Se está formando una nueva civilización. Pero, ¿dónde encajamos nosotros en ella? Los cambios tecnológicos y las agitaciones sociales actuales, ¿no significan el fin de la amistad, el amor, el compromiso, la comunidad y la solicitud hacia los demás? Las maravillas electrónicas del mañana, ¿no harán las relaciones humanas más vacías y distantes de lo que son hoy?
Son preguntas legítimas. Surgen de temores razonables, y sólo un ingenuo tecnócrata las desecharía a la ligera. Pues si miramos a nuestro alrededor, encontramos abundantes pruebas de derrumbamiento psicológico. Es como si hubiera estallado una bomba en nuestra «psicosfera» comunal. De hecho, estamos experimentando no sólo la ruptura de la tecnosfera, la infosfera o la sociosfera de la segunda ola, sino también la ruptura de su psicosfera.
En todas las naciones opulentas, la letanía resulta ya familiar: crecientes tasas de suicidio juvenil, niveles de alcoholismo vertiginosamente altos, depresión psicológica generalizada, vandalismo y delincuencia. En los Estados Unidos, las salas de urgencia se encuentran abarrotadas de jóvenes toxicómanos de las más diversas clases, por no mencionar las personas afectadas de «derrumbamientos nerviosos».
Las industrias de asistencia social y salud mental conocen un extraordinario auge en todas panes. En Washington, una comisión presidencial sobre salud mental anuncia que la cuarta parte de los ciudadanos de los Estados Unidos padecen alguna forma de grave tensión emocional. Y un psicólogo del Instituto Nacional de Salud Mental, afirmando que casi ninguna familia se halla libre de alguna forma de desorden mental, declara que «la turbación psicológica… se halla en extremo generalizada en una sociedad americana que se siente confusa, dividida y preocupada por su futuro».
Cierto que vagas definiciones y estadísticas poco fiables hacen sospechosas tales generaciones, y es doblemente cierto que las sociedades primitivas difícilmente constituían modelos de buena salud mental. Pero algo marcha terriblemente mal en nuestros días.
Se respira una enorme tensión en la vida cotidiana. Los nervios están de punta —como sugieren las riñas y disparos en el Metro o en las colas de los surtidores de gasolina—, y la gente es incapaz de dominarse. Millones de personas están literalmente hartas.
Están, además, crecientemente hostigadas por un ejército, que parece aumentar sin cesar, de matones y psicópatas cuyo comportamiento antisocial es frecuentemente presentado con atractivos rasgos en los medios de comunicación. En Occidente al menos vemos una perniciosa idealización de la locura, una glorificación del inquilino del «nido de cuco». Los best-sellers proclaman que la locura es un mito, y surge en Berkeley una revista literaria dedicada a la idea de que «locura, genio y santidad pertenecen al mismo reino y deben recibir la misma reputación y prestigio».
Entretanto, millones de individuos buscan frenéticamente su propia identidad o alguna terapia mágica que reintegre su personalidad, proporcione intimidad o éxtasis instantáneos o les conduzca a estados «superiores» de conciencia.
Para finales de los años setenta, un poderoso movimiento humano, extendiéndose hacia el Este desde California, había engendrado unas ocho mil «terapias» diferentes, compuestas de retazos de psicoanálisis, religión oriental, experimentación sexual, juegos y exaltación de la fe religiosa. En palabras de un estudio crítico, «estas técnicas eran pulcramente empaquetadas y distribuidas de costa a costa bajo nombres como Dinámica Mental, Arica y Control Mental Silva. La Meditación Transcendental estaba ya siendo ofrecida como los cursos de lectura rápida; la Dianética de Cienciología había estado difundiendo con arreglo a las más depuradas técnicas de mercado su propia terapia desde los años cincuenta. Al mismo tiempo, los cultos religiosos de América se sumaron al movimiento, desplegándose por todo el país en masivas acciones de proselitismo y recaudación de fondos».
Más importante que la floreciente industria de potencial humano es el movimiento evangélico cristiano. Dirigiéndose a los sectores más pobres y menos instruidos y mediante un sofisticado uso de la radio y la televisión, el movimiento de los «nacidos de nuevo» está conociendo un auge extraordinario. Buhoneros religiosos, subidos a su carro, mandan a sus seguidores en busca de salvación en una sociedad que presentan como decadente y condenada.
Esta oleada de malestar no ha golpeado con igual fuerza a todas las partes del mundo tecnológico. Por esta razón, lectores de Europa y otros lugares pueden sentirse tentados a considerarlo como un fenómeno típicamente americano, mientras en los propios Estados Unidos algunos lo consideran todavía como otra manifestación más de la famosa extravagancia californiana.
