Ahora, sentado junto a la ventana del despacho que da al patio de la casita donde vivo con Paloma, cuando mis huesos no se calientan, mi pulso ha perdido el vigor de otro tiempo y mi vista ha menguado mucho, mi mano temblorosa garabatea sobre el blanco papel las últimas líneas de esta historia que recogen las vivencias de uno de los años más importantes de mi vida. Las he escrito como un desahogo, a sabiendas de que probablemente nunca encuentren lector, pero el escritor que siempre hubo dentro de mí, me lo exigía cada mañana como un tributo póstumo a una de las personalidades más recias y lúcidas de nuestra historia. No me lleva a afirmarlo ni el hecho de que fuera mi paisano, ni el que me honrase con su amistad.
Ha transcurrido tanto tiempo desde aquel lejano 1870 que temo que mi memoria no haya sido todo lo fiel que requeriría este escrito. Para mí fue un año crucial, tanto en lo personal como en lo público, y fue un año de gran importancia para la historia de España. En aquellos meses solté definitivamente las amarras que me ligaban, como segundón, a la empresa familiar. Fue una decisión acertada dejar que mi hermano se quedara con todo el negocio. La casa Besora ha prosperado tanto bajo su batuta que, desde hace años, es una de las más importantes de España al haberse extendido por otras zonas, principalmente por Andalucía, la región española olivarera por excelencia. Estoy convencido de que bajo mi mano jamás habría experimentado ese crecimiento. Soy más soñador que realista, tanto como para creer que podía hacerme un lugar en el mundo de las letras, razón por la que me trasladé a Madrid. Fue también el año de mi matrimonio con Paloma Azpeitia, mi fiel y abnegada compañera con la que aún comparto nuestro sencillo hogar en una de las calles que desembocan al carrer de Monterols, la gran arteria de Reus, adonde nos vinimos para vivir los que han de ser últimos años de nuestra existencia. Nuestro matrimonio no fue bendecido con la descendencia, pero no nos ha importando demasiado.
1870 fue el año en que el duque de Montpensier, la personificación más acabada de la ambición política, mató en un duelo al infante don Enrique de Borbón. El mismo en que Prim intentó, con tres candidatos, ocupar el trono vacante de España: el portugués don Fernando de Coburgo, el alemán Leopoldo de Hohenzollern y el italiano Amadeo de Saboya, que a la postre, en medio de no pocas dificultades, pudo ceñir la corona, aunque por poco tiempo. Fue también el año en que el canciller prusiano Otto von Bismarck utilizó hábilmente los intríngulis de la candidatura de Hohenzollern para que el emperador de los franceses declarase la guerra a su país. Fui testigo excepcional, en el París de aquellos agitados meses, tras la derrota de Napoleón III en Sedán, de la caída del Segundo Imperio y de la proclamación de la III República. Pero sobre todo, para mí como para muchos españoles de entonces, 1870 fue el año del asesinato de Prim, de mi paisano, del hombre que, como protagonista principal de la Revolución del 68, destronó a Isabel II y se empeñó en cambiar el curso de nuestra historia, por la vía de una monarquía constitucional, parlamentaria y democrática. Todavía hoy, más de medio siglo después, su asesinato continúa siendo un misterio por resolver. Hubo demasiados intereses en juego en tan inicua acción.
Si, por alguna circunstancia, estos papeles hubieran acabado en manos de un lector que haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí, tal vez se pregunte cómo es que estoy en Reus. Brevemente diré, porque mi vida carece de interés, que pocos meses después del asesinato del general, don Felipe Clavero se retiró de la vida activa y propuso a los dueños del periódico que yo ocupase la dirección de La Iberia. Poco antes de marcharse a su Galicia natal me dijo que Crisanto vivía en La Habana. Había comprado en Cuba una plantación de tabaco con el dinero de la venta del palacete, que quedó libre del usufructo que gozaba el conde de Casalabrada, quien se suicidó en la cárcel, librándose del juicio que condenó a la pena capital a Carmona Roland y a los demás supervivientes de la secta satánica.
Fui director de La Iberia hasta que dejó de rotularse como periódico demócrata. No me gustó el cambio y decidí, después de largas conversaciones con Paloma, aceptar la oferta de los dueños de La Vanguardia, un periódico nacido en Barcelona, en 1881, como diario político de avisos y noticias, para impulsar al partido liberal. Poco antes de nuestro traslado, murió Micaela y tía Ernestina se vino con nosotros a Barcelona. Volví, pues, a la ciudad de mis orígenes periodísticos, donde había librado mis primeras batallas serias con la tinta, en las páginas del Diario de Barcelona.
