Gigantescos cambios históricos quedan a veces simbolizados por minúsculas alteraciones en el comportamiento cotidiano. Una de esas alteraciones —cuyo significado ha pasado casi totalmente inadvertido— se produjo a principios de los años setenta, cuando un nuevo producto empezó a invadir las farmacias de Francia, Inglaterra, Holanda y otros países europeos. El nuevo producto consistía en un equipo para practicar en casa la prueba del embarazo. Al cabo de unos años se calculaba entre quince y veinte millones el número de esos equipos que habían sido vendidos a mujeres europeas. Antes de que pasara mucho tiempo, anuncios publicados en periódicos americanos proclamaban: «¿Embarazada? Cuando antes lo sepas, mejor». Cuando Warner-Lambert, una empresa norteamericana, introdujo el producto bajo su propio nombre comercial, encontró la respuesta «abrumadoramente buena». Para 1980, millones de mujeres de ambos lados del Atlántico realizaban rutinariamente por sí mismas una tarea que antes sólo llevaban a cabo médicos y laboratorios.
No eran las únicas personas que prescindían del médico. Según Medical World News: «Está conociendo rápidamente un gran auge la idea de que la gente debe confiar más en sus propios medios desde un punto de vista médico… A todo lo largo del país, personas corrientes están aprendiendo a manejar estetoscopios y tomarse la presión, practicarse análisis de mama y pruebas de Pap e incluso realizar sencillas intervenciones quirúrgicas».
Las madres de hoy toman cultivos de garganta. Las escuelas ofrecen cursos sobre infinidad de cosas, desde el cuidado de los pies hasta «pediatría rápida». Y la gente se toma la tensión en máquinas accionadas con monedas que se hallan instaladas en más de 1.300 centros comerciales, aeropuertos y grandes almacenes de los Estados Unidos.
Todavía en 1972 se vendían pocos instrumentos médicos a personas que no fuesen profesionales de la Medicina. En la actualidad, una parte cada vez mayor del mercado de instrumentos está destinada al hogar. Se está produciendo un auge extraordinario en la venta de otoscopios, aparatos para la limpieza del oído, irrigadores de nariz y garganta y productos especiales para convalecientes, a medida que los individuos van asumiendo más la responsabilidad de su propia salud, reduciendo el número de sus visitas al médico y acortando sus estancias en el hospital.
A primera vista, podría parecer que esto no es más que una moda pasajera. Pero este deseo de tratarse uno mismo sus propios problemas (en vez de pagar a alguien para que lo haga) refleja un cambio sustancial en nuestros valores, en nuestra definición de enfermedad y en nuestra percepción del cuerpo y del yo. No obstante, incluso esta explicación distrae la atención de un significado más amplio aún. Para apreciar toda la significación histórica de este fenómeno necesitamos volver por unos momentos la vista hacia atrás.
Durante la primera ola, la mayoría de las personas consumían lo que ellas mismas producían. No eran ni productores ni consumidores en el sentido habitual. Eran, en su lugar, lo que podría denominarse «prosumidores».
Fue la revolución industrial lo que, al introducir una cuña en la sociedad, separó estas dos funciones y dio con ella nacimiento a lo que ahora llamamos productores y consumidores. Esta escisión condujo a la rápida extensión del mercado o red de intercambio… ese dédalo de canales a cuyo través las mercancías o servicios producidos por usted llegan hasta mí, y viceversa.
He afirmado antes que, con la segunda ola, pasamos de una sociedad agrícola basada en la «producción para el uso» —una economía de prosumidores, como si dijésemos— a una sociedad industrial basada en la «producción para el intercambio». Pero la situación real era más complicada. Pues así como durante la primera ola existía una pequeña cantidad de producción para el intercambio —es decir, para el mercado —, durante la segunda continuó existiendo una pequeña cantidad de producción para uso propio.
Por tanto, una forma más reveladora de considerar la economía es estimarla compuesta de dos sectores. El sector A comprende todo el trabajo no pagado que realizan directamente por sí mismas las personas, sus familiares o sus comunidades. El sector B comprende toda la producción de bienes o servicios para su venta o permuta a través de la red de intercambio, o mercado.
Vistas así las cosas, ahora podemos decir que durante la primera ola el sector A —basado en la producción para el uso— era enorme, mientras que el sector B era mínimo. Durante la segunda ola ocurría lo contrario. De hecho, la producción de bienes y servicios para el mercado se multiplicó en un grado tal, que los economistas de la segunda ola olvidaron virtualmente la existencia del sector A. La palabra misma de «economía» fue definida de manera que quedaban excluidas todas las formas de trabajo o producción no destinadas al mercado, y el prosumidor se hizo invisible.
Esto significaba, por ejemplo, que todo el trabajo no pagado realizado por las mujeres en el hogar, todas las labores de limpieza, fregado, crianza de los hijos y organización de la comunidad, era despectivamente ignorado como «no económico», aun cuando el sector B — la economía visible— no habría podido existir sin los bienes y servicios producidos en el sector A, la economía invisible. Si no hubiera nadie en casa para ocuparse de los hijos, no habría una siguiente generación de trabajadores pagados para el sector B, y el sistema se derrumbaría por su propio peso.
¿Puede alguien imaginar una economía funcional, y mucho menos una economía productiva, sin trabajadores a los que se les haya enseñado desde niños a vestirse y a hablar y que hayan sido socializados en la cultura? ¿Qué sería de la productividad del sector B si los trabajadores que llegaran a él careciesen incluso de estas mínimas habilidades? Aunque ignorado por los economistas de la segunda ola, el hecho es que la productividad de cada sector depende en gran medida del otro.
Hoy, mientras las sociedades de la segunda ola sufren su crisis final, políticos y expertos manejan todavía estadísticas basadas exclusivamente en transacciones operadas en el sector B. Se preocupan por el descenso del «crecimiento» y de la «productividad». Sin embargo, mientras continúen pensando en categorías de la segunda ola, mientras ignoren el sector A y lo consideren ajeno a la economía —y mientras el prosumidor se mantenga invisible—, nunca serán capaces de dirigir nuestros asuntos económicos.
Pues si examinamos atentamente la cuestión, descubrimos los comienzos de un cambio fundamental en la relación existente entre estos dos sectores o formas de producción. Vemos un progresivo difuminarse de la línea que separa al productor del consumidor. Vemos la creciente importancia del prosumidor. Y, más allá de eso, vemos aproximarse un impresionante cambio que transformará incluso la función del mercado mismo en nuestras vidas y en el sistema mundial.
Todo esto nos lleva de nuevo a los millones de personas que están empezando a efectuar por sí mismas servicios que hasta ahora realizaban por ellas los médicos. Pues lo que esas personas hacen es desplazar parte de la producción desde el sector B hasta el sector A, desde la economía visible que los economistas vigilan, hasta la «economía fantasma que han olvidado. Están «prosumiendo». Y no están solos.
En 1970, en Gran Bretaña, un ama de casa de Manchester llamada Katherine Fisher, después de sufrir durante años un desesperado miedo a salir de su casa, fundó una organización para otras personas afectadas de fobias similares. La Phobics Society tiene muchas secciones y es uno de los miles de nuevos grupos que están surgiendo en numerosas naciones de alta tecnología para ayudar a la gente a enfrentarse directamente con sus propios problemas… psicológicos, médicos, sociales o sexuales.
