Es imposible verse afectado simultáneamente por una revolución en la energía, una revolución en la tecnología, una revolución en la vida familiar, una revolución en los papeles sexuales y una revolución mundial en el campo de las Comunicaciones sin enfrentarse también —tarde o temprano— a una potencialmente explosiva revolución política.
Todos los partidos políticos del mundo industrial, todos nuestros congresos, parlamentos y soviets supremos, nuestras presidencias y jefaturas de Gobierno, nuestros tribunales y agencias reguladoras y capa tras capa geológica de burocracia gubernamental —en resumen, todas las herramientas que utilizamos para adoptar y hacer cumplir decisiones colectivas— han perdido vigencia y están en trance de transformación. Una civilización de la tercera ola no puede funcionar con una estructura política de la segunda ola.
Así como los revolucionarios que crearon la Era industrial no podían gobernar con el aparato residual del feudalismo, así también nosotros nos enfrentamos hoy una vez más a la necesidad de inventar nuevas herramientas políticas. Este es el mensaje político de la tercera ola.
Hoy, aunque su gravedad no es aún reconocida, estamos presenciando una profunda crisis, no de éste o de aquel Gobierno, sino de la propia democracia representativa en todas sus formas. En un país tras otro, la tecnología política de la segunda ola está rechinando, gimiendo y funcionando peligrosamente mal.
En los Estados Unidos encontramos una parálisis casi total de la toma de decisiones políticas en relación con las cuestiones de vida o muerte a que se enfrenta la sociedad. Seis años después del embargo impuesto por la OPEP, pese a su demoledor impacto sobre la economía, pese a su amenaza a la independencia e incluso a la seguridad militar, pese a interminables estudios del Congreso, pese a la repetida reorganización de la burocracia, pese a apasionados alegatos presidenciales, la maquinaria política de los Estados Unidos continúa girando desválidamente sobre su eje, incapaz de producir nada que se parezca remotamente a una coherente política energética.
Este vacío político no es único. Los Estados Unidos carecen también de una comprensiva (o comprensible) política urbana, política ambiental, política familiar, política tecnológica. Ni siquiera tienen —si hemos de hacer caso a los críticos extranjeros— una discernible política exterior. Y, aunque existiesen, tampoco tendría el sistema político americano la capacidad de integrar y jerarquizar tales políticas. Este vacío refleja una quiebra tan avanzada del proceso de toma de decisiones, que el presidente Cárter, en un discurso totalmente sin precedentes, se vio obligado a condenar la «parálisis… estancamiento… y deriva» de su propio Gobierno.
El fracaso del proceso de toma de decisiones no es, sin embargo, monopolio de un solo partido ni de un solo presidente. Se ha estado incrementando desde comienzos de los años sesenta y refleja la existencia de problemas estructurales subyacentes que ningún presidente —sea republicano o demócrata— puede resolver dentro del marco del sistema actual. Estos problemas políticos ejercen efectos desestabilizadores sobre las otras principales instituciones sociales, tales como la familia, la escuela y la corporación.
Docenas de leyes con un impacto inmediato sobre la vida familiar se anulan y contradicen unas a otras, agravando la crisis de la familia. El sistema educativo se vio inundado de fondos para la construcción de nuevos centros precisamente en el momento en que comenzaba a disminuir la población escolar, provocando así una orgía de construcciones inútiles, seguida de una supresión de fondos cuando más desesperadamente se necesitaban para otros fines. Mientras tanto, las corporaciones se ven obligadas a actuar en un entorno político tan volátil que no pueden, literalmente, saber de un día para otro qué es lo que el Gobierno espera de ellas.
Primero, el Congreso exige que la «General Motors» y los demás fabricantes de automóviles instalen convertidores catalíticos en todos los nuevos coches, en aras de un medio ambiente más limpio. Luego, después de que la «GM» se gasta trescientos millones de dólares en convertidores y firma un contrato por tiempo de diez años y valor de quinientos millones de dólares para la adquisición de los metales preciosos necesarios para su fabricación, el Gobierno anuncia que los coches con convertidores catalíticos emiten 35 veces más ácido sulfúrico que los coches desprovistos de ellos.
Al mismo tiempo, una desbocada máquina reguladora genera una red crecientemente impenetrable de normas… 45.000 páginas de nuevos y complejos reglamentos al año. ¡Veintisiete organismos gubernamentales diferentes controlan la aplicación de unas 5.600 normas federales referidas sólo a la fabricación de acero! (Millares de normas adicionales se aplican a las labores de extracción, comercialización y transporte de la industria del acero). Una destacada empresa farmacéutica, «Eli Lilly», invierte más tiempo en cumplimentar impresos oficiales que en realizar investigaciones sobre el cáncer y las enfermedades cardíacas. Un solo informe dirigido por la Compañía petrolífera «Exxon» a la Agencia Federal de la Energía ocupa 445.000 páginas… ¡el equivalente a mil volúmenes!
Esta extraordinaria complejidad grava pesadamente la economía, mientras las espasmódicas reacciones de los decisores gubernamentales aumentan la dominante sensación de anarquía. El sistema político, zigzagueando erráticamente de día en día, complica en grado sumo la lucha de nuestras instituciones sociales básicas por la supervivencia.
Y tampoco esta quiebra en el proceso de toma de decisiones es un fenómeno puramente americano. Los Gobiernos de Francia, Alemania, Japón y Gran Bretaña —por no hablar de Italia— manifiestan síntomas similares, al igual que los de las naciones industriales comunistas. Y en Japón, un Primer Ministro declara: «Cada vez oímos hablar más sobre la crisis mundial de la democracia. Su capacidad de resolver los problemas, o la llamada gobernabilidad de una democracia, está siendo desafiada. También en Japón se halla sometida a prueba la democracia parlamentaria».
En todos esos países, la maquinaria de toma de decisiones se halla cada vez más tensada, sobrecargada, anegada en datos irrelevantes y enfrentada con peligros desconocidos. Por tanto, lo que estamos viendo son decisores gubernamentales incapaces de tomar decisiones de alta prioridad (o tomándolas muy mal), al tiempo que se dedican frenéticamente a millares de otras menos importantes y, a menudo, triviales.
Incluso cuando, finalmente, se adoptan decisiones importantes, suelen llegar demasiado tarde y rara vez alcanzan los objetivos que se proponían. «Hemos resuelto todos los problemas con la legislación —dice un atareado legislador británico—. Hemos aprobado siete leyes contra la inflación. Hemos eliminado la injusticia numerosas veces. Hemos resuelto el problema ecológico. Todos los problemas han sido resueltos innumerables veces con la legislación. Pero el problema subsiste. La legislación no es eficaz».
Un locutor americano de televisión, tratando de encontrar una analogía en el pasado, lo expresa de modo diferente: «En estos momentos tengo la sensación de que la nación es una diligencia cuyos caballos se han desbocado, y un tipo trata de estirar de las riendas, y los caballos no responden».
Por eso es por lo que tantas personas —incluidas las que ocupan altos cargos públicos— se sienten tan impotentes. Un destacado senador americano me habla en privado de su profunda frustración y de la sensación de que no puede conseguir nada útil. Pone en cuestión la ruina de su vida familiar, el ritmo frenético de su existencia, las largas horas, el trabajo febril, las interminables conferencias y la perpetua presión. Pregunta: «¿Vale la pena?». Un diputado británico formula la misma pregunta, añadiendo que «la Cámara de los Comunes es una pieza de museo… ¡una reliquia!». Un alto funcionario de la Casa Blanca se me queja de que el presidente, en teoría el hombre más poderoso del mundo, se siente impotente. «El presidente tiene la impresión de estar gritando por teléfono… sin que haya nadie al otro extremo del hilo».
