«Convulsivas agitaciones…», «inesperados levantamientos…», «conmociones brutales…». Los redactores de titulares buscan frenéticamente expresiones adecuadas para describir lo que ellos perciben como creciente desorden mundial. El alzamiento islámico en Irán les deja estupefactos. La súbita inversión de la política maoísta en China, el derrumbamiento del dólar, la nueva militancia de los países pobres, estallidos de rebelión en El Salvador o Afganistán… todos estos acontecimientos son considerados sorprendentes e inconexos frutos del azar. El mundo, se nos dice, está escorando hacia el caos.
Pero mucho de lo que parece anárquico no lo es. El brote de una nueva civilización sobre la Tierra no podía por menos de romper viejas relaciones, derribar regímenes y conmover todo el sistema financiero. Lo que parece caos es, en realidad, un masivo realineamiento de poder para acomodarse a la nueva civilización.
Cuando volvamos la vista atrás hacia los momentos actuales y los veamos como el crepúsculo de la segunda ola, nos entristecerá lo que veamos. Pues, al llegar a su fin, la civilización industrial dejaba tras de sí un mundo en el que una cuarta parte de la especie vivía en relativa opulencia, tres cuartas partes en relativa pobreza… y 800 millones de personas en lo que el Banco Mundial denomina pobreza «absoluta». Setecientos millones de personas estaban subalimentadas, y 550 millones eran analfabetas. En las postrimerías de la Era industrial se calculaba que 1.200 millones de seres humanos seguían sin tener acceso a instalaciones sanitarias públicas ni, incluso, a la posibilidad de disponer de agua potable.
Dejaba tras de sí un mundo en el que entre veinte y treinta naciones industrializadas dependían de las subvenciones ocultas de energía barata y materias primas baratas para gran parte de su éxito económico. Dejaba una infraestructura mundial —el Fondo Monetario Internacional, el GATT, el Banco Mundial y el COMECON— que regulaba el comercio y las finanzas en beneficio de las potencias de la segunda ola. Dejaba a muchos países pobres con economías de monocultivo destinadas a servir a las necesidades de los ricos.
La rápida aparición de la tercera ola no sólo prefigura el fin del imperio de la segunda ola; hace estallar también todas nuestras ideas convencionales sobre la terminación de la pobreza en el Planeta.
Desde finales de los años cuarenta, una única estrategia dominante ha gobernado la mayor parte de los esfuerzos encaminados a reducir el abismo existente entre los ricos y los pobres del mundo. Yo la llamo estrategia de la segunda ola.
Esta táctica parte de la premisa de que las sociedades de la segunda ola son la culminación del progreso evolutivo y que, para resolver sus problemas, todas las sociedades deben repetir la revolución industrial esencialmente tal como se desarrolló en Occidente, la Unión Soviética o Japón. El progreso consiste en desplazar a millones de personas de la agricultura a la producción en serie. Requiere urbanización, uniformización y todos los demás ingredientes de la segunda ola. En resumen, el desarrollo implica la fiel imitación de un modelo que se ha revelado ya eficaz.
Decenas de Gobiernos de un país tras otro han intentado llevar a cabo este plan. Unos pocos, como Corea del Sur o Taiwan, en los que prevalecen condiciones especiales, parecen estar consiguiendo crear una sociedad de la segunda ola. Pero la mayor parte de tales esfuerzos ha abocado al desastre.
Se ha achacado a una desconcertante multiplicidad de razones esta sucesión de fracasos en un país tras otro. Neocolonialismo. Mala planificación. Corrupción. Religiones retrógradas. Tribalismo. Corporaciones transnacionales. La CÍA. Ir demasiado despacio. Ir demasiado de prisa. Pero, cualesquiera que sean las razones, subsiste el hecho de que la industrialización conforme al modelo de la segunda ola ha fracasado muchas más veces que las que ha triunfado.
Irán constituye el caso más dramático en este sentido.
En 1975, un tiránico sha alardeaba de que iba a convertir a Irán en el Estado industrial más avanzado del Oriente Medio mediante la puesta en práctica de la estrategia de la segunda ola. «Los constructores del sha —informaba Newsweek— se afanaban en torno a un glorioso despliegue de fábricas, pantanos, ferrocarriles, carreteras y todos los demás aderezos de una perfecta revolución industrial». En junio de 1978, los banqueros internacionales se apresuraban todavía a prestar miles de millones de dólares a bajo interés a la Persian Gulf Shipbuilding Corporation, a la Mazadern Textile Company, a Tavanir, la central eléctrica propiedad del Estado, al complejo de acerías de Isfahán y a la Irán Aluminium Company, entre otras.
Sin embargo, mientras esta febril actividad estaba supuestamente convirtiendo a Irán en una nación «moderna», la corrupción imperaba en Teherán. Un ostensible consumo agravaba el contraste entre ricos y pobres. Medraban los intereses extranjeros, principal, pero no exclusivamente, americanos. (Un gerente alemán en Teherán ganaba un tercio más de lo que habría ganado en su país, pero sus empleados trabajaban por la décima parte del salario de un obrero alemán). La clase media urbana existía como una diminuta isla en un mar de miseria. Aparte el petróleo, las dos terceras partes de todos los bienes producidos para el mercado eran consumidas en Teherán por la décima parte de la población del país. En el campo, donde los ingresos apenas llegaban a la quinta parte que en la ciudad, las masas rurales continuaban viviendo en condiciones irritantes y represivas.
Mantenidos por el Occidente, intentando aplicar la estrategia de la segunda ola, los millonarios, generales y tecnócratas contratados que dirigían el Gobierno de Teherán concebían el desarrollo como un proceso básicamente económico. Religión, cultura, vida familiar, papeles sexuales… todo eso se resolvería por sí mismo con sólo que llegaran los dólares. La autenticidad cultural significaba poco porque, inmersos en la indusrealidad, veían el mundo como algo crecientemente uniformizado en vez de progresivamente diverso. La resistencia a las ideas occidentales era tildada de «retrógrada» por un Gabinete compuesto en un 90% por miembros educados en Harvard, Berkeley o Universidades europeas.
Pese a ciertas características circunstancias —como la combustible mezcla de petróleo e Islam —, gran parte de lo sucedido en Irán era común a otros países que seguían la estrategia de la segunda ola. Con algunas variaciones, podría decirse otro tanto de docenas de sociedades sumidas en la pobreza, desde Asia y África hasta Latinoamérica.
