8

Estábamos casi a mediados de mayo y mis heridas continuaban tan abiertas como la noche en que me enteré del compromiso de Paloma con Crisanto Mondéjar. Trataba de refugiarme en el trabajo y en el traslado a mi nuevo domicilio que, por una ironía del destino, estaba en la calle del Desengaño muy cerca de la esquina con Fuencarral, un piso pequeño aunque para mí era como un palacio. Allí me había instalado después de dos semanas como huésped en el Gran Hotel de París. Disponía de tres habitaciones, cuarto de aseo y cocina; todo un lujo.

Aparte de algunos sueltos, que formaban parte de la profesión, y varias gacetillas, había escrito un par de crónicas sobre la situación política, que merecieron comentarios elogiosos de mis compañeros de tertulia en el café de las Columnas. Rocafull, con quien me veía con frecuencia aquellos días, me dijo que estaba en el camino correcto. Al preguntarle por qué lo decía, me respondió sin pestañear: «He visto cómo te lanzaban las primeras miradas de envidia. Ese augurio nunca falla».

Don Felipe me preguntó sobre mis pesquisas acerca de don Antonio de Orleans y me indicó que ya era hora de que escribiera sobre Montpensier. Me dijo algo que me puso nervioso. Ese texto sería el artículo de fondo del periódico, es decir, el texto más relevante de ese día. Era imprescindible hacer un trabajo de investigación histórica para el que no me sentía capacitado. Decidí visitar en su despacho de la Universidad Central a don Miguel Morayta, cuyo prestigio y solvencia como historiador iba mucho más allá de ser un puntal del republicanismo más radical. Expresaba sus ideas con vehemencia en La República Ibérica, que estaba bajo su dirección. A pesar de su radicalismo político, todo el mundo alababa su ecuanimidad cuando de analizar la historia se trataba. En la cátedra se mostraba ponderado, sus clases eran de las más concurridas y su prestigio entre los estudiantes más que notable.

Don Miguel me había citado a las nueve de la mañana en su despacho de la calle San Bernardo, donde se había instalado la Universidad Central al traerse a Madrid la vieja universidad fundada por Cisneros en Alcalá de Henares. Un bedel me condujo con aire solemne hasta la puerta del despacho del catedrático. Allí aguardamos unos minutos hasta que dieron las nueve porque, según me dijo, don Miguel era muy quisquilloso en cuestiones de puntualidad. Llamó a la puerta cuando aún resonaba en la galería la novena campanada y el catedrático respondió de inmediato, autorizando la entrada.

El despacho era pequeño y estaba sumido en la penumbra a causa de unas gruesas cortinas de terciopelo, que cerraban el paso a la luz de la única ventana. Las paredes estaban forradas de volúmenes donde se alternaban las ediciones en rústica y las encuadernaciones en piel. Sobre la mesa vi un rimero de papeles, varios tomos de la Historia General de España del padre Mariana y un quinqué que rompía la penumbra en un círculo de claridad que apenas llenaba la mesa a la que se sentaba el historiador. Morayta no había cumplido los cuarenta, pero su calvicie y un bigote demasiado canoso lo hacían parecer mayor.

—Tome asiento, Besora —me indicó, señalando la única silla que había en el despacho. Me agradó que recordara mi apellido. ¿Sería verdad, como sostenía Rocafull, que mi nombre empezaba a sonar en el panorama intelectual madrileño?

—Muchas gracias.

—Creo recordar que usted desea conocer mi opinión acerca del matrimonio de Antonio de Orleans con Luisa Fernanda de Borbón.

Observé que prescindía de los títulos para referirse a la familia real.

—En efecto, don Miguel.