Ni una opinión ni otra podían estar más lejos de la verdad. Si la turbación y la desintegración psíquica se acusan con más evidencia en los Estados Unidos, y especialmente en California, ello no hace sino reflejar el hecho de que la tercera ola ha llegado un poco antes que a otros lugares, haciendo que las estructuras sociales de la segunda ola se desplomen antes y más espectacularmente.
En efecto, una especie de paranoia ha descendido sobre muchas comunidades, y no sólo en los Estados Unidos. En Roma y en Turín, los terroristas acechan por las calles. En París, e incluso en la antes pacífica Londres, aumenta el vandalismo. En Chicago, las personas de edad no se atreven a andar por las calles después del anochecer. En Nueva York crepita la violencia en las escuelas y en el Metro. Y en California una revista ofrece a sus lectores una guía supuestamente práctica de «cursos para el manejo de pistolas, perros adiestrados para el ataque, alarmas antirrobo, artilugios de seguridad personal, cursos de autodefensa y sistemas de seguridad computadorizados».
Hay un olor enfermizo en el aire. Es el olor de una agonizante civilización de la segunda ola.
Para crear una satisfactoria vida emocional y una sana psicosfera para la emergente civilización del mañana, debemos identificar tres requisitos básicos de todo individuo: las necesidades de comunidad, estructura y significado. La comprensión de cómo las socava el derrumbamiento de la sociedad de la segunda ola sugiere cómo podríamos empezar a diseñar un entorno psicológico más saludable para nosotros mismos y para nuestros hijos.
En primer lugar, toda sociedad debe engendrar un sentimiento de comunidad. La comunidad excluye la soledad. Da a la gente una sensación vitalmente necesaria de pertenencia. Sin embargo, actualmente las instituciones de las que depende la comunidad se están desmoronando en todas las tecnosociedades. El resultado es una plaga, en constante aumento, de soledad.
Desde Los Angeles hasta Leningrado, adolescentes, matrimonios desgraciados, padres o madres que viven solos, trabajadores corrientes y personas de edad avanzada, todos se quejan de aislamiento social. Los padres confiesan que sus hijos están demasiado ocupados para visitarlos e incluso telefonearles. En bares o lavanderías, desconocidos solitarios ofrecen lo que un sociólogo llama «esas confidencias infinitamente tristes». Clubs y discotecas para personas solas sirven de mercado de carne para divorciados desesperados.
La soledad es incluso un factor ignorado en la economía. ¿Cuántas amas de casa pertenecientes a la clase media alta, empujadas a la locura por el ensordecedor vacío de sus lujosos hogares suburbanos, han entrado en el mercado de trabajo para conservar su integridad mental? ¿Cuántos animales domésticos —y carretadas de comida especial para ellos— se compran para romper el silencio de un hogar vacío? La soledad sustenta gran parte de nuestras empresas de viajes y de diversión. Contribuye al consumo de drogas, a la depresión y al descenso de la productividad. Y crea una lucrativa industria de «corazones solitarios» que ofrece ayudar a localizar y cazar al compañero o compañera ideal.
El dolor de estar solo no es, por supuesto, nuevo. Pero la soledad se halla ahora tan extendida que, paradójicamente, se ha convertido en una experiencia compartida.
No obstante, la comunidad exige algo más que lazos emocionalmente satisfactorios entre los individuos. Requiere también fuertes lazos de lealtad entre los individuos y sus organizaciones. Del mismo modo que echan de menos la compañía de otros individuos, millones de personas se sienten hoy igualmente alejadas de las instituciones de que forman parte. Anhelan instituciones dignas de su respeto, su afecto y su lealtad.
La corporación ofrece una muestra de esto.
Al hacerse más grandes y más impersonales las compañías, y haberse diversificado en muchas actividades distintas, los empleados se han quedado sin apenas una sensación de misión compartida. El sentimiento de comunidad se halla ausente. La expresión misma de «lealtad a la empresa» posee unas resonancias arcaicas. De hecho, muchos consideran la lealtad a una empresa como una traición a la propia personalidad. En The Bottom Line, popular novela de Fletcher Knebel sobre los grandes negocios, la heroína le dice despectivamente a su marido, ejecutivo de una importante Compañía: «¡Lealtad a la empresa! Me da ganas de vomitar».
Excepto en Japón, donde todavía existe el sistema de empleo vitalicio y paternalismo empresarial —aunque para un porcentaje cada vez menor de la fuerza de trabajo—, las relaciones laborales son progresivamente transitorias y emocionalmente insatisfactorias. Incluso cuando las empresas hacen un esfuerzo por dar una dimensión social al empleo —una excursión anual, un equipo de bolos patrocinado por la empresa, una fiesta de Navidad en sus locales—, la mayor parte de las relaciones laborales son totalmente superficiales en la actualidad.
