ACTO SEGUNDO

Salón en casa de Gonzalo. Dos puertas en cada lateral y dos balcones en el fondo. La primera puerta de la derecha conduce al recibimiento de la casa; la segunda al departamento que habitan los Marqueses. La primera puerta de la izquierda da acceso al gabinete de consultas de Gonzalo, y la segunda a las habitaciones de los Condes. Hay en escena, a la derecha, un sofá, dos butacas, una silla y una vitrina, todo ello de estilo Luis XV, y a la izquierda, otro sofá, dos sillones, una silla y un vargueño, del más puro estilo español. Ante cada uno de estos estrados, llamémosle así, hay un tapiz distinto. En la pared de la derecha hay un gran cuadro antiguo y en él un oso en pie ante un guerrero espada en mano. En la pared de la izquierda hay un gran cuadro de batalla con un Santiago que espada en mano baja de las nubes montado en un penco blanco. Cada uno de los balcones del foro tiene unos visillos distintos. El balcón de la derecha unos visillos con corona de marqués, y en el de la izquierda con corona de conde. Delante de cada estrado hay una mesa, y sobre cada una de ellas un reloj con la esfera al aire, es decir, sin cristal; dos relojes antiguos, empotrado cada uno de ellos en un grupo escultórico. En el centro de la escena hay una mesita y dos sillas, una de cada estrado.

Al levantarse el telón están en escena Elvira y Gonzalo.

ELVIRA:

Y este jarrón aquí, ¿qué te parece?

GONZALO:

Divinamente. Como todo lo que tú arreglas.

ELVIRA:

¿Sabes que está lindísima nuestra nueva casa?

GONZALO:

Los enfermos van a quedarse encantados.

ELVIRA:

Lo que precisa es que vengan muchos.

GONZALO:

Ya vino ayer uno y anteayer otro. Por algo se empieza. Además, que la martingala que se me ha ocurrido dará su resultado.

ELVIRA:

¿Cuál?

GONZALO:

Que cuando venga algún cliente nuevo se encuentre aquí con tus padres y con los míos y hasta con don Melitón y Miss Plain, si es posible, los seis muy sentados y muy serios y con la actitud aburrida de los que llevan un gran rato de espera. De ese modo creerán que siempre está llena mi consulta y aumentará mi fama día por día. (Ríe Elvira.) Tú te ríes, pero nuestros padres han tomado muy en serio su papel. Es en lo único en que están de acuerdo. Y no hablemos de Miss Plain y de don Melitón.

ELVIRA:

¡Qué buenos son los dos! Quién nos hubiera dicho que Miss Plain de ser mi institutriz iba a pasar a ser nuestra Providencia. Porque si no te regala el instrumental y esa magnífica instalación de rayos X…

GONZALO:

Figúrate. Yo creo que se va a gastar en favorecernos la herencia toda que tuvo en su país hace seis meses.

ELVIRA:

La pobre quiere rivalizar en generosidad con don Melitón.

GONZALO:

Ese sí que es un santo. Cedernos este piso, el mejor de la casa, e irse él a vivir al tercero.

ELVIRA:

Es un bendito de Dios. ¡Cuándo podremos pagar tanto a él como a Miss Plain!…

GONZALO:

En la medida de nuestras fuerzas, les pagamos, Elvira, puesto que estamos trabajando por la felicidad de los dos. Si no es por ti, ella no se hubiera atrevido nunca a escribirle el primer anónimo.

ELVIRA: (Riendo.)

Tiene gracia. Miss Plain enamorada de don Melitón.

GONZALO:

Y de qué manera, chica. Y él sin comprenderlo.

ELVIRA:

Mañana se aclarará todo. Le ha escrito en mi presencia un nuevo anónimo dándole una cita.

GONZALO:

¡Magnífico! Hay que casarlos. Hay que proporcionar a don Melitón el hogar con que sueña y… el heredero. Aunque ya esto no me parece tan fácil. Esa felicidad no es para todos; es únicamente para algunos matrimonios que yo sé… ¿He dicho algo?

ELVIRA: (Ruborosa.)

Vamos, vamos…

GONZALO:

¿Verdad que no puede haber una alegría más grande?

ELVIRA:

¿Quieres callar?

GONZALO:

Pero, mujer, ¿por qué te empeñas en que ocultemos a todos nuestra dicha? Creo que nuestros padres al menos debían saber…

ELVIRA:

Más adelante. Cuando sea seguro.

GONZALO:

Ya lo es; te lo afirmo yo.

ELVIRA:

¿Vas a dártela de doctor conmigo? Ese tono guárdalo para los clientes cuando los tengas.

GONZALO:

No tardarán en acudir como moscas. Por lo pronto ya tengo una gran casa, una magnífica sala de consultas, un criado de librea y un ayudante, detalle que viste muchísimo.

ELVIRA:

¿Un ayudante?

GONZALO:

Le estoy esperando de un momento a otro. Es un estudiante de quinto año. Un muchacho simpatiquísimo; algo nervioso, pero simpatiquísimo. (Voces dentro.) Espera, me parece que es él. (Escucha.) No; es don Melitón. (Hablando hacia el lateral.) Aquí estamos, don Melitón. (Trae un libro.)

MELITÓN:

¡Hola, niños!… (Examinando la habitación.) ¡Hombre! Esto está de primera. Parte del estrado de los Favila… Restos del estrado de los Clavijo… El cuadro de Santiago… El del oso… Muy bien. (Por las mesas.) Escucha, nenita, esto no es de buen gusto; un reloj en cada mesa.

ELVIRA:

Tiene usted razón, pero hay que dejarlos.

MELITÓN:

¿Y eso?…

ELVIRA:

Para mis padres no hay más hora exacta que la que marca ese reloj: el reloj de los Clavijos.

GONZALO:

Ni para los míos hay hora más verdadera que la que señala el reloj de los Favila.

MELITÓN:

¿Continúan como perros y gatos?

GONZALO:

Sí, señor; educadamente, correctamente, pero como perros y gatos.

MELITÓN:

Claro, se odian, tienen que convivir y cualquier cosa… ¡Ah! Le traigo a tu padre el Código civil que me encargó. (A Gonzalo.)

