A los Padres Fundadores:
Vosotros sois los revolucionarios puros. Vosotros sois los hombres y mujeres, los labradores, mercaderes, artesanos, abogados, impresores, folletistas, tenderos y soldados que creasteis una nueva nación en las lejanas costas de América. Figuran entre vosotros los 55 que se reunieron en 1787 para forjar, durante un tórrido verano en Filadelfia, ese asombroso documento denominado la Constitución de los Estados Unidos. Vosotros sois los inventores de un futuro que se ha convertido en mi presente.
Ese trozo de papel, con la Carta de Derechos añadida en 1791, es, evidentemente, uno de los más pasmosos logros de la historia humana. Yo, como muchos otros, me veo continuamente obligado a preguntarme cómo pudisteis —cómo fuisteis capaces, en medio de tumultuosas agitaciones sociales y políticas y bajo la acción de inmediatas y fuertes presiones— reunir una tan extraordinaria percepción del emergente futuro. Escuchando los distantes sonidos del mañana, os disteis cuenta de que estaba muriendo una civilización y otra nueva estaba naciendo.
Llego a la conclusión de que fuisteis impulsados a ello, fuisteis empujados, arrastrados por la ineluctable fuerza de los acontecimientos, temiendo el colapso de un Gobierno ineficaz, paralizado por principios inadecuados y estructuras anticuadas.
Rara vez ha sido realizada una obra tan excelsa por hombres de temperamentos tan acusadamente divergentes —hombres brillantes, antagonistas y egotistas—, hombres apasionadamente entregados a tan diversos intereses regionales y económicos, pero tan turbados e indignados por las terribles «ineficiencias» de un Gobierno existente, como para reuniros y proponer uno radicalmente nuevo basado en principios sorprendentes.
Aun ahora, estos principios me conmueven, como han conmovido a millones y millones de personas en todo el Planeta. Confieso que me resulta difícil leer ciertos pasajes de Jefferson o Paine, por ejemplo, sin que su belleza y su significado me lleven casi al borde de las lágrimas.
Quiero agradeceros a vosotros, los revolucionarios puros, por haberme hecho posible vivir medio siglo como ciudadano americano bajo un gobierno de leyes, no de hombres, y especialmente por esa inestimable Carta de Derechos que me ha hecho posible pensar, expresar opiniones impopulares, por necias o equivocadas que fuesen a veces… de hecho, escribir lo que sigue sin miedo a censura.
Pues lo que ahora debo escribir puede fácilmente ser mal interpretado por mis contemporáneos. Algunos lo considerarán, sin duda, sedicioso. Sin embargo, es una dolorosa verdad que yo creo que vosotros habríais comprendido en seguida. Pues el sistema de gobierno que vosotros creasteis, incluido los principios mismos en que os basasteis, se están tornando crecientemente anticuados y, por ello, crecientemente, aunque inadvertidamente, opresivos y peligrosos para nuestro bienestar. Es preciso cambiarlo radicalmente e inventar un nuevo sistema de gobierno… una democracia para el siglo XXI.
Vosotros sabíais, mejor que nosotros, que ningún Gobierno, ningún sistema político, ninguna constitución, ninguna carta o Estado es permanente, ni pueden tampoco las decisiones del pasado vincular para siempre al futuro. Ni puede un Gobierno diseñado para una civilización, habérselas adecuadamente con la siguiente.
En consecuencia, habríais comprendido por qué hasta la Constitución de los Estados Unidos necesita ser reconsiderada, y alterada, no para reducir el presupuesto federal o incorporar éste o aquel angosto principio, sino para ampliar su Carta de Derechos, teniendo en cuenta amenazas a la libertad inimaginadas en el pasado, y crear toda una nueva estructura de gobierno capaz de tomar decisiones inteligentes y democráticas necesarias para nuestra supervivencia en un nuevo mundo.
No vengo con ningún fácil borrador de la Constitución de mañana. Desconfío de los que creen tener ya las respuestas cuando aún estamos tratando de formular las preguntas. Pero ha llegado el momento de que imaginemos alternativas completamente nuevas, de que revisemos, discrepemos, discutamos y diseñemos, desde su misma base, la arquitectura democrática del mañana.
No con espíritu de ira o dogmatismo, no en un súbito e impulsivo espasmo, sino mediante las más amplias consultas y la pacífica participación del público, necesitamos aunar nuestros esfuerzos para reconstituir América.
Vosotros habríais comprendido esta necesidad. Pues fue un hombre de vuestra generación —Jefferson— quien, con madura reflexión, declaró: «Algunos hombres miran las constituciones con reverente veneración y las consideran el arca de la alianza, demasiado sagrada para tocarla. Atribuyen a los hombres del tiempo precedente una sabiduría más que humana, y suponen que lo que ellos hicieron está por encima de toda rectificación… Ciertamente, no estoy propugnando la introducción de cambios frecuentes e improvisados en leyes y constituciones… Pero sé también que leyes e instituciones deben ir de la mano con el progreso de la mente humana… A medida que se hagan nuevos descubrimientos, surjan nuevas verdades y cambien costumbres y opiniones con el cambio de las circunstancias, las instituciones deben avanzar también y mantener el ritmo de los tiempos».
Por esta sensatez y buen criterio, sobre todo, doy gracias a Mr. Jefferson, que ayudó a crear el sistema que nos ha servido durante tanto tiempo y que ahora debe, a su vez, morir y ser reemplazado.
Alvin Toffler
Washington, Connecticut
Una carta imaginaria… Seguramente que en muchas naciones habrá otros que, si se les diera oportunidad, expresarían sentimientos similares. Pues la obsolescencia de muchos de los Gobiernos actuales no es ningún secreto que sólo yo haya descubierto. Ni es tampoco una enfermedad exclusiva de América.
El hecho es que la construcción de una nueva civilización sobre los restos de la antigua implica el diseño de nuevas y más adecuadas estructuras políticas en muchas naciones a la vez. Se trata de un proceso trabajoso, pero necesario, de dimensiones impresionantes y que, sin duda, tardará décadas en completarse.
Con toda probabilidad, se necesitará una prolongada batalla para diseccionar radicalmente —e incluso suprimir— el Congreso de los Estados Unidos, los Comités Centrales y Politburós de los Estados industriales comunistas, la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores, la Cámara de Diputados francesa, el Bundestag, la Dieta, los gigantescos Ministerios y atrincherados servicios civiles de muchas naciones, las Constituciones y sistemas judiciales… en resumen, gran parte del pesado y cada vez menos eficaz aparato de Gobiernos supuestamente representativos.
Y esta oleada de lucha política tampoco se detendrá, probablemente, en el plano nacional. A lo largo de meses y décadas, toda la «maquinaria legislativa mundial» —desde las Naciones Unidas, en un extremo, hasta el consejo municipal, en el otro— se acabarán enfrentando a una creciente y, finalmente, irresistible demanda de reestructuración.
Todas estas estructuras tendrán que ser fundamentalmente alteradas, no porque sean intrínsecamente malas, ni aun porque se hallen controladas por ésta o aquella clase o grupo, sino porque son crecientemente inviables, inadecuadas ya para las necesidades de un mundo radicalmente cambiado.
Esta tarea implicará a muchos millones de personas. Si esta radical revisión tropieza con una rígida resistencia, ello podría originar derramamientos de sangre. Lo pacífico que vaya a resultar el proceso dependerá de muchos factores, por tanto… de lo flexibles o intransigentes que se muestren las élites dominantes, de si el cambio se ve acelerado por el colapso económico, de si se producen o no amenazas externas e intervenciones militares. Evidentemente, los riesgos son grandes.
Pero los riesgos de no someter a revisión nuestras instituciones políticas son mayores aún, y cuanto antes empecemos, más seguros estaremos todos.
Para construir Gobiernos viables —y llevar a cabo lo que puede muy bien ser la tarea política más importante de nuestras vidas— tendremos que eliminar los estereotipos acumulados de la Era de la segunda ola. Y tendremos que reconsiderar la vida política con arreglo a tres principios fundamentales.
De hecho, muy bien pueden convenirse en los principios básicos de los Gobiernos de la tercera ola del mañana.
El primer y herético principio del Gobierno de la tercera ola es el del poder de la minoría. Sostiene que el imperio de la mayoría, el principio legitimador fundamental de la Era de la segunda ola, se está tornando crecientemente anticuado. No son las mayorías, sino las minorías las que cuentan. Y nuestro sistema político debe reflejar crecientemente ese hecho.
Expresando las convicciones de su generación revolucionaria, fue también Jefferson quien afirmó que los Gobiernos deben comportarse con «absoluta aquiescencia a las decisiones de la mayoría». Los Estados Unidos y Europa —todavía en el alborear de la Era de la segunda ola— estaban empezando sólo el largo proceso que las acabaría por convertir en sociedades de masas industriales. El concepto de imperio de la mayoría se adecuaba perfectamente a las necesidades de esas sociedades.