Esta quiebra cada vez más profunda de la capacidad para adoptar decisiones oportunas y competentes modifica las más íntimas relaciones de poder en la sociedad. En circunstancias normales, no revolucionarias, las élites de toda sociedad utilizan el sistema político para reforzar su dominio y conseguir sus fines. Su poder viene definido por la capacidad de hacer que ocurran ciertas cosas, o impedir que sucedan otras. Pero esto presupone su capacidad para predecir y controlar los acontecimientos… da por supuesto que cuando tiren de las riendas, se detendrán los caballos.
En la actualidad, las élites no pueden ya predecir los resultados de sus propios actos. Los sistemas políticos a cuyo través actúan están tan anticuados y rechinantes, tan superados por los acontecimientos, que aun cuando las élites los controlen estrechamente en su propio beneficio, los resultados son, con frecuencia, desastrosos.
Esto no significa —me apresuro a añadir— que el poder perdido por las élites haya pasado al resto de la sociedad. El poder no se transfiere; queda crecientemente sujeto al azar, de tal modo que nadie sabe de un momento para otro quién es responsable de qué, quién tiene autoridad real (distinta de la nominal) ni cuánto tiempo durará la autoridad. En esta hirviente semianarquía, las personas corrientes se vuelven amargamente cínicas, no sólo sobre sus propios «representantes», sino —más ominosamente— sobre la posibilidad misma de estar representadas en absoluto.
Como consecuencia, empieza a perder su eficacia el «ritual de aseguramiento» de la votación, propio de la segunda ola. Año tras año, disminuye la participación en las votaciones americanas. En la elección presidencial de 1976, el 46% de los electores se quedaron en casa, lo cual significa que el presidente fue elegido por la cuarta parte, aproximadamente del electorado… en realidad por algo así como la octava parte de la población total del país. Más recientemente, el encuestador Patrick Caddell se encontró con que sólo el 12% del electorado consideraba que el votar tuviese alguna importancia.
De manera similar, los partidos políticos están perdiendo su poder de convocatoria. En el período 1960-1972, el número de «independientes» no afiliados a ningún partido en los Estados Unidos se elevó en un 400%, haciendo que en 1972, por primera vez en más de un siglo, el número de independientes igualase al de afiliados de uno de los principales partidos.
Tendencias paralelas se aprecian también en otros lugares. El Partido Laborista, que gobernó Gran Bretaña hasta 1979, se ha atrofiado hasta el punto de que, en un país de 56 millones de habitantes, puede considerarse afortunado si cuenta con 100.000 miembros activos. En Japón, el Yomiuri Shimbun informa que «los votantes tienen poca fe en sus Gobiernos; se sienten separados de sus dirigentes». Una ola de desencanto político recorre Dinamarca. Al preguntársele por qué, un ingeniero danés expresa una extendida opinión cuando dice: «Los políticos parecen incapaces de detener las tendencias».
En la Unión Soviética, escribe el autor disidente Víctor Nekípelov, la última década ha visto «diez años de profundo caos, militarización, un catastrófico desorden económico, insuficiencia de productos alimenticios básicos, un aumento en los crímenes y en la adicción a la bebida, corrupciones y robos, pero, por encima de todo ello, una irrefrenable caída del prestigio de los líderes actuales a los ojos del pueblo».
En Nueva Zelanda, la vacuidad de la política oficial indujo a un disconforme a cambiar su nombre por el de Mickey Mouse y presentarse como candidato. Fueron tantos los que le imitaron —adoptando nombres como Alicia en el País de las Maravillas—, que el Parlamento se apresuró a aprobar una ley por la que se prohibía presentarse candidato a un cargo público a quien se hubiera cambiado legalmente de nombre dentro de los seis meses anteriores a la elección.
Más que ira, los ciudadanos están ahora expresando repulsión y desprecio hacia sus dirigentes políticos y funcionarios gubernamentales. Notan que el sistema político, que debería servir de rueda de timón o estabilizador en una sociedad zarandeada por el cambio, está inutilizado, desconectado, fuera de todo control.
Así, cuando un equipo de científicos políticos investigaron en Washington, D.C., recientemente para averiguar «¿quién dirige esta ciudad?», encontraron una simple y demoledora respuesta. Su informe, publicado por el American Enterprise Institute, fue resumido por el profesor Anthony King, de la Universidad de Essex, en Gran Bretaña: «La breve respuesta… tendría que ser: Nadie. Nadie manda aquí».
No sólo en los Estados Unidos, sino también en muchos de los países de la segunda ola que están siendo azotados por la tercera ola de cambio, existe un vacío de poder cada vez más amplio, un «agujero negro» en la sociedad.
Se pueden calibrar los peligros implícitos en este vacío de poder volviendo brevemente la vista hacia atrás, hacia mediados de los años setenta. Entonces, al flojear la afluencia de energía y materias primas a consecuencia del embargo de la OPEP, al aumentar la inflación y el paro, al hundirse el dólar y empezar África, Asia y América del Sur a exigir una nueva política económica, señales de patología política comenzaron a fulgurar en una tras otra de las naciones de la segunda ola.
En Gran Bretaña, celebrada como la patria de la tolerancia y la mesura, generales retirados empezaron a reclutar ejércitos particulares para imponer el orden, y un resurgente movimiento fascista, el Frente Nacional, presentó candidatos en unos noventa distritos parlamentarios. Fascistas e izquierdistas se enzarzaron en combate en las calles de Londres. En Italia, los fascistas de izquierda, las Brigadas Rojas, incrementaron sus tácticas de atentados, secuestros y asesinatos. En Polonia, el intento del Gobierno de elevar los precios de los productos alimenticios para combatir la inflación llevó al país al borde de la rebelión. En Alemania Occidental, asolada por asesinatos terroristas, un nervioso Gobierno se lanzó a toda una serie de leyes macarthistas para suprimir la discrepancia.
Es cierto que estas señales de inestabilidad política se desvanecieron al recobrarse parcialmente (y temporalmente) las economías industriales a finales de los años setenta. Los ejércitos privados de Gran Bretaña nunca llegaron a constituirse. Las Brigadas Rojas, después de matar a Aldo Moro, parecieron suspender durante algún tiempo su actividad para reagruparse. Un nuevo régimen asumió sin traumas el poder en el Japón. El Gobierno polaco llegó a una difícil paz con sus rebeldes. En los Estados Unidos, Jimmy Cárter, que llegó a la presidencia presentándose contra «el sistema» (y que luego lo abrazó), consiguió mantenerse pese a un desastroso descenso de su popularidad.
No obstante, estas pruebas de inestabilidad nos deben inducir a preguntarnos si los sistemas políticos de la segunda ola existentes en cada una de las naciones industriales podrán sobrevivir a la próxima tanda de crisis. Pues es probable que las crisis de los años ochenta y noventa sean más graves, disruptoras y peligrosas que las pasadas. Pocos observadores informados creen que haya terminado lo peor, y abundan las previsiones ominosas.
