Durante la gran depresión de los años 30, millones de hombres se quedaron sin trabajo. Al cerrarse ante ellos las puertas de las fábricas, muchos se desplomaron en abismos de desesperación y culpabilidad, quebrantada su autoestima por la rosada papeleta de despido.
Finalmente, el desempleo pasó a ser visto a una luz más sensata, no como resultado de la holgazanería o el fracaso moral del individuo, sino de fuerzas gigantescas que escapaban al control de la persona. La mala distribución de la riqueza, la inversión miope, la especulación desatada, políticas comerciales estúpidas, un Gobierno inepto… ésas, no la debilidad personal de los obreros despedidos, eran las causas del desempleo. Los sentimientos de culpabilidad eran, en la mayor parte de los casos, ingenuamente inapropiados.
Hoy, una vez más, los egos individuales se están rompiendo como cascarones de huevos lanzados contra la pared. Ahora, sin embargo, la culpabilidad está asociada al derrumbamiento de la familia nuclear, más que de la economía. Millones de hombres y mujeres sufren también los tormentos del autorreproche mientras emergen de entre los restos de sus matrimonios naufragados. Y, una vez más, gran parte de la culpabilidad se encuentra erróneamente asignada.
Cuando es una pequeña minoría la afectada, el resquebrajamiento de sus familias puede que refleje la existencia de fracasos individuales. Pero cuando el divorcio, la separación y otras formas de desastre familiar alcanzan simultáneamente a millones de personas en muchos países, es absurdo pensar que las causas sean puramente personales.
De hecho, la actual quiebra de la familia forma parte de la crisis general del industrialismo… el derrumbamiento de todas las instituciones levantadas por la segunda ola. Forma parte del despeje del terreno para dejar lugar a una sociosfera de tercera ola. Y este traumático proceso, reflejado en nuestras vidas individuales es lo que está alterando el sistema familiar hasta hacerlo irreconocible.
En la actualidad se nos dice repetidamente que «la familia» se está disgregando, o que «la familia» constituye nuestro problema número uno. El presidente Jimmy Cárter declara: «Es evidente que el Gobierno nacional debe tener una política favorable a la familia… No puede haber ninguna prioridad más urgente». Trátese de predicadores, Primeros Ministros o de la Prensa, la piadosa retórica resulta en todos los casos muy semejante. Pero cuando hablan de «la familia» no se refieren a la familia en toda su exuberante variedad de formas posibles, sino a un tipo particular de familia: la familia de la segunda ola.
En lo que realmente suelen estar pensando es en un marido dedicado a ganar el pan, una esposa ama de casa y varios hijos pequeños. Aunque existen otros muchos tipos de familia, fue esta particular forma familiar —la familia nuclearia que la civilización de la segunda ola idealizó, hizo dominante y extendió por todo el mundo.
Este tipo de familia se convirtió en el modelo clásico y socialmente aprobado porque su estructura se ajustaba perfectamente a las necesidades de una sociedad de producción en serie, con valores y estilos de vida ampliamente compartidos, poder burocrático jerárquico y una clara separación entre vida hogareña y vida laboral.
Hoy, cuando las autoridades nos instan a «restaurar» la familia, es a esta familia nuclear de segunda ola a la que se refieren de ordinario. Y, con ello, no sólo yerran en el diagnóstico del problema, sino que revelan también una pueril ingenuidad con respecto a las medidas que realmente sería preciso adoptar para devolver a la familia nuclear su antigua importancia.
Así, las autoridades culpan frenéticamente de la crisis de la familia a todo, desde los «mercaderes de obscenidad», hasta la música rock. Unos dicen que la oposición al aborto, o la eliminación de la educación sexual, o la resistencia al feminismo, volverá a unir de nuevo a la familia. O preconizan la realización de cursos de «educación familiar». El principal estadístico del Gobierno de los Estados Unidos sobre asuntos familiares desea «educación más eficaz» para enseñar a la gente a casarse con más acierto, o, si no, un «sistema atractivo y científicamente comprobado para la selección de cónyuge». Lo que necesitamos —dicen otros— son más consejeros matrimoniales e incluso más relaciones públicas para dar una mejor imagen a la familia. Ciegos a las formas en que las olas históricas de cambio influyen sobre nosotros, formulan propuestas bien intencionadas y, con frecuencia, necias que fallan por completo el blanco.