Por estas razones, pocas personas tienen hoy en día la sensación de pertenecer a algo más grande y mejor que ellas mismas. Esta cálida y participatoria sensación surge espontáneamente de vez en cuando en momentos de crisis, tensión, desastre o agitación social. Por ejemplo, las grandes huelgas estudiantiles de los años sesenta produjeron un fulgurante sentimiento de comunidad. Otro tanto puede decirse de las manifestaciones antinucleares actuales. Pero los movimientos y los sentimientos que suscitaron se están desvaneciendo. La comunidad está deficientemente servida.
Un indicio respecto a la plaga de soledad radica en nuestro creciente nivel de diversidad social. Desmasificando a la sociedad, acentuando las diferencias más que las semejanzas, ayudamos a las personas a individualizarse. Hacemos posible que cada uno de nosotros se aproxime más a la plena realización de sus potencialidades. Pero también hacemos más difícil el contacto humano. Pues Cuanto más individualizados somos, más difícil nos resulta encontrar un compañero o un amante que tenga los mismos intereses y aficiones, valores, horarios y gustos. Los amigos son también más difíciles de abordar. Nos volvemos más exigentes en nuestras relaciones sociales. Pero también los otros. El resultado es la formación de muchas relaciones mal armonizadas. O la ausencia total de relaciones.
Por tanto, la quiebra de la sociedad de masas, aunque ofreciendo la promesa de una autorrealización individual mucho mayor, está extendiendo, al menos por el momento, la angustia del aislamiento. Si la emergente sociedad de la tercera ola no ha de ser heladamente metálica, con un vacío por corazón, debe atacar frontalmente este problema. Debe restaurar la comunidad.
¿Cómo podríamos empezar a hacerlo?
Cuando comprendemos que la soledad no es ya una cuestión individual, sino un problema público creado por la desintegración de las instituciones de la segunda ola, hay muchísimas cosas que podemos hacer al respecto. Podemos empezar por donde generalmente empieza la comunidad: por la familia, ampliando sus reducidas funciones.
Desde la revolución industrial, la familia ha ido siendo progresivamente aliviada de la carga de los ancianos. Si hemos privado de esta responsabilidad a la familia, quizás haya llegado el momento de devolvérsela parcialmente. Sólo un estúpido nostálgico propugnaría el desmantelamiento de los sistemas de pensiones, tanto públicos como privados, o el que los ancianos dependieran por completo de sus familias, como antaño. Pero, ¿por qué no ofrecer incentivos fiscales y de otro tipo a las familias —incluyendo las no nucleares y no convencionales— que cuiden de sus mayores en lugar de internarlos en impersonales «hogares» de ancianos? ¿Por qué no recompensar, más que castigar económicamente, a quienes mantienen y fortalecen los lazos familiares a través de las generaciones?
El mismo principio se puede extender también a otras funciones de la familia. Se debe estimular a las familias a que asuman un papel mayor —no menor— en la educación de los jóvenes. Las escuelas deben ayudar a los padres dispuestos a enseñar a sus hijos en su propia casa, sin que sean considerados unos chiflados o unos violadores de la ley. Y los padres deben tener más influencia —no menos— en las escuelas.
Al mismo tiempo, las propias escuelas podrían hacer mucho para crear un sentido de pertenencia. En vez de calificar a los alumnos exclusivamente sobre la base de su actuación individual, se podría hacer depender parte de la calificación de cada alumno de la actuación de la clase como un todo, o de algún grupo formado dentro de ella. Esto prestaría un temprano y claro apoyo a la idea de que cada uno de nosotros tiene una responsabilidad hacia los demás. Con un poco de estímulo, los educadores imaginativos podrían encontrar mejores formas de promover un sentido de comunidad.
También las corporaciones podrían hacer mucho para empezar a formar nuevos lazos humanos. La producción de la tercera ola permite una descentralización y la existencia de unidades de trabajo más pequeñas y personales. Las empresas innovadoras podrían reforzar la moral y el sentido de pertenencia pidiendo a grupos de trabajadores que se organizasen en miniempresas o cooperativas y contratar directamente con estos grupos para la realización de trabajos específicos.
Este fraccionamiento de enormes corporaciones en pequeñas unidades autogestionadas no sólo liberaría enormes y nuevas energías productivas, sino que, al mismo tiempo, construiría la comunidad.
Norman Macrae, subdirector de The Economist, ha sugerido que «grupos semiautónomos de entre quizá 16 a 17 personas, que decidieran trabajar juntas como amigos, deberían recibir de las fuerzas del mercado la información del módulo de rendimiento por el que se pagará y a razón de qué tasas por unidad de rendimiento, debiéndoseles permitir luego producirlos a su propia manera».
