Micaela acudió al sonido de la campanilla. Sin haber anunciado mi regreso, me pareció mejor llamar que abrir con mi propia llave.
—¡Qué sorpresa, no lo esperábamos!
—Lamento no haber avisado, pero hoy se viaja tan deprisa que una carta habría llegado después que yo. ¡Fíjese usted, ayer almorcé en Reus!
—¡Santa madre de Dios! ¿Adónde vamos a llegar? —exclamó llevándose las manos a la cabeza.
—Es el progreso, Micaela.
—¡Esto no puede traer nada bueno! Acuérdese de lo que le digo —afirmó con displicencia, y cogió mi equipaje con más soltura que el mozo de la estación.
—¿Están doña Rosario y la señorita Paloma en casa o han ido a San Ginés?
—Las dos en casa y también el señor Mondéjar. Hay novedades.
—¿Novedades? —pregunté mientras me quitaba la capa, la chistera y los guantes.
—Don Crisanto y la señorita Paloma se han comprometido.
Una oleada de calor subió por mi espalda y un bochorno se apoderó de mi cara. Al tiempo que mi rostro enrojecía, mi estómago se contraía. Aquello no podía ser cierto. Paloma no había rechazado mis besos, fue ella quien acudió a despedirme en la fría madrugada en que el infante don Enrique y el duque de Montpensier se batieron en duelo. Había aceptado mi abanico, si bien eso no la comprometía a nada. Por un instante pensé que Micaela, con sus muchos años a la espalda, me estaba gastando una broma pesada. Seguro que a su ojo inquisitivo no habían escapado nuestras miradas, nuestros gestos o, incluso, había podido ser testigo, sin que Paloma y yo lo supiésemos, de alguno de los fugaces besos que nos habíamos dado.
Se quedó mirándome y, antes de echar a andar pasillo adelante para dejar el equipaje en mi habitación, murmuró con cierta malicia:
—Esa batalla la tenía usted perdida desde el principio. A pesar de que para mí, que tengo los colmillos retorcidos, aquí hay gato encerrado.
Estaba tan turbado que no presté atención a sus últimas palabras. No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. El mazazo era tal, que hubiera preferido que el suelo se abriera bajo mis pies y descender a los infiernos. Seguro que allí no se estaba peor. ¡Aquello no podía estar ocurriendo! Era una pesadilla de la que despertaría de un momento a otro. Paloma me quería. No me lo había dicho con palabras, pero lo decían sus miradas, sus besos y sus gestos. Si Micaela no me gastaba una broma del peor gusto, en mi ausencia tenía que haber ocurrido algo extraordinario.
—¿Quién es, Micaela? —Era la voz de doña Rosario.
—¡Don Fernando, señora!
Entré en el salón y ante mis ojos apareció la peor escena con que podía encontrarme. Sentados en el sofá estaban Paloma y Crisanto Mondéjar; frente a ellos, en uno de los sillones, doña Rosario. Me quedé en la puerta, paralizado. Todos mis esfuerzos por aparentar serenidad se esfumaron. Estuve a punto de dar media vuelta y marcharme sin decir adiós. Abrumado, escuché lejanas las palabras de doña Rosario, creo que dándome la bienvenida, aunque no podría asegurarlo porque mi mente estaba en otro sitio. Clavé mis ojos en Paloma, que no pudo sostenerme la mirada. Crisanto se levantó y se acercó a saludarme con calculada cortesía. Esbozó una sonrisa de triunfador y supuse que mi imagen era la del más abatido de los perdedores. Me retó con la mirada al tiempo que me estrechaba la mano y no tuve energía para desafiarlo. Después de preguntarme por el viaje y por mi familia, doña Rosario exclamó jubilosa:
—¡Tenemos que hacerle partícipe de una magnífica noticia! ¡Don Crisanto y Paloma se han comprometido formalmente!
