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Por el camino pensé en las consecuencias políticas de un lance de honor protagonizado por un personaje que aspiraba al trono, a pesar de que el general Prim —presidente del Gobierno y ministro de la Guerra— trataba de entronizar en España una nueva dinastía. Mi paisano era un declarado antiborbónico, una actitud que había llevado a los republicanos a pensar que Prim traería la república, sin considerar que el general tenía profundas convicciones monárquicas. Lo suyo no era un rechazo a la Corona, sino a la familia.

En la redacción apenas quedaba gente, al estar ya en las prensas el ejemplar del día siguiente. Mi director no se anduvo con rodeos.

—Besora, lo supongo enterado del duelo.

—Sí, señor. Algo sé.

—No se trata de un duelo cualquiera. Es entre un Borbón y un Orleans. Es… cómo le diría… una cita con la historia. ¡Es el duelo del siglo! ¡Eso es! ¡El duelo que tenemos entre manos es el duelo del siglo, Besora!

—Estoy de acuerdo, don Felipe.

Sin hacer caso a mi ratificación, indicó que el asunto quedaba en mis manos. Me dio instrucciones precisas y detalladas, me explicó por qué me hacía un encargo tan importante y me entregó seis duros para gastos, al margen de indicarme que el coche de punto que me llevaría al lugar del acontecimiento estaba ya alquilado. Me recogería a las seis de la madrugada en la puerta de mi domicilio.

Regresé a casa cerca de la medianoche y me encontré a doña Rosario y a Paloma en el salón. La curiosidad las mantenía levantadas. Ver a doña Rosario me importaba un bledo, pero si deseaba dar rienda suelta a mis sentimientos hacia Paloma, tendría que ganarme a la madre. Tía Ernestina decía que al santo se le empieza a adorar por la peana.

—¿Algún problema? —preguntó la madre apenas aparecí en el salón.

—Una urgencia, doña Rosario.

La patrona dejó sobre el regazo el primor en que trabajaba y se apretó el puente de la nariz con gesto cansino. Paloma tenía la mirada fija en su labor. Por una norma elemental de cortesía no debía limitarme a una respuesta tan escueta, al fin y al cabo aguardaban mi regreso. En pocas palabras les expliqué que el duelo se había concretado y que el director de mi periódico acababa de encomendarme el asunto.

—Seré un testigo oculto y excepcional.

—¿Por qué oculto? —preguntó Paloma.

—Porque todo se lleva con el mayor sigilo. Los únicos testigos serán los padrinos, los médicos y los cocheros que conduzcan a los duelistas al lugar del desafío.

—No sé a qué viene tanto secreto si, según ha dicho don Crisanto, en la universidad sólo se hablaba del duelo —sentenció doña Rosario.

El comentario me molestó tanto que decidí poner las cosas en su sitio.

—En realidad, Mondéjar se refería a rumores. Se limitó a decir que se especulaba con la posibilidad de un duelo. Lo que yo afirmo es que va a celebrarse y que son muy pocas las personas al tanto de los detalles, lo cual tiene cierta lógica.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Paloma sin levantar la mirada.

—Porque los duelos están prohibidos por la ley, al margen de que la autoridad suele hacer la vista gorda. Si bien en un caso como éste, con un Borbón y un Orleans…

—¿Cómo es que le han encargado un asunto de tanta importancia? —Paloma alzó por primera vez sus ojos verdes de la labor.

Decidí darme tono. Era una estupidez, pero deseaba mostrar mi mejor perfil, a pesar de que tanto ella como su madre sabían de la precariedad de mi situación en el periódico: un gacetillero sin sueldo fijo y con escaso reconocimiento. Si deseaba competir por Paloma con el aprendiz de leguleyo tenía que forjarme una imagen sólida.

—Tengo la confianza de mi director. Me he hecho un hueco en La Iberia y a partir del mes próximo seré de la plantilla, con sueldo fijo y pluses por ciertos trabajos especiales.

Observé cómo Paloma me miraba con ojos arrobados y doña Rosario torcía el gesto. La madre, mujer de experiencia, tenía claro que para ella no había comparación entre el hijo único de un rico hacendado que, además, sería abogado —yo albergaba serias dudas acerca de que llegase a lucir la toga— y un plumífero que en el mejor de los casos podría ofrecer a su hija una soldada mensual mientras el periódico no dejara de publicarse, algo que en aquella agitada España ocurría con tal frecuencia que era casi un hecho cotidiano, si bien La Iberia con sus dieciséis años de vida daba ciertas garantías. En el Madrid bullicioso de las zarzuelas de Barbieri, en el que empezaba a bailarse el chotis en Lavapiés, salían a la calle ochenta periódicos, entre matutinos y vespertinos. La Iberia, con doce mil suscriptores, era de los más acreditados, pero no estaba exento de los vaivenes de la fortuna.