Si realmente queremos devolver a la familia nuclear su anterior predominio, hay cosas que podríamos hacer. He aquí unas cuantas:
1. Inmovilizar toda la tecnología en su estadio de segunda ola para mantener una sociedad de producción en serie basada en la fábrica. Empezar destrozando el computador. El computador constituye una amenaza a la familia de segunda ola mayor que todas las leyes de aborto, movimientos en favor de los derechos de los homosexuales y pornografías del mundo, pues la familia nuclear necesita el sistema de producción en serie para mantener su dominio, y el computador nos está llevando más allá de la producción en serie.
2. Subvencionar la fabricación y detener el auge del sector de servicios en la economía. Los trabajadores administrativos, profesionales y técnicos, son menos tradicionales, menos orientados hacia la familia, más móviles intelectual y psicológicamente que los trabajadores manuales. Las tasas de divorcio se han elevado al mismo tiempo que aumentaba el número de personas empleadas en el sector servicios.
3. «Resolver» la crisis de la energía aplicando procesos energéticos nucleares y otros de alta centralización. La familia nuclear encaja mejor en una sociedad Centralizada que en una descentralizada, y los sistemas energéticos afectan profundamente al grado de centralización social y política.
4. Prohibir los medios de comunicación crecientemente desmasificados, empezando por la televisión por cable y la cassette, pero sin pasar por alto las revistas locales y regionales. Las familias nucleares se desenvuelven mejor donde existe un consenso nacional sobre la información y los valores, no en una sociedad basada en una acusada diversidad. Aunque algunos críticos atacan ingenuamente a los medios de comunicación por socavar la familia, fueron los medios de comunicación quienes primero idealizaron la forma de familia nuclear.
5. Obligar a las mujeres a volver a la cocina. Reducir al mínimo absoluto los salarios de las mujeres. Reforzar, más que mitigar, los requisitos de antigüedad sindical para asegurar que las mujeres resulten más perjudicadas en la fuerza de trabajo. La familia nuclear no tiene ningún núcleo cuando no se queda ningún adulto en el hogar. (Naturalmente, se podría conseguir el mismo resultado invirtiendo las cosas, permitiendo a las mujeres trabajar mientras se obligaba a los hombres a permanecer en casa y cuidar de los hijos).
6. Simultáneamente, reducir los salarios de los trabajadores jóvenes para hacerlos más dependientes, y durante más tiempo, de sus familias… y, en consecuencia, menos independientes psicológicamente. La familia nuclear se desnucleariza más aún cuando los jóvenes escapan al control paternal para acudir si trabajo.
7. Prohibir la contracepción e investigar la biología reproductiva. Ambas cosas favorecen la independencia de las mujeres y la actividad sexual extraconyugal, con un efecto relajador de los lazos familiares.
8. Reducir el nivel de vida de toda la sociedad a los niveles anteriores a 1935, ya que la opulencia permite que personas solteras, divorciadas, mujeres trabajadoras y otros individuos carentes de lazos familiares «se valgan» económicamente por sí solos. La familia nuclear necesita un punto de pobreza (no demasiado, ni demasiado poco) para mantenerse.
9. Finalmente, remasificar nuestra sociedad interrumpiendo su rápida desmasificación mediante la oposición a todos los cambios —en política, artes, educación, comercio u otros campos — que lleven a la diversidad, la libertad de movimientos e ideas o a la individualidad. La familia nuclear se mantiene dominante sólo en una sociedad de masas.
En suma, esto es lo que tendría que ser una política favorable a la familia si insistimos en definir a la familia como nuclear. Si verdaderamente deseamos restaurar la civilización de la segunda ola, habremos de estar dispuestos a restaurar la civilización de la segunda ola como un todo, a inmovilizar no sólo la tecnología, sino también la historia misma.
Pues lo que estamos presenciando no es la muerte de la familia como tal, sino la quiebra final del sistema familiar de la segunda ola, en el que se suponía que todas las familias emulaban el idealizado modelo nuclear, y la aparición en su lugar de una diversidad de formas familiares. Así como estamos desmasificando nuestros medios de comunicación y nuestra producción, estamos desmasificando también el sistema familiar en el tránsito a una civilización de tercera ola.
La llegada de la tercera ola no significa, naturalmente, el fin de la familia nuclear, como tampoco la llegada de la segunda ola significó el fin de la familia ampliada. Lo que significa es que la familia nuclear no puede ya servir de modelo ideal para la sociedad.
El hecho, no suficientemente valorado, es que, al menos en los Estados Unidos, donde más avanzada está la tercera ola, la mayoría de la gente vive ya fuera de la clásica forma de familia nuclear.
