cuando una mano apretó mi hombro. Instintivamente traté de levantarme, pero no pude y al alzar la vista me encontré con una sonrisa que apuntaba en unas facciones endurecidas. Por un instante temí por mi vida.

—¿Fernandito Besora?

Miré al individuo que pronunciaba mi nombre como lo hacía mi familia y mis amigos en Reus.

—¿Quién es usted?

—¿No me reconoces?

—No.

—Soy Ignés de Vilaplana. ¿No te acuerdas de mí?

Disimulé un suspiro de alivio. Ignés de Vilaplana era un mito en Reus y mi padre, uno de sus mejores amigos. Se trataba del más famoso contrabandista de la comarca. Se dedicó a colar tabaco de matute, aunque no desdeñaba otras mercaderías si había demanda y la ganancia era proporcionada al riesgo. También era un declarado liberal, al que los carlistas de la zona se la tenían jurada.

—¡Ignés! ¡Ya lo creo que me acuerdo de usted! ¡Pero me ha sorprendido tanto que por un momento…!

—Has pensado que iba a despacharte para el otro barrio. Lo he leído en tu cara.

Resoplé y lo admití. Lo invité a tomar algo.

—¿Cómo me ha reconocido?

—¡Pero si eres la viva estampa de tu padre, Fernandito!

El contrabandista, que ya pasaba de los sesenta pero se mantenía vigoroso, se sentó y pidió una jarrilla de vino.

—¿Qué haces por Madrid?

—Soy periodista.

Comprobé que torcía el gesto, pero guardó silencio; tal vez, porque llegó el camarero con su vino. Pagué las consumiciones por si tenía que salir a toda prisa. Mi paisano dio un tiento a su vino y chasqueó la lengua.

—¡Esto tiene poco que ver con los caldos del priorato! ¿Cómo está tu padre?

—Lo enterramos hace un mes.

Se quedó mirándome. Vi sus ojos brillar y tragar saliva. Jamás hubiera pensado que un hombre como Ignés de Vilaplana mostrara de forma tan natural su sensibilidad.

—Lo siento. Ignoraba que había fallecido. Nos vimos el Miércoles de Ceniza. Al día siguiente me vine a Madrid, a resolver ciertos asuntillos.

—Su muerte nos ha sorprendido a todos. Sufrió un ataque al corazón.

—Tu padre era una gran persona. No lo digo porque esté muerto, sino porque es la pura verdad. Si ahora estoy sentado aquí, es gracias a él. Aquellos malditos carlistas me habrían ajustado las cuentas si no me esconde en el barril. ¿Te acuerdas?

—¡Cómo iba a olvidarlo!

Se refería a una vieja historia, acaecida un día de verano en que mi padre le salvó la vida de una turba de carlistas que lo buscaban para matarlo. Ignés merodeaba por la masía que mi familia poseía al pie de la Mola, donde se alternaban avellanos y almendros en medio de un viñedo cuyas uvas llenaban de vino la bodega que ocupaba todo el subsuelo de la casa. Los perros delataron su presencia y mi padre salió con un pedreñal cargado y yo, aunque no era más que un niño, detrás de él. Encontró a Ignés agotado y malherido. Suplicó ayuda. A lo lejos se alzaba la polvareda que levantaba la partida de carlistas, que se acercaba. Mi padre no dudó. Lo bajamos a la bodega y se ocultó en uno de los toneles. Allí permaneció mientras los carlistas lo buscaban por los alrededores de la casa. Cuando se marcharon, mi propio padre le vendó las heridas porque mi madre no quiso inmiscuirse; decía que se trataba de un malhechor. Me extrañó no verlo en el entierro ni en el funeral de mi padre.

Se quedó con la mirada perdida, supuse que recordando detalles de aquel momento grabado en mi memoria infantil como un acontecimiento épico que no había borrado el paso de los años.

—Te hacía en Barcelona. Tu padre no me dijo que estuvieras en Madrid.

No quise explicarle que no compartía mi decisión de dedicarme a las letras y que me viniera a Madrid, por lo que me limité a un vago comentario:

—Ya ve que no. Trabajo en un periódico que se llama La Iberia. ¿Lo conoce?

—Supongo que no os meteréis con el general.