Si el cierre, durante unas semanas, de las espitas del petróleo en Irán pudo originar caos y violencia en las líneas de aprovisionamiento de los Estados Unidos, ¿qué puede preverse que ocurrirá, no sólo en los Estados Unidos, cuando sean destronados los actuales gobernantes de Arabia Saudí? ¿Es probable que esta pequeña pandilla de familias gobernantes, que controlan el 25% de las reservas petrolíferas del mundo, puedan mantenerse indefinidamente en el poder, mientras arde una guerra intermitente entre el Yemen del Norte y el Yemen del Sur, y su propio país se ve desestabilizado por torrentes de petrodólares, trabajadores inmigrantes y palestinos radicales? ¿Con qué acierto reaccionarán los políticos de Washington, Londres, París, Moscú, Tokio o Tel-Aviv a un golpe de Estado, un levantamiento religioso o a un alzamiento revolucionario en Riyadh, por no decir nada del sabotaje de los yacimientos petrolíferos de Ghawar y Abqaiq?
¿Cómo reaccionarían estos mismos azacaneados y nerviosos dirigentes políticos de la segunda ola, tanto del Este como del Oeste, si, como predice el jeque Yamani, un grupo de hombres rana hundieran un buque o minaran las aguas del estrecho de Ormuz, bloqueando así la mitad de los envíos de petróleo, de los que depende el mundo para su supervivencia? No resulta nada tranquilizador mirar el mapa y observar que Irán, apenas capaz de mantener la ley y el orden en su territorio, se halla situado en una orilla de ese canal, estratégicamente vital y demasiado estrecho.
¿Qué sucederá —pregunta otra escalofriante perspectiva— cuando México empiece a explotar en serio su petróleo… y se enfrente a una abrumadora y súbita afluencia de petropesos? ¿Tendrá su oligarquía gobernante el deseo, y mucho menos la capacidad técnica, de distribuir el grueso de esa nueva riqueza entre los desnutridos y sufridos campesinos de México? ¿Y se puede hacer eso con la suficiente rapidez como para impedir que la latente guerra de guerrillas se transforme en una guerra civil a gran escala en las puertas mismas de los Estados Unidos? Si llegase a estallar una guerra tal, ¿cómo reaccionaría Washington? ¿Y cómo reaccionaría la enorme población de chicanos que habita en los ghettos de la California Meridional o de Texas? ¿Podemos esperar decisiones nada más que semiinteligentes en torno a crisis de tal magnitud, dada la confusión que actualmente existe en el Congreso y en la Casa Blanca?
Económicamente, ¿serán capaces Gobiernos ya incapaces de manejar las fuerzas macroeconómicas de hacer frente a oscilaciones más violentas aún en el sistema monetario internacional, o a su derrumbamiento total? Con las divisas casi por completo fuera de control, con la eurodivisa expandiéndose ilimitadamente y aumentando el crédito de las empresas, los consumidores y el Gobierno, ¿puede alguien prever una estabilidad económica en los años próximos? Si la inflación y el desempleo se desbocan, quiebra el crédito o se produce alguna otra catástrofe económica, quizá veamos entrar en acción a los ejércitos particulares.
Finalmente, ¿qué sucederá cuando, entre la miríada de cultos religiosos que ahora están floreciendo, surjan algunos que se organicen con fines políticos? Al irse resquebrajando las grandes religiones organizadas bajo el desmasificador impacto de la tercera ola, es probable que aparezcan ejércitos de sacerdotes ordenados por sí mismos, ministros, predicadores y maestros, algunos con seguidores políticos disciplinados, quizás incluso paramilitarmente.
En los Estados Unidos no es difícil imaginar algún nuevo partido político que presente como candidato a Billy Graham (o algún facsímil) sobre la base de un tosco programa «por la ley y el orden» o «antiporno» y con una fuerte veta autoritaria. O alguna todavía desconocida Anita Bryant pidiendo el encarcelamiento de los homosexuales. Estos ejemplos proporcionan sólo un leve atisbo de la religiopolítica que puede aguardar en el futuro incluso a la más secular de las sociedades. Cabe imaginar toda clase de movimientos políticos de base religiosa encabezados por ayatollahs llamados Smith, Schultz o Santini.
No estoy diciendo que estas previsiones vayan necesariamente a materializarse. Podrían resultar demasiado disparatadas. Pero, si no éstas, sí debemos suponer que surgirán en efecto otras dramáticas crisis, más peligrosas aún que las pasadas. Y debemos afrontar el hecho de que nuestra actual colección de dirigentes de la segunda ola se encuentran grotescamente carentes de preparación para resolverlas.
De hecho, dado que nuestras estructuras políticas de la segunda ola están hoy más deterioradas aún de lo que lo estaban en la década de los setenta, debemos presumir que los Gobiernos serán menos competentes, menos imaginativos y menos sagaces al enfrentarse a las crisis de los años ochenta y noventa de lo que lo fueron en la década que acaba de transcurrir.
Y esto nos indica que debemos reexaminar, desde su misma raíz, una de nuestras más inveteradas y peligrosas ilusiones políticas.
El complejo mesiánico es la ilusión de que podemos salvarnos cambiando al hombre (o mujer) situado en la cumbre.
Al ver a los políticos de la segunda ola abordar vacilante e incompetentemente los problemas derivados de la aparición de la tercera ola, millones de personas, aguijoneadas por la Prensa, han llegado a una sencilla e inteligible explicación de nuestras calamidades: el «fracaso del mando». ¡Si, al menos, apareciera en el horizonte político un mesías que volviera a poner orden en las cosas!
Este anhelo de un jefe viril y poderoso es expresado en la actualidad aun por las gentes mejor intencionadas mientras su mundo familiar se desmorona, mientras su entorno se hace más imprevisible y aumenta su ansia de poder, estructura y previsibilidad. Así oímos —como dijo Ortega y Gasset durante los años treinta, cuando Hitler iniciaba su ascenso— «un formidable grito, que se alza como el aullido de innumerables perros hacia las estrellas, pidiendo que alguien o algo asuma el mando».
En los Estados Unidos, el presidente es violentamente condenado por «falta de autoridad». En Gran Bretaña, Margaret Thatcher es elegida porque ofrece al menos la ilusión de ser «la Dama de Hierro». Incluso en las naciones industriales comunistas, donde la autoridad no tiene nada de tímida, se están intensificando las presiones para una «autoridad más fuerte». En la URSS aparece una novela que glorifica chabacanamente la capacidad de Stalin de extraer las «necesarias conclusiones políticas». La publicación de Victory por Alexandr Chakovski es considerada como parte de un movimiento de «restalinización». Surgen pequeñas fotografías de Stalin en los parabrisas, en hogares, hoteles y quioscos. «Stalin en el parabrisas es hoy —escribe Víctor Nekípelov, autor de Institute of Fools-un clamor ascendente… una protesta, por paradójica que sea, contra la actual desintegración y falta de autoridad».
Al iniciarse una peligrosa década, las demandas actuales de «autoridad» surgen en un momento en que fuerzas oscuras y largo tiempo olvidadas comienzan de nuevo a moverse entre nosotros. El New York Times informa que en Francia, «después de más de tres décadas en hibernación, pequeños pero influyentes grupos derechistas están buscando de nuevo el primer plano intelectual, exponiendo teorías sobre la raza, la biología y el elitismo político desacreditadas por la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial».
Predicando la supremacía racial aria, y violentamente antiamericanos, controlan una importante válvula periodística en el semanario de Le Fígaro. Sostienen que las razas nacen desiguales y que deben ser mantenidas así por medio de la política social. Enlazan sus argumentos con referencias a E. O. Wilson y Arthur Jensen, para prestar un color supuestamente científico a sus tendencias virulentamente antidemocráticas.