En Detroit se han formado unos cincuenta «grupos dolientes» para ayudar a personas afligidas por la muerte de un pariente o un amigo. En Australia, una organización llamada GROW reúne a antiguos pacientes mentales y «personas nerviosas». GROW tiene ahora secciones en las islas Hawai, Nueva Zelanda e Irlanda. En veintidós Estados se halla en formación una organización denominada «Padres de Gays y Lesbianas» para ayudar a los que tienen hijos homosexuales. En Gran Bretaña, «Depresivos Asociados» tiene unas sesenta secciones. Desde los «Adictos Anónimos» y la «Asociación del Pulmón Negro» hasta «Padres y Madres sin Hijos» y «Viuda con Viuda», se están formando en todas partes nuevos grupos.
Naturalmente, no hay nada nuevo en que las personas con dificultades se reúnan para hablar de sus problemas y aprender unas de otras. Sin embargo, los historiadores pueden encontrar pocos precedentes de la fulgurante rapidez con que se está extendiendo en la actualidad el movimiento de autoayuda.
Frank Riessman y Alan Gartner, codirectores del Human Service Institute, estiman que sólo en los Estados Unidos existen en estos momentos más de medio millón de estas agrupaciones —aproximadamente, una por cada 435 habitantes—, y diariamente se están formando otras nuevas. Muchas tienen una corta vida, pero por cada una que desaparece, otras varias ocupan su lugar.
Estas organizaciones presentan una gran diversidad. Unas comparten el nuevo recelo hacia los especialistas e intentan trabajar sin ellos. Confían enteramente en lo que podría denominarse «interasesoramiento»… intercambio de consejos basados en la experiencia vital de cada una, frente al tradicional asesoramiento recibido de profesionales. Otras se consideran sustentadoras de un sistema de ayuda a personas en dificultades. Otras desempeñan un papel político, propugnando cambios en la legislación o regulaciones fiscales. Otras más tienen un carácter semirreligioso. Algunas son comunidades intencionales cuyos miembros no sólo se reúnen, sino que viven también juntos.
Estos grupos están formando ahora uniones regionales e incluso transnacionales. En la medida en que participan en ellos, psicólogos, asistentes sociales o médicos experimentan de manera paulatina un cambio de función, pasando de desempeñar el papel de experto impersonal que se supone poseedor de todos los conocimientos específicos necesarios en cada caso, al de oyente, maestro y guía que trabaja con el paciente o cliente. En la actualidad, grupos voluntarios O carentes de fines lucrativos —formados originariamente para ayudar a otros— están esforzándose de manera similar por ver cómo pueden encajar en un movimiento basado en el principio de ayudarse uno mismo.
El movimiento de autoayuda está, así, reestructurando la sociosfera. Fumadores, tartamudos, personas de tendencias suicidas, padres de gemelos, obesos y otras agrupaciones semejantes forman una densa red de organizaciones que se entrelazan con las incipientes estructuras familiares y empresariales de la tercera ola.
Pero cualquiera que sea su significado para la organización social, representan un cambio básico desde el papel de consumidor pasivo al de prosumidor activo, y, por consiguiente, poseen también significado económico. Aunque dependientes, en último término, del mercado y todavía interrelacionadas con él, están transfiriendo la actividad desde el sector B de la economía al sector A, desde el sector de intercambio al sector de prosumo. Y este floreciente movimiento no es tampoco la única fuerza de este tipo. Algunas de las corporaciones más ricas y más grandes del mundo están también —por sus propias razones tecnológicas y económicas— acelerando el auge del prosumidor.
En 1956, la American Telephone & Telegraph Company, chirriando bajo la carga del fulminante aumento operado en la demanda de comunicaciones, empezó a introducir una nueva tecnología electrónica, que permitía a los usuarios marcar directamente el número para conferencias de larga distancia. Hoy es incluso posible establecer directamente la comunicación en conferencias con países de ultramar. Marcando los números apropiados, el consumidor realizaba una tarea que anteriormente llevaba a cabo la telefonista.
En 1973-74, la escasez de gasolina provocada por el embargo árabe hizo subir en flecha los precios. Las grandes compañías petrolíferas obtenían beneficios enormes, pero los propietarios de surtidores particulares tuvieron que librar una desesperada batalla por la supervivencia. Para reducir costes, muchos introdujeron un sistema de autoservicio en los surtidores. Al principio constituyeron una extravagancia y una curiosidad. Los periódicos publicaban divertidos artículos sobre el automovilista que intentaba enchufar la manguera en el radiador del coche. Pero no tardó en convertirse en habitual el espectáculo de los consumidores sirviéndose su propia gasolina.
En 1974, sólo el 8% de los surtidores de los Estados Unidos funcionaban en régimen de autoservicio. En 1977, el número ascendía casi al 50%. En Alemania Occidental, de un total de 33.500 surtidores de gasolina, alrededor del 15% habían pasado a funcionar en régimen de autoservicio para 1976, y ese 15% suministraba el 35% de toda la gasolina vendida. Los expertos en cuestiones industriales dicen que no tardará en ser el 70% del total. Una vez más, el consumidor está remplazando al productor y convirtiéndose en prosumidor.
El mismo período presenció la introducción de la Banca electrónica, que no sólo empezó a suprimir la pauta de las «horas de oficina», sino que fue también eliminando progresivamente la figura del cajero, dejando que el cliente realizara operaciones que antes efectuaban los empleados del Banco.
Conseguir que el cliente haga parte del trabajo —lo que los economistas denominan «externalizar el costo de la mano de obra»— no constituye nada nuevo. Es lo que hacen los supermercados. El obsequioso dependiente que conocía las existencias de la tienda e iba a coger cada artículo para entregárselo al cliente, ha sido sustituido por el carrillo que éste debe empujar por sí mismo. Mientras algunos clientes añoraban los buenos viejos tiempos del servicio personal, a otros les agradó el nuevo sistema. Podían elegir personalmente y acababan pagando unos centavos menos. En realidad, se estaban pagando a sí mismos por hacer el trabajo que antes hacía el dependiente.
Esta misma forma de externalización se está realizando actualmente en muchos otros campos. El auge de las tiendas de precio rebajado, por ejemplo, representa un paso parcial en la misma dirección. Los dependientes son pocos y espaciados; el cliente paga un poco menos, pero trabaja un poco más. Incluso las zapaterías, en las que durante mucho tiempo se consideró necesario un dependiente supuestamente diestro, están pasándose al autoservicio, desplazando el trabajo al consumidor.
El mismo principio puede verse practicado también en otros lugares. Como ha escrito Caroline Bird en su perceptivo libro The Crowding Syndrome, «aumenta el número de cosas que se sirven en piezas para su montaje, supuestamente fácil, en casa… y en la época de Navidad los compradores de algunos de los establecimientos de más solera de Nueva York tienen que rellenarles las hojas de venta a dependientes que no saben o no quieren escribir».
En enero de 1978, en Washington, un empleado del Gobierno, de treinta y ocho años, oyó unos extraños ruidos procedentes de su frigorífico. Antes, lo habitual en esos casos era llamar a un mecánico y pagarle para que lo arreglase. Dado el elevado precio y la dificultad de encontrar un reparador a una hora conveniente, Barry Nussbaum leyó el folleto de instrucciones que acompañaba a su frigorífico. Descubrió en él un número de teléfono que podía utilizar para llamar al fabricante —Whirlpool Corporation de Sentón Harbor, Michigan—, sin que ello le costase un céntimo.