Si definimos la familia nuclear como un marido trabajador, una esposa ama de casa y dos hijos, y preguntamos cuántos norteamericanos viven realmente en este tipo de familia, la respuesta es sorprendente: el 7% de la población total de los Estados Unidos. El 93% de la población no se ajusta ya a este modelo ideal de la segunda ola.
Aunque ensanchemos nuestra definición para dar cabida en ella a familias en las que trabajen ambos cónyuges o en las que el número de hijos sea menor o mayor de dos, nos encontramos con que la inmensa mayoría —entre las dos terceras y las tres cuartas partes de la población— viven fuera de la situación nuclear. Además, todos los indicios apuntan en el sentido de que las familias nucleares (como quiera que decidamos definirlas) continúan reduciéndose en número, mientras otras formas se multiplican rápidamente.
En primer lugar, estamos presenciando un espectacular aumento en el número de personas que viven solas, completamente fuera de una familia. Entre 1970 y 1978, el número de personas de edades comprendidas entre los catorce y los treinta y cuatro años que vivían solas se triplicó casi en los Estados Unidos, pasando de 1,5 millones a 4,3 millones. Actualmente, la quinta parte de todos los hogares de los Estados Unidos están compuestos por una persona que vive sola. Y no todas esas personas se han visto obligadas a ello. Muchas lo eligen deliberadamente, al menos por algún tiempo. Dice una ayudante legislativa a una concejal de Seatle: «Yo pensaría en casarme si encontrase la persona adecuada, pero no renunciaría por ello a mi carrera». Entretanto, vive sola. Forma parte de una amplia clase de adultos jóvenes que abandonan pronto su hogar, pero se casan tarde, creando así lo que el especialista en cuestiones censales Arthur Norton dice que es «una fase transitoria de la vida» que se está «convirtiendo en parte aceptable del propio ciclo vital».
Mirando a un sector más viejo de la sociedad, encontramos gran número de personas anteriormente casadas, a menudo «entre dos matrimonios», que viven golas y, en muchos casos, decididamente a gusto. El aumento de tales grupos ha creado una floreciente cultura de «solos» y una gran proliferación de bares, clubs, viajes turísticos y otros servicios o productos pensados para el individuo independiente. Al mismo tiempo, la industria inmobiliaria ha iniciado la oferta de terrenos en régimen de comunidad para personas solas y ha empezado a responder a la necesidad de apartamentos y hogares suburbanos más pequeños con un menor número de dormitorios. Casi la quinta parte de todos los compradores de pisos en los Estados Unidos son hoy personas solas.
Estamos experimentando también un fuerte incremento en el número de personas que viven juntas sin molestarse en formalismos legales. Según las autoridades de los Estados Unidos, este grupo se ha más que duplicado en la pasada década. La práctica se ha hecho tan común, que el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de los Estados Unidos ha abandonado la tradición y modificado sus normas para permitir que tales parejas ocupen viviendas públicas. Mientras tanto, los tribunales, desde Connecticut hasta California, tienen que habérselas con las complicaciones jurídicas y de propiedad que surgen cuando esas parejas «se divorcian». Los columnistas que escriben sobre cuestiones de etiqueta lucubran sobre qué apellidos deben utilizarse al dirigirse a los compañeros, y ha surgido el «consejero de pareja» como nueva figura profesional, paralelamente al consejero matrimonial.
Otro significativo cambio ha sido el aumento operado en el número de los que eligen conscientemente lo que se ha llegado a conocer como estilo de vida «libre de hijos». Según James Ramey, investigador asociado del Centro de Investigación de Política, estamos presenciando un masivo desplazamiento de hogares «centrados en los hijos», a hogares «centrados en los adultos». A principios de siglo había relativamente pocas personas solas en la sociedad, y relativamente pocos padres vivían mucho tiempo después de que su hijo menor hubiese abandonado el hogar. Así, pues, la mayoría de las familias estaban, de hecho, centradas en los hijos. Por el contrario, ya en 1970 sólo uno de cada tres adultos vivían en los Estados Unidos en un hogar con hijos menores de dieciocho años.
En la actualidad están surgiendo organizaciones para fomentar la vida sin hijos, y en muchas naciones industriales se está extendiendo la renuncia a tener hijos. En 1960, sólo el 20% de mujeres norteamericanas casadas menores de treinta años vivían sin hijos. Para 1975, el número se había elevado hasta un 32%… un salto del 60% en quince años. Se ha creado una organización, denominada Alianza Nacional, para la Paternidad Opcional, con la finalidad de proteger los derechos de las personas sin hijos y combatir la propaganda pronatalista.