GONZALO:

¿Pero sigue con la manía de abrir bufete? ¡Por Dios! Si él hizo la carrera hace cuarenta años y no sabe una palabra de leyes.

MELITÓN:

Eso le decía yo anoche. Hombre, Laín, ¿cómo vas a meterte a defender pleitos si estás completamente pez? Vamos a ver, ¿tú sabes lo que es la patria potestad? Y va y me dice: «No me hables de regionalismos, Melitón; para mí no hay más que una patria: España». Creyó que eso de la patria potestad era cosa de los catalanes.

GONZALO:

¡El pobre!…

ELVIRA:

Hay que disculparlo, porque en el fondo es un móvil bien digno de aplauso el que le guía. El mismo que lleva a mi padre a hacer gestiones para vender la famosa bandeja atribuida a Benvenuto. Uno y otro quieren contribuir a los gastos de la casa común. Les da vergüenza vivir… casi de limosna.

MELITÓN:

¡Bah! No es humillante para los padres, cuando son viejos y están pobres, vivir a expensas de los hijos.

GONZALO:

¿Y está usted seguro de que viven a nuestras expensas? Porque, vamos, yo creo que aquí vivimos todos a expensas de usted.

MELITÓN:

¿Qué más da? Yo no tengo familia, a vosotros os he mirado desde que nacisteis como a una especie de hijos, y puesto que ya no he de tener otros…

ELVIRA:

Quién sabe todavía, don Melitón.

MELITÓN:

No, Elvirita, no; ya he renunciado a esa dulce esperanza. Ha sido muy cruel el desengaño que me han dado recientemente las tres viudas: la de Perea, la de Gadea y la de Barea.

GONZALO:

En cambio, esa dama de los anónimos…

MELITÓN:

Chufla.

ELVIRA:

No soy de esa opinión.

MELITÓN:

Dejémonos de quimeras. Es una locura seguir prolongando mi ilusión de formar una familia. ¡Una cosa que consiguen todos los hombres!… Todos menos yo. En fin; cómo ha de ser… Me resigno. Aunque tarde, he abierto los ojos a la realidad. El recuerdo de mis últimos desengaños: el de las tres viudas, me acompaña a todas partes. Como el rey Baltasar vio escritas en el aire con letras de fuego las tres palabras fatídicas: «Manes, traces, fares», yo veo escritas también las no menos fatídicas de «Perea, Gadea, Barea…». (Ríen.)

DOMINGO: (Criado de librea, por la derecha.)

¿Señor?

GONZALO:

¿Qué?

DOMINGO: (Muy enfático.)

El señor don Jaime Gallego y Cenicero, suplica le sea concedido el oportuno y necesario permiso para penetrar en esta cámara. (Hace una marcada reverencia.)

MELITÓN: (Admirado.)

¡Caramba!

GONZALO: (Ídem.)

¡Hombre!

ELVIRA:

No está mal.

DOMINGO:

El señor se servirá decirme qué debo trasmitir al visitante.

GONZALO:

Bien, dígale que pase. (Nueva reverencia y medio mutis.)

MELITÓN:

Oiga.

DOMINGO:

¿Señor? (Nueva reverencia.)

MELITÓN:

Es hoy el primer día que sirve usted aquí, ¿no?

DOMINGO:

Exacto.

MELITÓN:

¿Y dónde ha servido usted antes? Porque yo tengo una idea…

DOMINGO:

El señor me ha dispensado el alto honor de verme en casa de los Barones de Orduño.

MELITÓN:

¡Ah!

DOMINGO:

He servido allá durante tres lustros y he salido de la casa por una nimia futesa, dicho sea en mi beneplácito. Yo tengo fama de expresarme castelarinamente y hasta de «ignovar» en el argot servil, y una noche, en la citada casa de los Barones, en vez de anunciar «la comida está servida», se me ocurrió decir, para evitar la consonancia, «el yantar es cosa hecha». No le gustó el anuncio al Barón, y evacué de la casa.

GONZALO:

Bien, pues evacue y diga al señor Gallego que pase.

DOMINGO:

El señor será servido. (Nueva reverencia y se va.)

MELITÓN:

¡Señores, qué tío!

ELVIRA:

Es gracioso.

MELITÓN:

Escucha, ¿quién te ha proporcionado ese académico?

GONZALO:

Mi padre; pero como «ignove» aquí también, va a durar muy poco.

JAIME: (Por la derecha.)

¿Se puede? (Es un tipo raro. Tiene unos treinta años y padece un movimiento nervioso consistente en estirar el labio hacia la izquierda, y luego, ondulando la cabeza, como si fuera a dar una cornada, se mira la clavícula izquierda.)

GONZALO:

¡Oh, amigo Gallego!

JAIME: (Dándole un nervioso apretón de manos.)

Mucho gusto en estrechar su mano. (Hace el gesto que le caracteriza.)

GONZALO: (Presentando.)

Mi esposa… El señor Jiménez…

JAIME: (Sin darles la mano, inclinándose y haciendo el visaje.)

Mucho gusto en estrechar sus manos.

MELITÓN:

(¡Caramba!).

JAIME:

Ustedes disimulen este «tic» nervioso; pero no puedo remediarlo.

MELITÓN:

¿Es a consecuencia de alguna enfermedad?

JAIME:

A consecuencia de un trancazo.

MELITÓN:

¡Qué cosa tan rara! No sabía yo que la gripe…

JAIME:

No; si digo trancazo en el sentido gramatical del garrote.

MELITÓN:

¡Ah, vamos!

JAIME:

Sí, señor. Fue hace unos meses, en el teatro del Retiro. Hacían «Las Estrellas», yo tenía ganas de ver «Las Estrellas» aquella noche. Tomé mi localidad, me senté; unos señores que había a mi lado discutiendo sobre la paz, armaron una bronca de las de cataclismo, y yo, que no me había metido con nadie, recibí un estacazo en esta clavícula y otro en el antebrazo. Total, que no vi «Las Estrellas».

MELITÓN:

Pues es raro.

JAIME:

¿Eh?

MELITÓN:

No; nada.

JAIME:

Desde entonces me quedó este… (Hace el gesto dos veces seguidas.) Pero ya estoy mejor.

ELVIRA:

Se nota.

MELITÓN:

Ya lo creo.