Era la «línea fría» establecida por Whirlpool para ayudar a los clientes con problemas. Nussbaum llamó. El hombre que contestó al otro lado del hilo le «dictó» a Nussbaum la reparación, explicándole exactamente qué tornillos debía quitar, qué sonidos debía escuchar y, por último, qué pieza sería necesario reponer. «Aquel tipo —dice Nussbaum— resultó muy útil. No sólo sabía lo que yo tenía que hacer, sino que también sabía inspirar confianza». El frigorífico quedó arreglado en un santiamén.
Whirlpool tiene un equipo de nueve asesores que trabajan a la jornada completa y otros varios con jornada parcial, algunos de ellos antiguos mecánicos de reparaciones, que tienen puestos unos auriculares y reciben las llamadas. Una pantalla situada ante ellos les muestra al instante el diagrama del producto de que se trate (Whirlpool fabrica congeladores, lavaplatos, acondicionadores de aire y otros aparatos, además de frigoríficos) y les permite orientar al cliente. Sólo en 1978, Whirlpool atendió 150.000 de estas llamadas.
La «línea fría» es un rudimentario modelo de un futuro sistema de mantenimiento que permite a los particulares hacer gran parte de lo que antes hacía un mecánico o un especialista cuyos servicios había que pagar. Posibilitado por los adelantos que han reducido el coste de las conferencias telefónicas, sugiere futuros sistemas que podrían mostrar paso a paso las instrucciones de reparación en la propia pantalla de televisión del cliente mientras habla el asesor. La difusión de esos sistemas reservaría al mecánico reparador sólo para tareas importantes, convertiría al mecánico (como al médico o al asistente social) en maestro, guía y gurú de los prosumidores.
Vemos, pues, una pauta repetida en muchas industrias —creciente externalización, creciente implicación del consumidor en tareas que antes realizaban otros para él— y una vez más, por tanto, una transferencia de actividad del sector B de la economía al sector A, desde el sector de intercambio al sector de prosumo.
Todo esto resulta pálido en comparación con lo que vemos cuando volvemos la vista a los dramáticos cambios que han afectado a otras partes de la industria del «hágalo-usted-mismo». Siempre ha habido quienes se ocupan de pequeñas reparaciones, reponer cristales rotos, sustituir baldosas rajadas o realizar empalmes eléctricos. No hay nada nuevo en eso. Lo que ha cambiado —y cambiado asombrosamente— es la relación entre el aficionado y el profesional albañil, carpintero, electricista, fontanero, etcétera.
Hace nada más que diez años, en los Estados Unidos sólo el 30% de todas las herramientas eléctricas eran vendidas a aficionados; el 70% eran para carpinteros y otros profesionales. En el breve lapso de diez años, las cifras se han invertido. Hoy en día, sólo el 30% se vende a profesionales; el 70% son adquiridas por consumidores que, en número cada vez mayor, practican el «hágalo-usted-mismo».
Un hito más importante aún, según Frost & Sullivan, destacada firma de investigación industrial, fue alcanzado en los Estados Unidos entre 1974 y 1976 Cuando, «por primera vez, más de la mitad de todos los materiales de construcción… fueron adquiridos directamente por particulares, en lugar de serlo por contratistas que trabajasen para ellos». Y esto no incluía un total de 350 millones de dólares adicionales gastados por particulares para trabajos de un coste inferior a 25 dólares.
Mientras que los gastos totales en materiales de construcción aumentaron en un 31% durante la primera mitad de los años setenta, los realizados por particulares aumentaron en más del 65%… y con una rapidez más de dos veces superior. El cambio —declara el informe de F & S- es «a la vez espectacular y permanente».
Otro estudio de Frost & Sullivan habla del «desbocado» crecimiento de tales gastos y subraya el cambio en la escala de valores, con un mayor aprecio de la autosuficiencia. «Allá donde el trabajar con las propias manos era mirado con menosprecio (al menos por la clase media), es ahora un signo de orgullo. Las personas que hacen su propio trabajo se enorgullecen de ello».
Escuelas, Universidades y editoriales ofrecen una verdadera catarata de cursos y libros para enseñar las técnicas fundamentales de distintos oficios. Dice U.S. News & World Report: «El entusiasmo ha prendido en ricos y pobres por igual. En Cleveland, los proyectos de viviendas públicas ofrecen instrucciones sobre reparaciones caseras. En California se halla muy extendida la costumbre de que el mismo propietario instale sus saunas y baños».
También en Europa se halla la llamada «revolución HUM»… con unas cuantas variantes basadas en el temperamento nacional. (Los alemanes y holandeses tienden a ponderar muy detenidamente sus proyectos, se fijan altos niveles y se equipan cuidadosamente. Los italianos, por el contrario, están empezando sólo a descubrir el movimiento HUM, ya que muchos maridos de cierta edad insisten en que es degradante hacer por sí mismos el trabajo).
De nuevo las razones son múltiples. Inflación. La dificultad de conseguir un carpintero o un fontanero. Las chapuzas de los profesionales. Más tiempo libre. Todo influye. Pero una razón más poderosa es lo que se podría denominar Ley de la ineficacia relativa. Según ella, cuanto más automatizamos la producción de bienes y rebajamos su coste unitario, más aumentamos el coste relativo de los servicios artesanos y no automatizados. (Si un fontanero cobra 20 dólares por una hora de trabajo a domicilio y 20 dólares sirven para comprar una calculadora de bolsillo, el precio del fontanero se eleva en realidad sustancialmente cuando esos mismos 20 dólares pueden comprar varias calculadoras. En relación con el coste de otros bienes, su precio se ha multiplicado varias veces).
Por ello, debemos esperar que el precio de muchos servicios continúe su disparada carrera en los años próximos. Y a medida que esos precios aumentan, podemos esperar que la gente vaya haciendo por sí misma cada vez más trabajos. En resumen, aun sin inflación, la Ley de la ineficacia relativa haría creciente «rentable» para la gente producir con destino a su propio consumo, transfiriendo así más actividad del sector B al sector A de la economía, de la producción de intercambio al prosumo.
Para vislumbrar el futuro a largo plazo de esta evolución, necesitamos considerar no sólo los servicios, sino también los bienes. Y cuando lo hacemos, nos encontramos con que también en este terreno el consumidor está siendo crecientemente arrastrado al proceso de producción.
Así, ambiciosos fabricantes reclutan actualmente —e incluso pagan— a clientes para que ayuden a diseñar productos. Y esto no sucede sólo en industrias que venden directamente al público, jabón, objetos de aseo, etc.—, sino también, e incluso más, en las industrias avanzadas como la electrónica, donde la desmasificación es más rápida.
«Hemos obtenido un gran éxito cuando hemos trabajado estrechamente con uno o dos clientes —dice el director del sistema de planificación de Texas Instruments—. El resultado ha sido peor cuando hemos estudiado una aplicación por nuestra propia cuenta y luego hemos intentado lanzar un producto al mercado».