Como hemos visto, en la actualidad estamos dejando atrás el industrialismo y convirtiéndonos rápidamente en una sociedad desmasificada. En consecuencia, se va haciendo cada vez más difícil —a menudo, imposible— movilizar una mayoría e incluso una coalición gobernante. Por eso es por lo que Italia se ha pasado seis meses, y Holanda cinco, sin ningún Gobierno en absoluto. En los Estados Unidos —dice el científico político Walter Dean Burnham, del Massachusetts Institute of Technology—, «hoy en día no veo la base para ninguna mayoría positiva sobre nada».
Como su legitimidad dependía de ella, las élites de la segunda ola siempre pretendían hablar en nombre de la mayoría. El Gobierno de los Estados Unidos era «de… por… y para el pueblo». El partido comunista soviético hablaba en nombre de la «clase trabajadora». Nixon afirmaba representar a la «mayoría silenciosa» de América. Y en los Estados Unidos actuales, los intelectuales neoconservadores atacan las demandas de minorías como las de negros, feministas o chicanos y aseguran representar los intereses de la gran mayoría sólida y moderada.
Atrincherados en las grandes Universidades del Nordeste y en los círculos intelectuales de Washington, sin poner jamás los pies en lugares tales como Marietta, en Ohio, o Salina, en Kansas, los académicos neoconservadores parecen considerar la «América Media» como una inmensa y uniforme «masa» gris de trabajadores manuales antiintelectuales y más o menos ignorantes y empleados instalados en los suburbios de las grandes ciudades. Pero estos grupos son mucho menos uniformes o monocromáticos de lo que desde lejos les parece a los intelectuales y políticos. El consenso es tan difícil de obtener en la América Media como en otras partes… en el mejor de los casos es fugaz, intermitente, y está limitado a muy pocas cuestiones. Puede que los neoconservadores estén encubriendo sus políticas antiminorías bajo el manto de una mayoría mítica, más que real.
Lo cierto es que otro tanto puede decirse referido al otro extremo del espectro político. En muchos países de la Europa Occidental, los partidos socialistas y comunistas pretenden hablar en nombre de «las masas trabajadoras». Sin embargo, cuanto más atrás dejamos la sociedad de masas industrial, menos sostenibles resultan las premisas marxistas. Pues tanto las masas como las clases pierden gran parte de su significado en la emergente civilización de la tercera ola.
En lugar de una sociedad altamente estratificada, en la que unos cuantos bloques importantes se alían para formar una mayoría, tenemos una sociedad configurativa, una sociedad en la que miles de minorías, muchas de ellas temporales, se arremolinan y forman pautas nuevas y transitorias, convergiendo rara vez en un consenso de un 51% sobre temas importantes. El avance de la civilización de la tercera ola debilita, así, la legitimidad misma de muchos Gobiernos existentes.
La tercera ola desafía también todas nuestras presunciones convencionales sobre la relación entre imperio de la mayoría y justicia social. También aquí, como en muchas otras materias, estamos presenciando un sorprendente vaivén histórico. A todo lo largo de la Era de la civilización de la segunda ola, la lucha por el predominio de la mayoría era humana y liberadora. En los países aún en vías de industrialización, como la actual Unión Sudafricana, lo sigue siendo. En las sociedades de la segunda ola, el imperio de la mayoría significaba casi siempre un trato más justo para los pobres. Pues los pobres eran la mayoría.
Sin embargo, hoy, en los países sacudidos por la tercera ola, suele ocurrir precisamente lo contrario. Los verdaderamente pobres no tienen ya necesariamente el número de su parte. En muchos países se han convertido —al igual que todos los demás— en una minoría. Y, salvo que se produzca un holocausto económico, lo seguirán siendo.
Por tanto, el imperio de la mayoría no sólo no es adecuado ya como principio legitimador; tampoco es ya necesariamente humanizador ni democrático en las sociedades que se están adentrando en la tercera ola.
Los ideólogos de la segunda ola se lamentan rutinariamente de la ruptura de la sociedad de masas. En lugar de ver en esta enriquecida diversidad una oportunidad para el desarrollo humano, la atacan como «fragmentación» y «balcanización» y la atribuyen al despertado «egoísmo» de las minorías. Esta trivial explicación no hace sino sustituir la causa por el efecto. Pues el creciente activismo de las minorías no es el resultado de un súbito acceso de egoísmo; es, entre otras cosas, reflejo de las necesidades de un nuevo sistema de producción que exige, para su existencia misma, una sociedad mucho más variada, colorista, abierta y diversa que ninguna de cuantas hayamos conocido jamás.
Las implicaciones de este hecho son enormes. Significa, por ejemplo, que cuando los rusos intentan suprimir la nueva diversidad o sofocar el pluralismo político que le acompaña, lo que hacen en realidad es —por utilizar su propia jerga— «encadenar los medios de producción», reducir el ritmo de la transformación económica y tecnológica de la sociedad. Y en el mundo no comunista, nosotros nos enfrentamos a la misma opción: podemos oponer resistencia al avance hacia la diversidad, en el último y numantino intento de salvar nuestras instituciones políticas de la segunda ola, o podemos reconocer la diversidad y cambiar, en consecuencia, esas instituciones.
La primera estrategia sólo puede ser llevada a la práctica por medios totalitarios, y su resultado es un estancamiento económico y cultural; la segunda conduce a la evolución social y a una democracia del siglo XXI basada en la minoría.
Para reconstituir la democracia en términos de la tercera ola, necesitamos desechar la aterradora, pero falsa, suposición de que un incremento de diversidad origina automáticamente un aumento de tensión y nuevos conflictos en la sociedad. De hecho, puede ocurrir exactamente lo contrario. El conflicto en la sociedad no sólo es necesario, sino también, dentro de ciertos límites, deseable. Pero si cien hombres desean desesperadamente todos el mismo anillo, pueden verse obligados a luchar por él. Por el contrario, si cada uno de los cien hombres tienen un objetivo distinto, les es mucho más provechoso negociar, cooperar y formar relaciones simbióticas. Supuestas unas adecuadas organizaciones sociales, la diversidad puede dar lugar a una civilización segura y estable.
Es la falta actual de instituciones políticas apropiadas lo que agudiza innecesariamente el conflicto entre minorías hasta el borde de la violencia. Es la falta de tales instituciones lo que hace intransigentes a las minorías. Es la ausencia de tales instituciones lo que hace que sea cada vez más difícil encontrar la mayoría.
La solución a estos problemas no es sofocar la discrepancia o acusar de egoísmo a las minorías (como si no lo fuesen también las élites y sus expertos). La solución radica en imaginativas y nuevas medidas para acomodar y legitimar la diversidad… nuevas instituciones que sean sensibles a las rápidamente mudables necesidades de minorías cambiantes y cada vez más numerosas.
La aparición de una sociedad desmasificada hace salir a la superficie profundas y turbadoras cuestiones sobre el futuro del gobierno de la mayoría y de todo el sistema mecánico de votar para expresar preferencias. Puede que algún día los futuros historiadores consideren la votación y la búsqueda de mayoría como un arcaico ritual practicado por primitivos en el terreno de las comunicaciones. Pero hoy, en un mundo peligroso, no podemos permitirnos delegar un poder total en nadie, no podemos renunciar ni a la débil influencia popular que existe bajo los sistemas mayoritarios, y no podemos tolerar que minúsculas minorías tomen vastas decisiones que tiranicen a todas las demás minorías.
Por eso es por lo que debemos revisar drásticamente los toscos métodos de la segunda ola mediante los cuales buscamos la engañosa mayoría. Necesitamos nuevos procedimientos diseñados para una democracia de minorías, métodos cuya finalidad es revelar diferencias, más que encubrirlas con mayorías forzadas o ficticias basadas en la votación excluyente, la sofística cuadriculación de los problemas, o manipulados procedimientos electorales. Necesitamos, en suma, modernizar todo el sistema para fortalecer el papel de las diversas minorías, permitiéndolas, no obstante, formar mayorías.
Pero hacerlo así requerirá cambios radicales en muchas de nuestras estructuras políticas, empezando por el símbolo mismo de la democracia: la urna electoral.
En las sociedades de la segunda ola, el votar para determinar la voluntad popular constituyó una importante fuente de realimentación para las élites gobernantes. Cuando, por una u otra razón, las condiciones se hacían intolerables para la mayoría, y el 51% de los votantes registraba su malestar, las élites podían cambiar los partidos, variar la política o realizar cualquier otro ajuste.
