6

Si el 12 de marzo llegó el telegrama que, según Micaela, me convertía en un hombre rico, cinco días después fui destinatario de otro de contenido bien distinto. Mi madre me comunicaba la repentina muerte de mi padre. Había fallecido a la edad de sesenta años a causa de un fallo del corazón. El entierro era el día 18 y llegué a Reus con el tiempo justo para asistir al sepelio de mi padre. Fue un día triste por lo inesperado del trance y porque las relaciones con mi padre, un buen hombre, habían sido de siempre mucho mejores que con mi madre, demasiado autoritaria y muy pagada de sí misma.

El tiempo se alió con mi tristeza. Apenas habíamos regresado del cementerio cuando estalló una tormenta que duró cerca de dos horas. La tata Inés, siempre miedosa con las tormentas, configuró sobre la mesa de la cocina una cruz de sal que, según ella, protegía de los malos espíritus que acompañaban al fenómeno meteorológico. No paró de bisbisear una plegaria a santa Bárbara, la abogada contra las tormentas:

Santa Bárbara bendita,

que en el cielo estás escrita,

con papel y agua bendita,

en el ara de la Cruz,

Pater noster amén Jesús.

Cuando la tormenta se perdió por el Mediterráneo, en casa estábamos en familia: mi madre, tía Ernestina, mi hermano Carlos, su esposa —mi cuñada Nuria Camps— y la tata, que a todos los efectos era un miembro más de la familia. Entonces amagó con estallar una nueva tormenta, al destapar mi cuñada la caja de los truenos.

—Supongo, Fernando, que desearás marcharte para Madrid lo antes posible.

—Allí tengo mi trabajo. Por cierto —miré a mi madre sentada en su sillón—, todavía no os he dicho que tengo sueldo fijo.

—¡Más te vale! —exclamó mi cuñada.

Todos los presentes sabíamos que se refería al dinero que me enviaba mi padre. Tía Ernestina, para evitar que le respondiese como se merecía, aunque yo no tenía ganas de polémica, echó tierra al asunto.

—Éste no es momento para hablar de ciertos temas, el cuerpo de mi hermano…

Mi cuñada estalló hecha una furia, como si la ofendida fuera ella.

—¡Hay cuestiones que deben resolverse en caliente! ¡Lo más conveniente será abrir lo antes posible el testamento! —Miró a mi hermano que tenía los ojos clavados en el suelo—. ¡Todo ha de quedarse arreglado antes de que te marches! ¡Vete a saber cuándo volveremos a verte el pelo! ¡Hoy por poco si llegas al entierro!

Las relaciones con mi cuñada nunca habían sido buenas, pero en las pocas horas que llevaba en Reus había comprobado que desde mi marcha eran mucho peores.

—Nuria, por favor —protestó mi hermano con un hilo de voz.

—¡Qué favor ni qué niño muerto!

Si mi cuñada deseaba pelea, no iba a encontrar en mí al adversario que buscaba. Así que decidí zanjar la cuestión en pocas palabras.

—Por mí podéis abrirlo cuando queráis. Mi hermano es el hereu y la ley está clara.

—No es el momento. —La voz de mi madre sonó como un latigazo.

Era un golpe de autoridad a su estilo, aunque en esta ocasión no me molestó. Lo que yo deseaba era encerrarme en mi habitación con mi dolor, y maldita la gana que tenía de hablar de testamentos y herencias. Con mi padre había estado estrechamente unido y nuestras únicas diferencias surgieron al comunicarle mi deseo de hacer carrera en el mundo de las letras y marcharme a Madrid. Sus planes pasaban porque me labrara un porvenir en el ámbito industrial, pero no contó con que no me interesaba el mundo del aceite. A pesar de que no entendió mi marcha a Madrid, no me negó su ayuda material. Sin ella me hubiese resultado imposible embarcarme en la aventura literaria. Creo que fue la única vez en su vida que se opuso a los deseos de mi madre, quien rechazaba mis proyectos con la mayor contundencia. Si con mi padre podía discutirlos, con ella no era posible. Sencillamente se negaba a hablar de lo que calificaba como una estupidez y me castigaba con una altanera indiferencia desde que planteé mi marcha a Madrid como un asunto irrevocable. Lamentaba haber llegado demasiado tarde para decirle que empezaba a abrirme camino y, sobre todo, decirle que podía sentirse orgullo del trabajo de su hijo menor.

—Doña Carlota, sería conveniente no demorar…

Mi madre impidió a mi cuñada completar la frase.

—He dicho que no es el momento. Hasta que se celebre la misa de funeral, pasados los nueve días, no se volverá a hablar del asunto. Entonces, ya veremos.