De hecho —continúa Macrae—, «quienes creen fructuosas cooperativas amistosas harán mucho bien a la sociedad, y quizá merezcan algunas subvenciones o beneficios fiscales». (Lo que resulta particularmente interesante al respecto es que se podrían crear cooperativas dentro de una corporación dotada de ánimo de lucro e incluso Compañías dotadas de ánimo de lucro dentro del marco de una empresa de producción socialista).
Las corporaciones podrían revisar también sus prácticas de jubilación. Expulsar de pronto a un trabajador de edad avanzada no sólo priva al individuo de un sueldo regular y completo y elimina lo que la sociedad considera una función productiva, sino que trunca también muchos lazos sociales. ¿Por qué no planes de jubilación más parcial y programas que destinen a personas semijubiladas a trabajar en servicios de la comunidad en régimen voluntario o de salario parcial?
Otro medio de construcción de la comunidad podría ser hacer entrar en contacto a las personas jubiladas y a los jóvenes. Se podría nombrar a las personas mayores de cada comunidad «profesores adjuntos» o «mentores», invitados a enseñar algunos de sus conocimientos prácticos sobre una base voluntaria o a tiempo parcial, o recibir regularmente a un alumno para su instrucción. Bajo supervisión escolar, los fotógrafos jubilados podrían enseñar fotografía; los mecánicos de automóviles, a reparar un motor recalcitrante; los contables, a llevar libros de contabilidad, etc. En muchos casos, surgiría entre mentor y «mentado» un saludable lazo que iría más allá de la simple instrucción.
No es un pecado estar solo, y, en una sociedad cuyas estructuras se están desintegrando rápidamente, no debería ser un oprobio. Así, el remitente de una carta al Jewish Chronicle de Londres pregunta: «¿Por qué no parece "bien" acudir a grupos en los que está perfectamente claro que la razón de que todos se reúnan es conocer a personas del sexo opuesto?». La misma pregunta es aplicable a bares, discotecas y centros de vacaciones para personas solas. La carta señala que en los shtetls de la Europa Oriental, la institución del fhadchan, o casamentero, cumplía una finalidad útil al reunir a personas casaderas y que los despachos y servicios matrimoniales y otras agencias similares son igualmente necesarios hoy en día. «Debemos ser capaces de admitir abiertamente que necesitamos ayuda, contacto humano y una vida social».
Necesitamos muchos nuevos servicios —tanto tradicionales como innovadores— para ayudar a las personas solas a entrar en contacto de una manera digna. Algunas personas confían actualmente en los anuncios de «corazones solitarios» de las revistas para encontrar un compañero o un cónyuge. Podemos estar seguros de que, antes de que pase mucho tiempo, servicios de televisión por cable de tipo local o de barrio emitirán anuncios visuales para que los posibles compañeros puedan verse unos a otros antes de concertar una cita. (Uno sospecha que esos programas tendrían un enorme nivel de audiencia).
Pero, ¿deben limitarse este tipo de servicios a proporcionar contactos románticos? ¿Por qué no servicios —o lugares— a donde la gente pudiera acudir simplemente para hacer un amigo, no un amante o un cónyuge en potencia? La sociedad necesita esos servicios, y, siempre que sean honestos y decentes, no deberíamos sentirnos turbados por inventarlos y utilizarlos.
Al nivel de una política social a largo plazo deberíamos movernos también rápidamente hacia la «telecomunidad». Quienes desean la restauración de la comunidad deben concentrar la atención en el impacto socialmente fragmentador de los desplazamientos cotidianos y de la elevada movilidad. Como ya he escrito largamente sobre ello en El «shock» del futuro, no insistiré sobre el particular. Pero uno de los pasos clave que pueden darse a fin de crear un sentido de comunidad en la tercera ola es la sustitución selectiva del transporte por la comunicación.
Es ingenuo y simplista el temor popular de que los computadores y las telecomunicaciones nos priven del contacto directo y hagan más distantes y de segundo grado las relaciones humanas. De hecho, puede muy bien que sea lo contrario lo que ocurra. Si bien podrían atenuarse las relaciones de fábrica o de oficina, los lazos del hogar y de la comunidad podrían muy bien resultar fortalecidos mediante estas nuevas tecnologías. Los computadores y las telecomunicaciones pueden ayudarnos a crear comunidad.