En realidad, don Felipe me había endilgado aquel asunto porque Pepe Suardíaz estaba en la cama con catarro; a Carlos Rubio, dado a las mayores extravagancias, no se le podía encargar una asunto como aquél y a Carmona Roland, con quien había chocado desde mi llegada, lo había mandado a Aranjuez a cubrir un crimen pasional. Los demás eran simples meritorios, como yo. Aspirantes a hacerse un hueco en el competitivo mundo de la prensa capitalina. Desde luego la decisión de don Felipe significaba que, entre los temporeros de la pluma, yo ocupaba sus preferencias.

Decidí dejar a doña Rosario haciendo cábalas sobre lo que monetariamente podía suponer formar parte de la plantilla y me retiré a la intimidad de mi alcoba con la excusa de que había de madrugar. Antes de marcharme, prometí que a mi regreso del duelo se lo contaría todo con el mayor detalle.

Pasé la noche en vela. Como no caía en los brazos de Morfeo, retomé el trabajo que había interrumpido la visita inesperada de Rocafull. Mi corta experiencia me había enseñado algunas cosas, una de ellas que las notas tomadas apresuradamente pierden frescura conforme pasan las horas. Una simple frase permitía evocar numerosas sensaciones cuando la trabajabas al poco de haberla anotado; te ayudaba a pergeñar un relato lleno de vida y vigor, y resultaba más fácil transmitir sensaciones al lector. Por el contrario, pasados unos días, las notas eran poco más que palabras hueras, casi vacías, a las que costaba mucho trabajo sacarle partido. No quería que la información del sereno dejase de ser pepitas de oro en bruto y se transformara en plomo.

Acabé de esbozar el primer borrador, pero no quedé satisfecho. Tenía que pulirlo hasta convertirlo en un texto merecedor de los honores de la imprenta, a pesar de que Segismundo no me había dado información acerca de qué había provocado en el silencio de la noche aquel desgarrador grito infantil.

A las tres de la madrugada estaba agotado tras veinte horas sin respiro, ya que hasta la cena de la víspera había sido un pulso con Crisanto. Lo peor era que no me atrevía a descabezar un sueño, pues en apenas tres horas llegaría el coche que me había anunciado don Felipe. Después de una inquieta cabezada escuché dar las cinco y decidí que lo más conveniente era despabilarme. Me lavé la cara con el agua fría de la jofaina y, sin saber cómo, vinieron a mi cabeza las palabras de mi tía —la única de la familia que acudió a despedirme— cuando salí de Reus. Eran como un grito de guerra de los reusenses para dejar claro el amor por nuestra patria chica: «Ya sabes, Fernandito, que tres son los lugares más importantes del mundo: Reus, París y Londres y en los tres, nada equiparable al carrer de Monterols».

Me vestí con levita, como si yo tuviese algún protagonismo en el duelo, y me abrigué con el gabán —utilizar mi capa nueva hubiera sido una estupidez— y la bufanda. Llené mi petaca de aguardiente y puse en el bolsillo mi cuaderno de notas y dos lápices. Estaba ya compuesto cuando en la calma de la noche escuché la llegada del carruaje. En la casa el silencio señalaba que todos dormían. Salí de mi alcoba sigilosamente, avancé por el pasillo, procurando no tropezar, y ya me disponía a abrir la puerta cuando oí un susurro a mi espalda.

—¡Que tengas suerte!

Me volví desconcertado, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, pensando que eran cosas de mi imaginación. En la penumbra del recibidor, donde ardía una mariposa en un cuenco lleno de aceite, apenas pude adivinar su silueta. Paloma se abrigaba con una gruesa y larga bata, y apretaba las solapas con su puño. Su melena suelta enmarcaba el óvalo de la cara y le caía sobre los hombros. Era la primera vez que me tuteaba. Me acerqué y presentí el calor de su cuerpo. Sin pensarlo, rocé con mis labios los suyos. Hecho un manojo de nervios, abandoné el recibidor con la mente turbada y el corazón desbocado. Al cerrar la puerta me volví —Paloma permanecía inmóvil— y tuve la sensación de que aquellos labios, que había rozado fugazmente, me sonreían.

Bajé la escalera fortalecido. El cansancio había desaparecido y estaba dispuesto a conquistar Madrid para ponerlo a sus pies. En la calle me recibió un frío gélido. Saludé al cochero:

—Buenos días. Supongo que don Felipe le ha indicado adónde vamos.