La autoridad de mi madre se impuso. Mi hermano y su esposa se despidieron y los demás nos retiramos a nuestras habitaciones, después de una cena frugal. Me reencontré con mi dormitorio, escuetamente amueblado, pero con todo lo necesario para mis necesidades en los próximos días porque mi estancia en Reus iba a prolongarse más de lo previsto. Me tranquilizaban las cariñosas palabras con que me había despedido don Felipe, extrañamente solícito en sus condolencias, al conocer la luctuosa noticia. «Tómese el tiempo que necesite, estas cosas suelen traer mucha cola».

Los nueve días que separaban el sepelio del funeral fueron duros. El luto en Reus, como en otras poblaciones, era mucho más que vestir de negro. Al menos durante los primeros días, afectaba a todos los aspectos de la vida y, desde luego, mucho más a las mujeres que a los hombres No se debía salir a la calle salvo para lo más imprescindible, y como casi no se podía hablar todo eran murmullos y andar de puntillas. Las comidas transcurrían silenciosas, se dedicaba mucho rato a los rezos y al llanto, mucho llanto. Mi madre no, mi madre parecía tener los ojos secos.

El quinto día se rompió la monotonía y hasta se produjo cierto revuelo, al aparecer en casa el jefe de telégrafos. Quería entregarnos personalmente un telegrama remitido desde la Presidencia del Gobierno. Prim mostraba a la familia Besora su pesar. Supuse que había sido la madre del general, doña Teresa Prats, que vivía en la plaza del Mercadal, casi en la esquina con el carrer de Monterols, quien lo habría informado de la muerte de mi padre. Conocía la vieja relación de amistad que lo ligaba con el general, a quien mi padre se refería como Joanet, hasta que después de convertirse en el héroe de los Castillejos, dejó de hacerlo por parecerle un apelativo inadecuado.

El contenido del telegrama era escueto y sencillo:

JOANET SE SUMA A VUESTRO DOLOR EN MOMENTOS TAN TRISTES STOP ABRAZOS STOP PRIM

Aquellos días de tedio y pesadumbre, salpicados de visitas continuas de vecinos, amigos y conocidos, los proveché para escribir. Trabajaba en una novela de las de capa y espada, al estilo de las que Fernández y González publicaba por entregas en La Discusión. Escribía y pensaba porque, cuando menos acordaba, se me iba el santo al cielo y en el cielo estaba Paloma. Me recreaba en el fugaz beso de la madrugada que tantas alas daba a mis ilusiones. También en el que había logrado, casi robado, aprovechando un descuido de su madre, cuando le regalé el abanico que me había costado la mitad de lo recibido por mis colaboraciones. Un verdadero dispendio que me obligó a hacer más que cuentas, verdaderos malabarismos, para el viaje en tren que me trajo a Reus. Tuve que hacerlo en tercera clase. Mis recursos no daban para más.

Vine en un vagón más apropiado para el transporte de mercancías que de personas. Los viajeros con quienes compartí espacio eran de lo más variopinto. Un manchego con su amplio blusón negro y la gorra calada hasta las cejas hizo el trayecto desde Guadalajara hasta Calatayud acompañado, además de su romana y su capacha, de dos jaulas de quesos cuyo olor lo inundaba todo. Viajé con pavos atados de las patas y metidos en cestos de mimbre que, de vez en cuando, protestaban camino de su destino final, a pesar de que estábamos en cuaresma; lo mismo que dos pares de pollos y gallinas, regalo para un médico de Zaragoza, de un paciente de La Almunia de Doña Godina. Unos campesinos llevaban sacos de lona llenos de legumbres, y dos mujeres, que hicieron un corto recorrido entre dos pueblos cuyos nombres no recuerdo, subieron y bajaron con unas cajas con hortalizas y un lechón. El vagón parecía el Arca de Noé.

No pude despedirme de Paloma como hubiera deseado porque su madre, bien porque empezaba a sospechar algo y sus preferencias estaban por Crisanto —a pesar de la lotería—, bien porque quiso mostrarse atenta conmigo en un trance tan doloroso, no me dejó a solas un instante. Ahora en mi mente no sólo volaban los recuerdos, sino que mi imaginación trazaba proyectos de futuro.