De hecho, Cyril H. Brown, de Analog Devices, Inc., divide todos los productos en dos clases: productos «de dentro afuera» y productos «de fuera Adentro». Estos últimos son definidos no por el fabricante, sino por el cliente en potencia, y estos productos exteriores, según Brown, son ideales. Cuanto más nos encaminamos hacia la fabricación avanzada, y más desmasificamos e individualizamos la producción, mayor debe necesariamente ir siendo la participación del cliente en el proceso de producción.
En la actualidad, miembros de la Computeraided Manufacturing International (CAM-I) se esfuerzan por clasificar y cifrar partes y procesos que permitan la plena automación de la producción. La perspectiva no pasa todavía de ser una esperanza por parte de expertos tales como el profesor Inyong Ham, del Departamento de Estructuración de Sistemas Industriales y Fabriles de la Universidad de Pensilvania, pero, al fin, algún cliente podrá introducir directamente sus especificaciones en el computador de un fabricante.
El computador no sólo diseñará el producto que el cliente desea —explica el profesor Ham—, sino que seleccionará también los procesos de fabricación a utilizar. Asignará las máquinas. Escalonará los pasos necesarios desde, por ejemplo, el triturado o el laminado, hasta el pintado. Escribirá los programas necesarios para los subcomputadores o instrumentos de control numérico que dirigirán las máquinas. Y puede incluso que introduzca un «control adaptativo» que optimice los distintos procesos con fines a la vez económicos y ambientales. Al final, el consumidor, no simplemente suministrando las especificaciones, sino también oprimiendo el botón que pone en marcha todo este proceso, se convertirá en parte tan importante del proceso de producción como lo era el obrero de la cadena de montaje en el mundo que ahora agoniza. Si bien está todavía lejos un sistema así de fabricación activada por el cliente, parte de sus elementos integrantes existen ya. En tal sentido, el cañón de rayos láser dirigido por computador utilizado en la industria de confección y descrito en el capítulo XV podría, al menos en teoría y si se conectara por teléfono con un computador personal, permitir a un cliente suministrar sus medidas, seleccionar el tejido adecuado y, luego, activar, finalmente, el cortador de rayos láser… sin tener que salir de su casa.
Robert H. Anderson, jefe del Departamento de Servicios de Información de la Rand Corporation y destacado experto en el campo de la fabricación computadorizada, lo explica así: «La cosa más creativa que dentro de veinte años hará una persona consistirá en ser un consumidor muy creativo… Es decir, estará uno haciendo cosas, como diseñarse un juego de trajes o introduciendo modificaciones en un modelo dado, de tal modo que los computadores puedan cortarle uno por medio de rayos láser y cosérselo con una máquina numéricamente controlada…».
«En realidad, uno podría, gracias a los computadores, diseñar el modelo de coche que le apeteciese. Naturalmente, los computadores tendrán programadas todas las normas federales de seguridad y toda la física de la situación, así que no le permitirán a uno salirse demasiado de los límites».
Y si a esto añadimos ahora la posibilidad de que muchas personas se hallen, a no tardar mucho, trabajando ya en los hogares electrónicos del mañana, empezamos a imaginar un significativo cambio en las «herramientas» accesibles al consumidor. Muchos de los mismos artilugios electrónicos que utilizaremos en el hogar para trabajar harán también posible producir bienes o servicios para nuestro propio uso. En este sistema, el prosumidor, que dominó en las sociedades de la primera ola, vuelve a constituir el centro de la acción económica, pero sobre una base de alta tecnología, sobre una base de la tercera ola.
En resumen, ya volvamos la vista a los movimientos de autoayuda, a las tendencias del «hágalo-usted-mismo» o a las nuevas tecnologías de producción, encontramos el mismo cambio hacia una intervención mucho mayor del consumidor en la producción. En un mundo así se desvanecen las distinciones entre productor y consumidor. El «extraño» se convierte en «propio», y una parte todavía mayor de la producción es desplazada desde el sector B de la economía hasta el sector A, donde reina el prosumidor.
Mientras esto ocurre, empezamos —glacialmente al principio, pero luego con acelerada rapidez quizás— a alterar la más fundamental de nuestras instituciones: el mercado.
La entrada voluntaria del consumidor en la producción tiene implicaciones extraordinarias. Para comprender por qué, debe recordarse que el mercado se fundamenta precisamente en la división entre productor y consumidor que ahora está desapareciendo. No era preciso un mercado organizado cuando la mayoría de las personas consumían lo que ellas mismas producían. Sólo se hizo necesario cuando la actividad de consumo quedó separada de la de producción.
Los autores convencionales definen estrictamente el mercado como un fenómeno capitalista basado en el dinero. Pero el mercado no es más que otra palabra para designar una red de intercambio, y han existido —y siguen existiendo— muchas clases diferentes de redes de intercambio. En Occidente, la que más familiar nos resulta es el mercado capitalista, basado en el beneficio. Pero también hay mercados socialistas, redes de intercambio a cuyo través los bienes o servicios producidos en Smolensko por Ivan Ivanovich son permutados por servicios realizados por Johann Schmidt en el Berlín Oriental. Hay mercados basados en el dinero, pero también mercados basados en el trueque. El mercado no es ni capitalista ni socialista. Es una consecuencia directa e ineludible del divorcio operado entre productor y consumidor. Siempre que ese divorcio tiene lugar, surge el mercado. Y siempre que se reduce la distancia entre consumidor y productor, se ven puestos en cuestión el papel, la función y el poder del mercado.
Por tanto, el actual resurgir del prosumo empieza a cambiar el papel que el mercado desempeña en nuestras vidas.
Es demasiado pronto para saber a dónde nos está llevando este sutil pero importante empuje. Ciertamente, el mercado no va a desaparecer. No vamos a volver a las economías anteriores a la aparición del mercado. Lo que he llamado sector B — el sector de intercambio— no va a dejar de existir. Durante mucho tiempo, seguiremos dependiendo del mercado.
No obstante, el incremento del prosumo apunta hacia un cambio fundamental en las relaciones entre el sector A y el sector B, un grupo de relaciones que los economistas de la segunda ola han ignorado virtualmente hasta ahora.
Pues el prosumo implica la «desmercatización» de por lo menos ciertas actividades y, por consiguiente, un papel profundamente modificado del mercado en la sociedad. Sugiere una economía del futuro distinta a cuanto hemos conocido, una economía que no está ya inclinada en favor del sector A ni del sector B. Señala el nacimiento de una economía que no se parecerá a la economía de la primera ola ni a la de la segunda, sino que refundirá las características de ambas en una nueva síntesis histórica.
El auge del prosumidor, fomentado por el creciente coste de muchos servicios pagados, por el derrumbamiento de las burocracias de servicios de la segunda ola, por la posibilidad de utilizar las tecnologías de la tercera ola, por los problemas de desempleo estructural y por muchos otros factores convergentes, conduce a nuevos estilos de trabajo y nuevas ordenaciones de la vida. Si nos permitimos especular, teniendo presentes algunos de los cambios antes descritos —tales como el avance hacia la desincronización y la jornada laboral parcial, la posible aparición del hogar electrónico o la cambiada estructura de la vida familiar—, podemos empezar a columbrar algunos de estos cambios de estilo de vida.