Devolvió el saludo llevándose dos dedos al ala de su sombrero y di por bueno su asentimiento porque apenas escuché su respuesta. Iba embozado con un capote para protegerse del frío. Tenía alzado el cuello y el sombrero calado hasta las cejas. Me acomodé y golpeé con los nudillos el cristal de la portezuela para indicarle que podíamos partir. Escuché el restallar del látigo y el chirrido de los ejes, al tiempo que me estremecía una sacudida. En el coche hacía casi tanto frío como en la calle, pero apenas lo notaba. Estaba en el cielo. Saqué mi petaca y el trago de cordial rasgó mi garganta; después encendí una cachimba y cerré los ojos para recrearme en la vivencia que Paloma acababa de regalarme en lugar de pensar que iba al encuentro de una «cita con la historia». Por la ventanilla comprobé cómo cruzábamos el Manzanares por el puente de Toledo para tomar la carretera de Extremadura.

Flotaba entre nubes recordando el mágico e inesperado momento que acababa de vivir. Traté de interpretar la presencia de Paloma, su tuteo y, sobre todo, que no hubiese rechazado mi atrevimiento de besarla en los labios. Embargado por un sentimiento que jamás había experimentado y sumergido en un mar de emociones, el trayecto que, en otras circunstancias, hubiera sido penoso, me resultó liviano. No sabía dónde estaba, salvo que íbamos por el camino de Extremadura. El lugar elegido para resolver aquella cuestión de honor no podía estar muy lejos de Madrid, aunque yo sabía poco de duelos y no tenía una idea clara de los alrededores de la capital. Pensé que podía defraudar las expectativas que don Felipe había puesto en mí al hacerme un encargo como aquél y traté de concentrarme en las circunstancias que rodeaban el duelo. Llegué a la conclusión de que la única salida digna que tenía Montpensier había sido retar a don Enrique. Si hubiera guardado silencio ante el injurioso papel, lo habrían tildado de cobarde, incapaz de defender su honor. Sin embargo, planteado el duelo, Montpensier era el perdedor. Batirse era una ilegalidad y las leyes estaban para ser cumplidas, a pesar de que los españoles nos regocijábamos de vulnerarlas. Para algunos, hacerlo era un timbre de orgullo.

Cuando el carruaje se detuvo todavía no había amanecido. Eché pie a tierra y pregunté al cochero, que era poco más que un bulto en el pescante:

—¿Éste es el sitio?

—Aquí fue donde se me ordenó traerle.

—¿Dónde estamos?

—Esto es Carabanchel, señor. Ahí detrás hay un campo de tiro del ejército. —Señaló un talud cuya cresta se recortaba con el ligero resplandor que anunciaba la proximidad del amanecer—. No sabría decirle más.

Estaba claro que si había un campo de tiro… Miré a mi alrededor y sólo vi sombras que se desvanecían poco a poco en medio de un silencio tan espeso que sobrecogía. Sentí deseos de largarme y mandar al garete mi cita con la historia. Nada indicaba que allí iba a tener lugar un lance de honor y, por un momento, pensé que a don Felipe le habían mentido, pero el chirriar de unas ruedas al otro lado del talud delató una presencia.

—Aguarde aquí —ordené al cochero, quien otra vez se limitó a llevarse los dedos al ala de su sombrero. Era hombre de pocas palabras.

Trepé por la pendiente, procurando no hacer ruido, y llegué jadeante a la cresta cuando el alba ya disipaba las últimas sombras. Tendido, observé desde aquella eminencia un descampado donde los soldados hacían las prácticas de tiro. Había dos carruajes separados por medio centenar de pasos, a su alrededor se movían varias personas. Conté un total de diez; seis de ellos, probablemente los padrinos, conversaban; a la distancia que me encontraba no podía oírlos. En un par de ocasiones alguno se apartaba del grupo y comentaba algo con los que estaban junto a los carruajes. Mi curiosidad se acentuaba al no poder escuchar lo que hablaban.

Don Felipe llevaba razón: iba a ser un testigo excepcional, pero desde aquella distancia iba a serlo de una escena muda. Busqué la forma de acercarme y lo único que vi a mi alcance fue un grueso tocón, a medio camino entre los carruajes y el lugar donde yo me encontraba. Desde el tronco podía ver sin ser visto. El problema era cómo salvar los cincuenta pasos que me separaban de él sin delatar mi presencia. La única forma era reptando y no podía tardar en hacerlo: la claridad se apoderaba del lugar y el sol estaba a punto de rebasar la línea del horizonte.