Los nueve días de rigor se cumplieron el 27 de marzo. La llegada del funeral significaba para mí coger los bártulos y regresar a Madrid. En la iglesia los familiares nos colocamos en primera fila, cerca del presbiterio. Los hombres a un lado —junto a mi hermano y a mí estuvo mi padrino, el tío Fernando, el único hermano varón de mi padre que vivía en Palafrugell, adonde aún no llegaba el telégrafo y no había recibido la noticia del fallecimiento con tiempo de asistir al entierro— y las mujeres a otro; a mi madre, a tía Ernestina y a mi cuñada las acompañaron muestras primas María y Montserrat, las hijas de tío Fernando. Terminada la ceremonia, volví a estrechar un sinfín de manos, a saludar a conocidos y desconocidos. Todo formaba parte del rito. Así se cerraron los nueve días de rigor, aunque el luto en lo referente a vestir de negro, no participar en fiestas y celebraciones o simplemente salir a pasear por el carrer de Monterols o caminar hasta el santuario de la Virgen de la Misericordia, la imagen de la patrona que despertaba grandes devociones entre los reusenses, se prolongaría mucho más tiempo. Madrid era para mí una liberación.

Ni mi hermano ni mi cuñada sacaron el asunto del testamento. Se despidieron con un escueto «hasta mañana» y pensé que era una forma de quedar emplazados para el día siguiente y abordar el enojoso asunto. Después de que Carlos y Nuria se marcharan, mi madre se retiró a su alcoba sin comer, aduciendo una fuerte jaqueca. Tal vez fuera verdad, pero yo no me lo creía. En materia de enfermedades maternas yo había aprendido mucho. Desde mi infancia —cuando la posibilidad de perderla me producía angustia— la conocí enferma de los peores males; sin embargo, con el paso de los años aprendí que sus padecimientos no iban más allá de cosas sin importancia. Descubrí que gozaba de una salud envidiable. Sus enfermedades eran una forma de llamar la atención y de acentuar el férreo control que ejercía sobre quienes la rodeaban. Administraba con maestría mareos, migrañas, jaquecas y dolores de espalda, cintura o cervicales. Por el contrario, mi padre jamás se quejó de dolencia alguna. Fue durante el almuerzo cuando me enteré de algunas cosas ocurridas durante los últimos días de vida de mi padre. Apenas empezamos a comer cuando un cruce de miradas cómplices entre tía Ernestina y la tata me alertó.

—¿Ocurre algo? —pregunté mirándolas alternativamente.

Tras unos segundos de duda ambas comenzaron a hablar a la vez. Inés, por prudencia, dejó a mi tía la explicación.

—¡La culpa de todo la tiene la maldita lotería!

—¿La lotería? —pregunté sorprendido—. ¿De qué me estás hablando?

—La lotería ha tenido la culpa de la muerte de tu padre —afirmó mi tía sin pestañear.

Me quedé mirándola con los ojos como platos y añadió:

—Desde el primer momento esos malditos cuarenta mil duros no han traído más que problemas.

—Explícate, por favor.

—Verás, al saberse que a tu padre le había tocado un buen pellizco, acudió mucha gente para felicitarlo… Más de uno para ver si se escapaba algo.

—¿A quién más le ha tocado la lotería en Reus? —pregunté para situarme.

—A nadie más. El número premiado no se vendió en Reus sino en Barcelona, que es donde tu padre había comprado cinco décimos.

—¿Y qué tiene que ver el premio con la muerte de mi padre?

—Cuarenta mil duros en metálico es mucho dinero, Fernandito. La Nuria se relamió —señaló la tata—. Ya sabes cómo le gusta todo lo bueno.

Asentí con un ligero movimiento de cabeza. En mi casa, a pesar de que los posibles de la familia nos permitían acomodos que no estaban al alcance de la mayoría, mi madre había administrado el hogar con austeridad espartana. Por eso producían cierto escándalo los gastos de mi cuñada. Dos veces al año iba de compras a Barcelona y volvía cargada de vestidos, de sombreros y toda clase de perifollos. A ello se añadía que a comienzos del otoño pasaba una semana tomando las aguas en el balneario de Caldas de Montbui. En mi casa aquello se consideraba un dispendio, sobre todo porque mi madre, pese a sus enfermedades, jamás se permitió una temporada en un balneario.

—La Nuria —señaló tía Ernestina— pensó que los cuarenta mil duros irían íntegros a manos de su marido…

—Lo consideraba un derecho del hereu —añadió la tata.

—Pero se equivocó —prosiguió mi tía—. Tu padre le dijo a Carlos que había decidido repartirlos entre vosotros a partes iguales. La Nuria consideró la decisión de tu padre un atentado contra los derechos de su marido.

—¿Mi hermano dijo algo?

—Ni mu. Pero no había que ser un lince para saber que tampoco estaba de acuerdo. Tu padre se sintió en la obligación de dar una explicación.