Aunque no fuera más, pueden liberarnos a gran número de nosotros de la necesidad de los cotidianos desplazamientos, esa fuerza centrífuga que nos dispersa por la mañana y nos lanza a superficiales relaciones laborales, al tiempo que debilita nuestros lazos sociales, más importantes, del hogar y la comunidad. Al posibilitar que gran número de personas trabajen en su propio hogar (o en centros de trabajo situados en su mismo barrio), las nuevas tecnologías podrían dar lugar a familias más unidas y a una vida comunitaria más finamente granulada. El hogar electrónico puede resultar ser el más característico negocio familiar del futuro. Y, como hemos visto, podría conducir a una nueva unidad de trabajo familiar común con participación de los hijos (y, a veces, ampliada incluso para acoger también a extraños).
No es improbable que los matrimonios que se pasan mucho tiempo trabajando juntos en el hogar durante el día quieran salir por la noche. (Hoy, lo típico es que el que ha tenido que desplazarse para acudir a su trabajo se desplome en un sillón al volver a casa y se niegue a poner un pie fuera de ella). A medida que las comunicaciones empiecen a reemplazar los desplazamientos cotidianos, podemos esperar que se produzca una animada proliferación de restaurantes, teatros, bares y clubs de barrio, una revitalización de la actividad parroquial y de grupos voluntarios, y ello sobre una base total o principalmente de contacto directo.
Y tampoco hay que despreciar todas las relaciones de segundo grado. La cuestión no es simplemente que exista o no ese segundo grado, sino que exista pasividad e impotencia. Para una persona tímida o inválida, incapaz de salir de casa o temerosa de enfrentarse cara a cara con la gente, la emergente infosfera hará posible un interactivo contacto electrónico con otros que compartan aficiones o intereses similares —jugadores de ajedrez, coleccionistas de sellos, amantes de la poesía o aficionados a los deportes—, con los que podrían comunicar instantáneamente de un extremo a otro del país.
Por vicarias o de segundo grado que puedan ser, estas relaciones pueden proporcionar un antídoto contra la soledad mucho mejor que la televisión tal como la conocemos hoy, en la que los mensajes discurren en una sola dirección y el receptor pasivo se ve en la imposibilidad de interactuar con la parpadeante imagen de la pantalla.
Las comunicaciones, selectivamente aplicadas, pueden servir al objetivo de la telecomunidad.
En resumen, mientras construimos una civilización de la tercera ola, hay muchas cosas que podemos hacer para mantener y enriquecer, más que destruir, la comunidad.
Pero la reconstrucción de la comunidad debe ser considerada sólo como una pequeña parte de un proceso más amplio. Pues el derrumbamiento de las instituciones de la segunda ola quiebra también la estructura y el significado de nuestras vidas.
Los individuos necesitan una estructura vital. Una vida que carezca de estructura comprensible es un despojo desprovisto de sentido. La ausencia de estructura engendra derrumbamiento.
La estructura proporciona los puntos de referencia relativamente fijos que necesitamos. Por eso es por lo que, para muchas personas, un puesto de trabajo es psicológicamente crucial, por encima y más allá del sueldo. Al imponer claras demandas sobre su tiempo y su energía, proporciona un elemento de estructura en torno al que puede organizarse el resto de sus vidas. Las demandas absolutas impuestas a un padre por un hijo pequeño, la responsabilidad de atender a un inválido, la rígida disciplina exigida por la pertenencia a una iglesia o, en algunos países, a un partido político… todo esto puede también dar una sencilla estructura a la vida.
Enfrentados con la ausencia de una estructura visible, algunos jóvenes utilizan drogas para crearla. «El consumo de heroína —escribe el psicólogo Rollo May— da una forma de vida al joven. Habiendo sufrido una perpetua falta de finalidad, su estructura consiste ahora en cómo escapar de los policías, cómo obtener el dinero que necesita, dónde conseguir su próxima dosis… todo eso le da una nueva red de energía en sustitución de su anterior mundo desprovisto de estructura».
La familia nuclear, horarios socialmente impuestos, papeles bien definidos, visibles distinciones de rango social y líneas comprensibles de autoridad son factores que crearon una adecuada estructura vital para la mayoría de la gente durante la Era de la segunda ola.
En la actualidad, la disgregación de la segunda ola está disolviendo la estructura de muchas vidas individuales antes de que surjan las nuevas instituciones, con sus nuevas estructuras, de la tercera ola. Esto, y no simplemente un fracaso personal, explica por qué millones de personas experimentan actualmente la vida cotidiana como algo que carece de todo rastro de orden reconocible.
A esta pérdida de orden debemos añadir la pérdida de significado. El sentimiento de que nuestras vidas «cuentan» deriva de la existencia de relaciones dudables con la sociedad circundante, de la familia, la corporación, la Iglesia o el movimiento político. Depende también de que seamos capaces de considerarnos como parte de un orden de cosas más grande, incluso cósmico.