Una organización similar, la Asociación Nacional de Personas sin Hijos, ha surgido en Gran Bretaña, y a todo lo largo de Europa muchas parejas eligen deliberadamente también mantenerse sin hijos. En Bonn (Alemania Occidental), por ejemplo, Theo y Agnes Rohl, ambos de treinta y tantos años, él funcionario municipal, y ella secretaria, dicen: «No creemos que tengamos hijos…». Los Rohl gozan de una posición modestamente desahogada.
Poseen un pequeño hogar. De vez en cuando realizan algún viaje de vacaciones a California o al sur de Francia.
Los hijos alterarían drásticamente su forma de vida. «Estamos acostumbrados a nuestro estilo de vida tal como es —dicen—, y nos gusta ser independientes».
Pero esta resistencia a tener hijos no es un signo de decadencia capitalista. Se da también en la Unión Soviética, donde muchas jóvenes parejas rusas repiten los sentimientos de los Rohl y rechazan expresamente la paternidad, hecho que preocupa a las autoridades soviéticas, habida cuenta de las todavía elevadas tasas de natalidad entre varías minorías nacionales no rusas.
Volviéndonos ahora hacia las personas que tienen hijos, la quiebra de la familia nuclear se evidencia más nítidamente aún en el espectacular aumento de familias uniparentales.
Se han producido tantos divorcios, rupturas y separaciones durante los últimos años —principalmente en familias nucleares—, que en la actualidad, nada menos que uno de cada siete niños norteamericanos es criado exclusivamente por el padre o la madre, y el número es más elevado aún: uno de cada cuatro en las zonas urbanas[11].
El gran aumento de este tipo de familias que se ha operado ha originado el creciente reconocimiento de que, pese a no pocos y graves problemas, una familia uniparental puede, en determinadas circunstancias, ser mejor para el hijo que una familia nuclear continuamente desgarrada por enconadas disensiones. Periódicos y organizaciones sirven ahora a los padres solos y están elevando su conciencia de grupo y su influencia política.
Pero tampoco este fenómeno es exclusivamente norteamericano. En Gran Bretaña, una familia de cada diez está presidida actualmente por un solo ascendiente — casi la sexta parte de ellas por hombres—, las familias uniparentales forman lo que la revista New Society llama «el grupo de más rápido crecimiento en la pobreza». Una organización con sede en Londres, el Consejo Nacional de Familias Uniparentales, ha sido creada para defender su causa.
En Alemania, una asociación de Colonia ha construido un bloque especial de apartamentos para este tipo de familias, proporcionándoles servicios de guardería infantil para que los padres y madres puedan trabajar. Y en Escandinavia se ha creado una red de derechos especiales de asistencia pública para ayudar a estas familias. Por ejemplo, los suecos, dan preferencia a las familias uniparentales en lo que se refiere a guarderías y atenciones infantiles. De hecho, tanto en Noruega como en Suecia una familia uniparental puede disfrutar de un nivel de vida más elevado que el de la típica familia nuclear.
Mientras tanto, ha surgido una desafiadora nueva forma de familia, que refleja la elevada tasa de nuevos matrimonios después del divorcio. En El «shock» del futuro la identifiqué como la «familia agregada», en la que dos cónyuges divorciados y con hijos se vuelven a casar, aportando los hijos de ambos matrimonios (también los adultos) a una nueva forma familiar ampliada. Se estima en la actualidad que el 25% de los niños norteamericanos son, o no tardarán en serlo, miembros de esta clase de unidades familiares. Según Davidyne Mayleas, esas unidades, con sus «polipadres», pueden constituir la principal forma familiar del futuro. «Estamos en una poligamia económica —dice Mayleas—, en el sentido de que las dos unidades familiares fusionadas se transfieren mutuamente dinero en forma de mantenimiento de los hijos u otros pagos. La difusión de esta forma familiar —informa—, ha ido acompañada de una creciente incidencia de relaciones sexuales entre padres e hijos sin lazos de sangre con ellos».
Las naciones tecnológicamente avanzadas están actualmente llenas de una sorprendente variedad de formas familiares: matrimonios homosexuales, comunas, grupos de personas de edad que se reúnen para compartir gastos (y, a veces, experiencias sexuales), agrupaciones tribales entre ciertas minorías étnicas y muchas otras formas coexisten como nunca se había visto hasta ahora. Hay matrimonios contractuales, matrimonios seriales, agrupaciones familiares y una diversidad de redes íntimas, con sexo compartido o sin él, así como familias en las que el padre y la madre viven y trabajan en dos ciudades diferentes.