—Se equivocó al hacerlo —afirmó la tata con contundencia y mi tía asintió.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque el premio en sentido estricto no forma parte del patrimonio familiar.

—¿Qué pasó?

—Al día siguiente tu padre y Carlos se encerraron en el despacho y tuvieron una conversación subida de tono que acabó en unos gritos que se escuchaban al otro lado de la puerta.

—¿Carlos le gritaba a nuestro padre?

—¡Sin el más mínimo respeto! ¡Jamás se había visto una cosa igual en esta casa! —exclamó la tata escandalizada.

Recordé los años en que Carlos, siendo yo diez años más pequeño que él, me sacaba a pasear y me compraba helados y caramelos. Añoré el tiempo en que para nosotros, al menos para mí, no existían herencias ni privilegios que, según las viejas leyes del derecho privado catalán, tenía él por su condición de primogénito, otorgándole el derecho a recibir la mayor parte del patrimonio familiar. Carlos cambió mucho desde que Nuria entró en su vida.

—De todos modos, ¿qué tiene que ver todo eso con la muerte de mi padre? —pregunté buscando la última conexión entre aquel dinero y lo ocurrido.

—Tu hermano salió del despacho hecho un basilisco, dio tal portazo que la casa tembló. Se marchó sin decir adiós a tu madre que en aquel momento volvía de la parroquia acompañada por ésta. —Mi tía miró a la tata—. Me preguntó qué pasaba y le dije que Carlos y su padre habían tenido una fuerte discusión. Entró en el despacho hecha un huracán y al instante me alarmaron sus gritos. Acudí y me encontré a tu padre con el rostro desencajado y una palidez mortal.

En aquel momento tía Ernestina rompió a llorar y la tata se sumó a su llanto. Cuando logré tranquilizarlas, me explicaron que mi padre ya no se recuperó.

—¡A tu padre lo mató el berrinche que le dio Carlos! Siento mucho tener que decírtelo, pero es la verdad. Tu tía y yo creemos que tienes derecho a saberlo.

—¿Qué opina mi madre de todo esto?

—No ha abierto la boca. Pero tú ya sabes cómo se toman las decisiones en esta casa. El reparto ya estaba hablado con tu madre.

Nos levantamos de la mesa sin probar bocado y me encerré en mi habitación. Derramé más lágrimas por mi hermano que por mi padre. Su mujer lo había convertido en otro hombre.

Al día siguiente mi madre nos citó a Carlos y a mí aquella misma tarde, a las siete. Nos reunimos en el despacho y mi madre nos dijo que llamaría al notario para las formalidades del testamento y que el dinero de la lotería se repartiría según había dispuesto mi padre. Mi hermano inició una protesta que ella cortó sin contemplaciones.

—No irás a discutir la voluntad de un difunto.

El testamento de mi padre dejaba a mi hermano en su condición de hereu la parte del león y a mí me quedaban las migajas. No me sentó ni bien ni mal. La ley era la ley. Sin embargo, las migajas significaban otro pellizco en metálico: dos mil duros, que se sumaban a los veinte mil de la lotería. También llegaba a mis manos una participación en los beneficios de la empresa familiar. El testamento contemplaba una ampliación de mis derechos, en caso de que me incorporase al negocio que quedaba bajo la batuta de mi hermano y los restringía, siempre dentro del margen legal, si persistía en el deseo de abrirme camino en el proceloso mundo de las letras.

El notario me leyó con detenimiento esa parte.

—¿Está usted en condiciones de tomar una decisión en este momento?

—Desde luego —respondí sin vacilar.

—Entonces, dígame.

—Prefiero la segunda opción.

—En ese caso, debe saber que su participación en los beneficios queda limitada al diez por ciento —me dijo mirándome por encima de las lentes.

Apenas escuché las palabras del notario señalando que las escrituras estarían para la firma el 13 de abril, Lunes Santo. Sin embargo, las cosas se dilataron dos días más. El Miércoles Santo salí temprano de casa y me encaminé hacia las oficinas de Aceites Luis Besora e Hijos, que estaban en un edificio anejo a la fábrica. Quería ver a mi hermano y sabía que cada mañana, a las ocho, llegaba puntualmente a su trabajo. Saludé a los cuatro escribientes de la oficina y pregunté por él.

—Está en su despacho. Enseguida le aviso.

—Déjelo, no es necesario.

Golpeé la puerta con los nudillos y, sin esperar a la respuesta, entré rápidamente cerrando tras de mí. No quería testigos. Mi hermano se quedó mirándome como si yo fuera una aparición.

—¿A qué se debe esta visita?

—Tengo que hablar contigo a solas, antes de que vayamos a la notaría.