JAIME:

En lo que no he mejorado ha sido en lo del impresionismo. Porque en cuanto veo a dos personas peleándose me dan unos vértigos que… (Se estremece y mueve todos los músculos de su cuerpo.) Nada más que de pensarlo, miren ustedes cómo me pongo.

MELITÓN:

¡Caray!

GONZALO:

Ya veré el modo de curarle. Acaso unas corrientes eléctricas. (Sí: voy a ensayar con él la máquina grande). Porque lesión no hay, ¿verdad?

MELITÓN:

¿Y es usted médico ya?

JAIME:

Me falta un año. Lo que sí soy es maestro de escuela.

ELVIRA:

¿Maestro?

JAIME:

Premio de honor de la Escuela Normal.

GONZALO: (Levantándole el brazo.)

Ignoraba yo ese detalle, amigo Gallego.

JAIME:

Pues sí, señor; maestro superior.

GONZALO:

Vamos a ver; decline usted el brazo muy despacito.

JAIME: (Con el brazo en alto y hablando pausadamente.)

Nominativo… el brazo. Genitivo… del brazo. Dativo… al o para el brazo. (Ríen todos.) ¿Eh?

GONZALO:

No es eso; digo que baje usted el brazo poco a poco para que vea yo cómo juega.

JAIME: (Azoradísimo y haciendo más visajes que nunca.)

¡Ah!… ¡Ya!… ¡Sí!… ¡Claro!… ¡Toma!… (Baja el brazo.) ¡Se han reído de mí!

GONZALO:

¿Le ha molestado?

JAIME:

No, señor; yo tengo mucha correa.

GONZALO:

Digo el brazo…

JAIME:

¡Ah! Un poco.

GONZALO:

Pues venga: voy a darle una corriente eléctrica, y de paso le enseñaré el gabinete de consultas adonde ambos hemos de trabajar.

JAIME:

Sí, señor.

MELITÓN:

¿Cómo, pero tienes ya hecha la instalación?

GONZALO:

Ya lo creo; venga usted. Va usted a maravillarse. Abriré los balcones. (Mutis por la izquierda, primera puerta.)

JAIME: (Haciendo mutis tras él.)

Me tiro cada plancha… (Vase.)

MELITÓN:

Escucha: a mí me parece que como tu marido le dé a ese muchacho una corriente eléctrica, vamos a tener que amarrarlo con alambres.

ELVIRA:

Mejor le sentaría una taza de tila; pero en fin, allá él. (Se van por la puerta indicada. Por la segunda puerta entran Nuño y Urraca discutiendo.)

NUÑO:

¡No! Estoy harto de pinchaduras y de badilazos. Todo cuanto oigas de labios de los Marqueses, tiene una doble y molesta significación. Son maestros de la ironía. Y como estoy harto, repito, y la gota de agua que faltaba para mi rebosamiento ha caído, deseo recobrar dentro de esta mi casa la independencia a que soy acreedor.

URRACA:

Escucha, y esa gota.

NUÑO:

Estoy bastante mejor.

URRACA:

Aludo a la gota que ha motivado la rebasadura.

NUÑO:

¡Ah! Pues nada; una galantería con doblez. Que al regresar yo esta mañana de casa de Padilla y penetrar en el ascensor, me encontré con que ya estaba en el ascensor el Marqués. Por educación no retrocedí. Le saludé como correspondía y le dije por pura fineza: «Me cabe la honra de subir con usted». A lo que él repuso: «Conde: aquí el único honrado soy yo». No me chocó al pronto la frase, pero luego he comprendido que me ha insultado gravemente, porque si hay dos personas en un local y una de ellas dice: «Aquí la única persona honrada soy yo…». Enjuicia, Urraca, enjuicia.

URRACA:

¡Quién lo duda! Y es que no pueden resistirnos, Nuño.

NUÑO:

Claro. Somos más nobles que ellos y no hemos llegado, afortunadamente, a la situación en que ellos se encuentran, pues gracias a la bandeja de Benvenuto, vamos a volver a ser ricos.

URRACA:

¿Tú crees?…

NUÑO:

Lo creo yo y lo cree Padilla. Mira el continental que acabo de recibir. (Lee.) «Querido Nuñete…». Este Padilla lo diminutivea todo… «He visto a mi amigo Antúnez, el académico, y aunque está en cama con un agudo ataque de hipercloridia, al saber que esa bandeja puede ser de Benvenuto, ha pegado un salto y me ha dicho que esta misma tarde irá a visitarte. Si la bandeja es de Benvenuto, vale una fortuna». ¿Eh? ¿Qué te parece?

URRACA:

Calla. Son ellos. (Por la segunda puerta Berenguela y Laín.)

NUÑO:

(Besando la mano a Berenguela.) ¡Oh!… ¡Marquesa!

BERENGUELA:

Buenas tardes, Conde.

LAÍN:

Condesa… (Le besa la mano.)

URRACA:

Marqués… (Se saludan con una reverencia.)

LAÍN:

Siéntate «Verenguela».

NUÑO:

Imítala, Urraca. (Se sienta cada matrimonio en su estrado respectivo.) Querido Marqués, a pesar de la profunda estimación que unos y otros nos profesamos…

LAÍN:

Profundísima.

NUÑO:

Tenemos que reconocer que la vida en común ofrece serias dificultades para unos y para otros.

LAÍN:

Muy serias.

NUÑO:

Esta casa es espaciosa, y como nuestras habitaciones están separadas y en ellas comemos unos y otros, no puede haber ocasiones de rozamientos. Queda únicamente este salón que tenemos que utilizar todos.

LAÍN:

Esa es la dificultad.

NUÑO:

Dificultad que creo haber orillado de un modo ingenioso.

LAÍN:

Oigamos, Conde, oigamos.

NUÑO:

Figurémonos que este salón son tres habitaciones separadas por espesos muros. El espacio que ocupan nuestros muebles y nuestro tapiz es una de ellas. El ocupado por los de ustedes, otra; y la tercera, es ese trozo del centro, junto a esa mesa, sitio neutral que debemos considerar no perteneciente ni a la casa de usted ni a la nuestra. Si alguna vez necesitamos decirnos algo, nos citamos a este lugar…

LAÍN:

¡Oh! Admirablemente.

