A medida que irrumpe en nuestras vidas cotidianas una nueva civilización nos vamos preguntando si no nos habremos quedado anticuados también nosotros. Al ser puestos en cuestión tantos de nuestros valores, costumbres, rutinas y respuestas, no es de extrañar que a veces nos sintamos gentes del pasado, reliquias de la civilización de la segunda ola. Pero si algunos de nosotros somos realmente anacronismos, ¿hay también entre nosotros gentes del futuro, ciudadanos anticipativos, por así decirlo, de la próxima civilización de la tercera ola? Cuando contemplamos la decadencia y la desintegración que nos rodean, ¿podemos ver los emergentes rasgos de la personalidad del futuro, el advenimiento, por así decirlo, de un «hombre nuevo»?
Si es así, no sería la primera vez que se cree percibir en el horizonte un homme nouveau. En un brillante ensayo, André Reszler, director del Centro de Cultura Europea, ha descrito anteriores intentos de predecir el advenimiento de un nuevo tipo de ser humano. Por ejemplo, a finales del siglo XVIII hubo el «Adán americano», hombre nacido en América del Norte y supuestamente desprovisto de los vicios y defectos del europeo. A mediados del siglo XX se supuso que el hombre nuevo había de aparecer en la Alemania de Hitler. «El nazismo —escribió Hermann Rauschning— es más que una religión; es la voluntad de crear el superhombre». Este robusto «ario» sería en parte campesino, en parte guerrero, en parte Dios. «Yo he visto al hombre nuevo —confió una vez Hitler a Rauschning—. Es intrépido y cruel. Me he sentido asustado ante él».
La imagen de un hombre nuevo —pocos hablan jamás de una «mujer nueva», excepto como rectificación— obsesionó también a los comunistas. Los soviéticos hablan todavía de la llegada del «hombre socialista». Pero fue Trotski quien más poéticamente se expresó sobre el humano del futuro. El hombre será incomparablemente más fuerte, más sabio y más perceptivo. Su cuerpo se tornará más armonioso; sus movimientos, más rítmicos; su voz, más melodiosa.
Sus formas de vida adquirirán una calidad intensamente dramática. El hombre medio alcanzará el nivel de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx”.
Hace nada más que una o dos décadas, Frantz Fanón anunciaba el advenimiento de un hombre nuevo que tendría una «mente nueva». Che Guevara veía su hombre ideal del futuro como poseedor de una vida interior más rica. Cada imagen es diferente.
Pero Reszler señala persuasivamente que, por detrás de la mayor parte de estas imágenes del «hombre nuevo» acecha nuestro viejo conocido el noble salvaje, una criatura mítica dotada de toda clase de cualidades que la civilización, supuestamente, ha corrompido o difuminado. Reszler pone adecuadamente en tela de juicio esta idealización de lo primitivo, recordándonos que los regímenes que han intentado conscientemente engendrar un «hombre nuevo» han dejado, de ordinario, una estela de asolación totalitaria.
Por tanto, sería necio anunciar una vez más el nacimiento de un «hombre nuevo» (salvo que, ahora en que los ingenieros genéticos están en ello, utilicemos la expresión en un aterrador y estricto sentido biológico). La idea sugiere un prototipo, un único modelo ideal que la civilización entera se esfuerza por emular. Y en una sociedad que avanza rápidamente hacia la desmasificación, nada es más inverosímil.
No obstante, sería igualmente necio creer que unas condiciones materiales de vida fundamentalmente modificadas no afectan en absoluto a la personalidad o, para expresarlo con mayor precisión, al carácter social. A medida que cambiamos la estructura profunda de la sociedad, modificamos también a las personas. Aunque se creyera en una inmutable naturaleza humana, generalizada opinión que yo no comparto, la sociedad seguiría premiando y favoreciendo ciertos rasgos y penalizando otros, originando con ello cambios evolutivos en la distribución de características entre la población.