Al otro extremo del Globo, en Japón, mi mujer y yo estuvimos no hace mucho tiempo contemplando durante 45 minutos el paso de una procesión de camiones en los que iban rufianes políticos uniformados y cubiertos con cascos, cantando y agitando los puños hacia el cielo para protestar contra alguna política del Gobierno. Nuestros amigos japoneses nos dicen que estos precursores de unas nuevas tropas de asalto tienen contactos con las bandas mafiosas yakuza y están financiados por poderosas figuras políticas ansiosas de que se produzca un retorno al autoritarismo prebélico.
Cada uno de estos fenómenos tiene, a su vez, su equivalente «izquierdista»… bandas terroristas que vocean los eslogans de la democracia socialista, pero que están dispuestas a imponer a la sociedad su propia especie de autoritarismo totalitario, con Kalashnikovs y bombas de plástico.
En los Estados Unidos, entre otros turbadores signos, vemos el renacimiento de un descarado racismo. Desde 1978, un resurgente Ku Klux Klan ha quemado cruces en Atlanta, sitiado el Ayuntamiento de Decatur (Alabama), con hombres armados, disparado contra iglesias negras y contra una sinagoga de Jackson, Mississipí y mostrado señales de renovada actividad en veintiún Estados, desde California hasta Connecticut. En Carolina del Norte, miembros del Klan que son también nazis declarados han matado a cinco activistas de izquierda contrarios al Klan.
En resumen, la creciente demanda de una «autoridad más fuerte» coincide precisamente con el recrudecimiento de grupos acusadamente autoritarios que esperan beneficiarse de la quiebra del Gobierno representativo. La chispa y la yesca se están aproximando peligrosamente la una a la otra.
Este clamor cada vez más intenso en petición de autoridad se basa en tres concepciones erróneas, la primera de las cuales es el mito de la eficiencia autoritaria. Pocas ideas están más ampliamente extendidas que la de los dictadores, si no otra cosa, «hacen que los trenes lleguen puntuales». En la actualidad se están derrumbando tantas instituciones y es tan frecuente la imprevisibilidad, que millones de personas cederían gustosamente un poco de libertad (preferiblemente la de algún otro) para hacer que sus trenes económicos, sociales y políticos fuesen puntuales.
Pero la autoridad fuerte —e incluso el totalitarismo— tiene poco que ver con la eficiencia. No hay muchas pruebas que indiquen que la Unión Soviética está hoy eficientemente gobernada, aunque su Gobierno es, sin duda, «más fuerte» y más autoritario que los de Estados Unidos, Francia o Suecia. Aparte el Ejército, la Policía secreta y otras pocas funciones vitales para la perpetuación del régimen, la URSS es, a decir de todos —incluidos muchos en la Prensa soviética—, un barco que hace aguas. Es una sociedad viciada de derroche, irresponsabilidad, inercia y corrupción… en resumen, de «ineficacia totalitaria».
Incluso la Alemania nazi, tan maravillosamente eficiente en la eliminación de polacos, rusos, judíos y otros «no arios», fue bastante menos eficiente en otros aspectos. Raymond Fletcher, miembro del Parlamento británico que se educó en Alemania y ha seguido siendo un atento observador de las condiciones sociales alemanas, nos recuerda una realidad olvidada:
«Pensamos en la Alemania nazi como un modelo de eficiencia. De hecho, Gran Bretaña estaba mejor organizada para la guerra que los alemanes. En el Ruhr, los nazis continuaron produciendo tanques y transportes blindados de personal mucho después de que les fuera ya imposible encontrar vías férreas para enviarlos adonde pudieran ser de utilidad. No sabían servirse de los científicos. De 16.000 inventos de importancia militar realizados durante la guerra, pocos llegaron realmente a ser producidos a causa de la ineficacia dominante. Los servicios de información nazis acabaron por espiarse unos a otros, mientras que los británicos eran excelentes. Mientras que los británicos organizaron a todo el mundo para que aportase verjas de hierro forjado y cacerolas con destino al esfuerzo bélico, los alemanes siguieron produciendo artículos de lujo. Mientras que los británicos alistaron a las mujeres ya desde los primeros momentos, los alemanes no lo hicieron. El propio Hitler fue un modelo de indecisión. El Tercer Reich, como ejemplo de eficiencia militar, es un mito ridículo».
Se necesita algo más que un Gobierno fuerte, como veremos, para hacer que los trenes lleguen con puntualidad.
La segunda y funesta falacia contenida en el clamor por un Gobierno fuerte es la presunción implícita de que un estilo de Gobierno que dio resultado en el pasado ha de dar también resultado en el presente o en el futuro. Cuando pensamos en jefaturas estamos continuamente evocando imágenes del pasado… Roosevelt, Churchill, De Gaulle. Pero civilizaciones diferentes requieren cualidades de mando también muy diferentes. Y lo que es fuerte en una puede ser inepto y desastrosamente débil en otra.
Durante la civilización de la primera ola, basada en la agricultura, la jefatura derivaba típicamente del nacimiento, no de méritos personales. Un monarca necesitaba ciertas limitadas aptitudes básicas… la capacidad de conducir a los hombres en el combate, la astucia para enfrentar entre sí a sus barones, la inteligencia para consumar un matrimonio ventajoso.
, La instrucción y la facultad de pensamiento abstracto no figuraban entre los requisitos básicos. Además, el jefe era típicamente libre de ejercitar una omnímoda autoridad personal de la manera más caprichosa, incluso antojadiza, sin el menor control por parte de la Constitución, la ley o la opinión pública. Si se necesitaba aprobación, era sólo de una pequeña camarilla de nobles, señores y ministros. El jefe capaz de movilizar este apoyo era «fuerte»., Por el contrario, el jefe de la segunda ola trataba con un poder impersonal y crecientemente abstracto. Debía tomar muchas más decisiones sobre una más amplia variedad de materias, desde manipular los medios de comunicación, hasta dirigir la macroeconomía. Sus decisiones debían ser llevadas a la práctica a través de una cadena de organizaciones y agencias cuyas complejas relaciones mutuas comprendía y orquestaba. Tenía que ser instruido y capaz de razonamiento abstracto. En lugar de un puñado de barones, tenía que desplegar una compleja serie de élites y subélites. Además, su autoridad, aunque fuese un dictador totalitario, se hallaba al menos nominalmente limitada por la Constitución, el precedente legal, las exigencias políticas de los Partidos y la fuerza de la opinión pública.
Dados estos contrastes, el «más fuerte» jefe de la primera ola incrustado en un entramado político de la segunda ola habría parecido aún mías débil, confuso, errático e inepto que el «más débil» dirigente de la segunda ola.
De manera similar, hoy, cuando avanzamos a un nuevo estadio de civilización, Roosevelt, Churchill, De Gaulle, Adenauer (o incluso Stalin) —los líderes «fuertes» de las sociedades industriales— estarían tan fuera de lugar y serían tan ineptos como el Rey Loco Ludwig en la Casa Blanca. La búsqueda de líderes aparentemente decididos, firmes y obstinados —ya sean Kenmedys, Connallys, Reagans, Chiracs o Thatchers— es un ejercicio de nostalgia, una búsqueda de una figura paterna o materna basada en anticuadas presunciones. Pues la «debilidad» de los líderes actuales es menos un reflejo de cualidades personales que consecuencia del derrumbamiento de las instituciones de que depende su poder.