El súbito cambio de las reglas básicas operado hoy, la progresiva desaparición de papeles, distinciones de rango y líneas de autoridad, la inmersión en una cultura destellar y, sobre todo, la quiebra del gran sistema de pensamiento, la industrialidad, han hecho saltar en pedazos la imagen del mundo que la mayoría de nosotros llevamos en nuestros cerebros. En consecuencia, la mayoría de la gente que vuelve la vista sobre el mundo que le rodea no ve más que caos. Padecen una sensación de impotencia e inutilidad.
Sólo cuando ponemos todo esto en conexión —la soledad, la pérdida de estructura y la falta de significado que acompaña al declinar de la civilización industrial— podemos empezar a comprender algunos de los más desconcertantes fenómenos sociales de nuestro tiempo, de los cuales no es el menos importante el asombroso auge del culto religioso.
¿Por qué tantos miles de personas aparentemente inteligentes y bien situadas en la vida se dejan absorber por la miríada de cultos que en la actualidad están brotando en las grietas cada vez más anchas del sistema de la segunda ola? ¿Qué es lo que explica el control total que un Jim Jones fue capaz de ejercer sobre las vidas de sus seguidores?
Se estima en la actualidad que alrededor de tres millones de americanos pertenecen a unos mil cultos religiosos, los más importantes de los cuales llevan nombres como Iglesia de la Unificación, Misión de la Luz Divina, Haré Krishna y el Camino, cada uno de los cuales posee templos y delegaciones en la mayor parte de las grandes ciudades. Uno de ellos, la Iglesia de la Unificación de la Luna de Sun Myung, asegura tener entre sesenta mil y ochenta mil miembros, publica un periódico diario de Nueva York, posee en Virginia una factoría de envasado de pescado y muchas otras lucrativas empresas en distintos lugares. Sus mecánicamente alegres recolectores de fondos constituyen un espectáculo habitual.
Pero tales grupos no se limitan a los Estados Unidos. Un reciente y sensacional proceso judicial celebrado en Suiza llamó la atención internacional sobre el Centro de la Luz Divina, de Winterthur. «Los cultos, sectas y comunidades… son más numerosos en los Estados Unidos porque, también en esta materia, América lleva veinte años de adelanto al resto del mundo —dice el Economist, de Londres—. Pero existen también en Europa, Oriental y Occidental, y en muchos otros lugares». ¿Por qué esos grupos pueden imponer una dedicación y obediencia casi totales a sus miembros? Su secreto es sencillo. Comprenden la necesidad que la comunidad tiene de estructura y significado. Pues esto es lo que ofrecen los cultos.
Para las personas solitarias, los cultos ofrecen, al principio, amistad indiscriminada. Dice un funcionario de la Iglesia de la Unificación: «Si alguien se siente solo, hablamos con él. Hay por ahí muchas personas que se sienten solas». El recién llegado es rodeado de personas que ofrecen amistad y aprobación.
Muchos de los cultos imponen una vida comunitaria. Es tan extraordinariamente gratificadora esta súbita cordialidad y atención, que los miembros del culto están con frecuencia dispuestos a renunciar a todo contacto con sus familias y sus antiguos amigos, a donar al culto todas sus ganancias, a abstenerse del consumo de drogas e incluso de toda actividad sexual.
Pero el culto vende algo más que comunidad. Ofrece también la tan necesitada estructura. Los cultos imponen severas limitaciones al comportamiento. Exigen y crean una enorme disciplina; algunos llegan, incluso, hasta el extremo de imponer esa disciplina mediante palizas, trabajo forzado y sus propias formas de ostracismo o prisión. El psiquiatra H. A. S. Sukhdeo, de la Facultad de Medicina de Nueva Jersey, después de entrevistar a varios supervivientes del suicidio colectivo de Jonestown, concluye: «Nuestra sociedad es tan libre y permisiva, y las personas tienen tantas opciones entre las que elegir, que no pueden tomar efectivamente sus propias decisiones. Necesitan que otros tomen la decisión, y ellas la seguirán».
Un hombre llamado Sherwin Harris, cuya hija y cuya ex esposa figuraban entre los hombres y mujeres que siguieron a Jim Jones hasta la muerte en Guayana, lo ha resumido en una frase: «Esto es —dijo Harris— un ejemplo de a qué se someterán algunos americanos para dar una estructura a sus vidas».
El último producto vital lanzado al mercado por los cultos es «significado». Cada uno tiene su propia e ingenua versión de la realidad… religiosa, política o cultural. El culto posee la única verdad y presenta como mal informados o satánicos a los que viven en el mundo exterior y no reconocen el valor de esa verdad. El mensaje del culto es machaconamente comunicado al nuevo miembro en sesiones que duran todo el día y toda la noche. Es predicado incesantemente hasta que el adepto empieza a utilizar sus términos de referencia, su vocabulario y, finalmente, su metáfora de la existencia. El «significado» transmitido por el culto puede resultar absurdo para el extraño. Pero eso no importa.