En la ciudad condal me reencontré con Ignés de Vilaplana. Nos veíamos todos los martes, a las cinco de la tarde, en un café de la plaza del Ángel, como recuerdo a aquel otro café de la calle de los Ángeles que fue nuestro cuartel general en Madrid. Se vino a Barcelona poco después de la muerte de Prim. Vivía con Afrodisia, a la que había sacado del burdel de doña Patrocinio. Nos tomábamos una copita de aguardiente y recordábamos los sucesos de 1870. Fuimos puntuales a nuestra cita semanal hasta que un día de enero de 1887 no se presentó; fui a su casa y me enteré de que aquella mañana no se había despertado. Acompañé su cadáver hasta el cementerio y, al ver cómo se colocaba la lápida que cerraba su nicho, tuve conciencia de que se enterraba una parte de mi pasado. Allí me despedí de los restos de aquel hombre que, después de vivir años burlando a los carabineros, a los agentes de aduanas y a los recaudadores que aguardaban en los fielatos para cobrar los odiados impuestos de consumos, formó parte del contingente de voluntarios catalanes que luchó en Marruecos a las órdenes de Prim, se convirtió en un héroe y en su amigo. Poco después de morir, Afrodisia apareció un día por mi casa; se deshizo en excusas, como si su visita nos vejara. Paloma la atendió como lo que era: la viuda de mi amigo. Fue imposible que aceptara el café que le ofrecimos. Estoy seguro de que lo hizo por no molestar. Me traía, para que la conservara en mi poder, la cruz que Ignés había ganado en la batalla de los Castillejos. El viejo contrabandista nunca me dijo que fue condecorado por su valor, como tampoco me dijo nunca qué manejos tenía en Madrid. Cuando nos vinimos a Reus, una de las primeras cosas que hice fue llevar la cruz al santuario de Nuestra Señora de la Misericordia y colocarla junto a los exvotos que los fieles depositan a los pies de la imagen. Para mí aquel gesto no tenía mucho significado, pero sabía que para él era algo valioso. Tenía la fe del carbonero.
Desde las páginas de La Vanguardia di cumplida información de la Exposición Universal que se celebró en la ciudad en 1888, al tiempo que el diario abandonaba su credo político para convertirse en independiente. No me importó. Escribí muchas crónicas sobre la Barcelona de finales de siglo, que vivía el resurgimiento del catalanismo político de la mano de empresas culturales como los juegos florales, la aparición del modernismo o el fervor por el románico, representado en pequeñas iglesias del mundo rural que habían florecido en la Alta Edad Media. Estuve en Manresa para cubrir la información del programa político que allí redactaron los líderes del catalanismo el mismo año que Paloma y yo fuimos testigos, en primera fila, de la explosión de la bomba del Liceo. Era el año 92. Estaba con nosotros tía Ernestina, que vivía su ancianidad con mucha dignidad; murió a los pocos días de aquel terrible suceso que conmocionó a la ciudad. Mi madre murió al año siguiente.
Escribí mucho sobre la guerra contra los yanquis, que se entrometieron en el conflicto que manteníamos con los cubanos y se quedaron con los últimos restos del viejo imperio colonial. Viví el impacto del llamado desastre del 98, del que en Cataluña nos ha quedado la nostalgia con que se cantan habaneras en las fiestas populares de muchas localidades. Escuché a Joaquín Costa hablar de regeneracionismo y colaboré con mi pluma a difundir aquellas ideas que consideraba necesarias para sacarnos del atasco histórico en que estábamos. Era, con nuevas palabras, la misma cantinela de siempre. La misma por la que Prim había luchado, sólo que entonces en lugar de regeneración se hablaba de honra. La honra de España de la que varias veces oí hablar al general.
Viví los dramáticos sucesos que agitaron Barcelona a comienzos del verano del año nueve del nuevo siglo; comenzó con una protesta por el llamamiento a filas de los reservistas para ir a Marruecos y terminó con el incendio de numerosos establecimientos religiosos. Ahora a aquellos acontecimientos se los conoce como la Semana Trágica y culminaron con el fusilamiento de un pedagogo de ideas anarquistas, a quien se le cargó el muerto. Las protestas por su ejecución provocaron la caída de Maura. Viví el enriquecimiento de unos pocos a cuenta de la actividad que para la industria catalana supuso la Gran Guerra, pero que no mejoró las penosas condiciones laborales de los trabajadores; de aquellos polvos vinieron los lodos de 1917 y la huelga general. Paloma y yo sufrimos las tensiones sociales de los años siguientes y la violencia desatada en las calles barcelonesas entre los pistoleros de la patronal y de los sindicatos, que bautizaron a la ciudad con el nombre de la Rosa de Fuego.