De hecho, su aparente «debilidad» es el resultado exacto de su acrecentado «poder». Así, mientras la tercera ola continúa transformando la sociedad, elevándola a un nivel mucho más alto de diversidad y complejidad, todos los líderes se van haciendo dependientes de un número cada vez mayor de personas para la adopción y puesta en práctica de decisiones. Cuando más poderosas son las herramientas que un jefe tiene a su disposición —cazas supersónicos, armas nucleares, computadores, telecomunicaciones—, más dependiente, no menos se vuelve.
Es ésta una relación inquebrantable porque refleja la creciente complejidad en que necesariamente descansa hoy el poder. Por esto es por lo que el presidente americano puede estar a punto de oprimir el botón que le da el poder de pulverizar el Planeta y sentirse, no obstante, tan desvalido como si no hubiese «nadie al otro extremo» de su línea telefónica. Poder e impotencia son caras opuestas del mismo elemento semiconductor.
La emergente civilización de la tercera ola exige, por estas razones, un tipo totalmente nuevo de jefatura. No están aún completamente claras las cualidades requeridas por los líderes de la tercera ola. Tal vez descubramos que la fuerza radica no en el dogmatismo, sino en la capacidad de escuchar a otros; no en la fuerza demoledora, sino en la imaginación; no en la megalomanía, sino en la comprensión de la naturaleza limitada de la jefatura en el nuevo mundo.
Los líderes del mañana tal vez tengan que enfrentarse a una sociedad mucho más descentralizada y participativa, una sociedad más diversa aún que la de hoy. Nunca pueden volver a serlo todo para todo el mundo. De hecho, es improbable que un solo ser humano llegue jamás a encarnar todas las características requeridas. La jefatura puede muy bien resultar ser más temporal, colegiada y consensual.
En un clarividente artículo publicado en The Guardian, Jill Tweedie ha percibido este cambio: «Es fácil criticar… a Cárter — escribe—. Es posible que sea (¿lo es?) un hombre débil y vacilante… Pero también es posible… que el mayor pecado de Jimmy Cárter sea su tácito reconocimiento de que, a medida que se encoge el Planeta, los problemas… son tan generales, tan básicos y tan interdependientes, que no pueden ser resueltos, como antes, por iniciativa de un solo hombre o de un solo Gobierno». En resumen —sugiere—, estamos avanzando trabajosamente hacia una nueva clase de líder, no porque alguien piense que es una buena cosa, sino porque la naturaleza de los problemas lo hace necesario. El hombre fuerte de ayer puede resultar ser el canijo de 45 kilos de mañana.
Resulte esto o no ser así, hay un último y más definitivo fallo en el argumento de que se necesita algún mesías político para salvarnos del desastre. Pues esta idea presupone que nuestro problema básico es personal. Y no lo es. Aunque estuviéramos mandados por santos, genios y héroes, seguiríamos situados ante la crisis terminal del Gobierno representativo, la tecnología política de la Era de la segunda ola.
Si lo único por lo que tuviéramos que preocuparnos fuese por elegir al «mejor» dirigente, nuestro problema podría resolverse dentro del entramado del actual sistema político. Pero, en realidad, el problema es mucho más profundo. En esencia, los dirigentes —incluso «los mejores»— resultan inválidos porque se han quedado anticuadas las instituciones a cuyo través deben actuar.
En primer lugar, nuestras estructuras políticas y gubernamentales fueron diseñadas en una época en que la nación-Estado estaba naciendo todavía. Cada Gobierno podía tomar decisiones más o menos independientes. Hoy, como hemos visto, esto ya no es posible, aunque conservamos el mito de la soberanía. La inflación se ha convenido en una enfermedad tan transnacional, que ni “quiera el señor Brezhnev o su sucesor pueden impedir que el contagio atraviese la frontera. Los países industriales comunistas, aunque parcialmente separados del mundo y rígidamente controlados desde dentro, dependen de fuentes de aprovisionamiento externas para el petróleo, los alimentos, la tecnología, el crédito y otros artículos necesarios. En 1979, la URSS se vio obligada a subir muchos precios para el consumidor. Checoslovaquia duplicó el precio del fuel-oil. Hungría dejó boquiabiertos a sus consumidores al elevar el precio de la electricidad en un 51%. Cada decisión en un país impone problemas o exige respuestas en otro.
Francia construye una planta reprocesadora nuclear en Cap de la Hague (que está más cerca de Londres que el reactor británico de Windscale), en un lugar en el que el polvo o el gas radiactivo, si salieran al exterior, serían empujados hacia Gran Bretaña por los vientos imperantes en la zona. Los vertidos de petróleo mexicano ponen en peligro el litoral de Texas, a quinientas millas de distancia. Y si Arabia Saudí o Libia aumentan o disminuyen su producción de petróleo, ello surte efectos inmediatos o a largo plazo en la ecología de muchas naciones.
En esta íntimamente entrelazada red, los dirigentes nacionales pierden mucho de su efectividad, cualquiera que sea la retórica que empleen o las armas que se esgriman. Sus decisiones provocan repercusiones costosas, indeseadas y frecuentemente peligrosas, tanto a nivel mundial como a nivel local. La escala de gobierno y la distribución de la autoridad decisoria son irremediablemente inadecuadas para el mundo de hoy.
Pero ésta es sólo una de las razones por las que las actuales estructuras políticas están anticuadas.
Nuestras instituciones políticas reflejan también una anticuada organización del conocimiento. Todo Gobierno tiene Ministerios o Departamentos consagrados a campos concretos tales como la economía, los asuntos exteriores, la defensa, la agricultura, el comercio, el correo o el transporte. El Congreso de los Estados Unidos y otros órganos legislativos tienen, similarmente, comités destinados de manera específica a tratar los problemas relativos a esos campos. Lo que ningún Gobierno de la segunda ola puede resolver —ni aun el más centralizado y autoritario — es el problema de entretenimiento: cómo integrar las actividades de todas estas unidades para que puedan producir programas metódicos y totalistas, en lugar de una confusa mescolanza de efectos contradictorios y mutuamente anuladores.
Si hay una cosa que hubiéramos debido aprender en las últimas décadas, es que todos los problemas sociales y políticos están entretejidos, que la energía, por ejemplo, afecta a la economía, la cual, a su vez, afecta a la salud, la que, a su vez, afecta a la educación, el trabajo, la vida familiar y mil otras cosas. El intento de tratar por separado problemas nítidamente definidos, aisladamente unos de otros —fruto de la mentalidad industrial—, no hace sino crear confusión y desastre. Sin embargo, la estructura organizativa del Gobierno refleja con exactitud este enfoque de la realidad propia de la segunda ola.
Esta anacrónica estructura lleva a interminables luchas por el poder jurisdiccional, a la externalización de costes —cada agencia intentando resolver sus propios problemas a costa de otra— y a la generación de efectos secundarios adversos. Por eso es por lo que cada intento del Gobierno por remediar un problema conduce a una erupción de nuevos problemas, con frecuencia peores que el original.
