Poco antes de las dos estaba golpeando en la puerta acristalada de la Pecera.
—¡Adelante!
Don Felipe estaba retrepado en el sillón, envuelto en una nube de humo. No había salido del despacho en toda la mañana y tuve la sensación de que tampoco había hecho gran cosa. Los adminículos desperdigados sobre su desordenada mesa estaban en el mismo sitio que cuando salí. Mantenía el puro cerca de la boca con aire indolente. Intuí que le pasaba algo. Era anormal que no hubiese aparecido por la redacción, al menos un par de veces, dando gritos, impartiendo órdenes y repartiendo regañinas; pero lo que más me impresionó fue que, mirándome a través de la nube de humo que nos separaba, me preguntara antes de llevarse el puro a la boca:
—¿Qué tripa se le ha roto, Besora?
No podía haber olvidado el plazo que me había marcado y que me había hecho sudar tinta. Dejar listos para su visto bueno cuatro folios escritos por las dos caras no era poco. Había conseguido un texto aséptico, olvidándome de sensaciones y sentimientos. Me había recreado en el paraje, en la descripción de los personajes y en el desarrollo de los acontecimientos, sin añadir un ápice de calor. Para mi gusto el resultado era un poco frío. Pero era lo que me había exigido. Yo habría hecho algo diferente: poner el acento en las consecuencias políticas que, sin duda, iban a derivarse de aquel sangriento lance. Habría tirado de la historia y señalado la rivalidad existente entre las dos ramas familiares.
—La crónica del duelo, don Felipe. Van a dar las dos.
Sacó su reloj, comprobó la hora y con un esbozo de sonrisa me preguntó:
—¿Está contento con el resultado?
Me sorprendió su pregunta: significaba cierta consideración, al interesarse por mi punto de vista. Dudé si decirle lo que pensaba realmente de aquellos folios faltos de pasión o responderle con una evasiva. Me decidí por lo último.
—Como usted dice, siempre se puede mejorar. Pero creo que el trabajo responde al encargo que me ha hecho.
—¡A ver, a ver!
Alargó la mano, agitando los dedos. Se caló las lentes y, sin molestarse en decirme que tomase asiento ni que me retirase, se enfrascó en la lectura. Estuve a punto de abandonar la Pecera sin hacer ruido, pero permanecí allí, atento a cualquier indicio sobre el efecto que le producía la lectura. Leía y fumaba al mismo tiempo. Su rostro era una máscara. Hubo un momento en que me pareció percibir un leve asentimiento de cabeza. Cuando dejó los pliegos sobre la mesa y se quitó las lentes, me miró a los ojos.
—Sólo habrá que cambiar algunos signos de puntuación y utilizar varios sinónimos para evitar las reiteraciones en ciertas expresiones. Pero el tono es el adecuado. ¡Buen trabajo, Besora!
—Gracias, don Felipe. —No pude disimular la frialdad de mi agradecimiento.
—Pásese por administración y… —No terminó la frase. Se levantó y se encaminó hacia la puerta—. ¡Venga conmigo! ¡No se quede usted ahí hecho un pasmarote!
Cruzamos la redacción entre las miradas de mis compañeros. La que me dirigió Carmona Roland era aviesa. Bajamos la escalinata. En la planta baja también estaba la administración: dos habitaciones con las paredes cubiertas de estanterías del suelo al techo llenas de archivadores. Don Felipe entró como un torbellino. Yo seguía la estela de su puro que echaba humo sin parar. Me satisfizo verlo entrar de aquella manera. El administrador y su ayudante, que también ejercían de cobradores de las suscripciones y de los vendedores ambulantes, a quienes maltrataban de palabra y no fiaban un solo ejemplar, me parecían dos seres perversos. Abonaban de mala gana los pagos, como si el dinero fuera suyo. Tenías que ir varias veces y casi implorar para cobrar. Un suplicio. El lugar olía a rancio y estaba sumido en una penumbra mortecina, incluso en las horas de mayor claridad del día, porque la luz sólo entraba por un ventanuco enrejado.
—A partir de este momento, don Fernando Besora es de la plantilla. ¡Cien duros el primer día de cada mes! Ciertas colaboraciones van aparte, ¿entendido?
—Por supuesto, don Felipe —asintió el administrador, sin rechistar.
Me quedé de una pieza. ¡Cien duros a primeros de cada mes! Además, el disfrute de ver al administrador encogido, en lugar de hinchado como un pavo real, mirándome con desprecio y poniendo toda clase de pegas a mis minutas era algo impagable. Don Felipe se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Tiene alguna colaboración pendiente?