El psicoanalista Erich Fromm, que es quizá quien mejor ha escrito acerca del carácter social, lo define como «esa parte de la estructura de su carácter que es común a la mayoría de los miembros del grupo». En toda cultura —nos dice — existen características ampliamente compartidas que componen el carácter social. A su vez, el carácter social moldea a las personas de tal modo que «su comportamiento no es cuestión de decisión consciente respecto a si seguir o no la pauta social, sino de desear actuar como tienen que actuar y, al mismo tiempo, encontrar gratificación en actuar conforme a las exigencias de la cultura».
Por tanto, lo que la tercera ola está haciendo no es crear algún superhombre ideal, alguna nueva especie heroica que desfile majestuosamente entre nosotros, sino introducir cambios espectaculares en las características distribuidas por nuestra sociedad… no un hombre nuevo, sino un carácter social nuevo. Por consiguiente nuestra tarea no es buscar al mítico «hombre», sino las características que más probablemente habrán de ser estimadas por la civilización del mañana.
Estos rasgos de carácter no son simple consecuencia (ni reflejo) de presiones exteriores sobre las personas. Surgen de la tensión que existe entre los deseos o impulso internos de muchos individuos y los impulsos o presiones externas de la sociedad. Pero, una vez formados, estos compartidos rasgos de Carácter desempeñan un influyente papel en el desarrollo económico y social de la sociedad.
Por ejemplo, la llegada de la segunda ola que acompañada por la extensión de la ética protestante, con su énfasis sobre la sobriedad, el esfuerzo incesante y el aplazamiento de la gratificación, rasgos que canalizaron enormes energías a las tareas de desarrollo económico. La segunda ola originó también cambios en la objetividad-subjetividad, individualismo, actitudes hacia la autoridad y en la capacidad para pensar abstractamente, para enfatizar y para imaginar.
A fin de que los campesinos fueran introducidos en la fuerza de trabajo industrial, había que darles los primeros rudimentos de la cultura. Tenían que ser educados, informados y moldeados. Debían comprender que era posible otra forma de vida. Por tanto, se necesitaban gran número de personas con capacidad para imaginarse a sí mismas en un nuevo papel y una nueva situación. Había que liberar sus mentes del presente. Así, del mismo modo que tuvo que democratizar en cierta medida las comunicaciones y la política, el industrialismo se vio también obligado a democratizar la imaginación.
El resultado de tales cambios psicoculturales fue una modificada distribución de rasgos, un nuevo carácter social. Y en la actualidad nos encontramos de nuevo al borde de una similar conmoción psicocultural.
El hecho de que nos estemos alejando de una uniformidad orwelliana de la segunda ola hace difícil generalizar sobre la psiquis emergente. En este punto, más aún que en cualesquiera otros referentes al futuro, no podemos hacer más que especular.
No obstante, podemos señalar los poderosos cambios que es probable influyan en el desarrollo psicológico de la sociedad de la tercera ola. Y esto nos lleva a cuestiones —ya que no conclusiones— fascinantes. Pues estos cambios afectan a la crianza de los hijos, a la educación, la adolescencia, el trabajo e incluso al modo en que formamos las imágenes de nosotros mismos. Y es imposible cambiar todo esto sin alterar profundamente todo el carácter social del futuro.
En primer lugar, es probable que el niño de mañana crezca en una sociedad mucho menos centrada en el niño que la nuestra.
El envejecimiento de la población en todos los países de alta tecnología implica una mayor atención pública a las necesidades de los viejos y una atención correlativamente menor a los jóvenes. Además, a medida que las mujeres desempeñan empleos o profesiones en la economía de intercambio, disminuye la tradicional necesidad de canalizar todas sus energías hacia la maternidad.
Durante la segunda ola, millones de padres vivían sus propios sueños a través de sus hijos… a menudo porque podían razonablemente esperar que sus hijos tendrían más éxito social y económico que ellos. Esta expectativa de movilidad hacia arriba estimulaba a los padres a concentrar enormes energías psíquicas en sus hijos. Hoy, muchos padres de la clase media se enfrentan con la angustiosa desilusión de ver que sus hijos —en un mundo mucho más difícil— descienden, en lugar de ascender, por la escala socioeconómica. Se está evaporando la posibilidad de una realización subrogada.