Típicamente, los Gobiernos intentan resolver este problema de entretenimiento mediante una mayor centralización, nombrando un «zar» para que se encargue de los papeleos burocráticos. Hace cambios, ciego a sus destructores efectos secundarios, o se entrega él también a tanto papeleo inútil, que no tarda en ser destronado. Pues la centralización del poder no da ya resultado. Otra medida desesperada es la creación de innumerables comités interdepartamentales para coordinar y revisar las decisiones. Sin embargo, el resultado es la construcción de un nuevo conjunto de tabiques y filtros a cuyo través deben pasar las decisiones… y una mayor complejificación del laberinto burocrático. Nuestros Gobiernos y estructuras políticas actuales están anticuados porque contemplan el mundo a través de lentes de la segunda ola.
A su vez, esto agrava otro problema.
Los Gobiernos y las instituciones parlamentarias de la segunda ola estaban diseñados para tomar decisiones con un ritmo sosegado, adecuado a un mundo en el que un mensaje podría tardar una semana en ir desde Boston o Nueva York hasta Filadelfia. Hoy, si un ayatollá hace rehenes en Teherán o tose en Qom, funcionarios de Washington, Moscú, París o Londres pueden verse obligados a responder con decisiones en cuestión de minutos. La extrema velocidad del cambio coge desprevenidos a Gobiernos y políticos y contribuye a su sensación de desvalimiento y confusión, como claramente hace ver la Prensa. «Hace sólo tres meses —escribe Advertising Age—, la Casa Blanca decía a los consumidores que recorrieran muchas tiendas antes de gastarse sus dólares. Ahora, el Gobierno está incitando a los consumidores a gastar más libremente su dinero». Los expertos en cuestiones petrolíferas previeron la explosión de precios del petróleo, informa Aussenpolitik, el periódico de la política exterior alemana, pero «no la rapidez de los acontecimientos». La recesión de 1974-1975 cayó sobre los políticos de los Estados Unidos con lo que la revista Fortune denomina «gravedad y rapidez sorprendentes».
También el cambio social está acelerando y ejerciendo presiones adicionales sobre los decisores políticos. Business Week declara que en los Estados Unidos, «mientras la migración de la industria fue gradual… ayudó a unificar la nación. Pero durante los cinco últimos años el proceso ha roto todos los límites que pueden acoger las actuales instituciones políticas».
Las propias carreras de los políticos se han acelerado también, a menudo cogiéndoles desprevenidos. Sólo en 1970, Margaret Thatcher predecía que en lo que a ella le quedaba de vida ninguna mujer sería nombrada jamás para un cargo ministerial en el Gobierno británico. En 1979, ella misma era Primer Ministro.
En los Estados Unidos, Jimmy ¿quién? saltó a la Casa Blanca en cuestión de meses. Es más, aunque un nuevo presidente no toma posesión de su cargo hasta el mes de enero siguiente a su elección, Cárter se convirtió inmediatamente en el presidente de facto. Fue Cárter, no el saliente Ford, quien resultó bombardeado a preguntas sobre el Oriente Medio, la crisis energética y otras cuestiones casi antes de que se ultimara el recuento de votos. El derrotado Ford pasó al olvido casi instantáneamente y a todos los efectos prácticos, pues el tiempo político está ahora demasiado comprimido y la Historia se mueve con demasiada rapidez como para permitir los tradicionales aplazamientos.
Similarmente, la «luna de miel» con la Prensa de que antes disfrutaba un nuevo presidente se vio truncada en el tiempo. Cárter, aun antes de iniciar sus funciones, fue censurado por la selección de su Gabinete y obligado a retirar su nombramiento para jefe de la CÍA. Más tarde, antes de que transcurriese la mitad de su mandato de cuatro años, el perspicaz corresponsal político Richard Reeves estaba ya profetizando una corta carrera para el presidente porque «las comunicaciones instantáneas han dilatado de tal modo el tiempo, que una presidencia de cuatro años produce hoy más acontecimientos, más dificultades, más información, que cualquier presidencia de ocho años en el pasado».
Esta aceleración del ritmo de la vida política, que refleja la generalizada aceleración del cambio, intensifica el actual derrumbamiento político y gubernamental. Dicho de otra manera: nuestros dirigentes —forzados a trabajar a través de instituciones de la segunda ola para una sociedad más lenta— no pueden producir decisiones inteligentes con toda la rapidez que exigen los acontecimientos. O las decisiones llegan demasiado tarde, o predomina la indecisión.
Por ejemplo, el profesor Robert Skidelsky, de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad John Hopkins, escribe: «Ha sido virtualmente imposible utilizar la política fiscal porque se tarda demasiado tiempo en aprobar las medidas apropiadas a través del Congreso, aun cuando existe una mayoría». Y esto fue escrito en 1974, mucho antes de que el punto muerto en materia energética en América entrase en su sexto e interminable año.
La aceleración del cambio ha rebasado la capacidad decisoria de nuestras instituciones, tornando anticuadas las estructuras políticas actuales, con independencia de toda ideología de Partido. Estas instituciones son inadecuadas, no sólo en términos de escala y estructura, sino también en términos de rapidez. Y tampoco esto es todo.
Así como la segunda ola produjo una sociedad de masas, la tercera ola nos desmasifica, llevando todo el sistema social a un nivel mucho más elevado de diversidad y complejidad. Este revolucionario proceso, muy semejante a la diferenciación biológica que se da en la evolución, ayuda a explicar uno de los fenómenos políticos más generalmente advertidos de nuestro tiempo: el colapso del consenso.
De un extremo a otro del mundo industrial, oímos a los políticos lamentar la pérdida de «objetivo nacional», la ausencia del viejo «espíritu de Dunquerque», la erosión de la «unidad nacional» y la súbita y desconcertante proliferación de poderosos grupos escindidos. El último grito en Washington es el «grupo de un solo tema», que se refiere a las organizaciones políticas que surgen por millares, de ordinario en torno a lo que cada una percibe como un tema candente: aborto, control de armas, derechos de los homosexuales, transporte escolar, energía nuclear, etc. Son tan diversos estos intereses, tanto a nivel nacional como local, que políticos y funcionarios no pueden ya mantenerse al tanto de ellos.
Los propietarios de hogares móviles se organizan para luchar contra los cambios de parcelación en el condado. Los granjeros luchan contra los cables eléctricos. Los jubilados se movilizan contra los impuestos escolares. Se organizan las feministas, los chícanos, los padres sin cónyuge y los cruzados antiporno. Una revista del Medio Oeste informa incluso de la formación de una organización de «nazis gays»… algo muy embarazoso, sin duda, tanto para los nazis heterosexuales, como para el Movimiento de Liberación Gay.
Simultáneamente, organizaciones nacionales de masas están tropezando con dificultades para subsistir. Dice un participante en una conferencia de organizaciones benéficas: «Las Iglesias locales no siguen ya la orientación nacional». Un experto en cuestiones laborales informa que, en lugar de un solo impulso político unificado por parte de la AFL-CIO, los sindicatos a ella afiliados están cada vez más montando sus propias campañas para sus propios fines.
Simplemente, el electorado no está escindiéndose en dos. Los propios grupos escindidos son cada vez más transitorios, surgiendo, desapareciendo, transformándose más y más rápidamente y formando un torrente espumante y difícil de analizar. «En Canadá —dice un funcionario gubernamental—, suponemos actualmente que la duración de las nuevas organizaciones voluntarias oscilará entre seis y ocho meses. Hay más grupos, y son más efímeros». De esta forma, la aceleración y la diversidad se combinan para crear una clase totalmente nueva de cuerpo político.