Pero, aun en la sociedad de masas de ayer, el principio del 51% era un instrumento decididamente tosco, puramente cuantitativo. El votar para determinar la mayoría no nos dice nada sobre la calidad de las opiniones de la gente. Puede decirnos cuántas personas, en un momento dado, desean X, pero no cuan ardientemente lo desean. Sobre todo, no nos indica nada sobre lo que estarían dispuestas a cambiar por X… información crucial en una sociedad compuesta por muchas minorías.
Y tampoco nos indica cuándo una minoría se siente tan amenazada, o concede tal importancia vital a una determinada cuestión, que sus opiniones deben ser objeto de una valoración más intensa que lo habitual.
En una sociedad de masas, estos conocidos defectos del gobierno de la mayoría eran tolerados porque, entre otras cosas, la generalidad de las minorías carecían de poder estratégico para romper el sistema. Esto ya no ocurre en la sociedad finamente reticulada de hoy, en la que todos somos miembros de grupos minoritarios.
Para una sociedad desmasificada de la tercera ola, los sistemas de realimentación del pasado industrial resultan demasiado toscos. Por eso, tendremos que utilizar las votaciones, y las encuestas, de una forma radicalmente nueva.
En vez de buscar sencillos votos afirmativos o negativos, necesitamos identificar potenciales variaciones con preguntas como: «Si abandono mi postura sobre el aborto, ¿abandonará usted la suya sobre los gastos militares o la energía nuclear?», o «Si admito un pequeño recargo adicional en mi impuesto sobre la renta del año que viene, a fin de que su importe sea destinado a financiar su proyecto, ¿qué ofrecerá usted a cambio?».
En el mundo en que nos estamos adentrando, con sus ricas tecnologías de comunicaciones, hay muchas formas para que la gente manifieste tales opiniones sin poner jamás los pies en un colegio electoral. Y, como veremos en su momento, hay también formas de introducir esto en el proceso de toma de decisiones.
Podemos también purificar nuestras leyes electorales para eliminar orientaciones antiminoritarias. Hay muchas maneras de hacerlo. Un método totalmente convencional sería adoptar alguna variante de votación cumulativa, como hacen actualmente muchas corporaciones para proteger los derechos de los accionistas minoritarios. Tales métodos permiten a los votantes indicar no sólo sus preferencias, sino también la intensidad y el orden de preferencia de sus opciones.
Ciertamente, habremos de prescindir de nuestras anticuadas estructuras de partido, diseñadas para un mundo en lento cambio de movimientos masivos y comercialización en masa, e inventar partidos modulares temporales que sirvan a las cambiantes configuraciones de las minorías… partidos de quitaipón del futuro.
Puede que necesitemos nombrar «diplomáticos» o «embajadores» cuya misión sea mediar no ya entre países, sino entre minorías dentro de cada país. Puede que necesitemos crear instituciones cuasipolíticas para ayudar a las minorías —sean profesionales, étnicas, sexuales, regionales, recreativas o religiosas— a formar y romper alianzas con mayor facilidad y rapidez.
Por ejemplo, puede que necesitemos proporcionar palenques en los que diferentes minorías, sobre una base rotatoria o, quizá, puramente aleatoria, se reúnan para tratar problemas, negociar acuerdos y resolver disputas. Si se reuniese a médicos, motociclistas, programadores de ordenadores electrónicos, adventistas del séptimo día y Panteras Grises, con ayuda de moderadores adiestrados en clarificar problemas, establecer prioridades y resolver disputas, podrían formarse sorprendentes y constructivas alianzas.
Como mínimo, se podrían exponer las diferencias y explorar las bases para una negociación política. Tales medidas no eliminarán (ni deben eliminar) todo conflicto. Pero pueden elevar la lucha social y política a un nivel más inteligente y potencialmente constructivo… en especial si se hallan conectadas con una fijación de objetivos a largo plazo.
En la actualidad, la misma complejidad de los problemas suministra intrínsecamente una mayor variedad de puntos negociables. Pero el sistema político no está estructurado para sacar partido de esto. Alianzas y acuerdos potenciales pasan inadvertidos… elevando, así, innecesariamente las tensiones entre grupos, al tiempo que fuerzan y sobrecargan las instituciones políticas existentes.
Por último, puede que necesitemos facultar a las minorías para la regulación de sus propios asuntos y alentarlas a formular objetivos a largo plazo. Por ejemplo, podríamos ayudar a las personas de un barrio concreto, de una subcultura bien definida o de un grupo étnico, a establecer sus propios tribunales juveniles bajo la supervisión del Estado, con el fin de poder disciplinar a sus propios jóvenes sin depender de que lo haga por ellos el Estado. Tales instituciones construirían comunidad e identidad, y contribuirían al establecimiento de la ley y el orden, al tiempo que aliviarían de innecesario trabajo a las sobrecargadas instituciones oficiales.
Sin embargo, puede que nos resulte necesario ir mucho más allá de esas medidas reformistas. Para fortalecer la representación de las minorías en un sistema político creado para una sociedad desmasificada, puede que tengamos que acabar eligiendo al menos a algunos de nuestros funcionarios en la forma más antigua de todas: echando a suertes. Así, algunas personas han sugerido con toda seriedad que la elección de los miembros de la legislatura o el Parlamento del futuro se haga de la misma forma con que hoy elegimos a los miembros de los jurados o de los Ejércitos.
Theodore Becker, profesor de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Hawai, pregunta: «¿Por qué es tan importante que puedan tomar decisiones de vida o muerte las personas que forman parte de… jurados, mientras que las decisiones sobre cuánto dinero debe gastarse en centros de asistencia a la infancia o en cuestiones militares quedan reservadas a sus “representantes"»?
Afirmando que la organización política existente perjudica sistemáticamente a las minorías, Becker, una autoridad en materia constitucional, nos recuerda que, mientras que los no blancos forman aproximadamente el 20% de la población americana, en 1976 ocupaban sólo el 4% de los escaños de la Cámara de Representantes, y sólo el 1% de los del Senado. Las mujeres, que componen más del 50% de la población, ocupaban sólo el 4% de los escaños de la Cámara de Representantes… y ninguno en el Senado. Los pobres, los jóvenes, los inteligentes, pero carentes de instrucción, y otros muchos grupos, se hallan en similar situación de desventaja. Y esto no es sólo en los Estados Unidos. En el Bundestag, sólo el 7% de los escaños están ocupados por mujeres, y tendencias similares se observan también en muchos otros Gobiernos. Semejantes distorsiones no pueden por menos de embotar la sensibilidad del sistema hacia las necesidades de los grupos infrarrepresentados.
Dice Becker: «Entre el 57% de los miembros del Congreso americano deberían ser elegidos al azar entre ciudadanos americanos, del mismo modo que son obligatoriamente alistados en el servicio militar cuando se considera necesario». Por sorprendente que la sugerencia pueda parecer al principio, nos obliga a reflexionar seriamente sobre si unos representantes elegidos al azar lo harían (o podrían hacerlo) peor que los elegidos por medio de los métodos actuales.
Si dejamos volar por un momento la imaginación, podemos encontrar muchas otras y sorprendentes alternativas. De hecho, disponemos ahora de las técnicas necesarias para elegir muestras mucho más representativas que cuantas realizaron jamás el sistema de jurados o el alistamiento, con sus exclusiones preferenciales. Podemos construir un Congreso o Parlamento del futuro más innovativo aún… y, paradójicamente, hacerlo con más respeto a la tradición.
No tenemos que escoger al azar un grupo de personas y expedirlas a Washington, Londres, Bonn, París o Moscú. Podríamos si asilo decidiéramos, conservar a nuestros representantes elegidos, permitiéndoles, sin embargo, depositar sólo el 50% de los votos sobre cualquier cuestión y reservando el otro 50% de los votos a una muestra de personas tomada al azar entre el público.
Mediante el empleo de computadores, telecomunicaciones avanzadas y métodos de encuesta, resulta sencillo no sólo seleccionar una muestra del público, sino también mantener esa muestra actualizada y suministrarle una información puntual sobre las cuestiones a tratar. Cuando se necesitara una ley, todo el conjunto de representantes elegidos tradicionalmente, reunidos a la manera tradicional, bajo la cúpula del Capitolio, o en Westminster, o en la Bundeshaus, o en el edificio de la Dieta, podrían deliberar y discutir, enmendar y estructurar la legislación.
Pero cuando llegara el momento de la decisión, los representantes elegidos depositarían sólo el 50% de los votos, mientras que la muestra de personas elegidas al azar —que no estarían en la capital, sino que se encontrarían geográficamente dispersas en sus propios hogares o despachos— depositarían electrónicamente el 50% restante. Tal sistema no se limitaría a proporcionar un proceso más representativo que lo que ningún Gobierno «representativo» ha proporcionado jamás, sino que asestaría un golpe demoledor a los grupos de intereses especiales y grupos de presión que infestan los pasillos de la mayor parte de los Parlamentos. Esos grupos tendrían que tratar con la gente, no sólo con unos cuantos funcionarios elegidos.