Por estas razones, es probable que el niño del mañana entre al nacer en una sociedad que ya no estará obsesionada —quizá ni siquiera terriblemente interesada— por las necesidades, deseos, desarrollo psicológico y gratificación instantánea del niño. De ser así, el doctor Spocks del mañana urgirá a una infancia más estructurada y exigente. Los padres serán menos permisivos.
Y tampoco —sospecha uno— será la adolescencia un proceso tan prolongado y penoso como lo es hoy para tantos. Millones de niños se están criando en hogares uniparentales, con madres (o padres) trabajadoras estrujadas por una errática economía y con menos lujo y tiempo de los que tenía a su disposición la generación de niños de los años sesenta.
Otros, más adelante, es probable que se críen en familias que trabajan en su propia casa o vivan en un hogar electrónico. Al igual que en muchas familias de la segunda ola agrupadas en torno a un negocio familiar, podemos esperar que los niños del hogar electrónico del mañana sean atraídos directamente a las tareas laborales de la familia y reciban una creciente responsabilidad ya desde una edad temprana.
Esto sugiere una infancia y una juventud más cortas, pero más responsables y productivas. Trabajando al lado de los adultos, es probable que los niños de tales hogares se hallen menos sujetos a presiones de los de su edad. Pueden muy bien convertirse en los grandes triunfadores del mañana.
Durante la transición a la nueva sociedad, y allá donde exista escasez de puestos de trabajo, los sindicatos de la segunda ola lucharán, sin duda, por excluir a los jóvenes del mercado de trabajo fuera del hogar. Los sindicatos (y los maestros, estén o no sindicados) pugnarán por conseguir más años de educación obligatoria o semiobligatoria. En la medida en que lo logren, millones de jóvenes se verán forzados a permanecer en el penoso limbo de una prolongada adolescencia. Por tanto, es posible que presenciemos un agudo contraste entre los jóvenes que crecen de prisa a causa de precoces responsabilidades laborales en el hogar electrónico y los que maduran más lentamente en el exterior.
Sin embargo, a la larga podemos esperar que la educación cambie también. Habrá más aprendizaje fuera de la escuela que dentro de ella. Pese a las presiones de los sindicatos, los años de enseñanza obligatoria se irán reduciendo, en vez de aumentar. En lugar de practicarse una rígida separación por edades, se entremezclarán jóvenes y viejos. La educación se entretejerá e interpenetrará más con el trabajo y se dispersará más a lo largo de la vida. Y el trabajo mismo —ya se trate de producción para el mercado o de prosumo para el uso en el propio hogar— Comenzará probablemente a edad más temprana que en la última o dos últimas generaciones. Por estas razones, la civilización de la tercera ola puede muy bien favorecer rasgos completamente diferentes entre los jóvenes… menos reactividad hacia los iguales, menos orientación hacia el consumo y menos hedonismo. Ocurra o no así, una cosa es segura. El crecimiento será diferente. Y también las personalidades resultantes.
A medida que el adolescente madura y se lanza a la palestra laboral, nuevas fuerzas entran en juego en su personalidad, recompensando unos rasgos y castigando o penalizando otros.
A todo lo largo de la Era de la segunda ola, el trabajo en las fábricas y las oficinas fue haciéndose más repetitivo, especializado y dependiente del tiempo, y los patronos deseaban trabajadores que fuesen obedientes, puntuales y dispuestos a realizar tareas rutinarias. Los rasgos de carácter correspondientes eran fomentados por las escuelas y recompensados por la corporación.
Al extenderse la tercera ola sobre nuestra sociedad, el trabajo se va haciendo menos repetitivo, no más. Se hace menos fragmentado, y en él cada persona realiza una tarea un poco más grande, en lugar de un poco más pequeña. El horario flexible y la fijación del propio ritmo sustituyen la antigua necesidad de sincronización colectiva del comportamiento. Los trabajadores se ven obligados a habérselas con cambios más frecuentes en sus tareas, así como con una cegadora sucesión de traslados de personal, cambios de productos y reorganizaciones.