Comencé a reptar sobre el suelo embarrado por la helada. Lo lamenté por mi ropa, pero eso carecía ya de importancia. Avancé penosamente, arrastrándome pegado al suelo y con la chistera en una mano. Notaba el barro pegajoso, pero me animaba comprobar que, poco a poco, me acercaba a mi objetivo. Fue un acicate que a mis oídos llegaran algunas palabras sueltas. Cuando alcancé el tronco estaba embarrado, sudoroso y tenía el pulso acelerado. El esfuerzo había merecido la pena: era un observatorio privilegiado.

Me acomodé, saqué mi petaca y di otro trago al aguardiente; luego comprobé el estado lamentable de mis ropas, posiblemente mi gabán quedaría inservible. Reconfortado al comprobar que, al menos hasta el momento, nadie había reparado en mi presencia, me adapté al parapeto que suponía el grueso tronco de lo que en otro tiempo fue una robusta encina y mi corazón se aceleró al identificar la inconfundible silueta del duque de Montpensier. Se volvió hacia donde yo estaba, como si un sexto sentido le advirtiera de mi presencia, y clavó su mirada en el improvisado refugio tras el que me ocultaba. Permanecí inmóvil. Por un instante estuve convencido de que todo mi esfuerzo había resultado vano. Los segundos, sin embargo, pasaron sin que nadie se acercara a mi escondite. Me arriesgué a asomar la cabeza y otra vez me concentré en la figura de Montpensier, que se alejó unos pasos del grupo. Miré al otro corrillo y deduje que don Enrique de Borbón era el que estaba en el centro, aunque yo no era capaz de identificarlo. Su imagen era mucho menos conocida que la del duque francés, a quien había visto en pinturas y plumillas en las que destacaban unos caídos bigotes, una mirada profunda y una incipiente calvicie que despejaba su frente. En los numerosos periódicos que sufragaba podían leerse largas crónicas laudatorias sobre sus virtudes, méritos y capacidades. Se ensalzaba su figura con abundancia de ditirambos y se afirmaba con rotundidad que era el candidato adecuado para ocupar el trono que mi paisano Prim ofrecía a miembros de otras dinastías. Había escuchado decir a don Felipe que el general se había comprometido con Napoleón III, el emperador de los franceses, a que jamás don Antonio de Orleans ocuparía el trono de España.

Vi cómo uno de los caballeros, que yo suponía los padrinos, sacaba una moneda y, tras mostrarla a los demás, la lanzó al aire para atraparla al vuelo. Era el sorteo para establecer el orden de los disparos y la posición de los duelistas. Los padrinos de Montpensier escogieron sitio y el infante don Enrique dispararía primero. A un gesto del que había lanzado la moneda se acercó un individuo que aguardaba a pocos pasos con un caja en las manos. Eran las pistolas del duelo. Tras unas comprobaciones, escuché cómo uno de los padrinos de Montpensier solicitaba a los de don Enrique una rectificación para evitar el duelo. Ante la negativa, llamaron a los duelistas. El Borbón y el Orleans cruzaron una mirada de odio, ni siquiera se saludaron. Cada cual empuñó su pistola y los padrinos deshicieron el corrillo. Había llegado la hora de la verdad.

Por esos misterios que acompañan nuestra mente, a la que de repente llegan pensamientos que poco o nada tienen que ver con las circunstancias del momento, recordé el alboroto montado por la prensa sobre el candidato en boga poco antes de que yo llegara a Madrid: don Fernando de Coburgo, padre del rey de Portugal. Los periódicos montpensieristas airearon, con todo lujo de detalles, que vivía amancebado con una antigua cantante de ópera, la señora Hensler. El escándalo fue monumental y don Fernando, que tenía muchas reticencias para aceptar el trono, rechazó cualquier posibilidad al ver cómo se sacaba a la luz, sin la menor consideración, su vida privada. Me arrancó de tales recuerdos una voz grave que sonó rotunda en el silencio matinal.

—¡Caballeros, el duelo será a sangre!

Me impresionaron aquellas palabras. Comprobé la hora en mi reloj: eran las ocho y cuarto.

—Los duelistas —prosiguió la voz— se situarán espalda contra espalda y se separarán diez pasos al tiempo que voy contando. Terminada la cuenta se detendrán y se darán la cara para quedar frente a frente. El primero en disparar será don Enrique; a continuación, si hubiera lugar, lo hará don Antonio.