—Sí, señor. Cuatro.
—¿Cuatro? —preguntó alzando las cejas—. ¿Acaso no le hace falta el dinero?
—Como a cualquier hijo de vecino, don Felipe. En realidad, estoy a dos velas.
—¡Démelas!
Antes de entregárselas al administrador, ajustó mentalmente la cuenta.
—¡Abónele a Besora las sesenta y ocho pesetas!
Sin rechistar, sacó de uno de los cajones una bolsa de cuero y contó trece duros de plata a los que añadió tres pesetas. Don Felipe me indicó con un gesto que recogiese el fruto de mis sudores. No necesité que lo repitiera.
—Don Felipe, los seis duros que me dio para gastos y…
—¡Quédeselos y se paga la limpieza del abrigo! ¡Lo tiene hecho un asco!
Estaba más contento que unas pascuas. Era plantilla de La Iberia, don Felipe me situaba en el nivel alto de las remuneraciones y llevaba noventa y ocho pesetas en el bolsillo. Me disponía a seguirlo escaleras arriba cuando me espetó:
—¡Váyase a casa, lávese y tómese el resto del día de descanso! ¡Se lo ha ganado!
—Don Felipe, yo… yo…
—¡Váyase a casa, no sea que me arrepienta!
No tuve tiempo de darle las gracias, ni de decirle que trabajaba en el suceso de la calle Carretas con lo que pretendía conseguir lo que acababa de lograr. La crónica de lo ocurrido me quemaba en el bolsillo porque barruntaba que allí había sucedido algo tremendo. Don Felipe Clavero siempre me desconcertaba. Era autoritario, a pesar de sus convicciones democráticas. Te exigía sin medida y era distante en el trato. Ahora, según sus normas, había puesto firmes a los bergantes de administración y se había mostrado generoso al señalar la cuantía de mi nómina y otros emolumentos que quedaban a su discreción.
En la calle lucía un sol espléndido que calentaba algo el frío ambiente de la mañana y mientras caminaba no dejaba de pensar en los rumores que circulaban en la redacción sobre la personalidad del director. Se comentaba que pertenecía a una sociedad secreta surgida en tiempos del liberalismo clandestino de la época de Fernando VII. Lo que nadie cuestionaba era que tenía una pluma acerada y que su prosa era elegante. No se prodigaba. Estaba más pendiente de encargar, corregir y perfilar los contenidos del periódico que de escribir.
Al llegar a la plaza Mayor me encontré con el bullicio de costumbre, un hervidero. Salí por la calle de las Postas a la Puerta del Sol, adonde llegué cuando sonaban las tres en el reloj del Ministerio de la Gobernación. Compré media libra de tabaco holandés de hebra y me quedé mirando un escaparate en el chaflán que separaba las calles del Carmen y Preciados. La cordura me decía que enfilara la calle Arenal y me fuera a descansar después de tantas horas de tensión. Pero yo estaba feliz y la tentación era demasiado grande. Recordé una de las sentencias de mi amigo Rocafull referida a las tentaciones: «La mejor forma de vencerlas es caer en ellas». Decidí hacerle caso.
En casa, Paloma y doña Rosario estaban en la sobremesa, Micaela andaba fregoteando en la cocina y a Crisanto no se le veía por ninguna parte. Decidí no despojarme del gabán, los restos del barro reseco darían solemnidad a la conversación. Entré al comedor con una sonrisa en los labios.
—Buenas tardes tengan las damas de la casa.
Paloma bajó la vista, clavándola sobre su taza de café, y doña Rosario miró con descaro las manchas de mi abrigo.
—¿Ha tenido un accidente? —preguntó al tiempo que echaba mano a unos impertinentes que colgaban de una cinta de seda negra sobre su pechera.
—No. ¿Por qué lo dice?
—¿Es que no se ha mirado el abrigo?
—¡Ya está presentable! Si lo hubiera visto esta mañana…
—¿Qué le ha ocurrido? —A Paloma apenas le salía un hilo de voz.
—Tuve que reptar para asistir al duelo en primera fila.
—¿Qué ha pasado? —preguntó doña Rosario con ansiedad.
—¿No se han enterado? El Orleans ha matado al Borbón.
—¡Jesús! —Se llevó la mano a la boca como si la noticia le produjese una fuerte impresión, pero pudo su curiosidad—: ¡Cuente, cuente, don Fernando! Pero antes póngase cómodo, tome asiento.
