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Dudaba si irme derecho a la redacción y comunicarle a don Felipe que tenía pepitas de oro en bruto sobre lo ocurrido en la calle Carretas o no soltar prenda hasta tener, pulido y aquilatado, el texto que me abría la posibilidad de un puesto fijo en el periódico. Decidí que lo segundo era lo más prudente. En las redacciones abundan los vividores, pululan los aprovechados y tienen acomodo quienes están dispuestos a acuchillar por una información valiosa. Lo primero que aprendí, a los pocos días de estar en La Iberia, fue que las paredes tienen oídos, y no se trata de una expresión literaria. Mejor sería ofrecer a mi director la crónica ya redactada. A los únicos que podía decirles algo era a Pepe Suardíaz y a Carlos Rubio; con su olfato periodístico, este último era quien me había dicho que en lo de la calle Carretas había una historia con garra.

Llegué a la Puerta del Sol, donde reinaba el bullicio de costumbre. La crucé sin detenerme y enfilé la calle Arenal; allí me alojaba en una vivienda particular. Era un piso grande, propiedad de la viuda de un bodeguero, doña Rosario, quien admitía huéspedes que acreditasen su solvencia económica y moral. Me admitió gracias a una carta de recomendación de un industrial de Reus, amigo de tía Ernestina, la hermana de mi padre. Con los ingresos procedentes del alquiler de dos habitaciones doña Rosario redondeaba sus medios para mantenerse con muchas economías ella y su hija Paloma. Vivía en el piso una criada berciana, de Ponferrada, llamada Micaela y que llevaba con la familia desde antes de que naciera Paloma: una deliciosa criatura que me había trastornado desde que puse los pies en aquella casa.

El alojamiento incluía derecho al desayuno, el almuerzo y la cena, por nueve pesetas diarias. Doña Rosario era muy estricta con los horarios. Se almorzaba a las dos y se cenaba a las ocho con puntualidad inglesa y exigía que se avisase si no se almorzaba o cenaba, para no malgastar comida. A veces, por razones de trabajo no iba a comer, a pesar de haber asegurado mi presencia en la mesa. Doña Rosario lo llevaba muy mal y eso que ella no dejaba de cobrar. Procuraba reducir las ausencias porque me privaban del placer de estar cerca de Paloma y también porque suponían un gasto adicional, y mi economía no estaba para muchos dispendios; en realidad, tenía que hacer filigranas para pagar todas las semanas. En mi casa, sobre todo mi madre, trataba de rendirme por hambre y obligarme a regresar a Reus y abandonar lo que denominaba despectivamente mi «aventurilla madrileña». Menos mal que tía Ernestina se había apiadado de mí y, con su ayuda y el óbolo paterno, iba tirando, porque con lo que ganaba en el periódico no podía subsistir.

El deseo de mis progenitores era que yo me dedicara al negocio familiar del aceite. Mi padre contaba conmigo para ampliarlo en Andalucía, donde había un vasto campo de operaciones para gentes tan emprendedoras como los Besora, mientras que Carlos, mi único hermano y el hereu de la familia, se encargaría de dirigir el negocio desde la casa central en Reus.

Doña Rosario, la viuda, rondaba los cuarenta años, pero era tan estirada y seca que aparentaba muchos más. Su cara alargada —según ella era signo de hidalguía— tenía siempre una expresión ceñuda. Todo lo contrario de Paloma: un ángel de ojos verdes y melena rubia que se recogía en moños de formas diferentes. En las pocas ocasiones que la había visto con el pelo suelto, su imagen era irresistible. Tenía la piel muy blanca y era más alta de lo habitual entre mujeres. Cuando su indumentaria no tenía el aire mojigato impuesto por su madre, mostraba un contorno tentador. Al principio, la atracción que sentía por Paloma era física, pero conforme pasaron los meses mis sentimientos se acrisolaron. A sus dieciocho años la niña de la casa se estaba convirtiendo en la niña de mis ojos. Me resistí algún tiempo a reconocer la realidad, pero acabé rendido a la evidencia de que no podía quitármela de la cabeza. No me atrevía a insinuarle mis sentimientos por temor a doña Rosario y, sobre todo, porque no tenía qué ofrecerle.

Desde primeros de octubre hubo otro alojado en la casa: un estudiante de Derecho, según decía la carta de recomendación que, como a mí, doña Rosario le había exigido. Se trataba del hijo único de una ricachona familia, propietaria de extensas dehesas en el valle de Alcudia y de grandes rebaños de ovejas merinas. Su nombre: Crisanto Mondéjar. Antes de Navidad me percaté de que Crisanto estaba más pendiente de Paloma que del Código Penal y lo que era peor: doña Rosario no veía con malos ojos el interés del estudiante manchego por su hija.