El derrumbamiento del régimen del sha en Teherán ha encendido un amplio debate en otras capitales, desde Manila hasta Ciudad de México. Una pregunta frecuentemente formulada se refiere al ritmo del cambio. ¿Era el ritmo demasiado acelerado? ¿Estaban los iraníes afectados por el shock del futuro? Aun con los ingresos derivados del petróleo, ¿pueden los Gobiernos crear una clase media lo suficientemente grande y con la suficiente rapidez como para evitar un levantamiento revolucionario? Pero la tragedia iraní y la sustitución del régimen del sha por una teocracia igualmente represiva nos obligan a poner en cuestión las premisas fundamentales mismas de la estrategia de la segunda ola.
¿Es la industrialización clásica el único camino posible hacia el progreso? ¿Tiene sentido imitar el modelo industrial en unos momentos en que la propia civilización industrial se debate en sus agonías postreras?
Mientras las naciones de la segunda ola se mantuvieron «triunfales» —estables, ricas y en progresivo enriquecimiento— fue fácil considerarlas como un modelo para el resto del mundo. Pero a finales de los años sesenta había estallado ya la crisis general del industrialismo.
Huelgas, derrumbamientos, crímenes y turbación psicológica se extendían por el mundo de la segunda ola. Las revistas lucubraban sobre «por qué nada funciona ya». Los sistemas energéticos y familiares se estremecían. Se desmoronaban sistemas de valores y estructuras urbanas. Contaminación, corrupción, inflación, alienación, soledad, racismo, burocratismo, divorcio, consumismo desbocado, todo ello se vio sujeto a despiadado ataque. Los economistas advertían sobre la posibilidad de un colapso total del sistema financiero.
Mientras tanto, un movimiento ecologista mundial advertía que la contaminación, la energía y el carácter limitado de los recursos podrían hacer que, a no tardar mucho, incluso las naciones existentes de la segunda ola se vieran en la imposibilidad de continuar las operaciones normales. Además, se señalaba, aun en el supuesto de que la estrategia de la segunda ola diera milagrosamente resultado en las naciones pobres, ello convertiría al Planeta en una gigantesca fábrica y ocasionaría una catástrofe ecológica.
Un negro pesimismo descendió sobre las naciones más ricas al intensificarse la crisis general del industrialismo. Y, de pronto, millones de personas en todo el mundo se preguntaron, no simplemente si la estrategia de la segunda ola podría ser eficaz, sino por qué iba nadie a querer emular a una civilización que se hallaba en el angustioso trance de una desintegración tan violenta.
Otro sorprendente giro de las cosas socavó también la creencia de que la estrategia de la segunda ola era el único camino que conducía desde los harapos hasta la riqueza. Siempre implícita en esta estrategia se hallaba la presunción de que «primero te "desarrollas" y luego te enriqueces», de que la opulencia era resultado de trabajo duro, sobriedad, la ética protestante y un largo proceso de transformación social y económica.
No obstante, el embargo de la OPEP y la súbita afluencia de petrodólares al Oriente Medio dejaron en evidencia esta idea calvinista. En cuestión de meses, miles de millones de dólares llegaron tumultuosamente a Irán, Arabia Saudí, Kuwait, Libia y otros países árabes, y el mundo vio cómo una riqueza aparentemente ilimitada precedía, en vez de seguir a la transformación. En el Oriente Medio era el dinero lo que producía el impulso para «desarrollarse», en lugar de ser el «desarrollo» lo que producía el dinero. Jamás había sucedido nada semejante, a tan gran escala.
Mientras tanto aumentaba la competencia entre las propias naciones ricas. «Con la utilización de acero surcoreano en las obras de construcción de California, con la comercialización en Europa de receptores de televisión fabricados en Taiwan, con la venta en el Oriente Medio de tractores procedentes de la India y… con China emergiendo espectacularmente como una importante fuerza industrial en potencia, crece la preocupación respecto hasta dónde las economías en desarrollo socavarán las industrias establecidas de las naciones avanzadas de Japón, los Estados Unidos y Europa», escribía un corresponsal en Tokio del New York Times.
Metalúrgicos franceses en huelga lo expresaron, como era de esperar, con más colorido. Pedían que se pusiera fin a «la matanza de la industria», y los manifestantes ocuparon la torre Eiffel. En una tras otra de las viejas naciones industriales, las industrias de la segunda ola y sus aliados políticos atacaban la «exportación de puestos de trabajo» y las políticas que extendían la industrialización a los países más pobres.
En resumen, por todas partes proliferaban dudas respecto a si la cacareada estrategia de la segunda ola podía —o incluso debía— dar resultado.
Enfrentadas con los fracasos de la estrategia de la segunda ola; zarandeadas por las enfurecidas demandas de los países pobres al exigir una revisión total de la economía mundial y profundamente preocupadas por su propio futuro, las naciones ricas empezaron a elaborar, a mediados de los años setenta, una nueva estrategia para las pobres.
Casi de la noche a la mañana, muchos Gobiernos y «agencias de desarrollo», incluidos el Banco Mundial, la Agencia de Desarrollo Internacional y el Consejo para el Desarrollo en Ultramar, cambiaron a lo que sólo puede llamarse estrategia de la primera ola.
Esta fórmula es casi una copia invertida de la estrategia de la segunda ola: En vez de estrujar a los campesinos y forzarlos a ir a las superpobladas ciudades, pone un nuevo acento en el desarrollo rural. En vez de concentrarse en la producción de cosechas para la exportación, insta a la consecución de una autosuficiencia alimenticia. En vez de esforzarse ciegamente por conseguir un PNB más alto, con la esperanza de que los beneficios acaben por llegar a los pobres, exige que los recursos sean canalizados directamente hacia «necesidades humanas básicas».
En vez de fomentar tecnologías ahorradoras de trabajo, el nuevo enfoque favorece la producción de trabajo intensivo, con bajas exigencias de capital, energía y especialización. En vez de construir acerías gigantescas o fábricas urbanas a gran escala, favorece instalaciones descentralizadas y a pequeña escala diseñadas para poblaciones también pequeñas.