Yendo más lejos aún, podría concebirse que los votantes de un distrito eligieran no a un solo individuo como su «representante», sino, de hecho, a una muestra de la población seleccionada al azar. Esta muestra podría «servir en el Congreso» —como si fuese una persona— directamente, con sus opiniones computadas estadísticamente en votos. O podría, a su vez, elegir a un solo individuo para que la representase, instruyéndole sobre cómo debía votar. O… Las permutaciones que permiten las nuevas tecnologías de telecomunicación son infinitas y extraordinarias. Una vez que comprendemos que nuestras actuales instituciones políticas y constituciones se han quedado anticuadas y empezamos a buscar alternativas, se abren súbitamente ante nosotros toda clase de sorprendentes opciones políticas que nunca antes habían sido posibles. Si hemos de gobernar sociedades que caminan aceleradamente hacia el siglo XXI, deberíamos, por lo menos, considerar las tecnologías y las herramientas conceptuales que el siglo XX ha puesto a nuestra disposición.
Pero lo que aquí importa no son estas sugerencias concretas. Trabajando juntos en ello, podemos, sin duda, encontrar ideas mejores, más fáciles de llevar a la práctica, menos drásticas en su formulación. Lo importante es la dirección general que decidamos seguir. Podemos lanzarnos a una batalla, de antemano perdida, por suprimir o sofocar las germinantes minorías de hoy, o podemos reconstituir nuestros sistemas políticos a fin de acomodarlos a la nueva diversidad. Podemos continuar utilizando las toscas herramientas de los sistemas políticos de la segunda ola, o bien diseñar sensitivas y nuevas herramientas para una democracia del mañana basada en las minorías.
A medida que la tercera ola desmasifica a la vieja sociedad de masas de la segunda ola, sus presiones —estoy convencido de ello— impondrán esa opción. Pues si la política fue «premayoritaria» durante la primera ola, y «mayoritaria» durante la segunda, lo probable es que mañana sea «minimayoritaria», una fusión del gobierno de la mayoría con el poder de la minoría.
La segunda piedra angular de los sistemas políticos del mañana debe ser el principio de «democracia semidirecta»… un cambio de depender de los representantes a representarnos a nosotros mismos. La mezcla de ambas cosas es la democracia semidirecta.
Como hemos visto, el colapso del consenso subvierte el concepto mismo de representación. Sin un acuerdo entre los votantes, ¿a quién «representa» realmente el representante? Al mismo tiempo, los legisladores han ido apoyándose cada vez más en su personal de expertos y asesores para la elaboración de las leyes. Los parlamentarios británicos se encuentran en una notoria posición de debilidad ante la burocracia de Whitehall, porque carecen del adecuado apoyo técnico, con lo cual se desplaza una mayor cantidad de poder desde el Parlamento hacia el funcionariado elegido.
El Congreso de los Estados Unidos, en un esfuerzo por contrarrestar la influencia de la burocracia ejecutiva, ha creado su propia burocracia… una Oficina de Presupuestos del Congreso, una Oficina de Valoración de la Tecnología y otras dependencias y organismos necesarios. Así, el personal al servicio del Congreso se ha elevado de 10.700 a 18.400 durante la última década. Pero esto no ha hecho sino transferir intramuros el problema extramuros. Nuestros representantes elegidos saben cada vez menos acerca de las innumerables medidas sobre la que deben decidir y se ven obligados a confiar cada vez más en el criterio de otros. El representante ya no se representa ni a sí mismo.
Más fundamentalmente, los Parlamentos, Congresos o Asambleas eran lugares en los que, teóricamente, podían conciliarse las pretensiones de minorías rivales. Sus «representantes» podían negociar por ellos. Con las anticuadas y romas herramientas políticas de hoy, ningún legislador puede ni siquiera seguir la pista a los numerosos grupúsculos que nominalmente representa, y mucho menos negociar efectivamente en su nombre. Y cuanto más sobrecargados van quedando el Congreso americano, o el Bundestag alemán, o el Storting noruego, más empeora la situación.
Esto ayuda a explicar por qué se vuelven intransigentes grupos de presión política centrados en un solo tema. Viendo las limitadas oportunidades que existen para una sofisticada negociación o la reconciliación a través del Congreso o las legislaturas, sus exigencias al sistema se vuelven innegociables. La teoría del Gobierno representativo como intermediario final cae también por tierra.
La quiebra de la negociación, el atasco decisional, la cada vez más grave parálisis de las instituciones representativas significa, a la larga, que muchas de las decisiones que ahora son tomadas por pequeños números de seudorrepresentantes pueden tener que ir siendo gradualmente desplazados nuevamente hacia el propio electorado. Si nuestros intermediarios elegidos no pueden concluir acuerdos en nuestro nombre, tendremos que hacerlo nosotros mismos. Si las leyes que hacen son cada vez más ajenas o insensibles a nuestras necesidades, tendremos que hacerlas nosotros. Mas para esto necesitaremos también nuevas instituciones y nuevas ideologías.
Los revolucionarios de la segunda ola que inventaron las actuales instituciones básicas del equipaje representativo conocían perfectamente las posibilidades de la democracia directa frente a las de la democracia representativa. En la constitución revolucionaria francesa de 1793 había huellas de democracia directa. Los revolucionarios americanos conocían todo lo referente a los Ayuntamientos de Nueva Inglaterra y a la formación de un consenso orgánico en pequeña escala. Más tarde, en Europa, Marx y sus seguidores invocaban frecuentemente la Comuna de París como modelo de participación ciudadana en la elaboración y ejecución de las leyes. Pero los defectos y limitaciones de la democracia directa eran también conocidos y, a la sazón, más persuasivos.
«En The Federalist se adujeron dos objeciones a tal innovación —escriben McCauley, Rood y Johnson, autores de una propuesta para un Plebiscito Nacional en los Estados Unidos—. En primer lugar, la democracia directa no preveía ningún control ni aplazamiento sobre reacciones temporales y emocionales del público. Y, en segundo, las comunicaciones de la época no podían utilizar la mecánica».
Son problemas legítimos. ¿Cómo habría votado, por ejemplo, a mediados de los años sesenta, un frustrado e inflamado público americano sobre si lanzar o no la bomba nuclear sobre Hanoi? ¿O un público germanooccidental, furioso contra los terroristas de la Baader-Meinhof, sobre una propuesta de crear campos de concentración para «simpatizantes»? ¿Y si los canadienses hubieran celebrado un plebiscito sobre Quebec la semana siguiente a haber subido Rene Lévesque al poder? Se presume que los representantes elegidos son menos emocionales y más reflexivos que el público.
Pero el problema de una reacción excesivamente emocional del público puede resolverse de varías maneras, tales como exigir una período de enfriamiento o una segunda votación antes de llevar a la práctica decisiones importantes adoptadas mediante referéndum u otras formas de democracia directa.
Una imaginativa solución es la sugerida por un programa desarrollado por los suecos a mediados de los años setenta, cuando el Gobierno convocó al pueblo a participar en la formulación de una política energética nacional. Comprendiendo que la mayoría de los ciudadanos carecían de adecuados conocimientos técnicos sobre las diversas opciones energéticas, desde la solar hasta la nuclear o la geotérmica, el Gobierno creó un curso de diez horas sobre energía e invitó a todos los suecos a que se inscribieran en él, o en otro equivalente, para hacer recomendaciones formales al Gobierno.
Simultáneamente, sindicatos, centros de educación de adultos y partidos de todos los sectores del espectro político crearon también sus propios cursos de diez horas. Se esperaba que participarían hasta diez mil suecos. Para sorpresa general, fueron entre setenta y ochenta mil los que acudieron a las discusiones organizadas en hogares y centros comunitarios… el equivalente (a escala americana) de unos dos millones de ciudadanos tratando de reflexionar juntos sobre un problema nacional. Sistemas similares podrían emplearse fácilmente para obviar las objeciones al «superemocionalismo» en los referendums u otras formas de democracia directa.
La otra objeción también puede resolverse. Pues las antiguas limitaciones en el campo de las comunicaciones no se interponen ya en el camino de una ampliada democracia directa. Espectaculares avances realizados en la tecnología de las comunicaciones abren, por primera vez, un extraordinario despliegue de posibilidades para la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas.