Era más de la una y media cuando llegué a casa. En el recibidor me encontré a Micaela que limpiaba el polvo del perchero, donde colgué mi chistera y mi gabán.

—Buenas tardes, Micaela.

En lugar de responderme, me preguntó con tono desabrido:

—¿El señor va a comer?

—Por supuesto.

—¡A doña Rosario no le va a gustar! —protestó, sin dejar de darle al plumero—. Ayer dijo que no vendría a almorzar.

—Pensé que iba a terminar más tarde. Por eso he venido media hora antes.

Micaela farfulló algo entre dientes; me hice el remolón. En el salón doña Rosario y Paloma hacían ganchillo, aguardando que diesen las dos. No me importó que la madre frunciera el ceño cuando le dije que las acompañaría en el almuerzo. Yo estaba pendiente de Paloma que vestía una falda azul marino de amplio vuelo y una blusa camisera sobre la que llevaba una toquilla de punto. Estaba preciosa.

Para mi satisfacción Crisanto Mondéjar no apareció a la hora del almuerzo y disfruté su ausencia. Después de la sobremesa me encerré en mi habitación, dispuesto a dejarme la piel en aquella crónica donde estaban cifradas todas mis ilusiones.

Guardé la levita en el ropero y me abrigué con la bata de recia lana del Pirineo que tía Ernestina incluyó en mi equipaje. Me acomodé ante la mesa de trabajo, afilé varios lápices y me dispuse a ampliar las notas con detalles que conservaba frescos en mi memoria. Aquel trabajo me llevó más de dos horas y mucho cansancio pero, como estaba dispuesto a avanzar, sólo me permití un breve descanso para fumar una cachimba y combatir el frío con una copa de aguardiente de la garrafilla que guardaba en el armario. Comencé a emborronar los folios del primer borrador. Don Felipe había dicho que quería una crónica detallada, como para llenar tres columnas de una de las cuatro planas del periódico. Al iniciar la redacción me asaltaron las primeras dudas. Todo el trabajo podía resultar estéril si a mi jefe no le gustaba el enfoque. Elaboré la primera parte de borrador y encendí el quinqué; la luz que entraba por la ventana había menguado tanto que me escocían los ojos. Fue entonces cuando unos golpecitos interrumpieron mi trabajo.

—¿Sí?

Micaela entreabrió la puerta y con mal genio anunció una visita.

—Su paisano desea verle.

Mi paisano sólo podía ser Miguel Rocafull, otro reusense afincado en Madrid que también buscaba abrirse camino en el proceloso mundo de las letras. Todavía no tenía sus horizontes definidos y se movía entre la prosa y el verso. Sostenía que el verso daba más cartel, pero que el futuro estaba en la novela. Era otro de los asiduos a la tertulia sabatina del café de las Columnas, nombre con que ahora se conocía al mítico Lorenzini, donde los liberales, en tiempos de Fernando VII, el rey felón, habían tenido uno de sus principales centros de reunión y debate. Para sobrevivir trabajaba tres noches por semana en un horno de pan, dedicaba dos tardes a desasnar a los hijos de un industrial y dos mañanas en la librería de Fernando Fe, que también era centro de reunión de escritores y de acaloradas tertulias. Cuando no trabajaba ni recibía la visita de las musas, se iba a la galería alta del Congreso de los Diputados adonde tenía acceso gracias a su amistad con un ujier de la cámara.

A doña Rosario no le agradaban las visitas, pero transigía con algunas. En cualquier caso habían de ser recibidas en la habitación del alojado, a condición de que se respetasen ciertos horarios; en modo alguno se admitían después de la cena. Por supuesto, estaban prohibidas las visitas de señoritas. Rocafull se acomodó en la otra silla que formaba parte del mobiliario de mi aposento y me comentó que había pasado casi toda la mañana en el Congreso de los Diputados.

—Todo el mundo andaba revuelto a cuenta del manifiesto del infante don Enrique.

Arqueé las cejas en un movimiento instintivo del que Rocafull no se percató.

—Sólo se hablaba de eso. El manifiesto del Borbón…

—¿De qué demonios me estás hablando? —lo interrumpí sin consideración.

Me miró con aire de incredulidad.

—¿No te has enterado? ¡Valiente periodista estás hecho! ¡En todo Madrid no se habla de otra cosa!

—En Madrid se habla de muchas otras cosas —respondí malhumorado—. ¡Como lo ocurrido en la calle Carretas!

—¿Lo de la calle Carretas? ¡Eso es la prehistoria, Fernando!

—¿Qué es eso del manifiesto?

—Enrique de Borbón ha publicado un escrito donde se despacha a gusto contra Antonio de Orleans. Ha aparecido en La Época.