Por tanto, lo que los patronos de la tercera ola necesitan cada vez más es hombres y mujeres que acepten la responsabilidad, que comprendan cómo engrana su trabajo con el de los demás, que puedan nacerse cargo de tareas mayores, que se adapten con rapidez a nuevas circunstancias y que estén sensitivamente sintonizados con las personas que les rodean. La empresa de la segunda ola pagaba frecuentemente por un afanoso Comportamiento burocrático. La empresa de la tercera ola necesita personas que estén menos preprogramadas y sean más capaces de iniciativa propia. La diferencia —dice Donald Cono ver, director general de la sección educativa de la «Western Electric»— es como la que existe entre los músicos clásicos, que tocan cada nota conforme a una pauta predeterminada, y los improvisadores de jazz, que, tras decidir qué canción van a interpretar, van tomando pie sensitivamente uno en otro y, sobre esa base, deciden qué nota tocar a continuación.
Estas personas son complejas, individualistas, orgullosas de los aspectos en que se diferencian de los demás. Tipifican la fuerza de trabajo desmasificada que necesita la industria de la tercera ola.
Según el investigador de opinión Daniel Yankelovich, sólo el 56% de los trabajadores de los Estados Unidos —principalmente los de más edad— se hallan motivados todavía por incentivos tradicionales. Se sienten más satisfechos con directrices laborales estrictas y tareas claras. No esperan encontrar «significado» en su trabajo.
Por el contrario, un 17% de la fuerza de trabajo refleja ya los nuevos valores que emergen de la tercera ola. Jóvenes mandos intermedios en su mayoría, están —declara Yankelovich— «ávidos de más responsabilidad y más trabajo vital con un compromiso digno de su talento y su capacidad». Buscan significado, además de recompensa económica.
Para reclutar tales trabajadores, los patronos están empezando a ofrecer recompensas individualizadas. Esto ayuda a explicar por qué unas pocas empresas avanzadas (como «TRW Inc», la firma de alta tecnología establecida en Cleveland) ofrecen ahora a los empleados no un conjunto fijo de beneficios marginales, sino una tabla de vacaciones opcionales, servicios médicos, pensiones y seguros. Cada trabajador puede confeccionar el cuadro de sus propias necesidades. Dice Yankelovich: «No hay una única tabla de incentivos con que motivar a todo el espectro de la fuerza de trabajo». Además —añade—, en la escala de recompensas por el trabajo el dinero no tiene ya la misma eficacia motivadora que antes.
Nadie sugiere que estos trabajadores no quieran dinero. Ciertamente, lo quieren. Pero, una vez alcanzado un determinado nivel de ingresos, sus deseos varían ampliamente. Incrementos adicionales de dinero no ejercen ya el mismo impacto que antes sobre el comportamiento. Cuando el Banco de América, de San Francisco, ofreció al vicepresidente adjunto Richard Easley el ascenso a una sucursal situada a sólo veinte millas de distancia, Easley se negó a aceptar el señuelo. No quería tener que estar desplazándose todos los días. Hace una década, cuando El «shock» del futuro describió por primera vez la tensión derivada de la movilidad del trabajo, sólo un 10% de empleados se resistían a un traslado. La cifra se ha elevado hasta situarse entre un tercio y un medio, según la «Merrill Lynch Relocation Management, Inc», aun cuando los traslados van con frecuencia acompañados de un aumento de sueldo más sustancioso que lo habitual. «La balanza se ha desplazado definitivamente desde cuadrarse ante el jefe y marcharse a Tombuctú, hacia un mayor énfasis en la familia y en el estilo de vida», dice un vicepresidente de la «Celanese Corporation». Como la corporación de la tercera ola, que debe responder a algo más que al beneficio, el empleado tiene también «líneas básicas múltiples».
Mientras tanto, están cambiando también las más arraigadas pautas de autoridad. En las empresas de la segunda ola, cada empleado tiene un único jefe. Las disputas entre empleados son presentadas al jefe para su resolución. En las nuevas organizaciones de matriz, el estilo es completamente distinto. Los trabajadores tienen más de un jefe al mismo tiempo. Personas de diferente categoría y de distintas especialidades se reúnen en grupos «adhocráticos» temporales. Y, en palabras de Davis y Lawrence, autores de un texto clásico sobre el tema: «Las diferencias… se resuelven sin un jefe común al que pueda acudirse para que ejerza una función de arbitraje… La suposición es en la matriz que el conflicto puede ser saludable… las diferencias son objeto de estima y las personas expresan sus opiniones aunque sepan que otros pueden no estar de acuerdo».