BERENGUELA:

Ha sido una ocurrencia genialísima.

NUÑO:

¿De manera que estamos de acuerdo en lo de los muros?

LAÍN:

Con un aditamento.

NUÑO:

Veamos.

LAÍN:

Que cuanto se diga en una casa o en otra no «deverá» ser oído en la inmediata, sea lo que sea.

NUÑO:

¿Quién oye a través de los muros, Marqués?

LAÍN:

¿De modo que conformes?…

NUÑO:

Conformes.

LAÍN:

Conde.

NUÑO:

Marqués. (Se saludan y se retiran a sus estrados respectivos.) Gracias a Dios que se ve uno libre de testigos engorrosos, Urraca.

URRACA:

Es verdad.

BERENGUELA:

Escucha, ¿no ha venido aún Melitón?

LAÍN:

Por lo visto, y me está haciendo un pie agua. Necesito un Código civil. Esta tarde va a venir a verme un recomendado de Miss Plain, que desea hacerme una consulta de bufete. (Nuño y Urraca se ríen a carcajadas.)

NUÑO: (Con pitorreo.)

¡Qué risa!

LAÍN: (Conteniéndose.)

Hay que «travajar», «Verenguelita», yo no sé vivir de gorra, como otros. (Nuño y Urraca se ponen muy serios.)

NUÑO: (Junto al balcón.)

Mira, Urraca, hay un oso bailando.

URRACA:

Es verdad, un oso en pie con un hombre delante… ¡Qué cosa tan ridícula!…

NUÑO:

Baila, Mariana, baila. ¿Dónde he visto yo un cuadro con algo de esto?…

URRACA:

En casa de algún cursi… ¿Eh? Parece que hay algún cliente en la consulta…

NUÑO:

¿Tú crees?… (Se asoma.) Sí; hay un joven. Siéntate. (Se sientan.)

LAÍN:

Sentémonos, «Verenguela». (Se sientan también.)

JAIME: (Haciendo más guiños que nunca.)

¡Caray con la corriente! Me ha puesto que… salto. (Saluda.) ¡Anda! Cuatro señores; avisaré al doctor. (Hace mutis.)

NUÑO:

Baila, Mariana, baila.

GONZALO: (Con Jaime por la izquierda.)

Pero… No, hombre, no. Estos cuatro señores son mis padres.

JAIME:

¿Los cuatro?

GONZALO:

Los cuatro.

MELITÓN: (Con Elvira.)

¡Ilustres matrimonios!… ¿Qué tal?…

LAÍN:

¡Oh! Melitón…

NUÑO:

¡Querido Melitón!

MELITÓN:

A sus pies. Marquesa… Condesa… (Saluda a todos.)

GONZALO: (A Laín y Nuño.)

Presentaré a ustedes a mi ayudante.

MELITÓN: (Aparte a Gonzalo.)

Diles que pertenece a una ilustre familia para que les caiga bien.

GONZALO:

El señor don Jaime Gallego, de ilustre familia. (Todos se inclinan.)

JAIME: (Sin darle la mano a nadie.)

Mucho gusto en estrecharles las manos.

NUÑO:

¿Se apellida usted Gallego?

JAIME:

Gallego y Cenicero, para servirle.

NUÑO:

¿De los Gallegos Aurioles de Navarra o de los Gallegos de Alicante?

JAIME:

No, señor; de los Gallegos de Talavera, mi pueblo natal.

NUÑO:

Ignoraba que en Talavera hubiese Gallegos. Sabía que había Ceniceros, pero Gallegos, no.

JAIME:

Pues ya usted ve. hay Gallegos.

DOMINGO: (Por la derecha.)

¿Señor?…

MELITÓN: (Por Domingo.)

(Caray, pico de oro. A ver qué dice).

DOMINGO:

¿Los señores me otorgan su venia?

GONZALO:

Diga.

DOMINGO:

Una señora de edad indefinida, pero asaz elegante, ha preguntado por el señor Doctor y yace en el recibimiento.

GONZALO:

Una clienta, sin duda. Bien; pues que pase. ¿Vamos, señor Gallego?

JAIME:

Vamos. (Se van Gonzalo y Jaime por la izquierda.)

NUÑO: (A Domingo.)

¿Y qué aguarda el criado?

DOMINGO: (Inclinándose.)

La venia del señor Jiménez para entregarle en propia mano esta misiva lacrada que acaba de darme a tal respecto su octogenario ayuda de cámara.

MELITÓN:

¡Oh! Muy bien. Traiga, traiga. Y puede decir a ese esperante que penetre. ¿Hame entendido?

DOMINGO:

Hele, señor. (Se inclina y se va.)

MELITÓN:

Caballeros, qué hombre. Bien, sentémonos. (Se sientan. Examinando el sobre de la carta.) (¡Otro anónimo! Porque esta letra…).

BERENGUELA:

Ya está aquí.

DOMINGO: (Entrando.)

Pasad, señora.

MISS PLAIN: (Entrando tras Domingo.)

Cómo, ¿pero también a mí vais a hacerme la consabida comedia?… (Todos se echan a reír y se ponen de pie.)

MELITÓN:

¡Pero si es Miss Plain! (Le saluda.)

NUÑO:

Y van dos planchas.

BERENGUELA:

¡Como el criado es nuevo!…

NUÑO: (Desde la puerta.)

Elvirita, ven: es Miss Plain.

MELITÓN: (Desde la puerta primera de la izquierda.)

Tú, quítate la blusa aséptica y no te compongas, porque no hay de qué. Es Miss Plain.

MISS PLAIN: (Por don Melitón.)

(¡Dios mío!… ¡Tiene mi anónimo en la mano!).

ELVIRA: (Por la izquierda.)

¡Oh, Mary! (Se besan.)

MISS PLAIN: (Aparte a Elvira.)

Vea usted: está leyendo mi último anónimo…

ELVIRA: (Ídem.)

Tengo muy buenas impresiones.

GONZALO: (Por la izquierda.)

Querida Mary…

MISS PLAIN:

¡Oh! Doctor… (Se dan la mano.)

GONZALO:

Un millón de gracias. Vino ayer su recomendado y se marchó, al parecer, muy satisfecho.