—¿Qué dice? —pregunté ansioso.

—No lo sé, pero, según Cánovas del Castillo, «don Enrique le está buscando los tres pies al gato».

—¿Quieres explicarte de una puñetera vez?

—El infante ha llamado al duque de Montpensier «henchido pastelero francés». Según he oído con esas palabras termina don Enrique su manifiesto. Otro diputado le ha soltado a Cánovas que el infante tiene razón porque el duque está gordo como un choto, pastelea con unos y con otros en busca de la corona y es gabacho.

—Estoy de acuerdo con Cánovas: don Enrique no deja de provocar a Montpensier.

—¿No estarás de parte del gabacho? La idea de que pudiera llegar a ser rey me pone enfermo. ¿Sabes por qué le dicen el Naranjero? —Antes de contestarle que lo sabía me lo explicó—: Fueron los sevillanos, quienes le pusieron el mote cuando se enteraron que dio instrucciones a su administrador para vender las naranjas de los amplios jardines de su palacio de San Telmo, donde tenía fijada su residencia.

Se casó con la infanta Luisa Fernanda porque los médicos le aseguraron que Isabel II iba a durar menos que el responso de un cura loco. Lo mejor de esta historia es que el Orleans ha exigido reparación pública al Borbón y éste se niega a desdecirse. ¡Habrá duelo, Fernandito!

—Los duelos son ilegales —argumenté.

—Sólo en teoría. Las autoridades suelen hacer la vista gorda.

—Sí, pero en un caso como éste… Se trata de un Borbón y un Orleans.

Unos golpecitos en la puerta anunciaron la hora de la cena. Micaela era como un reloj ambulante. Por la ventana llegó a mis oídos el toque de las campanas de San Ginés llamando a la oración. Me quité la bata y me puse una chaqueta de buen uso, pero de andar por casa, anudé el lazo que ajustaba mi corbatín y acompañé a Rocafull a la puerta. En el comedor ya estaban doña Rosario, Paloma y Crisanto Mondéjar. La señora de la casa, según su costumbre, bendijo con una breve oración los alimentos que íbamos a tomar y, terminadas las preces, gritó:

—¡Micaela!

Al punto, la fámula apareció sosteniendo una sopera humeante. Invariablemente, tomábamos sopa de puchero enriquecida con algunos tropezones de jamón del que se había utilizado para el cocido del mediodía, seis días a la semana pero, como era viernes, tocaba puré de verduras y de segundo bacalao con tomate. Doña Rosario era muy estricta con los mandamientos de la Iglesia, que ordenaban abstinencia de carne en dicho día, como sacrificio por la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

—¿De qué se habla en el caserón de San Bernardo? —sondeé a Crisanto para ver qué se decía sobre el manifiesto en la Facultad de Derecho.

—Del manifiesto del infante don Enrique. Lo supongo al tanto de lo ocurrido.

—He oído algo, pero llevo un día muy atareado.

La Época ha publicado un texto firmado por don Enrique donde pone al duque como hoja de perejil —proclamó con mucha suficiencia.

—Eso no es ninguna novedad —señalé, quitándole importancia a sus palabras.

—Esta vez, don Enrique se ha excedido. Por lo que he oído la cosa va a pasar a mayores.

Con aquellas palabras daba a entender que sabía más, pero guardó silencio y, como doña Rosario ya había servido el puré, sólo se escuchaba el tintineo de las cucharas. Sorprendí a Paloma mirándome. Se ruborizó y bajó la vista, clavando sus ojos en el plato. Con sus mejillas sonrojadas estaba hermosísima. Crisanto, para darse importancia, dejó pasar unos segundos antes de soltar la cuchara, limpiarse los labios con la servilleta y darle un sorbo al agua de su vaso. Se comportaba como un oráculo del que estábamos pendientes. Desde las pasadas Navidades, entre el estudiante para leguleyo y yo se había establecido una especie de pugilato por ganarnos la atención de Paloma. Casi lamenté haberle preguntado, pero me había podido la curiosidad.

—A media mañana comenzó a decirse que el duque de Montpensier se sentía tan agraviado que exigía una rectificación pública.

—No es la primera vez que don Enrique lanza una andanada al francés —proclamé, para dejar claro que estaba al tanto de aquella rivalidad y darme tono ante Paloma—. Ya sabe… los Borbón y los Orleans nunca se han llevado bien.

—¿Por qué dice usted eso? —me preguntó Paloma, dándome ocasión para el lucimiento.

—Siempre han rivalizado por el poder. Los Orleans han conspirado para hacerse con el trono y durante la Revolución francesa Felipe de Orleans votó la ejecución de su primo Luis XVI, escandalizando al mismísimo Robespierre.