—Orleans vino a España para casarse con la infanta Luisa Fernanda, la menor de las dos hijas de Fernando VII. La boda se celebró el diez de octubre de mil ochocientos cuarenta y seis, el mismo día en que Isabel II lo hacía con su primo Francisco de Asís de Borbón, un curioso personaje acerca del cual circulan por Madrid escabrosos rumores. Este Francisco de Asís, a quien la vox populi llama Paquito Natillas, era hermano de don Enrique, el que ha perdido la vida en el duelo contra Orleans. Un verdadero lío de familia. También debe usted saber que Orleans llegó engañado al matrimonio.

Sin tiempo para sacar mi lápiz y mi cuaderno, la mano se me quedó paralizada.

—¿Engañado, dice? —Recordé que Rocafull me había comentado algo.

—Sí, señor, engañado. Le aseguraron que Isabel padecía una enfermedad tan grave que en poco tiempo la llevaría al sepulcro. Por eso aceptó casarse con la hermana pequeña. Llegar al trono, como era su deseo, era cuestión de poco tiempo.

—¿Era cierto que Isabel II estaba enferma?

—En eso no le engañaron, pero la enfermedad, como ha podido comprobarse, no era mortal. Se trataba de un problema herpético, muy molesto y de difícil tratamiento.

Anoté el dato como pude y le pregunté en el estilo directo que el catedrático había impuesto desde el principio:

—¿Por esa razón ha conspirado contra su cuñada?

Morayta se acarició su rasurado mentón y se quedó mirándome. No me habría gustado tener que enfrentarme a aquella mirada en un examen.

—Orleans, al comprobar que la enfermedad de su cuñada no la llevaba al sepulcro, intrigó para derrocarla.

—¿Es cierto que apoyó económicamente la revolución de Septiembre?

—Tan cierto como que nosotros estamos aquí. Compró la voluntad de los generales unionistas. Orleans fue quien fletó el vapor Buenaventura que los trajo desde Canarias a Cádiz. Llegaron al día siguiente de que Prim desde el puente de mando de la fragata Zaragoza, adelantándose a Topete, gritara: «¡Abajo los Borbones! ¡Viva la soberanía nacional!». ¿Sabe cuánto dinero puso para destronar a su cuñada?

—Circulan diferentes cifras, don Miguel.

—Fueron cuatro millones de reales. La verdad es que para Orleans se trataba de una inversión con la que esperaba obtener importantes dividendos. Destronada su cuñada, su mujer podía ser llamada a reinar, pero…

Morayta hizo un gesto con los hombros y dejó colgada la frase en el aire. Yo aproveché para anotar los detalles principales.

—¿Cree usted que su duelo con el Borbón ha perjudicado sus aspiraciones?

El catedrático negó con la cabeza.

—Los duelos están prohibidos, pero mucha gente sostiene que es una forma de defender el honor. ¿Se imagina usted que Orleans, con su fama de pusilánime, no hubiera reaccionado al manifiesto de don Enrique? No tenía más remedio que desafiarlo. Otra cosa es que acabara con su vida. Habría sido mejor para él que sólo hubiera resultado herido.

—¿Por qué ha dicho que Montpensier tiene fama de pusilánime?

—Porque en los momentos de dificultad nunca ha arriesgado. Abandonó a su mujer en el palacio de las Tullerías cuando la revolución del cuarenta y ocho, la que destronó a su padre. Luisa Fernanda necesitó Dios y ayuda para llegar a Bruselas. En África no se le vio, a pesar de tener título de capitán general. Llegó a Cádiz cuando la revolución había triunfado y no se presentó en Alcolea, donde Serrano se enfrentó a las tropas leales a Isabel II. Sus opciones para convertirse en rey son escasas.

—¿Por qué lo dice?

—Porque Prim le cerrará el paso. ¿Conoce usted la interpretación que don Emilio Castelar hizo de sus tres jamases?

Tenía una vaga referencia de eso de los tres jamases, pero no sería capaz de explicárselo a nadie.

—Me gustaría escuchársela.