Así, nos estamos moviendo hacia una economía futura en la que gran número de personas no trabajan nunca a jornada completa, o en la que el concepto de «jornada completa» es objeto de redefinición, como lo ha sido en los últimos años, dándole el sentido de una semana o un año laborales más cortos cada vez. (En Suecia, donde una reciente ley garantizaba a todos los trabajadores cinco semanas de vacaciones pagadas con independencia de la edad o la antigüedad en la empresa, se consideraba que el año laboral normal constaba de 1.840 horas. De hecho, ha aumentado tanto el absentismo, que un promedio más realista por trabajador es el de 1.600 horas anuales).
Gran número de trabajadores prestan ya sus servicios durante un promedio de sólo tres o cuatro días a la semana, o se toman seis meses de vacaciones al año para desarrollar objetivos educativos o de diversión. Esta pauta puede muy bien acentuarse a medida que se multiplican los hogares con dos sueldos. El aumento de personas en el mercado del trabajo —el aumento de las «tasas de participación en el trabajo», como dicen los economistas— puede muy bien ir acompañado de una disminución en el número de horas por trabajador.
Esto sitúa bajo una nueva luz toda la cuestión del ocio. Cuando comprendemos que gran parte de nuestro llamado tiempo de ocio se invierte, en realidad, en producir bienes y servicios para nuestro propio uso —en prosumir—, cae por tierra la vieja distinción entre trabajo y ocio. La cuestión no es trabajo frente a ocio, sino trabajo pagado para el sector B, frente a trabajo no pagado, autodirigido y autocontrolado, para el sector A.
En el contexto de la tercera ola, adquieren carácter práctico nuevos estilos de vida basados, por una parte, en la producción para el intercambio, y por otra, en la producción para el uso. Tales estilos de vida eran, de hecho, comunes en los primeros tiempos de la revolución industrial entre las poblaciones agrícolas que iban siendo absorbidas lentamente en el proletariado urbano. Durante un largo período de transición, millones de personas trabajaban parte del tiempo en fábricas y parte del tiempo en la tierra, cultivando sus propios alimentos, comprando algunas de las cosas que necesitaban y haciendo el resto. Esta pauta prevalece aún en muchas partes del mundo, pero de ordinario, sobre una base tecnológicamente primitiva.
Imaginemos esta pauta de vida, pero con una tecnología del siglo XXI para la producción de bienes y alimentos, así como métodos de autoayuda inmensamente mejorados para la producción de muchos servicios. En vez de un modelo de vestido, por ejemplo, el prosumidor de mañana podría muy bien comprarse una cassette con un programa que accionaría una máquina de coser electrónica «inteligente». Con una de esas cassettes, hasta el marido más torpe podría confeccionarse sus propias camisas a medida. Aficionados a la mecánica podrían hacer algo más que afinar sus automóviles. En realidad, podrían medio construirlos.
Hemos visto que el consumidor puede algún día tener a su alcance la posibilidad de programar sus propias especificaciones en el proceso de fabricación de automóviles a través del computador y el teléfono. Pero hay otra forma en la que, aun ahora, el consumidor puede participar en la producción de un coche.
Una Compañía llamada Bradley Automotive ofrece ya un «equipo Bradley GT» que le permite a uno «montar su propio coche deportivo de lujo». El prosumidor que compra el equipo previa y parcialmente ensamblado monta la carrocería de fibra de vidrio sobre un chasis de «Volkswagen», conecta los cables del motor, instala el sistema de dirección, coloca los asientos, etc.
Cabe fácilmente imaginar una generación que, educada en el trabajo asalariado a jornada parcial como norma, ansiosa de utilizar sus propias manos y con un hogar equipado con muchas y baratas minitecnologías, forme una parte considerable de la población. Situada a medias dentro del mercado y a medias fuera de él, trabajando intermitentemente en lugar de hacerlo de forma continuada durante todo el año, tomándose de vez en cuando un año de vacaciones, podría tal vez ganar menos, pero compensarlo aplicando su propio esfuerzo a muchas tareas que ahora cuestan dinero y mitigando así los efectos de la inflación. Los mormones de América ofrecen otro indicio de posibles futuros estilos de vida. Muchos postes mormones —un poste corresponde, por ejemplo, a una diócesis católica— poseen y trabajan sus propias granjas. Los miembros del poste, incluidos los miembros de las ciudades, pasan parte de su tiempo libre como granjeros voluntarios cultivando alimentos. La mayor parte de la producción no se destina a la venta, sino que es almacenada para casos de emergencia; o distribuida entre mormones necesitados. Hay plantas de enlatado, instalaciones embotelladoras y elevadores de cereales. Algunos mormones cultivan sus propios alimentos y los llevan a la conservería. Otros compran verduras frescas en el supermercado y las llevan a la conservería local.
Dice un mormón de Salt Lake City: «Mi madre comprará tomates y los envasará. Su "sociedad" de ayuda, la sociedad auxiliar de las mujeres, organizará un acto colectivo y todas irán a envasar tomates para su propio uso». De manera similar, muchos mormones no sólo aportan dinero a su Iglesia, sino que realizan también trabajos voluntarios, obras de construcción, por ejemplo.
No quiere esto decir que vayamos todos a convertirnos en miembros de la Iglesia mormona, ni que sea posible en el futuro recrear a gran escala los lazos sociales y comunitarios en este grupo, altamente participativo pero teológicamente autocrático. Sin embargo, es probable que se extienda el principio de la producción para el propio uso, ya sea a cargo de grupos organizados, ya de individuos.
Dados los computadores caseros; dadas semillas genéticamente diseñadas para la agricultura urbana e, incluso, en los mismos apartamentos, dadas unas baratas herramientas para trabajar el plástico; dados nuevos materiales, adhesivos y membranas y dado un asesoramiento técnico gratuito suministrado por teléfono, con las correspondientes instrucciones parpadeando en la pantalla del computador o de la televisión, es posible crear estilos de vida que sean más plenos y variados, menos monótonos, más creativamente satisfactorios y menos influidos por el mercado que los que tipificó la civilización de la segunda ola.
Todavía es demasiado pronto para saber hasta dónde llegará este desplazamiento de actividad desde el intercambio en el sector B hasta el prosumo en el sector A; cómo variará de un país a otro el equilibrio entre estos sectores y qué concretos estilos de vida surgirán de él. Pero lo que resulta indudable es que cualquier cambio importante que se produzca en el equilibrio entre producción para el uso y producción para el intercambio, colocará también auténticas cargas de profundidad bajo nuestro sistema económico y nuestros valores.
¿Es posible que la tan deplorada decadencia de la ética protestante del trabajo se halle relacionada con este cambio de la producción para otros a la producción para uno mismo? Por todas partes vemos la quiebra del espíritu industrial que preconizaba el trabajo duro. Los ejecutivos occidentales murmuran sombríamente acerca de este «mal inglés» que se supone nos reducirá a todos a la miseria si no lo curamos. «Sólo los japoneses trabajan todavía de firme», dicen. Pero yo he oído a destacadas figuras de la industria japonesa decir que sus obreros padecen la misma infección. «Sólo los surcoreanos trabajan de firme», dicen.
Sin embargo, las mismas personas que son supuestamente reacias a trabajar de firme en su empleo son las que están en realidad trabajando de firme en tareas ajenas a las de su puesto laboral… colocando los azulejos del cuarto de baño, tejiendo alfombras, prestando su tiempo y su capacidad personal a una campaña política, acudiendo a reuniones de autoayuda, cosiendo, cultivando verduras en su jardín, escribiendo relatos cortos o remodelando el dormitorio del ático. ¿Será que la motivación impulsora que potenció la expansión del sector B está siendo ahora canalizada al sector A, al prosumo?