Volviendo del revés los argumentos de la segunda ola, los defensores de la estrategia de la primera ola pudieron demostrar que muchas tecnologías industriales eran un desastre cuando se las transfería a un país pobre. Las máquinas se averiaban y permanecían sin ser reparadas. Necesitaban materias primas de elevado coste y, a menudo, importadas. Escaseaba la mano de obra especializada. Por ello — decía la nueva argumentación— lo que se necesitaba era «tecnologías apropiadas». Llamadas a veces «intermedias» o «alternativas», se situaban, por así decirlo, «entre la hoz y la máquina segadora-trilladora-aventadora».
No tardaron en surgir a todo lo largo de los Estados Unidos y Europa centros destinados al desarrollo de esas tecnologías, inspirados todos en el Grupo de Desarrollo de Tecnología Intermedia, fundado en Gran Bretaña en 1965. Pero también los países en vías de desarrollo crearon centros de éstos y empezaron a aportar innovaciones tecnológicas.
La Brigada de Granjeros Mochudi, de Botswana, por ejemplo, ha desarrollado un ingenio tirado por bueyes o burros que se puede utilizar para arar, plantar y extender fertilizantes en fila sencilla o doble. El Ministerio de Agricultura de Cambia ha adoptado un apero senegalés que se puede utilizar con un arado de vertedera simple, una elevadora de cacahuetes, una sembradora y una roturadora. En Ghana se trabaja con una trilladora accionada a pedales, una prensa mecánica para el grano sobrante y un exprimidor de madera para extraer agua de la fibra de banana.
La estrategia de la primera ola ha sido aplicada también sobre una base mucho más amplia. Así, en 1978, el nuevo Gobierno de la India, no recuperado aún de los aumentos de precio experimentados por el petróleo y los fertilizantes y de la decepción experimentada con las estrategias de la segunda ola seguidas por Nehru e Indira Gandhi, prohibió una mayor expansión de su industria textil mecanizada y urgió a que se incrementara la producción de tejidos en telares accionados a mano, en lugar de los que utilizaban fuerza motriz. El propósito no era sólo aumentar el empleo, sino también retrasar la urbanización favoreciendo la industria rural.
Hay mucho que decir en favor de esta nueva fórmula. Afronta la necesidad de reducir la masiva emigración a las ciudades. Tiende también a hacer más habitables las aldeas, donde vive la mayor parte de los pobres del mundo. Es sensible a factores ecológicos. Carga el acento en el uso de recursos locales baratos, en lugar de acudir a costosas importaciones. Desafía las convencionales y estrechas definiciones de «eficiencia». Sugiere una aproximación menos tecnocrática al desarrollo, tomando en consideración la costumbre local y la cultura. Hace hincapié en mejorar las condiciones de los pobres, en vez de hacer pasar capital por las manos de los ricos con la esperanza de que se escurra algo.
Pero, una vez reconocido todo esto, la fórmula de la primera ola continúa siendo sólo eso… una estrategia para mejorar los peores aspectos de las condiciones de la primera ola, sin transformarlas. Es un remiendo, no un remedio, y muchos Gobiernos de todo el mundo la perciben exactamente en esos términos.
El presidente indonesio Sujarto expresó una muy generalizada opinión piando afirmó que semejante estrategia «puede ser la nueva forma del imperialismo. Si Occidente contribuye sólo a la realización de proyectos de poca monta, puede que se alivie nuestra situación, pero nunca nos desarrollaremos». La súbita preocupación por la relación mano de obra-intensividad se ve sometida también a la acusación de que está al servicio de los ricos. Cuanto más tiempo permanezcan los países pobres en condiciones de primera ola, menos Mercancías competitivas es probable que lancen a un sobrecargado mercado mundial. Cuanto más tiempo permanezcan en la granja, por así decirlo, menos petróleo, gas y otros recursos obtendrán, y menos molestos resultarán políticamente.
Existe también, profundamente incrustada en la estrategia de la primera ola, la paternalista suposición de que, mientras que es preciso economizar otros factores de la producción, no ocurre lo mismo con el tiempo y la energía del trabajador, de que está muy bien el duro y continuo esfuerzo en los campos o los arrozales, siempre que sea otro quien lo haga.
Samir Amin, director del Instituto de Desarrollo Económico Africano, asume muchas de estas opiniones diciendo que las técnicas de laboreo intensivo se han tornado súbitamente atractivas «gracias a una mezcla de ideología hippie, retorno al mito de la edad de oro y el noble salvaje y crítica de la realidad del mundo capitalista».
Peor aún: la fórmula de la segunda ola resta peligrosamente importancia al papel de la ciencia y la tecnología avanzadas. Muchas de las tecnologías que ahora están siendo promovidas como «apropiadas» son más primitivas aún que las accesibles al granjero americano de 1776… mucho más próximas a la hoz que a la segadora mecánica. Cuando los granjeros americanos y europeos empezaron a emplear «tecnología más apropiada» hace 150 años; cuando abandonaron los dientes de madera para la escarificadora por dientes de acero y comenzaron a utilizar arado de hierro, no volvieron la espalda a los conocimientos acumulados del mundo en materia de ingeniería y metalurgia en todo el mundo… se los incorporaron.
Según una crónica contemporánea, en la Exposición de París de 1885, se hizo una espectacular demostración de las recién inventadas máquinas trilladoras: Sus hombres comenzaron a trillar con mayales en el mismo momento en que las distintas máquinas empezaban a funcionar, y éstos fueron los resultados de una hora de trabajo:
Seis trilladores con mayales… 36 litros de trigo
Máquina trilladora belga… 150 “ “
Máquina trilladora francesa… 250 “ “
Máquina trilladora inglesa… 410 “ “
Máquina trilladora americana… 740 “ “
Sólo quienes nunca se han pasado años de agotador laboreo manual pueden desechar a la ligera maquinaria que, ya en 1885, podía trillar grano a una velocidad 123 veces mayor que la de un hombre.
Gran parte de lo que ahora llamamos «ciencia avanzada» fue desarrollada por científicos de países ricos para resolver los problemas de los países ricos. Muy poca investigación se ha encaminado a tratar los problemas cotidianos de los pobres del mundo. No obstante, cualquier «política de desarrollo» que comience cegándose a las potencialidades del conocimiento científico y tecnológico avanzado, condena a cientos de millones de desesperados, hambrientos y esforzados campesinos a una perpetua degradación.
En algunos lugares, y en ciertas épocas, la estrategia de la primera ola puede mejorar la vida para gran número de personas. Pero existen lastimosamente pocas pruebas de que cualquier país, utilizando métodos premecanizados de la primera ola, pueda jamás producir lo suficiente para invertir a cambio. De hecho, gran número de pruebas sugieren exactamente lo contrario.