Estas mismas evoluciones relegan también al olvido nuestras ideas sobre coaliciones políticas, alianzas o frentes unidos. En una sociedad de la segunda ola, un líder político podía coaligar a media docena de bloques importantes, como hizo Roosevelt en 1932, y esperar que la coalición resultante se mantuviese unida durante muchos años. Hoy es necesario congregar cientos, incluso miles de diminutos y efímeros grupos de intereses específicos, y la coalición misma resultará también efímera. Tal vez se mantenga unida el tiempo suficiente para elegir un presidente y volver a disgregarse el día siguiente a la elección, dejándole sin una base de sustentación para su programa.
Esta desmasificación de la vida política, que refleja todas las profundas tendencias que ya hemos examinado en tecnología, producción, comunicaciones y cultura, deteriora más aún la capacidad de los políticos para tomar decisiones vitales. Acostumbrados a manipular a unos cuantos grupos de electores bien conocidos y claramente organizados, se encuentran de pronto sitiados. Por todas partes, nuevos e innumerables grupos de electores, fluidamente organizados, exigen atención simultánea a necesidades reales, pero angostas y poco familiares.
Demandas especializadas afluyen torrencialmente a las legislaturas y burocracias, a través de cada rendija, con cada saca postal y cada mensajero, por el montante y por debajo de la puerta. El tremendo amontonamiento de demandas y peticiones no deja tiempo para la deliberación. Además, como la sociedad está cambiando a ritmo acelerado y una decisión demorada puede ser mucho peor que la total ausencia de decisión, todo el mundo exige respuesta inmediata. Como consecuencia, el Congreso se mantiene tan ocupado que, según el representante N. Y. Mineta, demócrata por California, «nos vemos yendo y viniendo. No es posible una línea coherente de pensamiento».
Las circunstancias difieren de un país a otro, pero lo que no difiere es el revolucionario desafío planteado por la tercera ola a las anticuadas instituciones de la segunda ola, demasiado lentas para seguir el ritmo del cambio y demasiado indiferenciadas para enfrentarse con los nuevos niveles de diversidad social y política. Diseñadas para una sociedad mucho más lenta y simple, nuestras instituciones zozobran y pierden sincronismo. Y tampoco se puede hacer frente a este desafío con sólo rectificar las normas, pues ataca a la premisa más fundamental de la teoría política de la segunda ola: el concepto de representación.
Así, el aumento de diversidad significa que, aunque nuestros sistemas políticos están fundados teóricamente en la regla de la mayoría, puede que resulte imposible formar una mayoría incluso acerca de cuestiones cruciales para la supervivencia. A su vez, este colapso del consenso significa que, cada vez más Gobiernos, son Gobiernos de minoría, basados en mutables e inciertas coaliciones.
La inexistencia de mayoría pone en ridículo la teoría democrática clásica. Nos fuerza a preguntar si, ante la convergencia de rapidez y diversidad, algún grupo de electores puede estar jamás «representado». En una sociedad industrial de masas, cuando las personas y sus necesidades eran bastante uniformes y básicas, el consenso era un objetivo susceptible de consecución. En una sociedad desmasificada, no sólo carecemos de objetivo nacional, sino también de objetivo estatal o municipal. Es tan grande la diversidad en cualquier distrito parlamentario, sea en Francia, Japón o Suecia, que su «representante» no puede pretender legítimamente hablar en nombre de un consenso. No puede representar la voluntad general, por la sencilla razón de que no existe. ¿En qué viene a quedar, pues, la noción misma de «democracia representativa»?
Formular esta pregunta no es atacar a la democracia. (Veremos en breve cómo la tercera ola abre paso a una democracia enriquecida y ampliada). Pero un hecho queda perfectamente claro: no sólo nuestras instituciones de la segunda ola, sino también las premisas mismas en que se basaban, están anticuadas.
Construida a escala equivocada, incapaz de enfrentarse adecuadamente a problemas transnacionales, incapaz de abordar problemas interrelacionados, incapaz de mantenerse a la altura del impulso acelerador, incapaz de habérselas con elevados niveles de diversidad, la sobrecargada y anticuada tecnología política de la Era industrial se está desmoronando ante nuestros propios ojos.
Demasiadas decisiones, demasiado rápidas, sobre demasiados extraños y poco familiares problemas —no una imaginaria «falta de autoridad»— explican la absoluta incompetencia de nuestras decisiones políticas y gubernamentales actuales. Nuestras instituciones se están bamboleando a consecuencia de una implosión decisional.
Trabajando con una anticuada tecnología política, se está deteriorando rápidamente nuestra capacidad para una efectiva toma de decisiones gubernamental. «Cuando todas las decisiones debían ser tomadas en la Casa Blanca —escribió William Shawcross en la revista Harper’s a propósito de la política camboyana del tándem Nixon-Kissinger—, había poco tiempo para considerar plenamente ninguna de ellas». De hecho, la Casa Blanca está tan asediada de decisiones —sobre toda clase de cuestiones, desde contaminación del aire, tarifas de hospitales y energía nuclear hasta la eliminación de juguetes peligrosos (!)— que un consejero presidencial me confió: «¡Aquí padecemos todos del shock del futuro!».
Y no les va mucho mejor a las agencias ejecutivas. Cada Departamento se ve aplastado bajo la creciente carga de decisiones. Cada uno se ve obligado a imponer el cumplimiento de innumerables normas y a producir diariamente grandes cantidades de decisiones bajo enormes presiones acelerativas.
Así, una reciente investigación de la Fundación Nacional para las Artes (de los Estados Unidos) llegó a la conclusión de que su Consejo invertía cuatro minutos y medio en examinar cada clase de solicitud. «El número de solicitudes… ha desbordado, con mucho, la capacidad de la FNA para tomar decisiones de calidad», declaraba el informe.
Existen pocos estudios buenos de este atasco decisional. Uno de los mejores es el análisis realizado por Trevor Armbrister del incidente del Pueblo de 1968, en el que los norcoreanos capturaron un buque espía y se produjo un peligroso enfrentamiento entre los dos países. Según Armbrister, el funcionario del Pentágono que realizó la «evaluación del riesgo» sobre la misión del Pueblo, y la aprobó, tuvo sólo unas pocas horas para apreciar los riesgos de 76 distintas misiones militares propuestas. El funcionario se negó después a calcular cuánto tiempo había dedicado realmente a considerar la misión del Pueblo.
Pero en unas reveladoras palabras citadas por Armbrister, un funcionario de la Defense Intelligence Agency explicó: «Lo que probablemente ocurrió… es que se encontró el libro sobre su mesa una mañana a las nueve, con orden de devolverlo a mediodía. Ese libro tiene el tamaño de un catálogo de "Sears". Le sería físicamente imposible estudiar con detalle cada misión». Sin embargo, bajo la presión del tiempo, el riesgo de la misión del Pueblo fue calificado de «mínimo». Si el agente de la DÍA está en lo cierto, cada misión militar evaluada esa mañana recibió, por término medio, menos de dos minutos y medio de atención. No es extraño que las cosas no resultasen.
Por ejemplo, los funcionarios del Pentágono han perdido la pista de treinta mil millones de dólares en pedidos de armas para el extranjero, y no saben si esto es reflejo de errores colosales de contabilidad, o de no haber facturado a los compradores por los importes debidos, o si el dinero fue desviado en su integridad a otras cosas. Esta multimillonaria coladura, según un controlador del Departamento de Defensa, tiene la «letal potencialidad de un cañón suelto rodando por nuestra cubierta». Confiesa que «lo triste es que no sabemos en realidad cuáles son las dimensiones de esta confusión. Pasarán probablemente cinco años antes de que podamos aclararlo». Y si el Pentágono, con sus sistemas de información y sus computadoras, se está volviendo demasiado grande y complejo para manejarlo adecuadamente, como muy bien puede ser el caso, ¿qué decir del Gobierno como un todo?