De repente, la tensión de las semanas vividas en Reus apareció como si un ensalmo les hubiese dado cuerpo. El dolor por la muerte de mi padre había estado mitigado por la ilusión de la nueva vida que imaginaba junto a Paloma. Las diferencias abismales que me separaban de mi madre eran cosa menor ante la ilusión de formar mi propia familia. Ahora todo lo forjado en mi imaginación, fruto de mi fantasía, se venía abajo de un solo golpe. Paloma iba a casarse con aquel manchego cuya familia contaba las ovejas por miles y que, según decía, estaba en Madrid para estudiar leyes, aunque yo no lo había visto dejarse los codos en los códigos. A pesar de la evidencia de lo que había ante mis ojos, me costaba trabajo darle crédito; los dos besos de Paloma no eran fruto de mi imaginación.
—Enhorabuena —balbuceé esforzándome para poder hablar.
Crisanto Mondéjar me miraba con aire de superioridad, mientras Paloma mantenía la mirada baja, fija en el regazo. Los ojos de doña Rosario me decían que las dehesas y las ovejas eran mucho más sólidas que las fantasías de un escritor en ciernes; que las ollas no hervían con trozos de ilusión, sino con carne, tocino y garbanzos. Me acerqué hasta ella y me ofreció su mano. Otra vez me preguntó por mi familia y por el viaje, y renovó sus condolencias. Su voz sonaba falsa. Miré a Paloma, que me dedicó una mirada huidiza. De repente tuve una ocurrencia digna de aquel trance.
—También yo tengo que anunciarles una novedad.
Dejé que pasasen unos segundos, los justos para picar la curiosidad; doña Rosario me miraba expectante. Al expresarla, la ocurrencia se convirtió en decisión.
—Ésta será mi última noche en la casa.
Observé cómo el rostro de mi patrona se estiraba y, consciente del impacto de mis palabras, profundicé en la noticia:
—Me instalo en el Gran Hotel de París. Mi presencia esta noche es una despedida.
Crisanto me miró incrédulo y Paloma alzó sus ojos. El Gran Hotel de París se había inaugurado hacía muy poco con un concepto moderno del alojamiento. La mayor parte de las habitaciones tenían cuarto de baño y el precio por dormir una noche era escandaloso: cuarenta pesetas. Un lujo como aquél estaba al alcance de muy pocos bolsillos, pero yo podía permitírmelo. Era mi respuesta al compromiso de Paloma que, más allá del varapalo a mis sentimientos, había herido mi orgullo. Anunciar que me instalaba en el Gran Hotel de París era una forma, desde luego estúpida, de responder con arrogancia. Doña Rosario estaba petrificada, pero vi en sus ojos un destello de duda y un brillo de malicia. Lo interpreté al instante.
—Mañana un botones del hotel vendrá a recoger mis cosas. Ahora, si me disculpan, me retiro a descansar. Aunque el tren nos ha acercado, Reus queda lejos.
Abatido, me recluí en la habitación y sin desvestirme me eché en la cama. Mi vida estaba hecha añicos. Sin Paloma carecía de sentido. Traté de contener el llanto, pero no pude y rompí a sollozar quedamente para que mi dolor quedase encerrado entre aquellas cuatro paredes que se me venían encima. En la soledad de mi alcoba no sé cuántas lágrimas derramé. Muchas. Al final, el llanto fue como un bálsamo para mi torturado espíritu y me quedé profundamente dormido. Me desperté entumecido, con el primer toque de las campanas de San Ginés. Al instante me invadió la tristeza. Estaba molido y tuve que hacer un gran esfuerzo para levantarme. Me lavé con el agua de la jofaina, me cambié de camisa y me recompuse en lo exterior. Recogí todas mis pertenencias colocándolas como buenamente pude en mi baúl y en dos maletas; todo mi ajuar, incluido medio centenar de libros y mis papeles, cabía en aquellos tres bultos. Escuché cómo Micaela trasteaba en la cocina, eso significaba que ya podía despedirme; le entregaría a ella la llave y un sobre con el dinero que liquidaba mi cuenta. Deseaba marcharme cuanto antes y, a ser posible, sin ver a doña Rosario ni a Paloma. Antes de abandonar la alcoba paseé una mirada de despedida por ella, había sido mi hogar durante más de un año. Allí había leído, compuesto sueltos y gacetillas, pergeñado algunas crónicas y redactado el embrión de una novela; allí me había enamorado de Paloma y forjado unas ilusiones que ahora estaban destrozadas.