MISS PLAIN: (Acercándose a Laín.)

¡Ah, Marqués! ¿Le ha visitado ese cliente?…

LAÍN:

Aún no, y le aguardo con verdadera impaciencia. Por cierto que… Melitón… Escucha, Melitón… ¿Eh? ¿Qué te sucede, Melitón?

MELITÓN:

Lo más extraordinario que darse puede. Ustedes saben que yo he recibido varios anónimos de una mujer que dice que me adora.

ELVIRA:

En efecto.

MELITÓN:

Ustedes saben también que yo no he parado mientes en ellos, y que he hecho maldito caso de esa misteriosa enamorada. Pues bien, la dama anónima, para convencerme de que existe, me cita para mañana a las tres de la tarde en el Retiro.

GONZALO:

¿En el Retiro?

MELITÓN:

Al pie de la estatua de don Fruela.

ELVIRA:

¿Está usted viendo, amigo mío? Acaso empiece mañana para usted una nueva era de felicidad.

MISS PLAIN:

(¡Me siento morir de rubor!).

MELITÓN:

No; después de tantos desengaños, me cuesta trabajo el creer que haya podido inspirar una pasión semejante.

NUÑO:

Hombre, nunca falta un roto para un descosido.

MISS PLAIN:

(¡Qué grosería!).

ELVIRA:

¡Papá!

MELITÓN: (Quemado.)

El refrán, querido Nuño, será adecuado, no te lo niego; pero convendrás conmigo en que resulta algo cáustico.

NUÑO:

Pues hay otro muchísimo peor.

MELITÓN:

Pues ese se lo vas a decir a tu abuela… o a tu tío Santiago Apóstol.

LAÍN:

¡Es de una ordinariez! Escucha, Melitón, ¿me compraste el Código que te encargué?

MELITÓN:

Sí. Distraídamente lo he dejado en el gabinete de consulta…

GONZALO:

Vamos por él, y de paso verá usted la nueva instalación de los aparatos.

ELVIRA:

Verdad; que aún no la han visto. Vengan, vengan todos.

MISS PLAIN:

Sí, vamos.

MELITÓN:

Una palabra, Miss Plain. (A los demás.) Somos con ustedes en seguida.

MISS PLAIN:

Tiemblo como la hoja en el árbol.

NUÑO:

Baila, Mariana, baila.

LAÍN: (Con Berenguela.)

¡Baila, Mariana! Pues como yo le invente una copla le va a escocer. (Hacen mutis detrás de Elvira y Gonzalo.)

NUÑO: (Haciendo también mutis del brazo de Urraca.)

Chica, lo de Mariana ha sido un hallazgo; le sabe a demonio.

MISS PLAIN:

Bien; pues usted me dirá, señor Jiménez.

MELITÓN:

Querida Mary: usted ha sido hasta ahora mi confidente. Cuantas veces he consultado con usted, usted, con una frialdad desgarradora (Miss Plain ahoga un suspiro.), me ha replicado siempre: —«No, Melitón, no; esa mujer le engaña», y siempre ha acertado usted, desgraciadamente. Por eso, ahora, temeroso de un nuevo desengaño, sin fuerzas ya para resistirlo, deseo que me diga usted francamente, fríamente, si debo abrigar nuevas esperanzas. Si esta carta la ha dictado un cerebro que se burla o un corazón que siente… Lea usted.

MISS PLAIN: (Temblorosa.)

(¡Dios mío!).

MELITÓN:

Lea usted, Mary. (Pausa.)

MISS PLAIN: (Después de pasar la vista por la carta.)

Esta mujer existe, Melitón. Existe y le adora; sí, le adora.

MELITÓN:

¡¡Miss Plain!!

MISS PLAIN:

¡Se lo juro!

MELITÓN:

¡Oh! ¡Qué feliz me hace usted! (Le coge el anónimo y la mano.)

MISS PLAIN: (Estremeciéndose.)

¡Melitón!…

MELITÓN:

No sé lo que daría por caer ahora mismo a las plantas de esa mujer.

MISS PLAIN: (Haciendo un grandísimo esfuerzo.)

Mañana, Melitón, mañana.

MELITÓN:

De esa mujer… Acaso de esa niña, porque el corazón me dice que es joven, muy joven.

MISS PLAIN:

¡¡Oh!!

MELITÓN:

Y muy hermosa. (Miss Plain tuerce el gesto.) ¡Dios santo! ¿Habré tenido la fortuna de inspirar amor a un ángel de diez y ocho abriles?…

MISS PLAIN: (Contrariada.)

No tan pocos…

MELITÓN:

Bueno, veinte o veintiuno…

MISS PLAIN:

¿Qué más están los años, Melitón? It is the heart which always is young. Es en el corazón donde está la verdadera juventud, y el de ella… ¡ah!, el de ella…

MELITÓN:

¡Qué!…

MISS PLAIN: (Conteniéndose.)

Ahí lo dice; no ha querido a nadie más que a usted… Se trata, por lo visto, de un alma tierna, sólo comparable a la de usted, Melitón.

MELITÓN:

Un alma tierna en un cuerpo perfecto.

MISS PLAIN:

¡Oh!

MELITÓN:

Sí, Mary, perfecto, o al menos a mi gusto.

MISS PLAIN:

Eso ya está otra cosa.

MELITÓN:

La veo…

MISS PLAIN:

¡Por Dios! (Se levanta.)

MELITÓN:

La adivino; podría dibujarla.

MISS PLAIN:

No fantasee, señor Jiménez.

MELITÓN:

Es morena, sí, morena. A mí me gustan las morenas, y, a ser posible, metiditas en carnes. (Miss Plain le mira asombrada.) Las gorditas me enloquecen, Miss Plain. Especialmente cuando son jóvenes. Porque eso es lo esencial: juventud, frescura, perfume de flor.

MISS PLAIN:

(¡Oh!).

MELITÓN:

Es madrileña. ¡Madrileña! La española por excelencia… Yo no me casaría más que con una española. Las extranjeras no… Vamos, no… Esto se lo puedo decir a usted, porque usted no es para mí ni española ni extranjera, ni… vaya, es usted para mí como yo mismo. Usted no puede molestarse; pero quiero decir, que las extranjeras suelen ser delgadas, angulosas, y a mí que no me hablen de mujeres angulosas. (Miss Plain, abatida, se deja caer en una silla.) Esas señoritas que dan puñaladas con los codos y con las rótulas, y que pueden transportar objetos en los huesos del escote… A mí no me han inspirado nunca nada.