—En un debate en el Congreso, Prim respondió a una propuesta de Castelar para que se vetara a los Borbones en todas sus ramas familiares como posibles candidatos al trono de España. El general señaló que jamás los Borbones volverían a sentarse en el trono. Lo dijo por tres veces: «Jamás, jamás, jamás». Castelar interpretó a su modo a quién iba dirigido cada uno de esos jamases.

—¿A quién?

—El primero a Isabel II, el segundo a su hijo Alfonso y el tercero a Luisa Fernanda. Ese tercer jamás era un dardo directo a las pretensiones de Orleans.

—¿Cree correcta la interpretación de Castelar?

Morayta dejó escapar un suspiro.

—Esa pregunta debería usted hacérsela a Prim. En cualquier caso, debe saber que, en vísperas de la Gloriosa, se comprometió con un enviado del emperador de los franceses a que el destronamiento de Isabel II no significaría, en ningún caso, que Orleans llegara al trono que quedaba vacante. Napoleón III no permitirá que un hijo de Luis Felipe se siente en el trono de España. Ésa es una de las razones por las que nuestro presidente anda mendigando un rey por media Europa para coronarle la testa. Una estupidez, cuando tiene en la mano una solución mucho más fácil.

—¿Cuál?

—¡La proclamación de la república, amigo mío! —exclamó con vehemencia.

—Pero la Constitución aprobada el año pasado afirma que España es una monarquía —repliqué para que don Miguel argumentase.

—Eso no es problema, en España cambiamos de Constitución como de levita. El problema está en que Prim, equivocadamente, relaciona la idea de república con desorden y falta de autoridad; al fin y al cabo es un militar. Pero la república es la mejor forma de salvaguardar la soberanía nacional que tanto empeño tiene Prim en proteger como el principal valor de un pueblo.

Don Miguel Morayta consultó un reloj y, poniéndose de pie, me indicó que daba por concluida la entrevista. Antes de marcharme, me preguntó:

—¿Es usted catalán? Lo digo porque tiene un acento muy marcado.

—Sí, señor. Soy de Reus.

El catedrático me miró fijamente a los ojos.

—¿Conoce usted a Prim? —Rápidamente se dio cuenta de lo inadecuado de su pregunta y corrigió sobre la marcha—: Me refiero a si tiene usted alguna relación con él.

—Mi padre y él fueron buenos amigos.

Don Miguel me acompañó hasta la puerta y antes de abrirla me dijo:

—Por cierto, dígale usted a Clavero que se ha vuelto manso.

Me sorprendió escuchar aquellas palabras en boca del mesurado catedrático de Historia que me había ilustrado con ecuanimidad sobre las pretensiones de Montpensier. Acababa de aparecer el incisivo director de La República Ibérica.

—¿Por qué lo dice?

—Porque La Iberia ha perdido la bravura con que nació. —Consultó otra vez su reloj y me deseó un buen día.

En las galerías y en los patios de la universidad había mucha animación. Estudiantes que iban y venían con libros y cartapacios, algún catedrático con aspecto solemne y envarado, a quien todo el mundo cedía el paso, corrillos animados donde se discutía con acaloramiento. Salí a la calle con las ideas sobre lo que iba a ser el artículo de fondo flotando en mi cabeza. Necesitaba ordenarlas rápidamente y completarlas con los datos obtenidos en algunas lecturas. La imagen que, poco a poco, tomaba cuerpo en mi cabeza sobre el duque de Montpensier, y que pensaba ofrecer a los lectores de La Iberia, era la de un conspirador ambicioso y poco amante del riesgo. Encargaba a otros las tareas que significaban algún peligro, aunque no había dudado en batirse. Tenía una inmensa fortuna y era un puntilloso administrador de sus bienes, lo que le había llevado a tomar iniciativas que a los ojos de los españoles resultaban ridículas en una persona de su condición. Sabía, porque me lo había contado Rocafull, que Montpensier había acudido en un par de ocasiones a la librería donde trabajaba. Allí husmeaba entre los anaqueles y preguntaba el precio de los libros. El librero había comentado con desdén: «¿Cómo aspira ese individuo a ser rey de España si deja de comprar un libro porque le parece demasiado caro?». Cuando me lo dijo, pensé que al menos entraba en las librerías y se interesaba por los libros. Aunque yo coincidía con el librero en que su actitud no resultaba estimulante.