De hecho, el contenido exacto y concreto del mensaje transmitido por el culto es casi incidental. Su poder radica en proporcionar síntesis, en ofrecer una alternativa a la fragmentada cultura destellar que nos rodea. Una vez aceptado por el nuevo adepto, el entramado de ideas le ayuda a organizar gran parte de la caótica información que le bombardea desde el exterior. Corresponda o no a la realidad exterior ese entramado de ideas, suministra un ordenado conjunto de cubículos en los que el miembro puede almacenar los datos que le llegan. Con ello alivia la tensión producida por la sobrecarga y la confusión. Suministra no verdad como tal, sino orden y, por tanto, significado.
Al dar al miembro del culto el sentido de que la realidad posee un significado —y que él debe comunicar ese significado a las personas ajenas al culto—, éste ofrece finalidad y coherencia en un mundo aparentemente incoherente.
Pero el culto vende comunidad, estructura y significado a un precio extraordinariamente alto: la ciega renuncia al propio yo. Para algunos, sin duda, ésta es la única alternativa a la desintegración personal. Mas para la mayoría de nosotros es demasiado caro el precio exigido por el culto.
Para conseguir que la civilización de la tercera ola sea a la vez cuerda y democrática, necesitamos hacer algo más que crear nuevas provisiones de energía o aceptar nueva tecnología. Necesitamos hacer algo más que crear comunidad. Necesitamos proporcionar también estructura y significado. Y, una vez más, hay cosas sencillas por las que podemos empezar.
Al nivel más simple e inmediato, ¿por qué no crear un cuadro de «organizaciones de vida» profesionales y paraprofesionales? Por ejemplo, probablemente necesitamos menos psicoterapeutas adentrándose como topos en el id y en el ego, y más personas que puedan ayudarnos, incluso en pequeños aspectos, a organizar nuestras propias vidas. Entre las expresiones de buenos propósitos que nunca llegan a cumplirse, figuran: «Mañana mismo empezaré a organizarme», o «voy a actuar con más sensatez».
Pero resulta cada vez más difícil estructurar la propia vida en las actuales condiciones de elevada agitación social y tecnológica. La quiebra de las estructuras normales de la segunda ola, el excesivo número de estilos de vida entre los que se puede optar y las oportunidades educativas… todo ello, como hemos visto, acrecienta la dificultad. Para los menos acomodados, las presiones económicas imponen una alta estructura. Para la clase media, y especialmente sus hijos, lo que ocurre es lo contrario. ¿Por qué no reconocerlo así?
Algunos psiquiatras realizan en la actualidad una función organizadora de la vida. En lugar de años en el diván, ofrecen ayuda práctica para encontrar trabajo, localizar a un amigo o amante, confeccionar un presupuesto, seguir una dieta alimenticia, etc. Necesitamos muchos más de estos asesores, suministradores de estructura, y no tenemos por qué avergonzarnos de solicitar sus servicios.
En materia de educación necesitamos prestar atención a cuestiones rutinariamente pasadas por alto. Pasamos largas horas tratando de impartir una variedad de cursos, por ejemplo, sobre la estructura del Gobierno o la estructura de la ameba. Pero, ¿cuánto esfuerzo se dedica a estudiar la estructura de la vida cotidiana… la forma en que se distribuye el tiempo, los usos personales del dinero, los lugares a los que se puede acudir en busca de ayuda en una sociedad que rebosa de complejidad? Damos por sentado que los jóvenes saben ya desenvolverse por nuestra estructura social. De hecho, la mayoría no tienen más que una confusa idea de la forma en que está organizado el mundo del trabajo, el mundo de los negocios. La mayoría de los estudiantes no conocen la arquitectura de la economía de su propia ciudad, ni la forma en que funciona la burocracia local, ni adonde hay que ir para presentar una denuncia contra un comerciante.
La mayoría ni siquiera saben cómo están estructuradas sus propias escuelas —incluso sus universidades—, ni mucho menos cómo están cambiando esas estructuras bajo el impacto de la tercera ola.
Necesitamos también considerar las instituciones suministradoras de estructura, incluidos los cultos. Una sociedad juiciosa debe proporcionar un espectro de instituciones, desde las que gozan de libertad de forma, hasta las que se hallan rígidamente estructuradas. Necesitamos aulas abiertas, así como escuelas tradicionales. Necesitamos organizaciones en las que sea fácil entrar y salir, así como rígidas órdenes monásticas (tanto seculares como religiosas).