Entré en la cocina con una gruesa carpeta llena de papeles bajo el brazo, lo hice con tanto sigilo que Micaela se sobresaltó.
—¡Jesús! ¡Qué susto me ha dado!
—Lo lamento, Micaela. No era mi propósito.
—¿Se marcha ya?
—Sí.
Me miró de arriba abajo con los labios apretados.
—¿Abandona el campo, sin presentar batalla?
—Ayer me dijo que la tenía perdida desde el inicio —respondí, encogiéndome de hombros.
—Y también que aquí hay gato encerrado.
Recordaba vagamente sus palabras.
—¿Por qué dice eso?
—Porque sí.
—Eso no es una respuesta, Micaela.
—Lo es, aunque a usted que es tan listo no le guste.
Micaela había descuidado la leche que, al hervir, se derramaba sobre la hornilla. En ese momento apareció doña Rosario, compuesta para ir a misa de nueve. Miró el sobre que aún sostenía en mi mano y aproveché para entregárselo.
—Aquí tiene el dinero que liquida mi cuenta. Compruébelo.
—No es necesario, usted es un caballero —me respondió cogiéndolo.
—En fin —comenté para dar por concluida la despedida—, a media mañana vendrán para llevarse mi equipaje. Ya está todo recogido.
El aire fresco de la mañana alivió algo mi acaloramiento y ejerció efectos beneficiosos sobre la presión que oprimía mi cabeza y mi pecho. Crucé la Puerta del Sol y entré en el vestíbulo del hotel más moderno de Madrid. Mientras buscaba otro acomodo, sería huésped del lujoso establecimiento. Pagué una semana por adelantado y di instrucciones para que se trajese mi equipaje. Ocupé una habitación de la planta principal y me marché hacia La Iberia para ponerme a disposición de don Felipe. Antes de salir cogí mi carpeta con los folios de la crónica del caso de la calle Carretas. Ignoraba lo ocurrido durante mi ausencia, pero si aquel asunto continuaba tan oscuro como cuando me marché, posiblemente podría aprovechar casi todo el texto.
Crucé la puerta de la redacción poco después de las once y media, Manolito fue el primero que se acercó a saludarme al tiempo que daba la voz de alarma. En un santiamén se formó a mi alrededor un corro de compañeros. Agradecí su interés, respondía a sus preguntas cuando apareció don Felipe Clavero. El rictus de malhumor que se dibujaba en su semblante se acentuó al ver el desbarajuste, pero al percatarse de mi presencia, se quitó la chistera y con una sonrisa, apenas señalada en la comisura de sus labios, me extendió la mano.
—Me alegro de verlo, Besora.
—Muchas gracias, don Felipe. También yo de poder saludarle.
—¿Cómo está usted?
—Dispuesto a retomar el tajo.
—Su familia, ¿bien?
—Sí, señor. Dentro de lo que cabe.
Se llevó el puro a la boca y batió palmas.
—¡Vamos, vamos! ¡Cada cual a su sitio! ¡Usted, Besora, acompáñeme!
Una hora después salía de la Pecera con tres encargos. El primero, que me pusiese al día sobre el duque de Montpensier y continuara escribiendo sobre su persona. A causa del duelo y por su condición de capitán general le habían hecho un consejo de guerra, cuya sentencia se había dado a conocer hacía pocos días; resultó condenado, pero la pena era simbólica para un hombre de su posición. Lo castigaban a treinta días de destierro a diez leguas de Madrid, al pago de seis mil duros de indemnización a la familia del difunto don Enrique y a una amonestación. El segundo encargo estaba relacionado con ciertos rumores acerca de que Prim mantenía contactos discretos con la casa de Hohenzollern para que uno de sus miembros ciñese la corona de España. Con el tercer encargo me llevé una sorpresa; al comentarle que indagaba sobre lo ocurrido en la calle Carretas, me preguntó si tenía algo redactado y le dije que un borrador inacabado. Lo leyó con la mayor atención y, después de responderle a un par de preguntas, me dijo con voz grave: «Besora, concéntrese en lo que le he encargado y olvídese de este asunto». Iba a recoger los papeles, pero me dijo que se quedaba con ellos. Me firmó un recibo por los diez duros que, según le había explicado, me costó aquella información.