Por medio de un heroico esfuerzo, la China de Mao —que inventó y experimentó elementos básicos de la fórmula de la primera ola— casi consiguió eliminar el hambre. Fue un logro extraordinario. Pero a finales de los años sesenta, el énfasis maoísta sobre el desarrollo rural y la industria casera había llegado todo lo lejos que podía ir. China había entrado en un callejón sin salida.
Pues la fórmula de la primera ola, por sí sola, es, en definitiva, una receta para el estancamiento y no es aplicable a toda la gama de países pobres en mayor medida que la estrategia de la segunda ola.
En un mundo de creciente diversidad tendremos que inventar decenas de estrategias innovadoras y dejar de buscar modelos pertenecientes ya al presente industrial, ya al pasado preindustrial. Ha llegado el momento de que empecemos a mirar hacia el emergente futuro.
¿Debemos permanecer para siempre atrapados entre dos visiones anticuadas? He caricaturizado deliberadamente estas estrategias alternativas para hacer resaltar las diferencias. En la vida real, pocos Gobiernos pueden permitirse seguir teorías abstractas, y encontramos muchos intentos de combinar elementos de ambas estrategias. Sin embargo, el alzamiento de la tercera ola nos hace pensar que ya no necesitamos ir rebotando como una pelota de ping-pong entre estas dos fórmulas.
Pues la llegada de la tercera ola altera drásticamente todo. Y, si bien ninguna teoría emanada del mundo de alta tecnología, sea de tendencia capitalista o marxista, va a resolver los problemas del «mundo en vías de desarrollo», y ninguno de los modelos existentes es totalmente transferible, está surgiendo una extraña y nueva relación entre las sociedades de la primera ola y la civilización, que va formándose rápidamente, de la tercera ola. Más de una vez hemos visto ingenuos intentos de desarrollar un país perteneciente básicamente a la primera ola imponiéndole formas en extremo Incongruentes de la segunda ola —producción en serie, medios de comunicación de masas, educación de estilo fabril, Gobierno parlamentario estilo Westminster y la nación-Estado, por citar sólo unas pocas—, sin comprender que para que todo ello diera felices resultados habría que destruir la familia tradicional y las costumbres matrimoniales, la religión y las estructuras funcionales, que habría que arrancar de raíz toda la cultura.
En asombroso contraste, la civilización de la tercera ola resulta presentar muchas características —producción descentralizada, escala apropiada, energía renovable, desurbanización, trabajo en el hogar, elevados niveles de presumo, por citar sólo unas pocas— que se asemejan a las que se daban en las sociedades de la primera ola. Estamos presenciando algo que se parece extraordinariamente a un retorno dialéctico.
Por eso es por lo que tantas de las más sorprendentes innovaciones actuales llegan como con una estela de recuerdos. Esta fantasmal sensación de algo ya visto es lo que explica la fascinación por el pasado rural que hallamos en las sociedades de la tercera ola que van surgiendo rápidamente. Lo que resulta tan sorprendente en la actualidad es que parezca probable que las civilizaciones de la primera y la tercera ola tengan más cosas en común entre ellas que con la civilización de la segunda ola. Son, en otras palabras, congruentes.
Hará posible esta extraña congruencia que muchos de los actuales países de la primera ola adopten algunas de las características de la civilización de la tercera ola sin tragarse toda la píldora, sin renunciar por completo a su cultura ni pasar primero por la «fase» del desarrollo de la segunda ola. ¿Será, de hecho, más fácil pura algunos países introducir estructuras de la tercera ola que industrializarse a la manera clásica?
¿Es posible además ahora, como no lo fue nunca en el pasado, que una sociedad alcance un elevado nivel material de vida sin concentrar obsesivamente todas sus energías en la producción para el intercambio? Dada la más amplia gama de opciones aportada por la tercera ola, ¿no puede un pueblo reducir la mortalidad infantil y mejorar el lapso vital, la instrucción, la nutrición y la calidad general de la vida, sin renunciar a su religión o a sus valores ni abrazar necesariamente el materialismo occidental que acompaña a la extensión de la civilización de la segunda ola?
Las estrategias de «desarrollo» del mañana no vendrán de Washington, Moscú, París ni Ginebra, sino del África, Asia y Latinoamérica. Serán indígenas, adecuadas a las necesidades locales. No cargarán el acento en la economía, a costa de la ecología, la cultura, la religión o la estructura familiar y las dimensiones psicológicas de la existencia. No imitarán ningún modelo exterior, sea de la primera ola, de la segunda o incluso, de la tercera.
Pero la ascensión de la tercera ola sitúa todos nuestros esfuerzos en una nueva perspectiva. Pues depara a las naciones más pobres del mundo, así como a las más ricas, oportunidades completamente nuevas.
La sorprendente congruencia entre muchas de las características estructurales de las civilizaciones de la primera y la tercera ola sugiere que tal vez sea posible en las próximas décadas combinar elementos del pasado y el futuro en un nuevo y mejor presente.
Tomemos, por ejemplo, la cuestión de la energía.
Con tanto hablar de una crisis energética en los países que están efectuando su transición a la civilización de la tercera ola, se olvida con frecuencia que las sociedades de la primera ola se hallan enfrentadas a su propia crisis de energía. Comenzando desde una base extremadamente baja, ¿qué clase de sistemas energéticos deben crear?
Ciertamente, necesitan grandes plantas eléctricas centralizadas y basadas en los combustibles fósiles, conforme al tipo de la segunda ola. Pero en muchas de esas sociedades, como ha demostrado el científico indio Arhulya Kumar N. Reddy, donde con más urgencia se necesita energía descentralizada es en el campo, y no en las ciudades.
La familia de un campesino indio no propietario de tierras invierte en la actualidad unas seis horas diarias en la simple tarea de buscar la leña que necesita para cocinar y calentarse. Entre cuatro y seis horas más se dedican a acarrear agua de un pozo, y una cantidad similar en apacentar ganado, cabras u ovejas. «Como una familia así no puede permitirse el lujo de contratar mano de obra y no puede comprar máquinas sustitutivas de la mano de obra, su única respuesta racional es tener por lo menos tres hijos para satisfacer sus necesidades de energía», dice Reddy, señalando que la energía rural «puede resultar un excelente anticonceptivo».