Me miró con sarcasmo.

—¿No vendrás en busca de tus primeros beneficios?

Ignoré el comentario. No buscaba pelea, sino evitar posibles conflictos, a pesar de su actitud distante, casi grosera.

—He venido a venderte mi participación. ¿Te interesa?

Se quedó mirándome fijamente, como si buscase una trampa en mi propuesta. Su respuesta me llegó con un punto de agresividad:

—¡Tú no tienes participación!

—En los beneficios sí. El testamento de nuestro padre es muy claro. Exactamente me corresponde un diez por ciento.

—¿Cuánto quieres?

—Tú estás en mejores condiciones para hacer una oferta. Conoces los números.

—Tendré que hacer cálculos.

Carlos ignoraba que para mí desligarme de la empresa no era cuestión de un puñado de pesetas. Yo no era un hombre de empresa, mi vida iba a construirse en un mundo donde el dinero era un medio, no un fin. Lo que deseaba era disponer de unos recursos con que ofrecerle a Paloma Azpeitia la seguridad material que requería pedirla en matrimonio.

Cuando salimos de la notaría Carlos me dijo que necesitaba algún tiempo para hacerme una oferta. En realidad, buscaba ponerme nervioso para que aceptara su primera propuesta. Se sorprendió cuando le dije que me la enviara a Madrid, pues me marchaba al día siguiente.

Hice mi equipaje y, después de almorzar, antes de que mi madre se retirara, me despedí de ella con la frialdad acostumbrada. La tata derramó unas lágrimas al verme partir y tía Ernestina me acompañó hasta la estación. Fuimos dando un paseo, escoltados por el mozo que llevaba mi equipaje.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé. Si Carlos no demora su respuesta, pronto.

A las siete y algunos minutos el tren silbó anunciando su marcha. Nos abrazamos y subí a mi vagón para asomarme a la ventanilla y prolongar la despedida unos segundos. Mí tía permaneció en el andén agitando la mano hasta que la perdí de vista.

Después de un viaje de veintiuna horas, como viajero en primera clase, llegaba al apeadero de Atocha, que algunos llamaban estación del Mediodía.

El tren se detuvo envuelto en humo y en medio del desagradable chirrido de las ruedas, frenando hierro sobre hierro. Bajé al andén. La locomotora lanzaba nubes de vapor por los costados, como si se recuperase del enorme esfuerzo realizado para arrastrar la larga fila de vagones de madera alineados sobre la vía. La estación era un hormiguero de gente que iba y venía en medio de abrazos, risas, llantos, gritos y ruidos, un pequeño mundo donde las emociones afloraban con facilidad. Me acordé de una noticia que había leído en el periódico hacía ya unos meses, poco después de mi llegada a Madrid: reputados científicos afirmaban que la velocidad del tren no debía superar los sesenta kilómetros por hora, ya que el organismo humano era incapaz de soportar velocidades superiores y, si pasaba de esa barrera, se desintegraría. Ciertamente hacer el camino entre Reus y Madrid en menos de un día era algo extraordinario. Había oído decir a mi padre y a mi abuelo que en sus tiempos mozos se necesitaban de cinco a seis jornadas para cubrir el trayecto. El progreso de la industria era una auténtica revolución y los avances del siglo que nos había tocado vivir tan increíbles que si nuestros antepasados levantaran la cabeza no vacilarían en señalar como cosa de brujería muchas de las realidades que estábamos viviendo.

A pesar de mi billete de primera clase, estaba molido. Me alejé unos pasos de la humareda e indiqué a un mozo que se hiciera cargo de mi equipaje. Fuimos hasta la parada de coches de punto que había ante la fachada del Hospital General, al otro lado del descampado que separaba la estación ferroviaria de las últimas construcciones de la calle de Atocha y del paseo del Prado. En el reloj de la pared, bajo la marquesina que protegía parte del andén, eran las cuatro y cinco. No había anunciado mi regreso porque hacerlo por telegrama me parecía un exceso y por carta una inutilidad.

Caminaba hacia el coche con la sensación de que había roto amarras con el pasado y que encaraba un futuro más incierto que si me hubiera quedado en Reus como segundón de la familia bajo el mandato de mi hermano. Pero ese futuro era mucho más prometedor. Lo único que lamentaba era dejar atrás la ciudad que me vio nacer y a la que me sentía entrañablemente ligado, pero mi vida estaba en Madrid, en el mundo del periodismo y de la literatura, al lado de Paloma. El tiempo pasado fuera de Madrid me parecía una eternidad. Ahora mi mayor deseo era volver a verla, aunque fuera bajo la vigilante mirada de su madre.