La segunda ola trajo consigo algo más que máquinas de vapor y telares mecánicos. Trajo consigo un inmenso cambio caracterológico. En la actualidad, todavía podemos ver cómo se produce ese mismo cambio entre poblaciones que pasan de sociedades de la primera ola a sociedades de la segunda… como los coreanos, por ejemplo, que se hallan aún atareados expandiendo el sector B a expensas del sector A.
En contraste con ello, en las maduras sociedades de la segunda ola, que se tambalean bajo el impacto de la tercera ola —a medida que la producción retrocede al sector A y el consumidor es nuevamente arrastrado al proceso de producción—, comienza otro cambio caracterológico. Más adelante exploraremos este fascinante cambio. Bástenos tener presente por ahora la probabilidad de que la estructura misma de la personalidad se vea fuertemente influida por el auge del prosumo.
Pero, probablemente, los cambios forjados por el auge del prosumidor en ningún terreno serán más explosivos que en el de la economía. Los economistas, en lugar de centrar su atención en el sector B, tendrán que desarrollar una nueva y más totalista concepción de economía, tendrán que analizar también lo que sucede en el sector A y aprender cómo se relacionan una con otra las dos partes.
Al empezar la tercera ola a reestructurar la economía mundial, la profesión de economista se ha visto salvajemente atacada por su incapacidad para explicar lo que está sucediendo. Sus instrumentos más sofisticados, incluidos matrices y modelos computadorizados, parecen informarnos cada vez menos de cómo funciona realmente la economía. De hecho, muchos economistas están llegando a la conclusión de que el pensamiento económico, tanto occidental como marxista, se halla desconectado de una realidad rápidamente cambiante.
Una razón clave puede ser que, cada vez más, los cambios de gran importancia radican fuera del sector B, esto es, fuera de todo el proceso de cambio. Para volver a poner a la economía en contacto con la realidad, los economistas de la tercera ola necesitarán desarrollar nuevos modelos, medidas e índices para describir procesos que tienen lugar en el sector A y tendrán que reconsiderar muchas presunciones básicas a la luz de la aparición del prosumidor.
Una vez comprendemos que poderosas relaciones enlazan la producción medida (y la productividad) del sector B con la producción no medida (y la productividad) del sector A, la economía invisible, nos vemos obligados a redefinir estos términos. Ya a mediados de los años sesenta, el economista Víctor Fuchs, de la Oficina Nacional de Investigación Económica, percibió el problema y señaló que el aumento de los servicios tornaba anticuadas las tradicionales medidas de productividad. Declaraba Fuchs:
«Los conocimientos, la experiencia, la honradez y la motivación del consumidor afectan a la productividad de los servicios».
Pero incluso en estas palabras, la «productividad» del consumidor se sigue viendo en términos del sector B, sólo como aportación a la producción para el intercambio. No se comprende aún que en el sector A existe también producción real, que los bienes y servicios producidos para uno mismo son completamente reales y que pueden desplazar o sustituir a bienes y servicios producidos en el sector B. Las cifras convencionales de producción, especialmente las cifras del PNB, irán teniendo cada vez menos sentido hasta que expresamente las ampliemos para incluir lo que sucede en el sector A.
La comprensión del auge del prosumidor ayuda también a centrar con más precisión el concepto del costo. Obtenemos así una mayor penetración cuando advertimos que la eficiencia del prosumidor en el sector A puede conducir a costos más altos o más bajos para las compañías o agencias oficiales que operan en el sector B.
Por ejemplo, las elevadas tasas de alcoholismo, absentismo, derrumbamientos nerviosos y trastornos mentales entre los componentes de la fuerza de trabajo contribuyen a formar el «costo comercial», tal como se mide en el sector B. (Se ha estimado que sólo el alcoholismo cuesta a la industria americana veinte mil millones de dólares en tiempo de producción al año. En Polonia o la Unión Soviética, donde esta enfermedad se halla más extendida, las cifras relativas deben de ser más impresionantes aún). En la medida en que alivian esos problemas en la fuerza de trabajo, los grupos de autoayuda reducen esos costos. La eficiencia del prosumo afecta, pues, a la eficiencia de la producción.
Factores más sutiles influyen también en el costo de la producción. ¿Cuál es el grado de instrucción de los trabajadores? ¿Hablan todos el mismo idioma? ¿Están culturalmente preparados para su tarea? ¿Favorecen o perjudican su competencia las habilidades sociales aprendidas en la vida familiar? Todos estos rasgos de carácter, actitudes, valores, habilidades y motivaciones necesarios para una alta productividad en el sector B, el sector de intercambio, son producidos o, más exactamente, prosumidos en el sector A. El auge del prosumidor —la reintegración del consumidor a la producción— nos obligará a observar mucho más atentamente esas interrelaciones.
El mismo poderoso cambio nos forzará a redefinir la eficiencia. En la actualidad, para determinar la eficiencia, los economistas comparan formas alternativas de producir el mismo producto o servicio. Rara vez comparan la eficiencia de producirlo en el sector B en relación con la de prosumirlo en el sector A. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que están haciendo millones de personas supuestamente ignorantes de teoría económica.
Están descubriendo que, una vez asegurado un cierto nivel de ingresos, prosumir puede ser más beneficioso, económica y psicológicamente, que ganar más dinero.
Ni economistas ni hombres de negocios siguen tampoco sistemáticamente la pista a los efectos negativos que sobre el sector A produce la eficiencia en el sector B… por ejemplo, cuando una Compañía exige a sus ejecutivos una movilidad extremadamente elevada y origina una oleada de enfermedades causadas por la tensión y el exceso de trabajo, rupturas familiares o una mayor ingestión de alcohol. Podemos muy bien llegar a descubrir que lo que parece ser ineficiente en los términos convencionales del sector B es, en realidad, tremendamente eficiente cuando tenemos en cuenta toda la economía y no sólo una parte de ella.
Para que tenga sentido, la «eficiencia» debe referirse a efectos secundarios, no sólo a los de primer orden, y a ambos sectores de la economía, no sólo a uno.
¿Qué hay de conceptos tales como «renta», «beneficencia», «pobreza» O desempleo? Si una persona vive en parte dentro y en parte fuera del sistema de mercado, ¿qué productos, tangibles o intangibles, han de considerarse que forman parte de su renta? ¿Qué sentido tienen las cifras de renta en una sociedad en la que mucho de lo que el promedio de las personas tienen puede deberse al prosumo?
¿Cómo definimos la beneficencia en un sistema tal? El obrero sin trabajo que pone un tejado en su casa o repara su coche, ¿está desempleado en el mismo sentido que el que permanece ociosamente sentado en su casa viendo partidos de rugby por televisión? La aparición del prosumidor nos fuerza a poner en cuestión toda nuestra forma de enfocar los dos problemas gemelos del desempleo, por una parte, y del despilfarro burocrático, por otra.