Reddy ha estudiado las necesidades de energía rural y llegado a la conclusión de que las necesidades de un poblado se pueden satisfacer fácilmente con una pequeña y barata instalación de biogás que utiliza desechos humanos y animales procedentes del propio poblado. Y ha demostrado que gran número de tales Unidades serían mucho más útiles, económicas y económicamente válidas que unas cuantas instalaciones generadoras centralizadas.
Este es, precisamente, el razonamiento que respalda los programas de investigación y creación de instalaciones de biogás en distintos países, desde Bangladesh hasta Fiji. India tiene ya 12.000 plantas de este tipo en funcionamiento, y su objetivo es alcanzar las 100.000 unidades. China proyecta instalar en Szechuán 200.000 de ellas, de tamaño familiar. Corea tiene 29.450 y espera alcanzar las 55.000 para 1985.
En las afueras mismas de Nueva Delhi, el destacado escritor futurista y hombre de negocios Jagdish Kapur ha convertido diez áridos y miserables improductivos acres en una «granja solar» mundialmente famosa mediante la utilización de una instalación de biogás. La granja produce ahora cereales, frutas y verduras suficientes para alimentar a su familia y sus empleados, así como toneladas de alimentos para venderlos con ganancia en el mercado. Mientras tanto, el Instituto Indio de Tecnología ha diseñado una planta solar de diez kilovatios para producir electricidad destinada a iluminar los hogares de la aldea, accionar bombas hidráulicas y permitir el funcionamiento de aparatos de radio o televisión. En Madras, en Tamil Nadu, las autoridades han instalado una planta desalinizadora accionada por energía solar. Y cerca de Nueva Delhi, Central Electronics ha creado una casa-piloto que utiliza células solares fotovoltaicas para producir electricidad.
En Israel, el biólogo molecular Haim Aviv ha propuesto un proyecto Conjunto agroindustrial egipcio-israelí en el Sinaí. Utilizando agua egipcia y la avanzada tecnología de irrigación israelí, sería posible cultivar mandioca bazucar de caña, que, a su vez, podría ser convertida en etanol para su utilización como combustible de automóviles. Su plan prevé que el ganado sea alimentado con subproductos del azúcar de caña y que los desechos de celulosa se destinen a fábricas de papel, creando un ciclo ecológico integrado. Proyectos similares —sugiere Aviv— podrían llevarse a la práctica en distintas partes de África, Sudeste asiático y Latinoamérica.
La crisis energética, que forma parte del derrumbamiento de la civilización de la segunda ola, está engendrando muchas nuevas ideas para la producción de energía centralizada y descentralizada, a gran escala y a pequeña escala, en las regiones más pobres del Planeta. Y existe un claro paralelismo entre algunos de los problemas con que se enfrentan las sociedades de la primera ola y de la emergente tercera ola. Ninguna de ellas puede depender de sistemas energéticos diseñados para la Era de la segunda ola.
¿Y la agricultura? También en este terreno la tercera ola nos lleva en direcciones nada convencionales. En el Laboratorio de Investigación del Medio Ambiente de Tucson (Arizona) existen criaderos de gambas junto a cultivos de pepinos y lechugas, aprovechándose los desechos de las gambas, en un proceso de reciclaje, para fertilizar las verduras. En Vermont, los experimentadores están produciendo siluros, truchas y verduras de manera similar. El agua del vivero piscícola acumula el calor solar y lo libera de noche para mantener elevada la temperatura. También se utilizan los desechos de los peces para fertilizar las verduras.
En Massachusetts, en el New Alchemy Institute, se están criando pollos encima del vivero de peces. Sus excrementos fertilizan algas, que luego se comen los peces. Estos son sólo tres de los innumerables ejemplos de innovación en la producción y procesado de alimentos, muchos de los cuales tienen una especial y excitante relevancia para las actuales sociedades de la primera ola.
Una predicción a veinte años plazo de las tendencias en la provisión mundial de alimentos preparada por el Center for Futures Reasearch (CFR) de la Universidad de California del Sur sugiere, por ejemplo, la probabilidad de que varios descubrimientos fundamentales reduzcan, en vez de aumentar, la necesidad de fertilizantes artificiales. Según el estudio del CFR, están en la relación de nueve a diez las probabilidades de que para 1996 tengamos baratos fertilizantes nitrogenados. Hay una firme probabilidad de que se pueda disponer para entonces de granos fijadores de nitrógeno, que reducirán más aún la demanda.
El informe considera como «virtualmente seguro» que nuevas variedades de grano producirán superiores rendimientos por acre de tierra no irrigada, con beneficios de hasta el 25 o el 50%. Sugiere que sistemas de irrigación de «goteo», con pozos descentralizados accionados por el viento y agua distribuida por animales de tiro, podrían aumentar sustancialmente los rendimientos, al tiempo que reducirían las fluctuaciones de la cosecha de un año para otro.
Además, dice que la hierba destinada a forraje, al necesitar sólo un mínimo de agua, podría duplicar la capacidad de las regiones áridas de sustentar ganado; que los rendimientos no cerealistas en terrenos tropicales podrían aumentar en un 30% como resultado de un mejor conocimiento de las combinaciones nutrientes; que los avances en el campo de control de las plagas reducirán drásticamente las pérdidas de cosechas; habla igualmente de nuevos y baratos métodos de bombeo de agua, del control de la mosca tsé-tsé, que abrirá vastas regiones a la cría de ganado, y de muchos otros progresos.
A una escala temporal mayor, cabe imaginar gran parre de la agricultura dedicada a «granjas de energía»… el cultivo de cosechas para la producción de energía. Finalmente, puede que veamos converger la modificación del clima, los computadores, la observación por satélite y la genética para revolucionar el abastecimiento alimenticio del mundo.
Aunque esas posibilidades no dan hoy de comer a un campesino hambriento, los Gobiernos de la primera ola deben considerar tales potencialidades en sus planificaciones agrícolas a largo plazo y deben buscar formas de combinar, como si dijéramos, la azada y el computador.