Este sistema penaliza a los trabajadores que manifiestan una obediencia ciega. Recompensa a los que —dentro de ciertos límites— replican. En las industrias de la segunda ola, los trabajadores que buscan significado, que cuestionan la autoridad, que quieren tener poder de iniciativa o que exigen que su trabajo sea socialmente responsable, pueden ser considerados perturbadores. Pero las industrias de la tercera ola no pueden funcionar sin ellos.
Por consiguiente, en conjunto estamos viendo un sutil pero profundo cambio en los rasgos de personalidad recompensados por el sistema económico, un cambio que no puede por menos de moldear el emergente carácter social.
No es sólo la crianza de los niños, la educación y el trabajo lo que influirá en el desarrollo de la personalidad en la civilización de la tercera ola. Fuerzas más profundas aún están actuando sobre la psiquis del mañana. Pues en la economía hay algo más que puestos laborales o trabajo remunerado.
He sugerido antes que podríamos concebir la economía como compuesta de dos sectores, uno en el que producimos artículos para el intercambio, y otro en el que hacemos cosas para nuestro propio uso. Uno es el mercado, o sector de producción; el otro, el sector del prosumidor. Y cada uno de ellos ejerce sobre nosotros sus propios efectos psicológicos. Pues cada uno promueve su propia ética, su propia escala de valores y su propia definición del éxito.
Durante la segunda ola, la vasta expansión de la economía de mercado —tanto capitalista como socialista— estimuló una ética adquisitiva. Dio lugar a una definición angostamente económica del éxito personal.
Pero —como hemos visto— el avance de la tercera ola va acompañado de un extraordinario aumento en la actividad de autoayuda o del «hágalo-usted-mismo», es decir, del prosumo. Más allá de su consideración como simple entretenimiento, esta producción para el uso es probable que adquiera una mayor significación económica. Y a medida que va ocupando una cantidad mayor en nuestro tiempo y nuestra energía, empieza también a moldear las vidas y el carácter social.
En vez de clasificar a las personas por lo que poseen, como hace la ética del mercado, la ética del prosumidor atribuye un elevado valor a lo que hacen. Tener mucho dinero es todavía un factor de prestigio. Pero también cuentan otras características. Figuran entre ellas la seguridad en sí mismo, la capacidad de adaptarse y sobrevivir en condiciones difíciles y la capacidad de hacer cosas con las propias manos… ya se trate de construir una cerca, guisar una comida, confeccionarse la propia ropa o restaurar un arcón antiguo.
Además, mientras la ética de producción o del mercado ensalza la especialización, la ética del prosumidor propugna la generalización. La multiplicidad de aptitudes es objeto de estimación. A medida que la tercera ola va equilibrando mejor en la economía la producción para el intercambio y la producción para el uso, empezamos a oír un crescendo de demandas de una forma de vida más «equilibrada».
Este desplazamiento de actividad desde el sector de la producción al sector del prosumo sugiere también la introducción de otra clase de equilibrio en las vidas de las personas. Un número cada vez mayor de trabajadores dedicados a producir para el mercado se pasan el tiempo tratando con abstracciones —palabras, números, modelos—, y sólo muy poco o nada con personas conocidas.
Para muchos, ese trabajo mental puede ser fascinante y recompensador. Pero va acompañado con frecuencia por la sensación de hallarse disociado, separado, de las vistas, sonidos, tactos y emociones corrientes de la existencia cotidiana. De hecho, gran parte de la glorificación actual de los oficios manuales, la jardinería, las modas campesinas y lo que podríamos denominar «elegancia de camionero» puede ser una compensación de la creciente marea de abstracción en el sector de la producción.
Por el contrario, en el prosumo tratamos de ordinario con una realidad más concreta e inmediata, actuando en contacto directo con las cosas y las personas. A medida que las personas dividen su tiempo, actuando como trabajadores a jornada parcial y prosumidores a jornada parcial, se hallan en situación de disfrutar de lo concreto además de lo abstracto, los placeres complementarios del trabajo mental y el manual. La ética del prosumidor vuelve a hacer respetable el trabajo manual, después de trescientos años de menosprecio. Y también este nuevo equilibrio es probable que influya en la distribución de los rasgos de personalidad.