Las Sociedades de la segunda ola han intentado resolver el desempleo, por ejemplo, presentando resistencia a la tecnología, impidiendo la inmigración, creando intercambios de mano de obra, aumentando las exportaciones, disminuyendo las importaciones, poniendo en marcha programas de obras públicas, reduciendo las horas de trabajo, procurando aumentar la movilidad de la mano de obra, deportando a poblaciones enteras e incluso sosteniendo guerras para estimular la economía. Sin embargo, el problema se torna cada día más difícil y complejo.
¿Será que los problemas del suministro de mano de obra —tanto por exceso como por defecto— nunca pueden ser satisfactoriamente resueltos dentro del marco de una sociedad de la segunda ola, sea capitalista o socialista? Enfocando la economía como un todo, en lugar de centrarnos exclusivamente en una parte de ella, ¿podemos enmarcar el problema de un nuevo modo que nos ayude a resolverlo?
Si existe producción en ambos sectores; si las personas se dedican a producir bienes y servicios para ellas mismas en un sector y para otras en un sector diferente, ¿cómo afecta esto a la discusión en torno a unos ingresos mínimos garantizados para todos? Típicamente, en las sociedades de la segunda ola, los ingresos han estado inextricablemente unidos al trabajo para la economía de intercambio. ¿Pero no están también «trabajando» los prosumidores, aunque no formen parte del mercado o estén en él sólo parcialmente? ¿No debe un hombre O una mujer que permanece en su casa y cría un hijo —y, por consiguiente, contribuye a la productividad del sector B mediante sus esfuerzos en el sector A- recibir algunos ingresos, aunque no ocupe un puesto de trabajo pagado en el sector B?
El auge del prosumidor alterará decisivamente todo nuestro pensamiento económico. Desplazará también la base del conflicto económico. La competencia entre obreros-productores y directores-productores continuará, sin duda. Pero su importancia disminuirá a medida que crezca el prosumo y nos adentremos más en la sociedad de la tercera ola. En su lugar, surgirán nuevos conflictos sociales.
Estallarán batallas en torno a qué necesidades serán satisfechas por qué sector de la economía. Se agudizarán las luchas en torno, por ejemplo, a la concesión de licencias, a los códigos de construcción y cosas semejantes, mientras las fuerzas de la segunda ola intentan aferrarse a puestos de trabajo y a beneficios, impidiendo que penetren en ellos los prosumidores. Los sindicatos de maestros luchan por mantener a los padres fuera de las aulas con todo el celo de comerciantes que pugnan por preservar anticuados códigos de construcción. Pero del mismo modo que gran número de problemas sanitarios —como los derivados del comer en exceso, de la falta de ejercicio o de fumar, por ejemplo— no pueden ser resueltos exclusivamente por los médicos, sino que requieren la participación activa del paciente, así también gran número de problemas educacionales no pueden ser resueltos sin el padre. El surgimiento del prosumidor cambia todo el paisaje económico.
Y todos estos efectos resultarán intensificados, y la economía mundial cambiada, por un masivo hecho histórico que ahora tenemos directamente ante nosotros y que parece haber pasado inadvertido a economistas y pensadores de la segunda ola. Este último e importante hecho sitúa en perspectiva todo lo que hasta ahora hemos leído en este capítulo.
Lo que ha pasado casi inadvertido no es simplemente un cambio en las pautas de participación en el mercado, sino, más fundamentalmente aún, la consumación de todo el proceso histórico de construcción de mercado. Este punto de inflexión es tan revolucionario en sus implicaciones y, sin embargo, tan sutil, que pensadores capitalistas y marxistas por igual, sumidos en sus polémicas de la segunda ola, apenas han reparado en sus signos. No encaja en ninguna de sus teorías, y por ello se les ha escapado casi por completo.
La especie humana se ha pasado por lo menos diez mil años construyendo una red de intercambio mundial, es decir, un mercado. Durante los últimos trescientos años, ya desde que comenzó la segunda ola, este proceso ha avanzado con acelerada velocidad. La civilización de la segunda ola «mercatizó» el mundo.
Hoy —en el momento mismo en que empezó a resurgir el prosumo— está fugando a su fin este proceso.
No se puede apreciar el inmenso significado histórico de esto si no comprendemos claramente qué es un mercado o red de intercambio. Resulta útil en tal sentido imaginarlo como un oleoducto. Cuando hizo su irrupción la revolución industrial, desencadenando la segunda ola, eran muy pocas las personas que en todo el Planeta se hallaban ligadas por el sistema monetario. Existía el comercio, pero sólo alcanzaba a las periferias de la sociedad. Las diversas redes de mercaderes, distribuidores, mayoristas, minoristas, banqueros y otros elementos de un sistema comercial, eran pequeñas y rudimentarias, proporcionando sólo unas pocas y estrechas cañerías a cuyo través podrían fluir el dinero y las mercancías.
Durante trescientos años hemos dedicado tremendas energías a la construcción de este oleoducto. Se consiguió realizar de tres maneras. Primero, los mercaderes y mercenarios de la civilización de la segunda ola se extendieron por el Globo, invitando o forzando a poblaciones enteras a ingresar en el mercado, “ producir más y presumir menos. Indígenas africanos autosuficientes, fueron inducidos u obligados a cultivar determinadas plantas y extraer cobre. Campesinos asiáticos que antes cultivaban sus propios alimentos fueron puestos a trabajar en plantaciones, sangrando árboles caucheros para poner neumáticos a los automóviles. Los latinoamericanos empezaron a cultivar café para su venta en Europa y en los Estados Unidos. En cada una de esas ocasiones se construía o, se perfeccionaba más la cañería, y más y más poblaciones fueron progresivamente dependiendo de ella.
La segunda forma en que se extendió el mercado fue a través de la creciente «comercialización» de la vida. No sólo quedaron inmersas en el mercado más poblaciones, sino que cada vez más bienes y servicios fueron concebidos para el mercado, lo cual requería una continua ampliación de la «capacidad canalizadora» del sistema, un ensanchamiento, como si dijéramos, del diámetro de las tuberías.
Finalmente, el mercado se expandió de otra manera. A medida que la economía y la sociedad fueron haciéndose más complejas, se multiplicó el número de transacciones necesarias para que, por ejemplo, una pastilla de jabón pasase del productor al consumidor. Al proliferar los intermediarios se incrementaron las ramificaciones del laberinto de canales o tuberías. Esta mayor complejidad del sistema constituyó por sí misma una forma de perfeccionamiento y desarrollo, como la adición de más tubos y válvulas a un oleoducto.
En la actualidad, todas estas formas de expansión del mercado están alcanzando sus límites exteriores. Pocas poblaciones quedan aún por introducir en el mercado. Sólo un puñado de remotísimas gentes se mantienen al margen de él. Incluso los cientos de millones de labradores que trabajan en régimen de mera supervivencia en los países pobres se hallan al menos parcialmente integrados en el mercado y en su concomitante sistema monetario.
Por tanto, lo que subsiste es, en el mejor de los casos, una operación de absorción de beneficios. El mercado no puede ya expandirse mediante la inclusión de nuevas poblaciones.
En cambio, continúa siendo posible —al menos teóricamente— la segunda forma de expansión. Con un poco de imaginación, aún podemos, sin duda, idear servicios o bienes adicionales que vender o permutar. Pero es precisamente aquí donde adquiere su importancia el auge del prosumidor. Las relaciones entre el sector A y el sector B son complejas, y muchas de las actividades de los prosumidores dependen de la adquisición de materiales o herramientas existentes en el mercado. Pero el aumento de la autoayuda, en particular, y la desmercatización de muchos bienes y servicios sugiere que también aquí puede hallarse próximo el fin del proceso de mercatización.