Me acomodé frente a Paloma, verla de nuevo era un bálsamo para mi cansancio. Me quité el abrigo para no ensuciar la tapicería y lo coloqué cuidadosamente doblado con el forro hacia afuera sobre el respaldo de una silla. Fue entonces cuando se salió del bolsillo un paquete pequeño y alargado, envuelto en papel de regalo y atado con una primorosa cinta de seda. Comprobé con el rabillo del ojo el interés de doña Rosario, quien, sin atreverse a preguntar, me indicó lo que era obvio:
—Se le ha caído algo.
Decidí dejarlo a la vista, sobre el forro azul de mi abrigo. Me di cuenta de que Paloma también miraba intrigada el delicado paquete. Yo me sentía el amo del corral.
—¿Quiere tomar un café? —me ofreció Paloma, quien ante su madre volvía a poner distancia en el lenguaje. Sin embargo, creí percibir un tono de dulzura.
—Sí, por favor.
En lugar de llamar a Micaela, Paloma trajo una taza y me sirvió. Observé un temblorcillo, apenas perceptible, en sus manos.
—¿Dos cucharadas de azúcar?
—Eso es —respondí satisfecho al comprobar que sabía el azúcar que ponía a mi café. Me gustaba dulce como un jarabillo.
Con mi relato traté de impresionar a Paloma y a su madre. A petición de doña Rosario, tuve que repetir hasta tres veces la forma en que don Enrique cayó herido de muerte. Antes de retirarme a mi alcoba dije a Micaela, quien había asistido al relato desde la puerta de la cocina, que cenaría en casa y aprovechando un descuido de doña Rosario, guiñé un ojo a Paloma.
Me dormí pensando en la forma de hacerle llegar el abanico que acababa de comprarle. No me desperté hasta que me sobresaltaron unos golpes. Creí que era Micaela anunciando la cena. Pero me sorprendió escuchar la voz de doña Rosario al otro lado de la puerta. Me despabilé temiendo que hubiera descubierto lo ocurrido aquella madrugada y fuese a ponerme de patitas en la calle. Tanteaba en la penumbra de la alcoba buscando mi bata, cuando escuché a doña Rosario gritar:
—¡Don Fernando, ha llegado para usted un telegrama de Reus!
Me sobrecogió el anuncio. Los telegramas sólo se empleaban para cuestiones de mucha importancia. Eran costosos y no estaban al alcance de todos los bolsillos.
—¡Salgo enseguida!
Un telegrama de Reus tenía, necesariamente, que traer noticias de mi casa. La última carta la había recibido el 2 de febrero, día de la Candelaria. Lo recordaba porque había visto en San Ginés una procesión con la gente alumbrando con cabos de vela envueltos en ramitas de romero. Temí que mi madre, una enferma crónica que gozaba de excelente salud, hubiera enfermado realmente. Nervioso, trataba de anudarme la bata con un revuelo de negros pensamientos. Me calcé las babuchas y alisé algo mis alborotados cabellos.
La estampa que me encontré al abrir la puerta presagiaba algo malo. El telegrama había reunido en el pasillo a todos los habitantes de la casa, incluido Crisanto. Doña Rosario me entregó, sin decir palabra, un pequeño sobre azul desvaído. La luz que entraba por la única ventana del pasillo era escasa; todo estaba envuelto en una penumbra que, sin duda, mi estado de ánimo hacía más oscura. A su lado estaba Paloma con el semblante entristecido y un brillo de ternura en sus ojos. Micaela, un paso más atrás y, al fondo, la figura inmóvil de Crisanto.
Rasgué el sobre sin miramiento y mis ojos volaron sobre las dos tiras de papel blanco que contenían un corto mensaje. Volví a leerlas incrédulo, antes de exclamar:
—¡A mi familia le ha tocado la lotería!
Hubo un silencio de estupor momentáneo.
—¿Cuánto? —preguntó doña Rosario muy seria.
Miré de nuevo el telegrama para no equivocar la cifra. Los nervios suelen jugar malas pasadas. Comprobé que lo firmaba mi tía Ernestina.
—Cuarenta mil duros —respondí bajando la cabeza, como si me avergonzara anunciar la cifra.
—¡Es usted rico, don Fernando! —exclamó Micaela.
Dudé que fuera así. La lotería había tocado a mis padres y en mi casa había un hereu. Pero juzgué más prudente guardar silencio.