Nuevas tecnologías, asociadas con el cambio a la civilización de la tercera ola, abren también nuevas posibilidades. El difunto futurista John Metíale y su esposa y colega Magda Cordell McHale llegaron, en su excelente estudio Basic Human Needs, a la conclusión de que la aparición de superavanzadas biotecnologías contenía grandes promesas para la transformación de las sociedades de la primera ola. Tales tecnologías incluyen todo: desde el cultivo de los océanos, hasta el uso de insectos y otros organismos para el proceso productivo, la transformación de desechos de celulosa en carne por medio de microorganismos y la conversión de plantas como la euforbia en combustible carente de azufre. «La medicina verde» —la fabricación de fármacos a partir de vida vegetal antes desconocida o infrautilizada— contiene también grandes potencialidades para muchos países de la primera ola.
Avances realizados en otros campos proyectan también dudas sobre el tradicional pensamiento en relación con el desarrollo. Una cuestión explosiva a la que se enfrentan muchos países de la primera ola es el desempleo masivo y el subempleo. Esto ha originado un debate mundial entre defensores de la primera ola y el de la segunda. Un bando argumenta que las industrias de producción en serie no utilizan suficiente mano de obra y que en énfasis sobre el desarrollo debería hacerse recaer sobre factorías más primitivas tecnológicamente, pero que utilicen más personas y menos capital y energía. El otro bando insta precisamente a la introducción de industrias de la segunda ola que están saliendo en la actualidad de las naciones más avanzadas tecnológicamente… metalúrgica, automovilística, del calzado, textil y otras.
Pero apresurarse a construir una acería de la segunda ola puede ser el equivalente de construir una fábrica de fustas para calesas. Tal vez haya muchas razones estratégicas o de otro tipo para construir una acería, pero, con materiales compuestos totalmente nuevos y muchas veces más fuertes, rígidos y ligeros que el aluminio, con materiales transparentes que son tan fuertes como el acero, con mortero de plástico reforzado para sustituir a las tuberías galvanizadas, ¿cuánto tiempo pasará antes de que la demanda de acero alcance su nivel máximo y sea excesiva la capacidad de producción? Según el científico indio M. S. lyengar, tales adelantos pueden «hacer superflua la expansión lineal en la producción de acero y aluminio». ¿No deberían quizás, en vez de buscar préstamos o inversiones extranjeras para fabricar acero, prepararse los países pobres para la «Era de los materiales»?
La tercera ola aporta también posibilidades más inmediatas. Ward Morehouse, del Programa de Política de Investigación de la Universidad de Lund (Suecia), afirma que las naciones pobres deberían tender la vista más allá de la industria en pequeña escala de la primera ola o de la industria, centralizada y en gran escala, de la segunda ola, para centrarse en una de las industrias clave de la emergente tercera ola: la microelectrónica.
«Un excesivo énfasis en la tecnología de laboreo intensivo con baja productividad podría convertirse en una trampa para los países pobres», escribe Morehouse. Señalando que la productividad está aumentando espectacularmente en la industria de minicomputadores, afirma que «es ciertamente una ventaja para los países en vías de desarrollo y con escasez de capitales obtener mayor rendimiento por unidad de capital invertido».
Pero más importante es la compatibilidad entre la tecnología de la tercera ola y las condiciones sociales existentes. Así —dice Morehouse—, la gran diversidad de productos en el campo de la microelectrónica significa que «los países en vías de desarrollo pueden tomar una tecnología básica y adaptarla con más facilidad a sus propias circunstancias sociales o a sus materias primas. La tecnología de la microelectrónica se presta a la descentralización de la producción».
Esto significa también menores presiones de población sobre las grandes ciudades, y la rápida miniaturización en este terreno reduce también los costes de transporte. Lo mejor de todo es que esta forma de producción consume poca energía y que el crecimiento del mercado es tan rápido —y la competencia tan intensa— que, aunque las naciones ricas intentan monopolizar estas industrias, no es probable que lo consigan.
No es Morehouse el único en señalar cómo se ajustan a las necesidades de los países pobres la mayor parte de las industrias avanzadas de la tercera ola. Dice Roger Melen, director asociado del Laboratorio de Circuitos Integrados de la Universidad de Stanford: «El mundo industrial desplazó a las gentes a las ciudades para integrarlas en la producción, y ahora estamos trasladando nuevamente al campo las fábricas y las fuerzas de trabajo, pero muchas naciones, entre ellas China, nunca se han apartado de una economía agraria del siglo XVII. Parece ahora que pueden integrar nuevas técnicas de fabricación en su sociedad sin desplazar a toda la población».
Si esto es así, la tercera ola ofrece una nueva estrategia tecnológica para la guerra a la pobreza.
La tercera ola sitúa también en una nueva perspectiva la necesidad de transporte y comunicación. En la época de la revolución industrial, las carreteras constituían un requisito previo del desarrollo social, político y económico. Actualmente se necesita un sistema electrónico de comunicaciones. En otro tiempo se pensaba que las comunicaciones eran el resultado del desarrollo económico. Hoy —dice John Magee, presidente de la empresa de investigación «Arthur D. Little»—, ésta «es una tesis superada… las telecomunicaciones son más un prerrequisito que una consecuencia».
El enorme descenso en el coste de las comunicaciones sugiere la sustitución de muchas funciones de transporte por comunicaciones. A la larga, tal vez sea más barato, más conservador de energía y más apropiado crear una avanzada red de comunicaciones que una ramificada estructura de costosas calles y carreteras.
Evidentemente es necesario el transporte por carretera. Pero, en la medida en que la producción esté descentralizada, más que centralizada, se pueden reducir al mínimo los costos del transporte sin aislar unos de otros los pueblos, o de las zonas urbanas, o del mundo en general.
Que cada vez son más los dirigentes de países de la primera ola que advierten la importancia de las comunicaciones se ve con claridad al fijarse en la lucha que están librando por conseguir una redistribución del espectro electrónico del mundo. Al haber desarrollado tempranamente las telecomunicaciones, las potencias de la segunda ola se han hecho con el control de las frecuencias disponibles. Los Estados Unidos y la URSS utilizan por sí solos el 25% del espectro de ondas cortas disponibles y una parte mayor aún de los sectores más sofisticados del espectro.
Sin embargo, este espectro, como el lecho de los océanos y el aire respirable del Planeta, pertenece —o debería pertenecer— a todos, no sólo a unos pocos. Por ello, muchos de los países de la primera ola insisten en que el espectro es un recurso limitado y desean se les asigne una parte del mismo… aunque, por el momento, carecen del equipo necesario para usarlo. (Suponen que pueden «alquilar» su parte hasta que estén en disposición de utilizarla por sí mismos). Enfrentándose a la resistencia que oponen tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética, reclaman la instauración de un «Nuevo Orden Mundial de Información».