Estaba sobrecogido. Apenas respiraba y tampoco sentía el frío. Las palabras «si hubiera lugar» habían sonado en mis oídos con una fuerza trágica. Aquello, por mucho honor que hubiera de por medio, era una locura. Los rivales, en mangas de camisa, se colocaron en posición y fueron separándose al cadencioso ritmo que marcaba la voz:

—Uno… dos… tres…

Paso a paso se ampliaba la distancia, que se me antojaba demasiado corta. El duelo, más que a sangre, me parecía a muerte. Don Felipe me había dicho que Montpensier era mejor tirador que don Enrique y que el infante, en un gesto de gallardía, había rechazado batirse a espada, renunciando al derecho que le asistía de elegir armas al haber sido el retado. Al llegar a diez, quien dirigía la ceremonia gritó:

—¡Alto!

El duque y el infante giraron como muñecos articulados. Durante unos segundos permanecieron inmóviles, impávidos, retándose con la mirada. Había oído decir que en tales ocasiones la compostura y las formas eran tan importantes como los hechos. Yo escuchaba cómo la sangre golpeaba en mis sienes.

—¡Fuego!

La orden fue seguida de un estampido. Miré a Montpensier, su contrincante había errado el tiro. El francés, erguido, aguardaba la orden de disparar.

—¡Fuego!

Se tomó su tiempo. No serían más de cinco segundos, pero se me hicieron eternos. Clavé mis ojos en don Enrique, estaba erguido, impertérrito. Montpensier alzó el brazo lentamente y cuando lo tuvo a la altura de la cara se detuvo un instante, antes de apretar el gatillo. Disparó y suspiré aliviado al comprobar que también había errado. No sabía por qué, pero en aquel momento mis preferencias se habían decantado por el infante español. Quizá porque don Enrique había disparado sin tanto preámbulo, con menos frialdad. Montpensier me parecía, en efecto, un «henchido pastelero francés». Los dos permanecieron inmóviles, mientras sus respectivos padrinos cargaban las pistolas.

Noté cierto nerviosismo y escuché algunos murmullos, pero sin enterarme de lo que se decía. Quien dirigía el ceremonial preguntó a los contendientes:

—¿Están preparados, caballeros?

Ambos asintieron con ligeros movimientos de cabeza.

—¡Fuego!

El infante disparó otra vez, apenas escuchada la orden, y otra vez falló. Su semblante era una máscara que no mostraba emoción. Seguía guardando las formas.

—¡Fuego!

Montpensier repitió la estrategia anterior: apuntó con lentitud antes de abrir fuego. Su segundo disparo rozó ligeramente la sien de don Enrique. A aquellas alturas del duelo yo era un manojo de nervios. Entonces ocurrió algo inesperado. Los padrinos, en lugar de cargar las pistolas, hicieron corro y discutieron sobre si la sangre del infante era suficiente para dar por finalizado el duelo y considerar lavado el honor de los contendientes, pero no hubo acuerdo. El Borbón dijo que si Orleans se retiraba lo consideraría un cobarde y él mismo se encargaría de difundirlo por toda España.

Cargaron de nuevo las pistolas y por tercera vez don Enrique falló en su intento. Montpensier, antes de disparar, se ajustó las lentes. Describió un arco de noventa grados con el brazo estirado empuñando su pistola, lo sostuvo en alto un par de segundos y cerró su ojo izquierdo antes de apretar el gatillo. Escuché la detonación y, al ver inmóvil a don Enrique, pensé que el francés había vuelto a fallar, pero percibí una mueca en su rostro. A continuación se dobló hacia delante por la cintura, intentó rehacerse, pero cayó de rodillas y dio de bruces en el suelo. Algo me dijo que el disparo era mortal. Impresionado, observé cómo sus padrinos y los dos médicos se acercaban a toda prisa; intenté tomar nota de lo que veía, pero me resultó imposible. Estaba paralizado. A mis oídos llegaban murmullos ininteligibles en medio de un gran revuelo, a pesar de que eran contadas las personas que había allí. Miré a Montpensier. Permanecía en el mismo sitio desde el que había disparado y tenía el rostro demudado. Sus padrinos se le acercaron para certificarle lo que, sin duda, ya sabía. Había matado al primo de su mujer y de su cuñada. Escuché a un médico decir a uno de los padrinos de don Enrique:

—No hay nada que hacer.

Me fijé otra vez en Orleans. Continuaba inmóvil. Su brazo derecho, flácido y pegado al costado, aún sostenía la pistola en su mano. Se quitó las lentes y vi en sus ojos un pesar infinito. Había triunfado en aquel duelo, pero era un hombre derrumbado. Acababa de matar a un infante de España.