No hace mucho tiempo, tuve el placer de pronunciar el discurso de presentación de un acontecimiento histórico —el primer «Ayuntamiento electrónico» del mundo— por el sistema de televisión por cable Qube de Columbus (Ohio). Utilizando este sistema interactivo de comunicaciones, los habitantes de un pequeño suburbio de Ohio participaban realmente, por medio de la electrónica, en una reunión política de su comisión local de planificación. Oprimiendo un botón en su sala de estar, podían votar instantáneamente sobre propuestas relativas a cuestiones prácticas tales como establecimiento de distritos, códigos de vivienda y construcción de carreteras. Podían no sólo votar sí o no, sino también participar en la discusión y hablar realmente en ella. Podían incluso, oprimiendo un botón, decir al presidente cuándo debían pasar al punto siguiente del orden del día.
Esto es sólo la primera y más primitiva indicación del potencial del mañana para la democracia directa. Utilizando computadores avanzados, satélites, teléfonos, televisión por cable y otros medios, una ciudadanía instruida puede, por primera vez en la Historia, empezar a tomar muchas de sus propias decisiones políticas.
La cuestión no está planteada en términos disyuntivos. No se trata de democracia directa frente a democracia indirecta, de intervención personal frente a representación por otros.
Pues ambos sistemas tienen ventajas y existen formas altamente creadoras, pero infrautilizadas, de combinar la participación directa de los ciudadanos con la «representación» en un nuevo sistema de democracia semidirecta.
Por ejemplo, podríamos decidir celebrar un referéndum sobre una cuestión polémica como el desarrollo nuclear, tal como han hecho ya California y Austria. Pero en vez de dejar la decisión final a los votantes, podríamos hacer que un organismo representativo —el Congreso, por ejemplo— debatiese y decidiese, finalmente, la cuestión.
Así, si el pueblo votaba en favor de la energía nuclear, se podría entregar un cierto y predeterminado «paquete» de votos a los miembros del Congreso partidarios de la energía nuclear. Estos, en virtud de la respuesta pública, podrían recibir una «ventaja» automática de entre el 10 y el 25% en el propio Congreso, según la fuerza del voto favorable en el plebiscito. De este modo no se da un cumplimiento puramente automático a los deseos de los ciudadanos, pero se atribuye a esos deseos un cierto peso específico. Se trata de una variación del Plebiscito Nacional antes mencionado.
Se pueden inventar muchas otras medidas imaginativas para combinar la democracia directa y la indirecta. En la actualidad, los miembros del Congreso y de la mayoría de los parlamentos y legislaturas crean sus propios comités. No hay medio alguno de que los ciudadanos fuercen a los legisladores a crear un comité que trate sobre alguna cuestión olvidada o altamente polémica. Pero, ¿por qué no podría facultarse directamente a los votantes a obligar a un cuerpo legislativo a crear comités sobre cuestiones que el público —no los legisladores —considerase importante?
Presento estas «fantásticas» propuestas no porque esté firmemente a favor de ellas, sino, simplemente, para poner de relieve una cuestión más general: Existen poderosos medios de abrir y democratizar un sistema que se halla próximo a desmoronarse y en el que pocos, si es que hay alguno, se sienten adecuadamente representados. Pero debemos empezar a pensar fuera de los trillados caminos de los últimos trescientos años. No podemos ya resolver nuestros problemas con las ideologías, los modelos o las estructuras residuales del pasado de la segunda ola.
Preñadas de inciertas implicaciones, estas nuevas propuestas exigen una cuidadosa experimentación local antes de que intentemos aplicarlas en gran escala. Pero, con independencia de lo que sintamos acerca de ésta o aquella sugerencia, las viejas objeciones a la democracia directa se van haciendo más débiles precisamente en el momento en que se tornan más fuertes las objeciones a la democracia representativa. Por peligrosa e incluso grotesca que pueda parecer a algunos, la democracia semidirecta es un principio moderado que puede ayudarnos a crear nuevas y viables instituciones para el futuro.
Abrir el sistema a un mayor poder de las minorías y permitir a los ciudadanos desempeñar un papel más directo en su propio gobierno son cosas necesarias, pero nos llevan a recorrer sólo una parte del camino. El tercer principio vital para la política del mañana tiende a deshacer el atasco decisional y situar las decisiones allá donde deben estar. Esto, y no simplemente el cambio de líderes, es el antídoto a la parálisis política. Yo lo llamo «distribución de decisiones».
Algunos problemas no pueden ser resueltos a nivel local. Otros no pueden ser resueltos a nivel nacional. Algunos requieren acción simultánea en varios niveles distintos. Además, el lugar adecuado para resolver un problema no se mantiene fijo. Cambia con el tiempo.
Para remediar el atasco decisional de hoy, consecuencia de la sobrecarga institucional, necesitamos repartir las decisiones y distribuirlas más ampliamente, variando el lugar de toma de decisiones según lo exijan los problemas.
La organización política actual viola totalmente este principio. Los problemas se han desplazado, pero el poder decisional no. Así, demasiadas decisiones continúan aún concentradas, y la arquitectura institucional es sumamente complicada en el plano nacional. Por el contrario, no se toman las suficientes decisiones en el plano transnacional, y las estructuras que en él se necesitan están radicalmente subdesarrolladas. Además, se reservan muy pocas decisiones para el nivel subnacional… regiones, Estados, provincias y ciudades o agrupaciones sociales no geográficas.
Como hemos visto, muchos de los problemas con los que contienden los Gobiernos nacionales están fuera de su capacidad de resolución… su magnitud es demasiado grande para cualquier Gobierno concreto. Por tanto, necesitamos desesperadamente inventar nuevas e imaginativas instituciones en el plano transnacional, al que pueden transferirse muchas decisiones. Por ejemplo, no podemos esperar enfrentarnos con el amplísimo poder de la corporación transnacional — un rival de la nación-Estado— por medio de una legislación estrictamente nacional. Necesitamos medidas transnacionales para establecer, y si es necesario imponer, códigos de conducta de las corporaciones a nivel mundial.
Tomemos el caso de la corrupción. Las corporaciones americanas que venden sus productos en el extranjero se ven gravemente perjudicadas por las leyes antisoborno americanas, porque otros Gobiernos permiten —de hecho, incitan— a sus fabricantes a sobornar a los clientes extranjeros. Similarmente, las Compañías multinacionales que observan una responsable política en relación con el medio ambiente seguirán enfrentándose con la competencia desleal de empresas que prescinden de ella, mientras no exista una adecuada infraestructura a nivel transnacional.
Necesitamos reservas alimenticias transnacionales y organizaciones de ayuda en situaciones de calamidad pública. Necesitamos agencias mundiales que den la alarma sobre la inminencia de malas cosechas, que moderen las oscilaciones en los precios de los recursos fundamentales y controlen la desbocada expansión del tráfico de armas. Necesitamos consorcios y agrupaciones de organizaciones no gubernamentales que aborden diversos problemas de ámbito mundial.
Necesitamos agencias mucho mejores para regular los cambios de divisas. Necesitamos alternativas —o completas transformaciones— al Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el COMECON, la OTAN y otras instituciones semejantes. Tendremos que inventar nuevos organismos que aumenten los beneficios y limiten los efectos secundarios nocivos de la tecnología. Debemos acelerar la creación de poderosas agencias transnacionales para el control del espacio exterior y de los océanos. Tendremos que revisar totalmente las osificadas y burocráticas Naciones Unidas.
A nivel transnacional somos tan políticamente primitivos y subdesarrollados en la actualidad como lo éramos a nivel nacional cuando empezó la revolución industrial, hace trescientos años. Transfiriendo algunas decisiones «hacia arriba» desde la nación-Estado, no sólo adquirimos la posibilidad de actuar eficazmente en el plano en que radican muchos de nuestros más explosivos problemas, sino que, al mismo tiempo, reducimos la excesiva carga decisional que pesa sobre el ya sobrecargado centro, la nación-Estado. La distribución de las decisiones es esencial.
Pero elevar las decisiones a lo largo de la escala es sólo la mitad de la tarea. También es evidentemente necesario hacer descender hacia el centro una gran cantidad del conjunto de decisiones.
Tampoco aquí se plantea la cuestión en términos disyuntivos. No se trata de descentralización frente a centralización en un sentido absoluto. La cuestión es la reasignación racional del proceso de toma de decisiones en un sistema que ha hecho excesivo hincapié en la centralización, hasta el punto de que las corrientes de nueva información están sumergiendo y paralizando a los que han de adoptar las decisiones.
La descentralización política no es ninguna garantía de democracia… es perfectamente posible la existencia de tiranías locales. Con frecuencia, la política local está más corrompida aún que la política nacional. Además, muchas cosas que pasan por descentralización —la reorganización gubernamental de Nixon, por ejemplo— no son sino una especie de seudodescentralización para beneficio de los centralizadores.