Pero el problema más importante al que se enfrentan es interno: cómo repartir sus limitados recursos entre las telecomunicaciones y el transporte. Es la misma cuestión a la que también deben hacer frente las naciones más sofisticadas técnicamente. Supuestas emisoras terrestres de bajo coste, sistemas de irrigación computadorizados y con dimensiones de kibbutz, quizás incluso sensores terrestres y terminales de computador superbaratas para uso de la industria casera, tal vez puedan las sociedades de la primera ola evitar algunos de los enormes gastos para el transporte pesado que tuvieron que soportar las naciones de la segunda ola. No hay duda de que estas ideas parecen utópicas hoy. Pero no tardará en llegar el momento en que sean totalmente naturales.
No hace mucho tiempo, el presidente indonesio Sujarto oprimió con la punta de una espada tradicional un botón electrónico de encendido e inauguró con ello un sistema de comunicaciones vía satélite destinado a enlazar las distintas partes del archipiélago indonesio… en forma semejante a como los ferrocarriles enlazaron con su clavo de oro las dos costas de América hace un siglo. Al hacerlo, simbolizaba las nuevas opciones que presenta la tercera ola a los países que buscan la transformación.
Avances como éstos en el terreno de la energía, la agricultura, la tecnología y las comunicaciones sugieren algo más profundo aún… nuevas sociedades enteras basadas en la fusión del pasado y el futuro, de la primera ola y la tercera.
Cabe empezar a imaginar una estrategia de transformación basada en el desarrollo de industrias rurales, centradas en la aldea y de pequeño capital, y ciertas tecnologías cuidadosamente seleccionadas, con una economía seccionada en zonas para proteger o promover a las dos.
Jagdish Kapur ha escrito: «Es preciso ahora alcanzar un nuevo equilibrio entre» la ciencia y la tecnología más avanzadas de que dispone la especie humana y «la visión gandhiana de los idílicos y verdes pastos, las Repúblicas de aldea». Esa combinación práctica —declara Kapur—, exige una «transformación total de la sociedad, de sus símbolos y valores, de su sistema de educación, sus incentivos, el flujo de sus recursos energéticos, su investigación científica e industrial y toda una serie de otras instituciones».
Sin embargo, un creciente número de pensadores a largo plazo, analistas sociales, estudiosos y científicos creen que está ya en marcha una tal transformación, que nos lleva hacia una nueva y radical síntesis: Gandhi, en suma, con satélites.
En este enfoque se halla implicada otra síntesis a un nivel más profundo aún. Afecta a toda la relación económica de las personas con el mercado, con independencia de que ese mercado tenga forma capitalista o socialista. Nos fuerza a preguntar qué parte del tiempo total y del trabajo de cualquier individuo debe ser consagrado a la producción y qué parte se debe destinar al prosumo… es decir, cuánto se ha de dedicar a trabajar por un salario, frente a trabajar para uno mismo.
La mayoría de las poblaciones de la primera ola han sido atraídas ya al sistema monetario. Han sido «mercatizadas». Pero si bien el escaso dinero ganado por las gentes más pobres del mundo puede ser vital para su supervivencia, la producción para el intercambio proporciona sólo una parte de sus ingresos; el prosumo proporciona el resto.
La tercera ola nos hace contemplar esta situación también de una nueva manera. Millones de personas carecen de un puesto de trabajo en un país tras otro. Pero, ¿es un objetivo realista el pleno empleo en estas sociedades? ¿Qué combinación de políticas pueden suministrar, en el período de tiempo de nuestra vida actual, puestos de trabajo de jornada completa para todos esos millones? ¿Es la noción misma de «desempleo» un concepto de la segunda ola, como ha insinuado el economista sueco Gunnar Myrdal?
El problema —escribe Paul Streeten, del Banco Mundial— «no es el "desempleo", que es un concepto occidental que presupone empleo asalariado en el sector moderno, mercados de trabajo, intercambios de trabajo y pagos de seguridad social… El problema (es) más bien el trabajo improductivo y no remunerativo de los pobres, especialmente de los rurales». El notable auge del prosumidor en las naciones opulentas actuales, sorprendente fenómeno de la tercera ola, los lleva a poner en tela de juicio las más profundas suposiciones y objetivos de los economistas de la segunda ola.
Quizá sea una error emular la revolución industrial de Occidente, que presenció el traspaso de la mayor parte de la actividad económica del sector A (el sector del prosumidor) al sector B (el sector del mercado).
Quizá sea necesario considerar el prosumo como una fuerza positiva, en vez de como una lamentable persistencia del pasado.
Quizá lo que la mayoría de la gente necesita sea empleo asalariado a tiempo parcial (posiblemente con algunos pagos de transferencia), junto con nuevas políticas más imaginativas dirigidas a hacer más «productivo» el prosumo. De hecho, el enlazar más inteligentemente una con otra estas dos actividades económicas puede que sea la clave necesaria para la supervivencia de millones de personas.
Hablando en términos prácticos, esto podría significar suministrar «herramientas adecuadas para el prosumo»… lo que hacen en la actualidad los países ricos. En los países opulentos vemos brotar una fascinante sinergia entre los dos sectores, con el mercado suministrando poderosas herramientas adecuadas para su uso por parte del prosumidor: todo, desde lavadoras automáticas hasta taladros manuales y comprobadores de baterías. En los países pobres, la miseria es con frecuencia tan extrema, que hablar de lavadoras automáticas o de Utensilios eléctricos parece, a primera vista, totalmente fuera de lugar. ¿Pero no hay aquí ningún término análogo para las sociedades que están saliendo de la civilización de la primera ola?
El arquitecto-proyectista francés Yona Friedman nos recuerda que los pobres del mundo no desean necesariamente puestos de trabajo, desean «comida y un techo». El trabajo es sólo un medio para ese fin. Pero, con frecuencia, uno mismo puede cultivar sus propios alimentos y construir su propio techo, o al menos contribuir a ese proceso. Así, en un estudio realizado para la UNESCO, Friedman ha afirmado que los Gobiernos deben estimular lo que yo he llamado prosumo mediante la flexibilización de ciertas leyes del suelo y códigos de construcción. Estos les hacen a los colonos difícil (con frecuencia, imposible) construir o mejorar su propia vivienda.