De manera similar, hemos visto que, con el auge del industrialismo, la extensión del trabajo fabril altamente interdependiente estimuló a los hombres a tornarse objetivos, mientras que la permanencia en el hogar y el trabajar en tareas de baja interdependencia fomentó la subjetividad entre las mujeres. En la actualidad, al afluir más mujeres a puestos de trabajo destinados a la producción para el mercado, también ellas van siendo crecientemente objetivizadas. Se las anima a «pensar como un hombre». A la inversa, a medida que son más los hombres que permanecen en el hogar, asumiendo una mayor participación en las faenas caseras, disminuye su necesidad de «objetividad». Se «subjetivizan».
El día de mañana, al ir repartiendo muchas personas de la tercera ola sus vidas entre el trabajo a tiempo parcial en grandes empresas u organizaciones interdependientes y el trabajo también a tiempo parcial para ellas mismas y sus familias en pequeñas unidades autónomas de prosumo, puede que alcancemos un nuevo equilibrio entre objetividad y subjetividad en ambos sexos.
En lugar de admitir una actitud «masculina» y una actitud «femenina», ninguna de ellas bien equilibrada, el sistema puede recompensar a las personas que sean saludablemente capaces de ver el mundo a través de ambas perspectivas. Subjetivistas objetivos… y viceversa.
En resumen, con la creciente importancia del prosumo para la totalidad de la economía, esbozamos otra acelerada corriente de cambio psicológico. El impacto combinado de cambios básicos en la producción y el prosumo, juntamente con los profundos cambios en la crianza de los niños y la educación, promete reconfigurar nuestro carácter social tan dramáticamente al menos como lo hizo la segunda ola hace trescientos años. Un nuevo carácter social está germinando entre nosotros.
De hecho, aunque cada una de estas previsiones resultara equivocada, si todos los cambios que estamos empezando a ver fueran a invertirse, todavía queda una poderosa razón para esperar una erupción en la psicosfera. Esa razón se resume en cuatro palabras: «revolución de las comunicaciones».
El vínculo entre comunicaciones y carácter es complejo, pero irrompible. No podemos transformar todos nuestros medios de comunicación y esperar continuar inalterados como personas. Una revolución en los medios de comunicación debe significar una revolución en la psiquis.
Durante el período de la segunda ola, la gente se bañaba en un mar de imaginería producida en serie. Unos relativamente pocos y centralmente Producidos periódicos, revistas, programas de radio y televisión y películas alimentaban lo que los críticos denominaban una «conciencia monolítica». Se incitaba continuamente a los individuos a compararse con un número relativamente pequeño de modelos y a valorar sus estilos de vida en relación a unas pocas posibilidades. En consecuencia, la gama de estilos de personalidad socialmente aprobados era relativamente reducida.
La desmasificación actual de los medios de comunicación presenta una deslumbrante diversidad de modelos y estilos de vida con los que compararse. Además, estos nuevos medios de comunicación no nos suministran trozos plenamente formados, sino quebrados fragmentos y destellos de imágenes. En vez de dársenos una selección de identidades coherentes entre las que elegir, se nos exige que ensamblemos nosotros una: un «yo» configurador o modular. Esto es mucho más difícil y explica por qué tantos millones de personas están buscando desesperadamente una identidad.
Empeñados en ese esfuerzo, desarrollamos una sublimada conciencia de nuestra propia individualidad, de los rasgos que nos hacen únicos. Cambia, así, la imagen que de nosotros mismos tenemos. Exigimos ser vistos y tratados como individuos, y esto sucede precisamente en el momento en que el nuevo sistema de producción requiere más trabajadores individualizados.
Además de ayudarnos a cristalizar lo que es puramente personal en nosotros, los nuevos medios de comunicación de la tercera ola nos convierten en productores —o, mejor dicho, en prosumidores— de nuestro propio conjunto de imágenes.