Embebido en aquellos pensamientos, llegué al portal de mi casa. La portera, que se llamaba Marcela, me abordó:

—Esto lo han traído para usted. —En su mano agitaba un sobre como si se tratara de un trofeo.

Recogí el papel y le di las gracias. En el membrete estaba el anagrama del Gran Hotel de París. Lo abrí intrigado allí mismo. Había dejado en la recepción del hotel mi nueva dirección por si llegaba algún recado. Al leer la escueta nota mi pulso se aceleró.

Apreciado señor don Fernando Besora:

Una mujer, que dice llamarse Micaela, ha venido cuatro veces preguntando por usted. Insiste en que le facilitemos su dirección. ¿Existe algún inconveniente?

Atentamente,

LA DIRECCIÓN

Nervioso, salí a la calle de nuevo y me encaminé hacia la Puerta del Sol. Marcela me miró, sin decir palabra. Los esquemas para el artículo de fondo se habían evaporado de mi cabeza. No tenía la más remota idea de lo que podía querer Micaela.

Entré en el hotel y me acerqué a la recepción, donde me atendieron con la cortesía debida a quien había sido huésped durante dos semanas.

—Don Fernando, es un placer verle de nuevo. ¿Ha recibido el mensaje?

—Por ese motivo estoy aquí.

—Verá, nada más lejos de nuestro ánimo molestarle. ¡Pero esa mujer ha insistido tanto…! El director pensó que quizá se tratara de un asunto de su interés.

—Han hecho ustedes muy bien. Micaela es persona conocida, sin duda desea localizarme por algún motivo que lo justifica. ¿Cuándo vino por última vez?

—Ayer vino tres veces. La última, a eso de las siete.

Justo en aquel instante Micaela apareció por la puerta. Yo no podía verla, pero la exclamación del recepcionista no se prestaba a equívocos.

—¡Hablando del rey de Roma…!

Me volví y vi cómo Micaela, con un cesto de mimbre al brazo, cruzaba con decisión el vestíbulo. Su sorpresa al verme fue tan grande como la mía.

—¡Micaela!

—¡Menos mal que lo encuentro! ¡Porque la verdad sea dicha, venía con las de Caín! —Lanzó una mirada iracunda sobre el recepcionista, que le respondió con una sonrisa de circunstancias.

—No debe enojarse, Micaela. Este señor ha cumplido con su obligación.

No hizo el menor caso a mi comentario y me susurró al oído:

—Tenemos que hablar, pero este lugar no me gusta. —Miró en derredor—. ¡Fíjese, todos están pendientes de nosotros! ¡Ni que tuviéramos monos en la cara!

Me despedí, agradeciendo al recepcionista su interés, y seguí los pasos de Micaela, que ya salía por la puerta como alma a la que persigue el diablo.

—¿Le ha ocurrido algo a Paloma?

Miró a ambos lados de la calle. La Puerta del Sol era un hormiguero.

—¿Conoce algún sitio cercano donde podamos hablar tranquilamente?

Micaela había cumplido los sesenta. Supuse que no había inconveniente en decirle que mi casa estaba cerca. Allí podíamos hablar lejos de oídos indiscretos.

—Podemos ir a mi domicilio, está en la calle del Desengaño.

Se quedó mirándome y temí que me soltase un exabrupto en defensa de su honorabilidad, pero se limitó a suspirar.

—¡Desde luego que hay que tener mal gusto! Aunque la verdad sea dicha, he conocido a más de uno que se regodeaba en su propia miseria. ¡Vamos a su casa! Así podré ver dónde se lame sus heridas, sin haber tenido redaños para presentar batalla.

