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Allí nada tenía que hacer. Al tercer intento Montpensier había matado al infante. La sangre de un Borbón había vuelto a correr a manos de un Orleans, como si la relación entre las dos ramas de la familia estuviera marcada por un destino fatal. Abandoné mi escondite reptando de nuevo hasta ganar la cresta del talud. Nadie me vio y si alguien lo hizo no me prestó la menor atención. Descendí por la suave pendiente hasta donde esperaba el cochero y emprendimos el viaje de regreso a Madrid. En el carruaje anoté mentalmente mis impresiones y algunos pequeños detalles que darían lustre al texto. Los hechos fundamentales no iban a borrarse fácilmente de mi memoria. Durante el trayecto, las rimbombantes palabras de don Felipe aludiendo a la cita con la historia cobraron un sentido que hasta entonces yo no había captado. Ahora era consciente de haber sido testigo de un hecho con graves consecuencias políticas.

Eran las once pasadas cuando crucé de nuevo el puente sobre el Manzanares con la sensación de que la vuelta había sido más breve que la ida, aunque mi cabeza había vivido emociones muy diferentes. Ahora el furtivo encuentro con Paloma y el fugaz beso compartido quedaban algo alejados en mi memoria, lo que no rebajaba un ápice su significado e importancia. El cochero me condujo hasta la redacción; apenas puse los pies en la acera, arreó las cabalgaduras y se alejó calle arriba sin despedirse.

Me quedé plantado en la acera, presa de encontradas sensaciones: cansado, hambriento, sucio y excitado. Recordé los suaves labios de Paloma y sentí un agradable cosquilleo. Dudé si subir a la Pecera o cruzar la calle y entrar en Casa Damián, desde donde llegaba un estimulante olor a churros. Mi frugal cena de la víspera ayudó a decidirme. Además, acababan de dar las once y media y don Felipe no solía aparecer por la redacción antes de mediodía. Me sacudí malamente el barro reseco de mi gabán en un empeño inútil de mejorar mi aspecto y entré en aquel híbrido de taberna y café donde tantas conversaciones habíamos desgranado Pepe Suardíaz, Carlos Rubio y yo. Antes de llegar a la barra, adonde se acodaban algunos parroquianos, escuché mi nombre.

—¡Besora!

Sentado en un rincón estaba el director de La Iberia, envuelto en las azuladas volutas del humo de su cigarro. Dobló cuidadosamente el periódico y lo dejó sobre el blanco mármol de su mesa donde humeaba una taza de café. Se quitó las gafas y las guardó en su funda que, como siempre, introdujo en el bolsillo superior de su levita.

—¡Qué agradable sorpresa, don Felipe!

Era una verdad a medias. Cierto lo de la sorpresa, no tanto que fuera agradable. Lo que yo deseaba era desayunar tranquilamente y refocilarme con el recuerdo de la despedida de Paloma. ¡Aquello sí que había sido una sorpresa agradable!

—¡Siéntese! —me ordenó, señalando una silla—. ¿Qué va usted a tomar?

El camarero ya estaba encima, con su bandeja de metal bajo el brazo, vestido con un chaleco negro sobre camisa blanca, un paño del mismo color anudado a la cintura que le cubría hasta los zapatos y una colilla apagada, en la comisura de la boca.

—¿Qué va a ser, don Fernando?

—Chocolate con churros.

Se dio media vuelta y gritó con un soniquete característico:

—¡Marchando un chocolate y una de churros!

—Está desmejorado, Besora —me soltó don Felipe—. Por lo que veo la brega ha sido dura.

—No ha sido fácil. —Volví a sacudirme los faldones de mi gabán, que seguía hecho una pena, y miré la chistera, que no ofrecía mejor aspecto; fue un error no dejarla en el coche cuando me bajé.

—Cuénteme qué ha pasado —me indicó con un tono de complicidad.

—La historia se repite.

—¿El Orleans se ha cargado al Borbón?

—Sí, señor.

Se quedó mirando el mármol de la mesa. Sabía que sus preferencias políticas no estaban con Montpensier, pero tampoco estimaba a don Enrique quien, al fin y al cabo, era un Borbón. La Iberia tenía una marcada tendencia política: defendía el ideario de los progresistas y se mostraba proclive a los planteamientos de Prim. Aguardó hasta que el camarero trajo el chocolate y los churros. Antes de que se retirase, pidió la cuenta.

—¿Todo, don Felipe?

—Todo.

Pagó y, sin contemplaciones, me indicó que no me regodease demasiado, lo que estropeó el desayuno. Más que disfrutarlos, engullí los churros. El chocolate estaba tan caliente que me quemé y la lengua me quedó rasposa. Deglutía la última porra y mi tazón de chocolate estaba por la mitad cuando me preguntó con tono desabrido:

—¿Ha terminado?

—Sí, señor.

Aplastó lo que quedaba de su habano en el cenicero, recogió el periódico y se levantó. Yo, para no atragantarme con el bolo de masa que a duras penas pasaba por mi garganta, di un último sorbo al chocolate, todavía demasiado caliente. Salí de Casa Damián como si fuera su perrillo faldero. Subimos a la redacción, que ocupaba la primera planta de un edificio con aire decadente. La amplia escalera, casi una escalinata, arrancaba de un portal que antaño fue vestíbulo y a cuyo fondo, aislada por unas mamparas, estaba la imprenta de nuestro periódico. No cruzamos una sola palabra en el camino.

En la redacción ya había cierta actividad, que aumentaría sin cesar hasta que se cerraran las páginas para enviarlas a los cajistas. Conforme se terminaba la cara de uno de los dos pliegos los impresores iniciaban su trabajo para que los suscriptores recibieran el ejemplar del día en su domicilio a primera hora de la mañana y llegase a los puntos de venta habituales y a los muchachos que lo voceaban.