En la actualidad parece ser demasiado amplio el abismo existente entre la estructura total ofrecida por el culto y la aparentemente falta total de estructura de que adolece la vida cotidiana.
Si encontramos repelente la absoluta sumisión exigida por muchos cultos, deberíamos quizás estimular la formación de lo que podríamos denominar «semicultos», situados entre la libertad desprovista de estructura y la regimentación rígidamente estructurada. De hecho, se podría estimular a organizaciones religiosas, vegetarianos y otras sectas o agrupaciones, a formar comunidades en que se imponga una estructura de carácter intermedio —entre moderada y alta— a quienes deseen vivir de esa manera. Se podría ejercer una cierta vigilancia sobre estos cultos para asegurar que no se cometían en ellos violencia física ni mental, abusos de confianza, extorsiones ni otras prácticas semejantes, y que sus normas permitían que personas necesitadas de una estructura externa pudieran pertenecer a ellos durante seis meses o un año y abandonarlos luego sin presiones ni recriminaciones.
A algunas personas les podría resultar útil vivir durante algún tiempo dentro de un semiculto, regresar luego al mundo exterior, volver a integrarse nuevamente en la organización durante otro período de tiempo, y así sucesivamente, alternando entre las demandas de una estructura impuesta y la libertad ofrecida por una sociedad más amplia. ¿No debería ser esto posible para ellas?
Tales semicultos sugieren también la necesidad de organizaciones seculares situadas entre la libertad de la vida civil y la disciplina del Ejército. ¿Por qué no una variedad de cuerpos de servicios civiles, organizados quizá por ciudades, sistemas escolares e incluso Compañías privadas para prestar servicios útiles a la comunidad sobre una base contractual, empleando a jóvenes que podrían vivir juntos bajo reglas disciplinarias estrictas y ser remunerados con sueldos equiparables a los de los militares? (Para aproximar estos sueldos al nivel ordinario, los miembros de estos cuerpos podrían recibir vales complementarios destinados a la enseñanza universitaria). Un «cuerpo anticontaminación», un «cuerpo de sanidad pública», un «cuerpo paramédico» o un cuerpo destinado a asistir a los ancianos… este tipo de organizaciones podrían ser altamente rentables tanto para la comunidad como para el individuo.
Además de suministrar servicios útiles y un cierto grado de estructura vital, estas organizaciones podrían ayudar también a introducir un muy necesario significado en las vidas de sus miembros, no una espúrea teología mística o política, sino el simple ideal de servicio a la comunidad.
Pero más allá de estas medidas necesitaremos integrar el significado personal con concepciones del mundo más amplias y comprensivas. No basta que las personas comprendan (o crean comprender) sus propias pequeñas aportaciones a la sociedad. Deben tener también algún sentido, aunque sea inarticulado y vago, de cómo encajan en el orden, más amplio, de las cosas. A medida que llega la tercera ola, necesitaremos formular nuevas concepciones del mundo, omnicomprensivas e integradoras —síntesis coherentes, no meros destellos—, que enlacen y armonicen todas las cosas.
Ninguna concepción del mundo puede captar por sí sola toda la verdad. Únicamente aplicando múltiples y temporales metáforas podemos obtener una imagen perfeccionada (aunque todavía incompleta) del mundo. Pero reconocer este axioma no equivale a decir que la vida carece de significado. De hecho, aunque la vida carezca de significado en algún sentido cósmico, podemos, y con frecuencia así lo hacemos, elaborar un significado extrayéndolo de convenientes relaciones sociales y representándonos a nosotros mismos como parte de un drama más amplio, el coherente desenvolvimiento de la Historia.
Por consiguiente, al construir la civilización de la tercera ola debemos ir más allá del ataque a la soledad. Debemos también empezar a proporcionar un entramado de orden y finalidad en la vida. Pues significado, estructura y comunidad son requisitos previos, íntimamente relacionados entre sí, para un futuro en el que se pueda vivir.
Al encauzar nuestros esfuerzos hacia la consecución de estos fines, será útil comprender que la actual angustia del aislamiento social, la impersonalidad, la carencia de estructura y la sensación de falta de significado que torturan a tantas personas son síntomas del desmoronamiento del pasado, más que anuncios del futuro.
Sin embargo, no será suficiente que cambiemos la sociedad. Pues a medida que moldeamos la civilización de la tercera ola a través de nuestras propias acciones y decisiones cotidianas, la civilización de la tercera ola nos irá, a su vez, moldeando a nosotros. Está haciendo su aparición una nueva psicosfera, que alterará fundamentalmente nuestro carácter. Y es esto —la personalidad del futuro— lo que ahora pasamos a considerar.