No necesitaba preguntar a quién se refería. Para Ignés el general era Prim. Lo había dicho como si no hubiera otro. Sabía que estuvo con él en África, en la jornada de los Castillejos. En Reus se decía que ambos estaban ligados por un pacto de sangre.

—No, señor —respondí con cierto orgullo y añadí—: La Iberia está con la Gloriosa y compartimos el rechazo de Prim a los Borbones.

—Eso está bien. ¿Cuánto tiempo llevas en Madrid?

—Casi año y medio. Vine a principios del año pasado.

—El general sentía mucho aprecio por tu padre. ¿Sabes si está al tanto de lo ocurrido?

—Sí, envió un telegrama de condolencia a la familia.

Ignés de Vilaplana se quedó unos segundos en suspenso, acariciándose su rasposa mejilla que llevaba varios días sin ver la navaja del barbero. Yo aproveché para mirar de soslayo hacia el zaguán, con la conversación había descuidado la vigilancia. La calle estaba solitaria y sumida en una oscuridad que las farolas apenas lograban romper.

—¿Has visto al general?

—Alguna vez de lejos, en su carruaje.

—No me refiero a eso… Digo si has hablado con él.

—No.

—Eso habrá que arreglarlo.

Ambos nos echamos a reír.

—¿Dónde vive aquí en Madrid?

—Un poco más abajo, en la fonda que hay en la calle de los Caños.

—Así que ¿es vecino de esta zona?

—Si quieres llamarlo de ese modo…

Di el último trago a mi cerveza y le pregunté:

—¿Podría decirme quién vive allí? —Señalé la casa donde había entrado Mondéjar.

En sus labios apuntó una sonrisa maliciosa.

—¿No sabes que casa es ésa?

—Si lo supiera, no preguntaría.

—¡Es el burdel de Patrocinio, Fernandito! ¡Uno de los más celebrados de todo Madrid! —exclamó dándome en la espalda un fuerte golpe que pretendía ser amigable—. Si no te decides a entrar, yo te acompaño. Hay una maña que hace maravillas con las tetas. ¿Qué? ¿Te animas?

Alcé las manos con las palmas extendidas, como si me protegiese de un enemigo invisible. No es que fuera un mojigato, ni que careciese de experiencia en aquellos establecimientos; a los diecisiete años, con otros amigos, entré por primera vez en un prostíbulo de Barcelona. Era una forma de señalar mi mayoría de edad. Luego había repetido en alguna que otra ocasión. También había probado en Madrid. Cerca del periódico había un par de casas de lenocinio. Eran locales de cierto nivel donde se guardaban escrupulosas normas de higiene y un médico visitaba mensualmente a las pupilas para comprobar que estaban sanas y no transmitían enfermedades venéreas. Entre los anuncios que se insertaban en la cuarta página de La Iberia se ofrecían profilácticos y también remedios para la gonorrea y la sífilis a base de vapores de mercurio y tratamientos con azufre, dirigidos por prestigiosos facultativos.

—No, Ignés. No ando buscando refocilarme con una manceba.

—¿Entonces?

Pensé que nada perdía con darle una pista. Me constaba por mi padre que el contrabandista, a pesar de sus actividades delictivas, era hombre de palabra.

—Busco información.

—¿Vas a escribir sobre los burdeles y las putas? —preguntó con una carcajada.

—No, no es eso.

En aquel momento un bulto emergió del portal de la casa de Patrocinio.

—Tengo que marcharme.

El viejo contrabandista se sorprendió al verme marchar de aquella manera y gritó cuando salía por la puerta:

—¡Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme!

Seguí los pasos de Mondéjar; ahora sus andares me parecían más lentos. Al final de la calle se detuvo y me oculté en el saliente de una puerta. Fue entonces cuando observé un ligero resplandor que me dejó estupefacto.

¡Aquel individuo estaba encendiendo un cigarro y Mondéjar no fumaba!

Recordé una muletilla de tía Ernestina: en la oscuridad todos los gatos son pardos. El embozado que yo seguía no era Crisanto. Salí de mi escondite, ya sin el menor sigilo, y el desconocido fumador se giró, poniéndose en guardia. Los atracos nocturnos a viandantes solitarios estaban a la orden del día. Al ver su rostro, iluminado por la mortecina luz de la farola bajo la que se había detenido, me llevé una sorpresa todavía más grande. En aquel momento habría deseado poder hacerme invisible.