Insta vehementemente a los Gobiernos a suprimir estos obstáculos y a ayudar a la gente a habilitarse su propia vivienda ofreciendo «asistencia en la organización, el suministro de algunos materiales difíciles de obtener en caso contrario… y, si es posible, una infraestructura básica», es decir, agua o electricidad. Lo que Friedman y otros están empezando a decir es que todo lo que ayude más eficazmente al prosumo individual puede ser tan importante como la producción medida en los términos convencionales del PNB.
Para aumentar la «productividad» del prosumidor, los Gobiernos necesitan centrar la investigación científica y tecnológica en el prosumo. Pero, aun ahora, podrían —y con un coste notablemente bajo— suministrar herramientas manuales sencillas, talleres comunitarios, artesanos o maestros expertos, instalaciones de comunicaciones y, cuando sea posible, equipos generadores de energía, así como propaganda favorable o apoyo moral a quienes invierten su esfuerzo en construir sus propios hogares o mejorar sus parcelas de tierra.
Por desgracia, la propaganda de la segunda ola transmite hoy en día, incluso a los pueblos más remotos y pobres del mundo, la idea de que las cosas construidas por uno mismo son intrínsecamente inferiores a la peor chatarra producida en serie. En lugar de enseñar a la gente a despreciar sus propios esfuerzos, a estimar los productos de la segunda ola y subestimar lo que ellos mismos crean, los Gobiernos deberían ofrecer premios a las casas y bienes mejores o más imaginativos producidos por los particulares, al prosumo más «productivo». El conocimiento de que aun las personas más ricas del mundo están prosumiendo crecientemente puede ayudar a un cambio de actitudes entre los más pobres. Pues la tercera ola proyecta una nueva y dramática luz sobre la relación entera entre las actividades que se desarrollan dentro y fuera del mercado en todas las sociedades del futuro.
La tercera ola da también una importancia fundamental a los intereses no económicos y no tecnológicos. Nos hace mirar la educación, por ejemplo, con nuevos ojos. La educación, todo el mundo está de acuerdo, es esencial para el desarrollo. Pero, ¿qué clase de educación?
Cuando las potencias coloniales introdujeron la educación formal en África, India y otras partes del mundo de la primera ola, transplantaron escuelas de estilo fabril o imitaciones en miniatura y de rango ínfimo de sus propias escuelas de élite. Los modelos educativos de la segunda ola están siendo cuestionados en todas partes. La tercera ola desafía la noción típica de la segunda ola de que la educación se desarrolla necesariamente en un aula. En la actualidad necesitamos combinar el aprendizaje con el trabajo, la lucha política, el servicio a la comunidad e incluso el juego. Todas nuestras presunciones convencionales sobre la educación necesitan ser reexaminadas tanto en los países ricos como en los pobres.
¿Es el conocimiento de las primeras letras, por ejemplo, un objetivo apropiado? En tal caso, ¿qué entendemos por ello? ¿Significa leer y escribir? En un provocativo estudio realizado para el Nevis Institute —centro de investigación del futuro de Edimburgo—, el eminente antropólogo Sir Edmund Leach ha afirmado que leer es más fácil que aprender y más útil que escribir, y que nadie necesita aprender a escribir. Marshall McLuhan ha hablado de un retorno a una cultura oral más acorde con muchas comunidades de la primera ola. La tecnología de reconocimiento de la palabra abre nuevas e increíbles perspectivas. Nuevos y extremadamente baratos «botones» de comunicaciones o grabadoras diminutas incorporadas a un sencillo equipo agrícola pueden ser capaces de dar instrucciones orales a granjeros analfabetos. A la luz de esto, incluso la definición del analfabetismo funcional requiere una adecuada reformulación.
Finalmente, la tercera ola nos estimula a mirar más allá de las presunciones convencionales de la segunda ola también con respecto a la motivación. Es probable que una mejor alimentación eleve el nivel de inteligencia y de competencia funcional entre millones de niños… al mismo tiempo que aumenta el impulso y la motivación.
Las gentes de la segunda ola hablan con frecuencia de la pasividad y falta de motivación de, por ejemplo, un aldeano indio o un campesino colombiano. Dejando a un lado los efectos desmotivadores de la desnutrición, los parásitos intestinales y un opresivo control político, ¿no podría parte de lo que parece falta de motivación ser en realidad falta de disposición a prescindir del propio hogar, de la familia y de la vida en el presente a cambio de la dudosa esperanza de una vida mejor a la vuelta de muchos años? Mientras «desarrollo» signifique la sobreimposición de una cultura totalmente extraña a otra existente, y mientras parezca imposible alcanzar mejoras reales, sobran razones para atenerse a lo poco que se tiene.
Muchas características de la civilización de la tercera ola, dada su concordancia con las de la civilización de la primera ola, ya sea en China o en Irán, implican la posibilidad de cambio con menos, no más, ruptura, aflicción y shock del futuro. Y pueden, por tanto, atacar las raíces de lo que hemos llamado desmotivación.
Y, así, no sólo en los campos de la energía o la tecnología, de la agricultura o la economía, sino en el cerebro mismo y en el comportamiento del individuo, la tercera ola aporta el potencial necesario para un cambio revolucionario.
La emergente civilización de la tercera ola no proporciona un modelo prefabricado para su emulación. La civilización de la tercera ola no está aún plenamente formada. Pero abre nuevas y quizá liberadoras posibilidades tanto para los pobres como para los ricos. Pues llama la atención no sobre las debilidades, pobreza y desventura del mundo de la primera ola, sino sobre algunas de sus fortalezas intrínsecas. Las características mismas de esta antigua civilización, que parecen tan atrasadas desde el punto de vista de la segunda ola, se nos muestran como potencialmente ventajosas cuando se las sitúa ante la pujante tercera ola.
La congruencia de estas dos civilizaciones debe transformar, a lo largo de los próximos años, nuestra forma de pensar sobre las relaciones entre ricos y pobres en el planeta. Samir Amin, el economista, habla de la «absoluta necesidad» de romper el «falso dilema de técnicas modernas copiadas del Occidente de hoy, o viejas técnicas correspondientes a condiciones imperantes en Occidente hace un siglo». Esto es precisamente lo que hace posible la tercera ola.
Tanto los pobres como los ricos están agachados en la línea de partida de una nueva y sorprendentemente diferente carrera hacia el futuro.