No obstante, con todas estas reservas, no es posible dar nuevamente orden, sentido y «eficiencia» empresarial a muchos Gobiernos, sin una sustancial delegación de poder central. Necesitamos repartir la carga decisional y desplazar hacia abajo una parte importante de ella.
Y esto no porque románticos anarquistas quieran hacernos volver a la «democracia de aldea» ni porque irritados y opulentos contribuyentes quieran reducir los servicios de asistencia social a los pobres. La razón es que cualquier estructura política —incluso con baterías de computadores IBM 370— sólo puede manejar un determinado volumen de información, sólo puede producir una cierta cantidad y calidad de decisiones, y que la implosión decisional ha empujado ya a los gobiernos más allá de este punto de ruptura.
Además, las instituciones de gobierno deben guardar correlación con la estructura de la economía, el sistema de información y otras características de la civilización. Hoy, estamos presenciando una descentralización fundamental, poco advertida por los economistas convencionales, de la producción y la actividad económica. De hecho, muy bien puede ocurrir que la unidad básica no sea ya la economía nacional.
Lo que estamos viendo, como he puesto ya de manifiesto, es la emergencia de grandes subeconomías regionales, cada vez más coherentes, dentro de cada economía nacional. Estas subeconomías van diferenciándose cada vez más una de otra, con problemas acusadamente divergentes. Una puede hallarse afectada por el paro; otra, por escasez de mano de obra. En Bélgica, Valonia protesta del desplazamiento de la industria a Flandes; los Estados de las Montañas Rocosas se niegan a convertirse en «colonias energéticas» de la Costa Oeste.
Políticas económicas uniformes acuñadas en Washington, París o Bonn ejercen impactos radicalmente diferentes sobre estas subeconomías. La misma política nacional que ayuda a una región o industria perjudica crecientemente a otras. Por esta razón, gran parte de la actividad política económica debe ser desnacionalizada y descentralizada.
En el plano de las grandes empresas, no sólo vemos esfuerzos de descentralización interna (es el caso de una reciente reunión de 280 altos ejecutivos de la «General Motors» que se pasaron dos días hablando sobre cómo romper los moldes burocráticos y desplazar del centro las decisiones), sino también una efectiva descentralización geográfica. Business Week informa de «un desplazamiento geográfico de la economía de los Estados Unidos, a medida que van siendo más las compañías que construyen instalaciones o establecen oficinas en partes del país menos fácilmente accesibles».
Todo esto refleja, en parte, un gigantesco desplazamiento de las corrientes de información en la sociedad. Como hemos visto antes, estamos experimentando una fundamental descentralización de las comunicaciones, a medida que se desvanece el poder de las redes centrales. Estamos presenciando una asombrosa proliferación de sistemas de televisión por cable, cassettes computadores y organización de correo electrónico privado, todos los cuales apuntan en la misma dirección descentralizadora. No puede una sociedad descentralizar la actividad económica, las comunicaciones y muchos otros procesos cruciales sin verse obligada también, tarde o temprano, a descentralizar igualmente el proceso de toma de decisiones en el plano político.
Todo esto exige algo más que meros cambios cosméticos en las instituciones políticas existentes. Implica masivas batallas por el control de los presupuestos, los impuestos, la tierra, la energía y otros recursos. La distribución de las decisiones no llegará fácilmente, pero es absolutamente inevitable en uno tras otro de los países supercentralizados.
Hemos considerado hasta ahora la distribución decisional como medio para romper el atasco, para descongelar el sistema político de modo que pueda volver a funcionar. Pero hay algo más. Pues la aplicación de este principio no se limita a reducir la carga decisional que pesa sobre los Gobiernos. De una manera fundamental, modifica la estructura misma de las élites, adecuándolas a las necesidades de la civilización emergente.
El concepto de «carga decisional» es crucial para cualquier comprensión de la democracia. Todas las sociedades necesitan una cierta cantidad y calidad de decisiones políticas para funcionar. De hecho, cada sociedad tiene su propia y singular estructura decisional. Cuanto más numerosas, variadas, frecuentes y complejas sean las decisiones requeridas para gobernarla, más pesada es la «carga decisional». Y la forma en que se reparte esa carga influye fundamentalmente sobre el nivel de democracia en la sociedad.
En las sociedades preindustriales, donde la división del trabajo era rudimentaria y el cambio escaso, el número de decisiones políticas o administrativas necesarias para mantener las cosas en funcionamiento era mínimo. La carga decisional era pequeña. Una diminuta élite gobernante, semieducada y no especializada, podría dirigir más o menos las cosas, sin ayuda procedente desde abajo, soportando por sí sola toda la carga decisional.
Lo que ahora llamamos democracia surgió sólo cuando la carga decisional rebasó súbitamente la capacidad de la vieja élite para manejarla. La llegada de la segunda ola, trayendo consigo una expansión del tráfico comercial, una mayor división del trabajo y el salto aun nivel completamente nuevo de complejidad en la sociedad, causó en su tiempo la misma clase de implosión decisional que la tercera ola está causando hoy.
Como consecuencia, la capacidad decisional de los viejos grupos gobernantes se vio desbordada, y fue preciso reclutar nuevas élites y subélites para enfrentarse a la carga decisional. Hubo que crear nuevas y revolucionarias instituciones políticas dirigidas a ese fin.
Al irse desarrollando la sociedad, tornándose aún más compleja, sus élites integrantes, los «técnicos del poder», fueron viéndose, a su vez, continuamente obligados a reclutar nueva savia para que les ayudase a soportar la creciente carga decisional. Fue este invisible pero inexorable proceso lo que fue atrayendo progresivamente a la clase media al ruedo político. Fue esta ampliada necesidad de toma de decisiones lo que condujo a un progresivo ensanchamiento de la participación y creó más huecos que debían ser llenados desde abajo.
Muchas de las más encarnizadas batallas políticas libradas en países de la segunda ola —la lucha de los negros americanos por su integración, de los sindicalistas británicos por una igualdad de oportunidades en el campo de la educación, de las mujeres por sus derechos políticos, la oculta lucha de clases en Polonia o la Unión Soviética— se referían a la distribución de estas nuevas ranuras en las estructuras de las élites.
En un momento dado, sin embargo, había un límite concreto para las personas que podían ser absorbidas en las élites gobernantes. Y ese límite se veía esencialmente fijado por las dimensiones de la carga decisional.
Pese a las pretensiones meritocráticas de la sociedad de la segunda ola, por tanto, subpoblaciones enteras se vieron relegadas sobre bases racistas, sexistas u otras similares. Periódicamente, siempre que la sociedad pasaba a un nuevo nivel de complejidad y aumentaba la carga decisional, los grupos excluidos, percibiendo las nuevas oportunidades, intensificaban sus demandas de igualdad de derechos, las élites abrían un poco más las puertas y la sociedad experimentaba lo que parecía una oleada de mayor democratización.
Si esta imagen es nada más que aproximadamente correcta, ello nos indica que la extensión de la democracia depende menos de la cultura, menos de la clase marxista, menos del valor en el campo de batalla, menos de la retórica, menos de la voluntad política, que de la carga decisional existente en una sociedad dada. Una carga pesada deberá finalmente ser compartida mediante una más amplia participación democrática. Por lo tanto, mientras la carga decisional del sistema social aumenta, la democracia se conviene, no en materia de elección, sino de necesidad evolutiva. El sistema no puede funcionar sin ella.
Lo que todo esto sugiere, además, es que podemos muy bien estar al borde de otro gran salto democrático hacia delante. Pues la misma implosión del proceso decisional que ahora agobia a nuestros presidentes, primeros ministros y Gobiernos, abre —por primera vez desde la revolución industrial— excitantes perspectivas para una radical expansión de la participación política.
La necesidad de nuevas instituciones políticas encuentra su exacto paralelismo en nuestra necesidad de nuevas instituciones familiares, educativas y empresariales. Está íntimamente conectada con nuestra búsqueda de una nueva base energética, nuevas tecnologías y nuevas industrias. Refleja la revolución operada en el campo de las comunicaciones y la necesidad de reestructurar las relaciones con el mundo no industrial. En suma, es el reflejo político de los acelerados cambios que se suceden en todas estas esferas diferentes.
Sin percibir estas conexiones es imposible extraer algún sentido de los titulares que nos rodean. Pues el conflicto político actual más importante no es ya el existente entre ricos y pobres, entre grupos étnicos dominantes y dominados, ni aun entre capitalistas y comunistas. La lucha decisiva es hoy la trabada entre los que tratan de apuntalar y preservar la sociedad industrial y los que están dispuestos a avanzar más allá. Esta es la superlucha del mañana.