MISS PLAIN:

(¡Dios mío!).

MELITÓN:

Mi tipo es el que tendrá seguramente esa virgen que me ama: menuda, pelinegra, gordinfloncilla…

MISS PLAIN:

(¡No me descubriré nunca!… ¡¡Nunca!!).

MELITÓN:

Yo no quiero amores de Ofelias; las Ofelias son tristes; acaban suicidándose.

MISS PLAIN: (Trágica.)

¡No, Melitón, no!

MELITÓN: (Saltando en seco.)

¿Eh?

MISS PLAIN:

¡No me recuerde usted ahora el suicidio!

MELITÓN: (Asustado.)

Pero…

MISS PLAIN: (Reponiéndose.)

Nada, perdóneme… No sé lo que me digo. Escuchándole evoqué una triste recuerda. Fue una ráfaga… Nada… Nervios… Perdón… Adiós.

MELITÓN:

¿Se marcha usted?

MISS PLAIN:

Sí… volveré… Tengo que… (Casi sin poder hablar.) Hasta luego.

MELITÓN:

Me deja usted loco de alegría, Mary. Gracias… ¡¡Gracias!!

MISS PLAIN:

Melitón… adiós. (Haciendo mutis por la primera puerta de la derecha, secándose una lágrima.) (¡¡Por qué no habré nacido espaniola y morena!!). (Vase.)

MELITÓN: (Muy contento.)

Mañana será don Fruela mudo testigo de mi felicidad. Caramba, la emoción me ha resecado la glotis. Voy a beber un vaso de agua y a leer nuevamente el anónimo. ¡Dios mío! Yo casado y con una chiquilla morena, gordinfloncilla, caderosa y mimosa… Sobre todo mimosa. (Hace mutis segunda derecho, cantando:) «Mimosa… mimosa…».

BERENGUELA: (Muy descompuesta.)

¡No, Elvira, no!

ELVIRA:

¡Pero por Dios, señora!…

BERENGUELA:

Son ya muchos picotazos, y mi epidermis es extremadamente sutil.

URRACA: (Entrando.)

No tiene usted motivos para ponerse así, señora.

ELVIRA:

¡Pero qué ha sucedido, Dios mío!

URRACA:

Nada. Que nos estaba Gonzalo enseñando unas ampollas para inyecciones antidiftéricas, y al decirnos que eran de suero de caballo, pregunté yo, inocentemente, ¿las hay de oso? No creo que esta interrogante envuelva ninguna injuria.

BERENGUELA:

Envuelve una mordacidad, señora, porque usted y su esposo de usted la han tomado con nuestro oso heráldico.

URRACA:

¡Por Dios!

BERENGUELA:

¿Hablo yo jamás del caballo de Santiago? Y eso que la famosa leyenda del estribo es para congestionar de risa.

URRACA:

¡Marquesa!

BERENGUELA:

No me negará usted que eso de «San-ti-hago-Conde», más que la raíz de un árbol genealógico es un retruécano.

URRACA: (Nerviosísima.)

¿Un retruécano?… (Llamando.) ¡Nuño!

ELVIRA:

¡Dios mío! ¡Y así siempre!… (Entran Laín y Nuño.)

LAÍN:

«¡Vah!». «¡Vah!»… Yo no necesito de «vandejas» de «Venvenuto» para levantar mi casa. Con mi cerebro y este código «savré» rehacer mi fortuna.

URRACA:

Escucha, Nuño…

NUÑO:

Déjame ahora.

LAÍN: (Súbitamente.)

El «trabajo» es la redención.

NUÑO:

Un plebeyo debe pensar así, pero un Pola de Clavijo que puede transportar sus pergaminos en carros y no en una maleta de piel de Mariana…

LAÍN:

¡¡Don Nuño!!

DOMINGO: (Por la derecha.)

¿Señor?… (Entregando una tarjeta a Nuño.) Este caballero, no mal portado, ansía penetrar.

NUÑO:

Será Antúnez, el académico, que viene a apreciar nuestra bandeja, (Leyendo la tarjeta.) En efecto. ¡Hipólito Antúnez!… Que pase.

MELITÓN: (Que sale en este momento, segunda derecha.)

¿Quién es, tú?

NUÑO:

Antúnez, el académico; esa gran autoridad arqueológica que viene a apreciar la bandeja de los medallones. Chico, creo que la bandeja vale una fortuna y aspiro a venderla.

LAÍN:

Como la «vandeja» sea de «Venvenuto», me pego un tiro.

ANTÚNEZ: (Por la derecha, primera puerta.)

Muy buenas tardes. (Es un viejo enteco, seco, mal encarado, áspero, una especie de puercoespín con levita.)

NUÑO:

¡Oh! Señor Antúnez… Sea bien venido… Aquí tienen ustedes al señor Antúnez, al sabio maestro, que a pesar de hallarse enfermo no ha vacilado en venir a esta casa para hacerme el más señalado de los favores. Siéntese.

ANTÚNEZ:

Ciertamente que mi edad es avanzada y mi salud precaria, pero aunque hubiese sabido que me esperaba aquí la muerte, no hubiera dejado de venir.

ELVIRA:

¡Oh, qué atento!

URRACA:

¡Qué amabilidad!

NUÑO:

No sé cómo agradecerle…

ANTÚNEZ:

Buena estupidez sería que me lo agradecieran. No lo hago por ustedes.

MELITÓN:

(Aprieta).

ANTÚNEZ:

Cuando digo que hubiera venido aun con riesgo de mi vida, deben comprender que no será por ver a unas personas que no conozco y que me traen sin cuidado.

MELITÓN:

(Educadísimo).

ANTÚNEZ: (Más dulcemente.)

Perdónenme. Yo soy un poco brusco tal vez… Acháquenlo a mi enfermedad.

NUÑO:

¿Padece usted de algo?

ANTÚNEZ:

Llevo más de cincuenta años con una dispepsia horrible, que me agria un poco el humor.