Ya en mi piso, Micaela se recreó fisgoneando con descaro el mobiliario, muy inferior al de la casa de la viuda de Azpeitia, pero suficiente para mis necesidades.

—¿Cuánto paga por esto? —me preguntó al entrar en el saloncito.

—Treinta duros mensuales.

—¡Jesús bendito, adónde vamos a llegar!

Dejó el cesto sobre una silla y me preguntó:

—¿Tenía pensado marcharse cuando se encontró con el pastel?

—Supongo que no ha venido a preguntarme eso.

—Desde luego que no. Pero lo que quiero decirle está relacionado con eso.

—¿Con mi marcha de la casa?

—No, con el pastel. ¿Recuerda lo que le dije de que había gato encerrado?

—Claro que sí.

—Pues no me he equivocado.

Noté cómo se me aceleraba el pulso.

—¿Se ha roto el compromiso? —pregunté con un atisbo de ilusión.

—No. Pero ese Crisanto Mondéjar no es trigo limpio.

—¿Por qué lo dice?

—Porque es verdad.

—Siéntese, Micaela, y explíquemelo todo con detenimiento.

No era una cortesía, sino que yo necesitaba sentarme. Mis piernas flaqueaban.

—No tengo tiempo. He salido a la compra y ya sabe lo puntillosa que es la señora, aunque siempre puedo decirle que había cola en la carnicería.

—Entonces no me tenga más tiempo sobre las ascuas.

—Escúcheme con atención. Cada día que pasa dudo más que Crisanto Mondéjar sea quien dice ser. Para mí que su compromiso es una jugarreta. Es cierto que viste como un caballero y que maneja los duros con soltura, por lo menos los ha manejado hasta hace poco.

—¿Qué quiere decir con esto último?

—Que tengo ojos en la cara. Ése anda en manejos turbios y últimamente con menos dinero. Me temo que su compromiso con la niña es para cubrirse las espaldas.

—¿Está segura?

—Segura, lo que se dice segura, como para que lo jurase con los evangelios por delante, no. Pero una puntada por aquí y un fleco por allá terminan haciendo un mantón.

—¿Le ha dicho algo a Paloma?

—Ni una palabra.

—¿Y a doña Rosario?

—¡Dios me libre!

—¿Puedo saber por qué acude a mí?

Casi se le quebró la voz al responderme.

—Porque usted la quiere y ella a quien quiere es a usted.

La cabeza me daba vueltas. Saber que mi amor era correspondido me producía vértigo. No abracé a Micaela por decoro. Para serenarme le ofrecí un vaso de agua; pero, como cuando la invité a sentarse, quien necesitaba el agua era yo.

—¿Por qué cerró doña Rosario el compromiso con la familia de Mondéjar?

—¡Pero qué tonterías está usted diciendo! Los Mondéjar no han aparecido por la casa. A mi señora la ha embaucado ése con las dehesas y las ovejas, y con la promesa de sacarla del apuro en que se encuentra. ¡Sepa usted que en casa de los Azpeitia no es oro todo lo que reluce!

—Ya lo supongo, de lo contrario no admitirían huéspedes con derecho a comida.

—La cosa está mucho peor de lo que imagina.

—¿A qué se refiere con la cosa?

—A la hipoteca que tiene la casa. La amenaza de ejecución por falta de pago está cada día más cerca.

—Me temo, Micaela, que tendrá que echar un embuste grande a su señora. Porque va a contarme, con pelos y señales, lo que está pasando.

Necesitó cerca de media hora para relatarme la historia del compromiso. No permitió que la interrumpiese y muchos detalles de interés quedaron pendientes. Después de escucharla, yo era un hombre dispuesto a presentar batalla para conseguir el mayor de mis anhelos, mayor incluso que mi deseo de triunfar en el mundo de las letras. Quedé en que me vería con Paloma al día siguiente en una pastelería de la calle Mayor, cuya dueña se llamaba doña Rosa, aprovechando que su madre tenía que ir a la modista.