No desaparecerán otros conflictos, más tradicionales, entre clases, razas e ideologías. Puede incluso —como he sugerido antes— que se tornen más violentos, especialmente si padecemos turbulencias económicas de grandes dimensiones. Pero todos estos conflictos serán absorbidos —y continuarán desarrollándose en su interior— por la superlucha que recorre toda actividad humana, desde el arte y el sexo, hasta el comercio y las elecciones.
Por eso es por lo que encontramos dos guerras políticas librándose simultáneamente a nuestro alrededor. A un nivel vemos los acostumbrados enfrentamientos políticos entre grupos que combaten entre sí para obtener una ganancia inmediata. Sin embargo, a nivel más profundo estos grupos tradicionales de la segunda ola cooperan para oponerse a las nuevas fuerzas políticas de la tercera ola.
Este análisis explica por qué nuestros actuales partidos políticos, tan anticuados en su estructura como en su ideología, semejan borrosas imágenes los unos de los otros. Demócratas y republicanos, así como conservadores y laboristas, cristianodemócratas y gaullistas, liberales y socialistas, comunistas y conservadores, son todos —pese a sus diferencias— partidos de la segunda ola. Todos ellos, aunque pugnando por conquistar el poder, se hallan básicamente empeñados en preservar el agonizante orden industrial.
Dicho de otra manera: el acontecimiento político más importante de nuestro tiempo es la aparición de dos campos básicos: uno, comprometido con la civilización de la segunda ola; otro, comprometido con la de la tercera. Uno permanece tenazmente dedicado a preservar las instituciones centrales de la sociedad de masas industrial: la familia nuclear, el sistema de educación colectiva, la corporación, el sindicato de masas, la nación-Estado centralizada y la política de gobierno seudorrepresentativo. El otro reconoce que los problemas más urgentes de hoy, desde la energía, la guerra y la pobreza hasta la degradación ecológica y la quiebra de las relaciones familiares, no pueden ya resolverse dentro del marco de una civilización industrial.
Las líneas entre estos dos campos no están nítidamente dibujadas aún. Como individuos, la mayoría de nosotros estamos divididos, con un pie en cada uno. Los problemas se aparecen todavía confusos e interconectados uno con otro. Además, cada campo está compuesto por muchos grupos que persiguen la consecución de sus propios intereses, mezquinamente percibidos, sin una visión de amplia perspectiva. Y tampoco tiene ninguna de las dos partes del monopolio de la virtud moral. En ambos bandos se alinean personas decentes. No obstante, las diferencias entre estas dos formaciones políticas subterráneas son enormes.
Típicamente, los defensores de la segunda ola luchan contra el poder de las minorías; desdeñan la democracia directa como «populismo»; se oponen a la descentralización, el regionalismo y la diversidad; combaten los esfuerzos por desmasificar las escuelas; luchan por preservar un atrasado sistema energético; deifican a la familia nuclear, se burlan de las preocupaciones ecológicas, predican el nacionalismo tradicional de la era industrial y se oponen a avanzar hacia un orden económico mundial más justo.
Por el contrario, las fuerzas de la tercera ola se muestran favorables a una democracia de poder compartido de las minorías; están dispuestas a experimentar con una democracia más directa; propugnan el transnacionalismo y una delegación fundamental de poder. Exigen un desmantelamiento de las grandes burocracias. Demandan un sistema energético renovable y menos centralizado. Quieren opciones legítimas a la familia nuclear. Luchan por menos uniformización y más individualización en las escuelas. Conceden alta prioridad a los problemas ambientales. Reconocen la necesidad de reestructurar la economía mundial sobre una base más justa y equilibrada.
Sobre todo, mientras que los defensores de la segunda ola desarrollan el convencional juego político, las gentes de la tercera ola recelan de todos los candidatos y partidos políticos (aun los nuevos) y perciben que las decisiones cruciales para nuestra supervivencia no pueden ser tomadas dentro del actual marco político.
El campo de la segunda ola incluye una gran mayoría de los nominales ostentadores de poder en nuestra sociedad —políticos, hombres de negocios, dirigentes sindicales, educadores, propietarios de los medios de comunicación—, aunque muchos de ellos se sienten turbados por las insuficiencias de la concepción del mundo de la segunda ola. Numéricamente, el campo de la segunda ola acoge todavía, indudablemente, el irreflexivo apoyo de la mayoría de los ciudadanos corrientes, no obstante el pesimismo y la desilusión que rápidamente se están extendiendo por sus filas.
Los defensores de la tercera ola son más difíciles de caracterizar. Unos presiden grandes corporaciones, mientras que otros son enemigos declarados de las mismas. Unos son ambientalistas preocupados; otros se sienten más interesados por las cuestiones de funciones sexuales, vida familiar o desarrollo personal. Unos se centran casi exclusivamente en la puesta en práctica de formas alternativas de energía; otros se sienten principalmente excitados por la promesa democrática de la revolución de las comunicaciones.
Unos son atraídos desde la «derecha» de la segunda ola; otros, de la «izquierda» de la segunda ola… partidarios del mercado libre y libertarios, neosocialistas, feministas, activistas de los derechos civiles y antiguos hippies. Unos son veteranos activistas del movimiento en favor de la paz; otros no han participado en toda su vida en ninguna manifestación en favor de nada. Unos son devotamente religiosos; otros, ateos empedernidos.
Los estudiosos pueden debatir largamente sobre si un grupo aparentemente informe constituye o no una «clase», o si, en tal caso, es la «nueva clase» de trabajadores de la información, intelectuales y técnicos. Sin duda, muchos de los que se encuentran en el campo de la tercera ola son personas de la clase media y con estudios superiores. Sin duda, muchos de ellos participan directamente en la producción y diseminación de información o en los servicios públicos y, forzando el término, se les podría llamar, probablemente, una clase. Pero hacerlo así resulta más oscurecedor que revelador.
Pues entre los grupos básicos que presionan hacia la desmasificación de la sociedad industrial hay minorías étnicas relativamente poco instruidas, muchos de cuyos miembros difícilmente encajan en la imagen del trabajador intelectual.
¿Cómo puede uno caracterizar a las mujeres que pugnan por sustraerse a las limitadoras funciones que les son asignadas en una sociedad de la segunda ola? ¿Cómo, además, describe uno de los millones de personas que, en incesante aumento, participan en los movimientos de autoayuda? ¿Y qué decir de muchos de los «psicológicamente oprimidos» —los millones de víctimas de la epidemia de la soledad, las familias rotas, los padres sin cónyuge, las minorías sexuales— que no encajan en la noción de clase? Tales grupos proceden virtualmente de todas las categorías y ocupaciones de la sociedad, pero son importantes fuentes de fuerza para el movimiento de la tercera ola.
De hecho, incluso el término movimiento puede ser engañoso, en parte porque implica un nivel más elevado de conciencia compartida que lo que hasta el momento existe, y en parte porque las gentes de la tercera ola desconfían, con razón, de los movimientos de masas del pasado.
No obstante, ya constituyan una clase, un movimiento o, simplemente, una variante de individuos y grupos transitorios, todos ellos comparten una radical desilusión respecto a las viejas instituciones, un común reconocimiento de que el viejo sistema ha quebrado ya irremisiblemente.
Por lo tanto, la superlucha entre estas fuerzas de la segunda ola y la tercera traza una línea dentada a través de clase y partido, a través de edad y grupos étnicos, de preferencias sexuales y subculturas. Reorganiza y realinea nuestra vida política. Y, en lugar de una futura sociedad armoniosa, sin clases ni conflictos y no ideológica, apunta hacia crisis cada vez más profundas y agitación social más intensa en el próximo futuro. En muchas naciones se librarán encarnizadas batallas políticas, no sólo sobre quién se beneficiará de lo que queda de la sociedad industrial, sino sobre quién ha de participar en dar forma y, finalmente, controlar, a su sucesora.
Esta superlucha, cada vez más violenta, influirá decisivamente en la política del mañana y en la forma misma de la nueva civilización. En esa superlucha, de forma consciente o inconsciente, cada uno de nosotros desempeña un papel activo. Ese papel puede ser destructor o creador.
Unas generaciones nacen para crear, otras para mantener una civilización. Las generaciones que desencadenaron la segunda ola de cambio histórico se vieron obligadas, por la fuerza de las circunstancias, a ser creadoras. Los Montesquieu, Mili y Madison inventaron la mayor parte de las formas políticas que todavía aceptamos como naturales. Apresados entre dos civilizaciones, su destino era crear.
Hoy, en todas las esferas de la vida social, en nuestras familias, nuestras escuelas, nuestros negocios y nuestras iglesias, en nuestros sistemas energéticos y nuestras comunicaciones, nos enfrentamos a la necesidad de crear nuevas formas de la tercera ola, y millones de personas de muchos países están empezando ya a hacerlo. Sin embargo, en ninguna parte es la obsolencia más avanzada o más peligrosa que en nuestra vida política. Y en ningún terreno encontramos actualmente menos imaginación, menos experimento, menos disposición a considerar un cambio fundamental.