El despacho de don Felipe estaba al final y quedaba aislado de la amplia sala donde los plumillas nos devanábamos la sesera, buscando el adjetivo correcto, el verbo adecuado y la puntuación conveniente para que nuestros textos obtuvieran su visto bueno y mereciesen los honores de la letra de molde. La puerta enmarcaba un cristal esmerilado donde podía leerse: FELIPE CLAVERO y una línea más abajo: DIRECTOR.

Don Felipe sacó la llave y le costó trabajo encajarla en la cerradura. Nunca había acudido a la Pecera acompañándolo, por eso me quedé en la puerta, recordando lo que me dijo mi primer día de trabajo: «Aquí no se pone un pie sin mi autorización». Era su sancta sanctorun. Había que golpear en el cristal y esperar su venia. Colgó la capa y el chambergo con que se cubría en una percha de pie y me gritó antes de sentarse:

—¡Qué hace usted ahí, hecho un pasmarote!

—Esperaba su permiso, don Felipe.

—¡Pase de una maldita vez y cierre esa puerta! —ladró, al tiempo que sacaba de un cajón de la mesa un habano que, tirando por lo bajo, costaba tres pesetas. Se dispuso a encenderlo; todo un ritual, pero antes me dio otra orden—: ¡Siéntese!

En la redacción se tenía como verdad admitida que don Felipe Clavero era soltero empedernido y que le profesaba no poca afición a los burdeles. También se decía, aunque eso no estaba comprobado, que mantenía relaciones con una dama. Estaba vinculado al periodismo desde que el general Narváez proclamó mayor de edad a Isabel II hacía más de un cuarto de siglo y formó parte del equipo de Calvo Asensio cuando se lanzó a la aventura de fundar La Iberia, allá por 1854, para apoyar las ideas de los liberales más progresistas, dando soporte a ideas tan revolucionarias como que un hombre tenía derecho al voto, más allá de sus circunstancias económicas. Don Felipe era director desde hacía nueve años y en sus artículos de fondo se mostraba ferviente defensor de la soberanía nacional, lo mismo que Prim, a quien en La Iberia se apoyaba sin titubeos. Lo que no era obstáculo para que don Felipe manifestara ciertas reticencias respecto a algunas de sus actitudes.

Me senté en el borde de la silla porque, la verdad sea dicha, don Felipe Clavero me producía un respeto rayano en el temor que se acentuaba cuando me encontraba en la Pecera. Acabó el ritual del encendido del puro y expulsó la primera bocanada de humo; entonces se retrepó en el sillón y me requirió:

—Ahora, cuéntemelo todo, Besora. Absolutamente todo, sin olvidar un detalle.

Durante cerca de una hora desgrané lo que había visto y sentido. Le describí el lugar: desolado y solitario, el amanecer y la impresión que me produjeron los preparativos, la forma como llegué hasta el tocón de la encina, los primeros disparos y el intento de dar por concluido el duelo, al resultar levemente herido don Enrique.

—¿Quién se opuso?

—El infante. Los padrinos de Montpensier argumentaron que se daban por satisfechos al haberse derramado sangre. Pero el Borbón dijo que si Montpensier se retiraba del campo del honor, él se encargaría de que fuera el hazmerreír de toda España.

—¿Montpensier no deseaba proseguir?

—Tengo la impresión de que se veía en una ratonera y que su única salida era dar el duelo por concluido, con lo que salvaba su honor sin que hubiera víctimas.

—En ese caso, ¿cómo explica que su tercer disparo fuese tan certero?

—No lo sé. Pero le aseguro que al ver caer al infante se le demudó el semblante.

Don Felipe dio una larga calada a su puro y murmuró entre dientes:

—El francés no es tonto. Pero se equivoca quien crea que desiste de sus aspiraciones al trono. Cuénteme con detalle la muerte de don Enrique.

—No es mucho lo que puedo decirle. Se formó un gran barullo. Vi cómo se doblaba hacia delante y caía de rodillas para después dar de bruces en el suelo.

—¿Murió en el acto?

—El disparo era mortal, pero vivió unos minutos. Las palabras de un médico a uno de los padrinos de Montpensier fueron: «No hay nada que hacer».

Dio una chupada a su habano y expulsó el humo lentamente acariciando su larga barba; luego sacó del bolsillo de su chaleco su reloj, miró la hora y me ordenó:

—Ha sido usted testigo del duelo del siglo, Besora. ¡Póngase a escribir! ¡Vamos a darle la primera plana! ¡Quiero esa crónica encima de la mesa antes de las dos!

—Haré lo que pueda, don Felipe.

Me miró irónico.

—Supongo que quiere usted decir que la tendré aquí.

No rechisté. Había aprendido que a veces importaba más la actualidad que la calidad del texto. Me esforzaría por conseguir lo segundo al contar a nuestros lectores lo sucedido aquella mañana del 12 de marzo en el campo de tiro de Carabanchel.

—Sí, señor.

Estaba a punto de abandonar la Pecera cuando me detuvo su voz autoritaria.

—Limítese a los hechos, Besora. Sin añadir cosas de su cosecha. Los comentarios de esta historia, que va a traer cola, los dejamos para más adelante.

—Sí, señor.

Me concentré para sacarle todo el partido posible al acontecimiento que había presenciado y que, según don Felipe, era el «duelo del siglo». Pensé que ése era un buen título y que mataba dos pájaros de un tiro. Por un lado, respondía a la importancia de lo dilucidado en el campo del honor. Por otro, don Felipe se alegraría de que lo calificase con sus propias palabras. No podía olvidarme de que continuaba de temporero.