MELITÓN:

Claro, la vida sedentaria, el estudio constante, las continuas investigaciones… Debe ser una tarea ingrata y penosa la de interrogar al pasado, la de reconstituir lo que fue, la de preguntar a cada piedra qué mano la dio vida, qué genio la animó.

ANTÚNEZ:

Sí, pero eso en España se estima en poco. (Se aprieta el estómago.)

NUÑO:

Sin embargo, a usted se le considera y se le respeta…

ANTÚNEZ:

No diga usted majaderías, caballero… ¿Qué sabe usted de eso?

LAÍN:

Claro…

ANTÚNEZ:

¡Cuidado que es osadía querer discutir conmigo! No hay nada más audaz que la ignorancia…

LAÍN:

Tiene razón.

NUÑO:

Caballero, perdóneme usted…

ANTÚNEZ:

No; usted a mí… Es la dispepsia. Hoy estoy fatal. Como he tenido que levantarme de la cama para venir…

MELITÓN:

Hubiera podido esperar a otro día…

ANTÚNEZ:

¡Esperar!… ¡Esperar!… (Apretándose el estómago.) En esta casa nadie sabe lo que se pesca.

MELITÓN:

(Yo a este tío le opero de una patada).

ANTÚNEZ:

Si ustedes leyeran, sabrían que yo he escrito una obra en once tomos, a la que han seguido nueve folletos complementarios, sobre cierta joya artística del renacimiento perdida por desgracia para la humanidad; la que el gran Benvenuto Cellini llama en su carta a Catalina de Médicis, su obra maestra, «Capolaboro», y que no ha podido averiguarse cuál era; unos creen que el Perseo, otros que el Mercurio, otros que los Candelabros de la Cartuja de Pavía, pero en realidad nadie ha sabido, hasta que yo lo he descubierto, que la obra maestra de Benvenuto fue una bandeja de plata repujada ofrecida por él al Emperador Carlos quinto.

NUÑO:

¿Una bandeja? (Expectación general.)

ANTÚNEZ:

Sí, señores, una bandeja; y estoy seguro de que ese tesoro se encuentra en España. ¿Dónde? Sabe Dios. Todas mis investigaciones han sido inútiles hasta ahora. Por eso cuando mi amigo Padilla me dijo hace un rato que cierta familia poseía una bandeja atribuida a Cellini, me arrojé del lecho y aquí estoy. Venga, venga en seguida esa bandeja. Ardo ya en deseos…

NUÑO:

Habrá que esperar un instante, porque está en el despacho de mi yerno y no sé si ahora…

URRACA:

Como estamos en arreglo de casa nueva, la pusimos allí para las tarjetas de los clientes…

ANTÚNEZ:

¡Qué atrocidad! ¡Qué profanación! La bandeja de Benvenuto…

URRACA:

Como ignorábamos…

ANTÚNEZ:

Están ustedes locos. ¿Ustedes saben lo que tienen, si esa bandeja es lo que sospechamos? Pues poseen ustedes una de las obras de arte más importantes del mundo. Una joya que no tiene precio, porque por esa bandeja, una vez demostrada su autenticidad, se pueden pedir tres o cuatro millones de pesetas.

NUÑO:

¡Urraca!… ¡Urraca!…

ANTÚNEZ:

Querrá usté decir eureka.

NUÑO:

No, señor, Urraca, que es el nombre de mi esposa. ¡Tres o cuatro millones!

URRACA:

¡Dios mío!… ¿Será la de Benvenuto?

ELVIRA:

No es posible. Sería demasiado.

ANTÚNEZ:

Dígame usted, esa bandeja estará formada así, como por pequeños medallones, ¿no?

NUÑO:

Por pequeños medallones.

ANTÚNEZ:

Que representarán batallas…

NUÑO:

¡Justo! Batallas, sí, señor, batallas.

ANTÚNEZ:

Entonces…

NUÑO: (Radiante.)

Nada, señor: la de Benvenuto… Carlos quinto la regalaría a cualquiera de mis ascendientes…

ANTÚNEZ:

Ustedes son nobles, ¿no?

NUÑO:

Por los cinco costados.

ANTÚNEZ:

De antiguo abolengo, ¿no?

NUÑO:

El más antiguo que se conoce, caballero. «Después de Dios padre y de Dios hijo, la casa de los Pola de Clavijo».

LAÍN:

Y entretanto que se fastidie el Espíritu Santo.

NUÑO: (A Laín.)

Diga, diga lo que guste. Ya no me importa.

ANTÚNEZ:

Entonces, sí; es lícito suponer que algún rey obsequiara a cualquiera de sus ascendientes de usted…

NUÑO:

Mis ascendientes han tenido por amigos a más que reyes: a santos.

MELITÓN:

(Ya salieron los pergaminos).

ANTÚNEZ:

¿A santos?

NUÑO:

A santos, sí, señor; a santos.

ANTÚNEZ:

Pero, ¿a santos de qué?…

NUÑO:

Sepa usted que uno de mis antepasados ayudó al Apóstol Santiago a montar en su caballo blanco al lanzarse sobre la morisma.

ANTÚNEZ: (Apretándose el estómago.)

Eso es una patraña ridícula, caballero. Ya está demostrado que todo eso de Santiago y de Clavijo no es más que una leyenda.

MELITÓN:

(¡Sopla!).

LAÍN: (Por Antúnez.)

¡Lo dice un sabio!

NUÑO:

¿Patraña mi blasón?…

MELITÓN: (Mediando.)

Vamos, vamos, señores… Señor Antúnez, comprima usted un poco esa dispepsia… Y tú, querido Nuño…

ANTÚNEZ:

Perdónenme otra vez. Es que estoy molestísimo. Yo he venido a ver la bandeja, y como no veo la bandeja y en cambio estoy oyendo una sarta de tonterías…

MELITÓN:

Tiene usted razón; voy por la bandeja.

ELVIRA:

Por Dios, Melitón; ¿le molestará a Gonzalo?

MELITÓN:

Mira, aunque le moleste. El saber si son ustedes o no inmensamente ricos bien vale la pena de un regaño. (Se va por la primera puerta de la izquierda.)