Incluso las personas que son audazmente innovadoras en su propio trabajo —en sus bufetes o sus laboratorios, en sus cocinas, sus aulas o sus empresas — parecen petrificarse ante cualquier sugerencia de que nuestra Constitución o nuestras estructuras políticas están anticuadas y necesitan ser sometidas a una radical revisión. Resulta tan aterradora la perspectiva de un profundo cambio político, con sus riesgos concomitantes, que el statu quo, por surrealista y opresivo que sea, parece, de pronto, el mejor de los mundos posibles.
A la inversa, tenemos en toda sociedad un fleco de seudorrevolucionarios, penetrados en anticuadas presunciones de la segunda ola, para los que ningún cambio propuesto es lo bastante radical. Anarcomarxistas, anarcorrománticos, fanáticos de derecha, guerrilleros de salón y terroristas sinceros sueñan en tecnocracias totalitarias de utopías medievales. Incluso mientras nos adentramos en una nueva zona histórica, ellos alimentan sueños de revolución extraídos de las amarillentas páginas de panfletos políticos del pasado.
Pero lo que nos espera mientras la superlucha se intensifica no es una nueva representación de ningún drama revolucionario anterior, ningún derrocamiento centralmente dirigido de las élites gobernantes a cargo de algún «partido de vanguardia» que arrastre tras de sí a las masas; ningún espontáneo y supuestamente catártico levantamiento de masas provocado por el terrorismo. La creación de nuevas estructuras políticas para una civilización de la tercera ola no se producirá en una sola y climática convulsión, sino como consecuencia de mil innovaciones y colisiones a muchos niveles, en muchos lugares y durante un período de décadas.
Esto no excluye la posibilidad de violencia en el tránsito al mañana. La transición de la civilización de la primera ola a la de la segunda fue un largo y sangriento drama de guerras, revoluciones, hambres, migraciones forzadas, golpes de Estado y calamidades. Hoy, lo que está en juego es mucho más alto; el tiempo, más corto; la aceleración, más rápida; los peligros, aún mayores.
Mucho depende de la flexibilidad e inteligencia de las élites, subélites y superélites de hoy. Si estos grupos demuestran ser tan miopes, poco imaginativos y asustadizos como la mayoría de los grupos gobernantes lo fueron en el pasado, se opondrán rígidamente a la tercera ola y aumentarán con ello los riesgos de violencia y su propia destrucción.
Si, por el contrario, se dejan llevar por la tercera ola; si reconocen la necesidad de una democracia ensanchada, pueden unirse al proceso de crear una civilización de la tercera ola, así como las más inteligentes de las élites de la primera ola anticiparon la llegada de una sociedad industrial de base tecnológica y se sumaron a su creación.
La mayoría de nosotros sabemos o percibimos lo peligroso que es el mundo en que vivimos. Sabemos que la inestabilidad social y las incertidumbres políticas pueden desatar feroces energías. Sabemos lo que significan la guerra y el cataclismo económico y recordamos con cuánta frecuencia ha surgido el totalitarismo de las intenciones nobles y la ruptura social. Sin embargo, lo que la mayoría de la gente parece ignorar, son las positivas diferencias entre presente y pasado.
Difieren las circunstancias de un país a otro, pero nunca en toda la Historia ha habido tantas personas razonablemente instruidas y colectivamente armadas con una tan increíble extensión de conocimientos. Nunca tantos han disfrutado de un nivel de opulencia tan elevado, precario quizá, pero lo bastante amplio como para permitirles dedicar tiempo y energía a la preocupación y acción cívicas. Nunca tantos han tenido la posibilidad de viajar, comunicarse y aprender tanto de otras culturas. Sobre todo, nunca tantos tuvieron tanto que ganar garantizando que los cambios necesarios, aunque profundos, fuesen realizados pacíficamente.
Las élites, por instruidas que sean, no pueden hacer por sí solas una nueva civilización. Se necesitarán las energías de pueblos enteros. Pero esas energías están a nuestro alcance y sólo esperan ser desenterradas. De hecho, si, particularmente en los países de alta tecnología, tomáramos como objetivo nuestro para la próxima generación la creación de instituciones y constituciones totalmente nuevas, podríamos liberar algo mucho más poderoso que la energía: la imaginación colectiva.
Cuanto antes empecemos a diseñar instituciones políticas alternativas basadas en los tres principios antes descritos —poder de las minorías, democracia semidirecta y reparto decisional—, más probabilidades tendremos de una transición pacífica. Es el intento de impedir tales cambios, no los cambios mismos, lo que aumenta el nivel de riesgo. Es el ciego intento de defender la obsolescencia lo que crea el peligro de derramamiento de sangre.
Esto significa que para evitar una violenta agitación debemos empezar ya a centrar nuestra atención en el problema de la obsolescencia política estructural en todo el mundo. Y debemos llevar esta cuestión no sólo a la consideración de los expertos, los constitucionalistas, abogados y políticos, sino también al público mismo… a organizaciones ciudadanas, sindicatos, Iglesias, a grupos de mujeres, a minorías étnicas y raciales, a científicos, amas de casa y comerciantes.
Debemos, como primer paso, desencadenar el más amplio debate público sobre la necesidad de un nuevo sistema político sintonizado con las necesidades de una civilización de la tercera ola. Necesitamos conferencias, programas de televisión, discusiones, ejercicios de simulación, convenciones constitucionales ficticias para generar el más amplio despliegue de imaginativas propuestas dirigidas a la reestructuración política, a hacer brotar un torrente de ideas nuevas: Debemos estar preparados para utilizar las herramientas más avanzadas a nuestro alcance: desde satélites y computadores, hasta videodiscos y televisión interactiva.
Nadie conoce con detalle qué es lo que nos reserva el futuro ni qué será lo que mejor funcione en una sociedad de la tercera ola. Por esta razón, debemos pensar no en una única y masiva reorganización ni en un solo cambio revolucionario y cataclísmico impuesto desde arriba, sino en miles de experimentos conscientes y descentralizados que nos permitan probar nuevos modelos de proceso decisional a niveles locales y regionales, antes de su aplicación a niveles nacionales y transnacionales.
Pero, al mismo tiempo, debemos empezar también a crear un organismo para una similar experimentación —y radicalmente nueva configuración— a niveles asimismo nacionales y transnacionales. Los generalizados sentimientos de desilusión, irritación y amargura contra los Gobiernos de la segunda ola pueden ser, o bien excitados hasta un fanático frenesí por demagogos deseosos de la implantación de regímenes autoritarios, o movilizados para el proceso de reconstrucción democrática.
Desencadenando un vasto proceso de instrucción social —un experimento de democracia anticipativa en muchas naciones a la vez—, podemos detener el empuje totalitario. Podemos preparar a millones de personas para las dislocaciones y peligrosas crisis que nos esperan. Y podemos ejercer una estratégica presión sobre los sistemas políticos existentes para acelerar los cambios necesarios.
Sin esta tremenda presión desde abajo no debemos esperar que muchos de los actuales líderes nominales —presidentes y políticos, senadores y miembros de comité central— desafíen a las mismas instituciones que, por anticuadas que estén, les dan prestigio, dinero y la ilusión —ya que no la realidad— del poder. Algunos raros y perspicaces políticos o funcionarios prestarán desde el principio su apoyo a la lucha por la transformación política. Pero la mayoría sólo se moverán cuando las demandas procedentes del exterior sean irresistibles o cuando la crisis se halle ya tan avanzada y tan próxima a la violencia, que no vean ninguna alternativa.
Por tanto, la responsabilidad del cambio nos incumbe a nosotros. Debemos empezar por nosotros mismos, aprendiendo a no cerrar prematuramente nuestras mentes a lo nuevo, a lo sorprendente, a lo aparentemente radical. Esto significa luchar contra los asesinos de ideas que se apresuran a matar cualquier nueva sugerencia sobre la base de su inviabilidad, al tiempo que defienden como viable todo lo que ahora existe, por absurdo, opresivo o estéril que pueda ser. Significa luchar por la libertad de expresión, por el derecho de la gente a expresar sus ideas, aunque sean heréticas.
Por encima de todo, significa dar comienzo ya a este proceso de reconstrucción, antes de que una mayor desintegración de los sistemas políticos existentes haga salir a las calles a las fuerzas de la tiranía e imposibilite una transición pacífica a la democracia del siglo XXI.
Si empezamos ahora, nosotros y nuestros hijos podemos tomar parte en la excitante reconstitución, no sólo de nuestras anticuadas estructuras políticas, sino también de la civilización misma.
Como la generación de los revolucionarios puros, nosotros tenemos un destino que crear.