Por último, la creciente complicación del «oleoducto» —la creciente complejidad de la distribución, la interpolación de más intermediarios cada vez— parece estar llegando también a un punto sin retorno. Los costos del propio intercambio, aun medidos convencionalmente, están ya superando a los costos de la producción material en muchos campos. En algún punto, este proceso alcanza un límite. Mientras tanto, los computadores y la aparición de una tecnología activada por el prosumidor apuntan a catálogos más pequeños y cadenas de distribución simplificadas, en lugar de más complejas. Portante, una vez más, la evidencia apunta al final del proceso de mercatización, si no en nuestro tiempo, sí poco después.
Si nuestro «plan de oleoducto» se aproxima a su terminación, ¿qué podría esto significar para nuestro trabajo, nuestros valores y nuestra psiquis? Después de todo, un mercado no consiste en el acero, los zapatos, el algodón o los alimentos envasados que circulan a su través. El mercado es la estructura a cuyo través se encauzan los bienes y servicios. Además, no se trata de una estructura simplemente económica. Es una forma de organizar a las personas, una forma de pensar, un etos y un conjunto compartido de expectativas (por ejemplo, la expectativa de que los bienes comprados serán efectivamente entregados). El mercado es, pues, tanto una estructura psicosocial como una realidad económica. Y sus efectos transcienden con mucho la economía.
Interrelacionando sistemáticamente entre sí a miles de millones de personas, el mercado produjo un mundo en el que nadie poseía un control independiente sobre su destino… ninguna persona, ninguna nación, ninguna cultura. Trajo consigo la creencia de que la integración en el mercado era «progresiva», mientras que la autosuficiencia era «retrógrada». Difundió un vulgar materialismo y la creencia de que la economía y la motivación económica constituían las fuerzas primarias de la vida humana. Fomentó una concepción de la vida que consideraba ésta como una sucesión de transacciones contractuales y de la sociedad en cuanto ligada por el «contrato matrimonial» o el «contrato social». La mercatización moldeó, así, los pensamientos y los valores, además de los actos, de miles de millones de personas, y dio el tono a la civilización de la segunda ola.
Fue precisa una enorme inversión de tiempo, energía, capital, cultura y materias primas para crear una situación en la que un agente de compras de Carolina del Sur pudiera cerrar un negocio con un desconocido empleado de Corea del Sur… cada uno con su propio abaco o computador, cada uno con una imagen internalizada del mercado, cada uno con un conjunto de expectativas acerca del otro, cada uno realizando ciertos actos predecibles porque ambos han sido adiestrados por la vida para desempeñar ciertos papeles previamente especificados, cada uno formando parte integrante de un gigantesco sistema mundial que afecta a millones —miles de millones, en realidad— de otros seres humanos.
Podría plausiblemente argüirse que la construcción de esta complicada estructura de relaciones humanas, y su explosiva difusión por el Planeta, constituyó el logro más impresionante de la civilización de la segunda ola, empequeñeciendo incluso sus espectaculares logros tecnológicos. La paulatina creación de esta estructura, esencialmente sociocultural y psicológica, de intercambio —con total independencia del torrente de bienes y servicios que circulaban a su través— puede compararse con la construcción de las pirámides egipcias, los acueductos romanos, la muralla china y las catedrales medievales, todo ello combinado y multiplicado por mil.
Este proyecto de construcción, el más grandioso de toda la Historia, la instalación de los conductos y canales a cuyo través latió y circuló gran parte de la vida económica de civilización, dio en todas partes a la civilización de la segunda ola su dinamismo interno y su empuje propulsor. De hecho, si se puede decir que esta civilización ahora agonizante tuvo alguna misión, fue mercatizar el mundo.
Hoy, esa misión está casi completamente cumplida.
Los tiempos heroicos de la construcción del mercado han terminado… para ser sustituidos por una nueva fase en la que nos limitemos a mantener, renovar y actualizar el sistema de conducción. Indudablemente, tendremos que remodelar importantes piezas para acoger corrientes de información radicalmente incrementadas. El sistema dependerá cada vez más de la electrónica, la Biología y de nuevas tecnologías sociales. También esto exigirá, sin duda, recursos, imaginación y capital. Pero, comparado con el agotador esfuerzo de la mercatización de la segunda ola, este programa de renovación absorberá una fracción mucho más pequeña de nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro capital y nuestra imaginación. Utilizará menos material, no más, y menos personas, no más, que el proceso original de construcción. Por compleja que resulte ser la conversión, la mercatización no será ya el proyecto central de la civilización.
Por tanto, la tercera ola producirá la primera civilización de «transmercado» de la Historia.
Por «transmercado» no entiendo una civilización desprovista de redes de intercambio, un mundo relegado a pequeñas comunidades, aisladas y autosuficientes o reacias a comerciar entre ellas. No me refiero a un paso atrás. Por «transmercado» entiendo una civilización que depende del mercado, pero que no se ve consumida ya por la necesidad de construir, ampliar, refinar e integrar esta estructura. Una civilización capaz de avanzar a una nueva agenda… precisamente porque el mercado se ha establecido ya.
Y, así como nadie que viviera en el siglo XVI hubiera podido imaginar cómo cambiaría el crecimiento del mercado la agenda del mundo en términos de tecnología, política, religión, arte, vida social, derecho, matrimonio o desarrollo de la personalidad, así también nos resulta hoy sumamente difícil imaginar los efectos a largo plazo del fin de la mercatización.
Sin embargo, es posible que esos efectos penetren en todos los resquicios de las vidas de nuestros hijos, si no en la nuestra propia. El proyecto de mercatización se cobró un precio. Aun en términos económicos, ese precio fue enorme. Al ir aumentando la productividad de la especie humana durante los últimos trescientos años, una gran parte de esa productividad —en ambos sectores— fue puesta a un lado y adscrita al proyecto de construcción del mercado.
Virtualmente concluida ya esa tarea de construcción, las enormes energías anteriormente volcadas en la creación del sistema de mercado mundial quedan libres para su aplicación a otros propósitos humanos. Sólo de ello se derivará ya una ilimitada serie de cambios referentes a la civilización. Nacerán nuevas religiones. Obras de arte a una escala inimaginada hasta el momento. Fantásticos avances científicos. Y, sobre todo, especies totalmente nuevas de instituciones sociales y políticas.
Lo que actualmente está en juego es algo más que capitalismo o socialismo, algo más que energía, alimentación, población, capital, materias primas o puestos de trabajo; lo que está en juego es el papel que el mercado ha de desempeñar en nuestras vidas y el futuro de la civilización misma.
Esto, básicamente, es lo que resulta afectado por el auge del prosumidor.
El cambio operado en la estructura íntima de la economía forma parte de la misma ola de interrelacionados cambios que actualmente bate contra nuestra base energética, nuestra tecnología, nuestro sistema de información y nuestras instituciones familiares y comerciales. Estos se hallan, a su vez, interconectados con la forma en que concebimos el mundo. Y también en esta esfera estamos experimentando una conmoción histórica. Pues está siendo revolucionada la concepción entera del mundo sostenida por la civilización industrial… la indust-realidad.