Paloma me miró y sentí un agradable cosquilleo en mi estómago. Me juré a mí mismo que, si don Felipe me otorgaba su confianza, a la primera oportunidad le declararía mis sentimientos. Crisanto aprovechó para terciar y no quedarse descolocado. Aludió a que en el manifiesto el infante hacía referencia a Felipe Igualdad y apostilló:

—Si en un plazo de horas no hay reparación pública, sé de buena tinta que, si alguien no lo remedia, Montpensier mandará sus padrinos al infante.

Terminado el puré, Micaela retiró los platos y trajo la fuente con el bacalao. Doña Rosario sirvió primero a Crisanto mostrando así sus simpatías; luego a mí, después a Paloma y, por último, se sirvió ella. En esta ocasión no repitió la cantinela de que en su casa era tradición servir primero a los hombres. Me castigó con la peor tajada, lo que, de un tiempo a esta parte, ocurría con frecuencia. Quizá estaba al tanto de nuestra rivalidad y mostraba sus preferencias. Lógicamente, no protesté.

—¿Da usted crédito a ese rumor? —me preguntó Paloma.

Me había cogido desprevenido e improvisé una respuesta.

—Desconozco los términos del manifiesto. Ignoro hasta dónde el duque de Montpensier está dispuesto a asumir el riesgo de un duelo para limpiar su honor.

Crisanto, con mucha ostentación, volvió a limpiarse con la servilleta la comisura de los labios y con parsimonia sacó del bolsillo de su chaleco un papel. Antes de entregármelo, solicitó la venia de doña Rosario. El muy cuco sabía jugar bien sus cartas.

—¿Le importa, doña Rosario?

—Por favor.

El manchego alargó el papel por encima de la mesa, al tiempo que me invitaba:

—Léalo, léalo. En mi opinión ese Borbón, que en su locura juega a republicano, se ha excedido bastante más allá de lo tolerable.

Leí una sarta de improperios contra los Orleans en general y el duque de Montpensier en particular. Era un episodio más de la rivalidad que ambos sostenían desde hacía años, pero el Borbón jamás se había mostrado tan incisivo.

—¡Dicen que el duelo es seguro! —exclamó Crisanto, apenas hube terminado de leer.

—¿Cree que si se baten habrá consecuencias? —me preguntó Paloma.

Sus preguntas me llenaban de alborozo. ¿Buscaría equilibrar la actitud de su madre?

—Un duelo entre un Borbón y un Orleans es un asunto de relevancia y para la prensa, noticia de primera plana. Si se produce, correrá mucha tinta. Además…

El sonido de la campanilla de la puerta anunció una visita inesperada que me impidió concluir la explicación. Doña Rosario miró inquieta el carrillón que adornaba una de las paredes; sus agujas señalaban las ocho y veinte.

—¡Micaela, la puerta!

—Disculpe, doña Rosario, pero a estas horas…

Crisanto se levantó antes de que Micaela, ocupada en el fregadero, acudiese a la llamada de su ama y fue a abrir la puerta mientras nosotros tres aguardábamos en silencio. Estaba dispuesto a ganarme la partida por la vía materna. Nos llegó un leve rumor desde el vestíbulo antes de que Mondéjar regresara al comedor.

—Preguntan por usted. —Casi me escupió las palabras y añadió con desprecio—: Un mozalbete, dice que es de La Iberia.

El mozalbete no podía ser otro que Manolito, el botones del periódico. Pedí disculpas y, al tiempo que doña Rosario dejaba escapar un suspiro, me dirigí al recibidor. Allí estaba Manolito, aterido, con las manos en los bolsillos; su bufanda no era suficiente para combatir el frío de la noche madrileña.

—¿Qué ha ocurrido?

—Don Felipe lo aguarda en la Pecera.

—¿Ahora?

—Claro, don Fernando. Si no, a santo de qué iba yo a estar aquí.

—¿Sabes qué quiere?

La pregunta sobraba, Manolito estaba al tanto de todo lo que se cocía en la redacción. Llevaba recados de un pupitre a otro y todos lo utilizábamos como correveidile. Sacó las manos de los bolsillos y se sopló los dedos que asomaban por los rotos de sus guantes de punto, como si se tratase de mitones. Le lancé una moneda de diez céntimos, lo que en mis circunstancias era casi un dispendio, y la atrapó en el aire.

—Le van a endiñar lo del duelo.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Los cuñados de la Isabelona: el hermano de Paquito Natillas y el Naranjero se baten mañana al amanecer. Ya tienen padrinos.

—¿Estás seguro?

Hizo un gesto de suficiencia.

—¡Aguarda un momento! Nos vamos juntos para el periódico.