El poeta y crítico social alemán Hans Magnus Enzensberger ha hecho notar que en los medios de comunicación de ayer la «distinción técnica entre receptores y transmisores refleja la división social del trabajo en productores y consumidores». A todo lo largo de la Era de la segunda ola, esto significó que los consumidores profesionales producían los mensajes para el público. El público se veía impotente para responder directamente a los que enviaban los mensajes a interactuar con ellos de otra manera.
Por el contrario, la característica más revolucionaria de los nuevos medios de comunicación es que muchos de ellos son interactivos, permitiendo que cada usuario individual haga o envíe imágenes, además de, simplemente, recibirlas desde el exterior. Cable bidireccional, videocassette, copiadoras y grabadoras baratas, todo ello pone los medios de comunicación en manos del individuo.
Tendiendo la vista hacia delante, cabe imaginar una época en que incluso la televisión corriente sea interactiva, de tal modo que, en vez de limitarnos a contemplar a algún Archie Bunker o Mary Tyler Moore del futuro, podamos realmente hablar con ellos e influir sobre su comportamiento en el programa. Incluso ahora, el sistema de cable Qube hace tecnológicamente posible que los espectadores de un programa dramático llamen al director para acelerar o reducir el ritmo de la acción o elegir un final con preferencia a otro.
La revolución de las comunicaciones nos da a cada uno una imagen más compleja de nosotros mismos. Nos diferencia más. Acelera el proceso mismo por el que «probamos» diferentes imágenes del yo y, de hecho, aceleran nuestro movimiento a través de imágenes sucesivas. Nos hace posible proyectar electrónicamente nuestra imagen al mundo. Y nadie sabe con exactitud cuál será el efecto de todo esto sobre nuestras personalidades. Pues en ninguna civilización hemos tenido jamás herramientas tan poderosas. Poseemos cada vez más la tecnología de la conciencia.
El mundo en que rápidamente estamos entrando es tan ajeno a nuestra experiencia pasada, que todas las especulaciones psicológicas al respecto resultan poco firmes. Lo que se halla absolutamente claro, sin embargo, es que se está operando una confluencia de poderosas fuerzas sociales para alterar nuestro carácter social… hacer surgir ciertos rasgos, suprimir otros y, en el proceso, transformarnos a todos.
Al sobrepasar la civilización de la segunda ola, estamos haciendo algo más que pasar de un sistema de energía a otro, o de una base tecnológica a la siguiente. Estamos revolucionando también el espacio interior. A la luz de esto, sería absurdo proyectar el pasado sobre el futuro… describir a las personas de la civilización de la tercera ola en términos de la segunda ola.
Si nuestras suposiciones son nada más que parcialmente correctas, los individuos diferirán mañana mucho más vívidamente que hoy. Es probable que la mayoría de ellos maduren antes, demuestren responsabilidad a edad más temprana, sean más adaptables y patenticen mayor individualidad. Serían más propensos que sus padres a cuestionar la autoridad. Querrán dinero y trabajarán para obtenerlo, pero, salvo en condiciones de privación extrema, se resistirán a trabajar exclusivamente por dinero.
Por encima de todo, parece probable que anhelen tener equilibrio en sus vidas… equilibrio entre trabajo y juego, entre producción y prosumo, entre trabajo mental y trabajo manual, entre lo abstracto y lo concreto, entre objetividad y subjetividad. Y se verán y se proyectarán a sí mismos en términos mucho más complejos que cuantas personas hayan vivido antes.
Al ir madurando la civilización de la tercera ola, crearemos no un hombre o una mujer utópicos que descuellen sobre las gentes del pasado, no una raza sobrehumana de Goethes o Aristóteles (o Genghis Khans o Hitlers), sino simplemente y, espero, orgullosamente, una raza —y una civilización— que merezca ser llamada humana.
Pero ninguna esperanza de un resultado tal, ninguna esperanza de feliz transición a una nueva y decente civilización es posible a menos que nos enfrentemos a un último imperativo: la necesidad de transformación política. Y es esta perspectiva —aterrorizadora y estimulante a la vez— lo que exploramos en estas páginas finales. La personalidad del futuro debe encontrar su adecuación en la política del futuro.