URRACA:

¡Cuatro millones de pesetas!…

ANTÚNEZ:

Eso si no es para el museo Británico o para el de Nueva York, donde darían más.

URRACA:

¡Nuño!

NUÑO:

¡Dios no olvida a sus predilectos! ¡Esto es un milagro del Santo familiar!…

MELITÓN: (Entrando con la bandeja.)

Aquí está. (Expectación.)

ANTÚNEZ:

¡Ven a mis manos, reliquia santa! (Toma la bandeja, la contempla con asombro y con ira y se aprieta el estómago.)

LAÍN:

¡Me lo pego, «Verenguela», me lo pego!

ANTÚNEZ:

¿Pero esto qué es, señores? Porque yo, aunque viejo, no me dejo sobar la barbilla…

MELITÓN:

¡Cómo! ¿No es la de Benvenuto?…

ANTÚNEZ: (Furioso.)

Esto es una imitación ridícula que no tiene ni siquiera el mérito de las buenas imitaciones.

NUÑO:

¿No es auténtica?

ANTÚNEZ:

¿Auténtica esta birria? (Tirándola.) Si le dan a usted por ella cuarenta duros, véndala en seguida. (Laín y Berenguela sofocan la risa.)

NUÑO: (Quemadísimo.)

Señor mío, esas no son formas… Además, debe usted estar en un error. Esa bandeja viene de uno de mis antepasados.

ANTÚNEZ:

¿Del que ayudó a montar a caballo al Apóstol?

LAÍN:

Muy ocurrente, muy ocurrente…

NUÑO:

¡Señor Antúnez!

ANTÚNEZ:

Tan verdad es lo de Clavijo como lo de Benvenuto. No hay derecho a falsificar de ese modo la historia ni la orfebrería… (Nuevas risas.)

NUÑO:

¡¡Caballero!!…

ANTÚNEZ: (Disponiéndose a hacer mutis.)

¿Y para esto me he levantado yo de la cama?… ¿Para ver una pandereta?… (Airadísimo.) Beso a usted la mano… (¡Idiotas!… ¡Imbéciles!… ¡Qué Clavijo ni qué Ca… mueso!). (Vase refunfuñando.)

NUÑO: (Por Laín.)

Pero, ¿qué es esto?

MISS PLAIN: (Por la derecha.)

¡Qué atrocidad! ¿Quién está ese caballero que va diciendo esas palabrotas? (Nuevas risas.) ¡Qué soez! ¿Eh? ¿Qué pasa que están ustedes tan contentos?

LAÍN:

Que Santiago ha hecho un milagro. (Ríe.)

NUÑO: (Lívido.)

Caballero, no tengo guante ni tarjeta, pero le arrojo al rostro lo que tengo a mano. (Coge un número de «La Acción» y se lo tira.)

ELVIRA:

¡¡Papá!!

BERENGUELA:

¡¡Laín!!

LAÍN:

¡Caballero!… ¡Esta acción!…

NUÑO:

Es usted un mentecato.

MELITÓN:

¡Nuño!

LAÍN: (Amenazador.)

¡Esa palabra!…

BERENGUELA: (Sujetándole.)

¡Por Dios!

NUÑO:

La repito. ¡¡Mentecato!!…

MISS PLAIN:

¡Jesús! (Ayuda a Berenguela a sujetar a Laín. Entre Urraca y Melitón sujetan a Nuño.)

ELVIRA:

¡Ay, Dios mío!…

LAÍN: (Forcejeando.)

¡Soltadme! Quiero vindicar la ofensa.

NUÑO:

¡Soltadme a mí también!

JAIME: (Que ha salido un momento antes, haciendo visajes, pegando saltos y nerviosísimo.)

¡Bronca!… ¡Ya!… ¡Ay!… ¡Don Gonzalo! ¡Ya! ¡Bronca!…

GONZALO: (Precipitadamente, por la izquierda.)

¿Qué sucede?

LAÍN:

¡Nos veremos, Conde!

NUÑO:

¡Nos veremos, Marqués!

ELVIRA: (Dejándose caer sin fuerzas en una silla.)

¡Ay!… ¡Ay!… (Se desmaya.)

GONZALO:

¡Elvira!… ¡Elvira!… ¿Están ustedes viendo? ¡Elvira!…

ELVIRA: (Volviendo a la vida.)

Nada, no es nada…

GONZALO: (A los demás.)

Esto no puede continuar así, señores. Lo digo por primera y última vez. Van ustedes a matar a Elvira. Piensen en su estado…

URRACA:

¿En su estado?… (Emoción general.)

BERENGUELA:

¿Pero está?…

GONZALO:

Sí; está… ¡está!… Si no quieren tener compasión de su hija, ténganla al menos de su nieto.

NUÑO:

¿Pero es posible?… ¡Si me cuesta trabajo creerlo!…

MELITÓN:

Hombre, que estás ofendiendo a Gonzalo.

NUÑO:

¡Vamos a ser abuelos, Urraca!…

LAÍN:

¡Vas a tener un nieto, «Verenguela»!…

LAÍN:

¡Gracias, señor!… La estirpe del vengador de «don Favila» retoña nuevamente.

NUÑO:

¡Gracias, glorioso apóstol!… El linaje que tú ennobleciste se perpetuará en la historia.

GONZALO:

Puesto que todos celebramos por igual la ventura que Dios va a enviarnos, acaben aquí para siempre las rencillas.

URRACA:

Sí: acaben para siempre… ¡Berenguela!…

BERENGUELA:

¡Urraca!… (Se abrazan.)

NUÑO: (Solemne.)

Dices bien. Puesto que ya se han juntado nuestras sangres, júntense también nuestros brazos… ¡Laín!…

LAÍN:

¡Nuño amigo!… (Se abrazan fríamente.)

MELITÓN: (A Miss Plain.)

Todos están contentos, Mary, pero yo más que ninguno. También a mí me aguarda la felicidad. Mañana la estatua de don Fruela será testigo de mi dicha.

MISS PLAIN:

¿Y si no acudiese nadie a la cita, Melitón? ¿Y si se tratase de una burla?…

MELITÓN: (Súbitamente.)

Allí mismo me levantaría la tapa de los sesos. (Miss Plain pega un grito y cae desmayada. Todos acuden a ella). (Telón.)