Las viejas instituciones decisorias reflejan cada vez más el desorden existente en el mundo exterior. El asesor de Cárter, Stuart Eizenstat, habla de «la fragmentación de la sociedad en grupos de interés» y la correlativa «fragmentación de la autoridad congresional en subgrupos». Enfrentado con esta nueva situación, un presidente no puede ya imponer fácilmente su voluntad al Congreso.
Tradicionalmente, un presidente podía negociar con media docena de ancianos y poderosos titulares de la presidencia de distintos comités y esperar que le entregasen los votos necesarios para aprobar su programa legislativo. Hoy, los presidentes de comités del Congreso no pueden disponer de los votos de los miembros más jóvenes de la Cámara, más de lo que pueden disponer la AFL-CIO de los votos de sus afiliados o la Iglesia católica de los de sus fieles. Por infortunado que ello les pueda parecer a los anticuados y atareados presidentes, la gente —incluidos los miembros del Congreso— está ahora pensando más por su propia cuenta y aceptando menos sumisamente las órdenes. Pero todo esto hace imposible que el Congreso, tal como está actualmente estructurado, preste una mantenida atención a ninguna cuestión o responda rápidamente a las necesidades de la nación.
Refiriéndose al «frenético ritmo», un informe de la Cámara de Compensación del Congreso sobre el Futuro resume vívidamente la situación: «Crisis de creciente complejidad y que se suceden a la velocidad de la luz, tales como votaciones en una sola semana sobre la liberalización de la gasolina, Rodesia, el canal de Panamá, un nuevo Departamento de Educación, impuestos sobre productos alimenticios, autorización de la AMTRAK, eliminación de residuos sólidos y normas para la protección de especies en peligro de extinción, están conviniendo al Congreso, que en otro tiempo fuera escenario de minuciosos y reflexivos debates… en el hazmerreír de la nación».
Evidentemente, los procesos políticos varían de un país industrial a otro, pero en todos ellos actúan fuerzas similares. «Los Estados Unidos no son el único país que parece confuso y paralizado —declara U. S. News & World Repon—. Échese un vistazo a la Unión Soviética… Ninguna respuesta a las propuestas americanas de control de armas nucleares. Largas demoras en la negociación de acuerdos comerciales con naciones capitalistas y socialistas. Trato confuso al presidente francés Giscard d’Estaing durante una visita oficial. Indecisión sobre la política en el Oriente Medio. Exhortaciones contradictorias a los comunistas de la Europa Occidental para que se opongan y cooperen con los Gobiernos nacionales… Incluso en un sistema de partido único es casi imposible proyectar políticas firmes… ni reaccionar con rapidez ante problemas complejos».
En Londres, un miembro del Parlamento nos dice que el Gobierno central está «enormemente sobrecargado», y Sir Richard Marsh, ex ministro del Gobierno y actual presidente de la British Newspaper Publishers Association, declara que «la estructura del Parlamento ha permanecido relativamente invariable durante los últimos 250 años y no es adecuada a la actividad de toma de decisiones que es necesaria hoy… La Cámara entera es totalmente ineficaz —dice—, y el Gabinete no es mucho mejor».
¿Y qué decir de Suecia, con su inestable Gobierno de coalición difícilmente capaz de resolver la cuestión nuclear que ha dividido al país durante casi una década? ¿O de Italia, con su terrorismo y sus recurrentes crisis políticas, incapaz hasta de formar un Gobierno que dure seis meses?
Nos estamos enfrentando con una nueva y amenazadora verdad. Las convulsiones y crisis políticas que surgen ante nosotros no pueden ser resueltas por líderes —fuertes o débiles—, mientras esos líderes se vean obligados a actuar a través de instituciones inapropiadas, desmoronadas y sobrecargadas.
Un sistema político no sólo debe ser capaz de adoptar decisiones y hacerlas cumplir; debe operar a la escala adecuada, debe ser capaz de integrar políticas distintas, debe ser capaz de tomar decisiones con la rapidez necesaria y debe reflejar la diversidad de la sociedad y responder a ella. Si no reúne alguno de estos requisitos, se expone al desastre. Nuestros problemas no son ya cuestión de «izquierda» o «derecha», de «autoridad fuerte» o «autoridad débil». El sistema de decisión mismo se ha convertido en una amenaza.
Lo verdaderamente asombroso en la actualidad es que nuestros Gobiernos continúen funcionando. Ningún presidente de corporación intentaría gobernar una gran compañía con un cuadro organizativo diseñado por vez primera por la pluma de ave de algún antepasado del siglo XVIII, cuya única experiencia directiva consistiese en administrar una granja. Ningún piloto en su sano juicio intentaría tripular un reactor supersónico con los antiguos instrumentos de navegación y control de que disponían Blériot o Lindbergh. Sin embargo, esto es aproximadamente lo que estamos intentando hacer en el plano político.
La rápida obsolescencia de nuestros sistemas políticos de la segunda ola, en un mundo erizado de armas nucleares y situado al borde mismo del colapso económico o ecológico, crea una amenaza extrema para toda la sociedad… no sólo para los marginados, sino también para los integrados; no sólo para los pobres, sino también para los ricos, así como para las partes no industriales del mundo. Pues el peligro inmediato que nos acecha a todos radica no tanto en los usos calculados del poder por parte de quienes lo ostentan, cuanto en los efectos secundarios, no calculados, de decisiones generadas por máquinas decisorias político-burocráticas tan peligrosamente anacrónicas, que incluso las mejores intenciones pueden abocar a catastróficos resultados.
Nuestros llamados sistemas políticos «contemporáneos» están copiados de modelos inventados antes de la aparición del sistema fabril… antes de los alimentos en conserva, la refrigeración, la luz de gas o la fotografía, antes del horno Bessemer o la introducción de la máquina de escribir, antes de la invención del teléfono, antes de que Orville y Wilbur Wright se remontaran en el aire, antes de que el automóvil y el avión acortaran las distancias, antes de que la radio y la televisión empezaran a forjar su alquimia en nuestras mentes, antes de la muerte industrializada de Auschwitz, antes del gas paralizador y de los proyectiles nucleares, antes de los computadores, las máquinas multicopistas, las píldoras anticonceptivas, los transistores y los rayos láser. Fueron creados en un mundo intelectual que es casi inimaginable… un mundo anterior a Marx, anterior a Darwin, anterior a Freud, anterior a Einstein.
Esta es, pues, la cuestión política más importante con que nos enfrentamos: la obsolescencia de nuestras más fundamentales instituciones políticas y gubernamentales.
A medida que vamos siendo sacudidos por una crisis tras otra, surgirán de entre los despojos ambiciosos Hitlers y Stalins para decirnos que ha llegado el momento de resolver nuestros problemas prescindiendo no sólo de nuestros anticuados artilugios institucionales, sino también de nuestra libertad. Al adentrarnos en la Era de la tercera ola, los que queramos ampliar la libertad humana no podremos hacerlo con sólo defender nuestras instituciones existentes. Tendremos que —como hicieron hace dos siglos los padres fundadores de América— inventar otras nuevas.