Aquellos días de violencia desaforada me preguntaba: ¿qué habría ocurrido si Prim hubiera logrado asentar en el trono de España la dinastía de los Saboya?
Paloma estaba tan asustada, sobre todo después de la huelga de la Canadiense, que, cansado de verla temerosa hasta para acudir al mercado de la Boquería, cercano a nuestra vivienda, decidimos comprar en Reus la casa donde ahora vivimos y pasaremos los años que nos resten de vida.
No quiero concluir estos papeles sin consignar que la aparición de mi primera y única novela, que titulé Angustias Salazar, fue un rotundo fracaso. Apenas se vio en las librerías y no vendió más allá de una docena de ejemplares. Como tantos jóvenes deseosos de alcanzar la gloria literaria, tuve mis primeros escarceos en el terreno periodístico donde me hice un cierto nombre. Pero en el territorio de la literatura mayor, en el de la novela, fracasé estrepitosamente. Me hubiera gustado ocupar el lugar de Galdós, otro provinciano que llegó desde Las Palmas para hacerse un nombre y lo consiguió. A La Fontana de Oro siguieron novelas extraordinarias como Fortunata y Jacinta, Nazarín o Doña Perfecta y sobre todo esa serie de novelas con las que recorre buena parte de nuestro siglo XIX bajo el título de Los Episodios Nacionales. También Miguelito Rocafull se hizo un cierto nombre, pero la parca se lo llevó prematuramente.
No albergo la menor duda de que fue Paúl y Angulo quien ordenó abrir fuego contra Prim. Tanto el general como yo identificamos su voz. Era la misma que Ignés y yo habíamos escuchado en el Mesón de Pedro aquella Nochebuena y, como ya he referido, tuve las pruebas que explicaban por qué su aspecto era tan diferente al habitual. Murió hace muchos años; antes publicó, creo recordar que en 1886, un panfleto lleno de mentiras donde proclamaba su inocencia. La justicia se mostró incapaz para detenerlo. Puso tierra de por medio y jamás regresó a España, ni siquiera se atrevió a hacerlo cuando sus correligionarios de credo político proclamaron la república, en un ensayo funesto que duró once meses y vio desfilar en tan corto tiempo a cuatro presidentes. También estoy convencido de que Paúl y Angulo fue el brazo ejecutor. Para encontrar a quien manejaba los hilos del atentado habría que apuntar mucho más arriba. En el proceso estuvieron involucrados tanto el jefe de la escolta del general Serrano como el asistente del duque de Montpensier. Ambos tenían muchas cosas que ocultar sobre sus respectivos jefes.
Cuando Amadeo de Saboya, nada más llegar a Madrid, visitó el cadáver de Prim, afirmó que no pararía hasta encontrar a los asesinos. Doña Francisca, la viuda del general, le espetó: «Mire a su alrededor, vuestra majestad no tendrá que buscar muy lejos». Quien acompañaba al nuevo rey era Serrano. Yo sabía que el dinero de Montpensier había movido voluntades y tenía indicios sobrados de sus contactos con La Internacional, fundada en Bayona por el grupo capitaneado por José López, quien hizo revelaciones muy interesantes desde la cárcel, adonde fue a parar acusado de participar en el atentado. Acabaron cerrándole la boca como a muchos de sus compinches.
Entretengo mis ocios escribiendo estas páginas que ahora concluyo. De vez en cuando llevo dos velas al santuario de la Virgen de la Misericordia como recuerdo a Ignés que, cuando vine a Reus para arreglar lo relativo a mi herencia, me encargó poner dos velas. Un día me dijo que una era por él y la otra por mí. Paseo a diario por el carrer de Monterols y llego hasta la plaza que hoy lleva el nombre de Prim, en cuyo centro se alza una estatua en bronce que nos lo presenta a caballo, de uniforme y blandiendo en alto su sable desenvainado.
Lo miro y le digo que tenemos pendiente una comida. Algunas veces me sonríe.
J. C. P.
Cabra, enero de 2011