Y estas formas familiares apenas dan idea de la variedad, más rica aún, que burbujea bajo la superficie. Cuando tres psiquiatras – Kellam, Ensminger y Turner— intentaron catalogar las «variedades de familias» existentes en un barrio negro pobre de Chicago, identificaron «no menos de 86 combinaciones diferentes de adultos», incluyendo numerosas formas de familias «madre-abuela», familias «madre-tía», familias «madre-padrastro» y familias «madre-otro».
Enfrentados a este auténtico laberinto de relaciones de parentesco, incluso investigadores completamente ortodoxos han acabado por adoptar la opinión, en otro tiempo radical, de que estamos saliendo de la Era de la familia nuclear para entrar en una nueva sociedad, caracterizada por la diversidad de vida familiar. En palabras del sociólogo Jessie Bernard: «El aspecto más característico del matrimonio en el futuro será precisamente la diversidad de opciones abiertas a personas diferentes que desean cosas diferentes de sus relaciones mutuas».
La frecuentemente formulada pregunta: «¿cuál es el futuro de la familia?», implica de ordinario que, al perder su predominio la familia nuclear de la segunda ola, será sustituida por alguna otra forma. Un resultado más probable es que durante la civilización de la tercera ola ninguna forma determinada dominará durante largo tiempo la reunión familiar. En lugar de ello, veremos una gran variedad de estructuras familiares. En vez de masas de personas viviendo en organizaciones familiares uniformes, veremos personas que circularán a través del sistema, trazando trayectorias personalizadas a lo largo de sus vidas.
Y tampoco significa esto la eliminación total o la «muerte» de la familia nuclear. Significa solamente que, en lo sucesivo, la familia nuclear no será más que una de las muchas formas socialmente aceptadas y aprobadas. A medida que avanza la tercera ola, el sistema familiar se está tornando desmasificado, junto con el sistema de producción y el sistema de información en la sociedad.
Dada esta floración de una multiplicidad de formas familiares, es demasiado pronto para decir cuáles emergerán como estilos importantes en una civilización de la tercera ola.
¿Vivirán solos nuestros hijos durante muchos años, décadas quizá? ¿Se quedarán sin hijos? ¿Nos retiraremos a comunas de ancianos? ¿Y qué decir de posibilidades más exóticas? ¿Familias con varios maridos y una sola esposa? (Eso podría suceder si la ciencia genética nos permite seleccionar previamente el sexo de nuestros hijos y demasiados padres eligen varones). ¿Y qué hay de familias homosexuales criando hijos? Los tribunales están ya discutiendo esta cuestión. ¿Y el potencial impacto de la clonificación?
Si cada uno de nosotros recorremos en nuestras vidas una trayectoria de experiencias familiares, ¿cuáles serán las fases? ¿Un matrimonio a prueba, seguido por un matrimonio de profesión doble y sin hijos, y luego un matrimonio homosexual con hijos? Las permutaciones posibles son infinitas. Y, pese a las exclamaciones de indignación, ninguna de ellas debe ser considerada inimaginable. Como ha dicho Jessie Bernard: «No hay en el matrimonio literalmente nada que alguien pueda imaginar que no haya sucedido ya realmente… Todas estas variaciones parecían completamente naturales a los que vivían con ellas».
Qué formas familiares concretas desaparecerán y cuáles otras proliferarán, dependerá menos de las admoniciones lanzadas desde el púlpito sobre la «santidad de la familia», que de las decisiones que tomemos respecto a la tecnología y al trabajo. Aunque son muchas las fuerzas que influyen en la estructura familiar —pautas de comunicación, valores, cambios demográficos, movimientos religiosos, incluso modificaciones ecológicas— es particularmente fuerte el lazo existente entre la forma familiar y la organización laboral. Así, del mismo modo que la familia nuclear fue promovida por el auge del trabajo fabril y de oficina, cualquier desplazamiento fuera, de la fábrica y la oficina ejercería también una profunda influencia sobre la familia.
Es imposible detallar, en el espacio de un solo capítulo, todas las formas en que los inminentes cambios en la fuerza de trabajo y en la naturaleza del trabajo alterarán la vida familiar. Pero uno de los cambios es tan potencialmente revolucionario y tan ajeno a nuestra experiencia, que necesita mucha más atención de la que ha recibido hasta ahora. Se trata, naturalmente, del desplazamiento del trabajo fuera de la oficina y la fábrica y su retorno al hogar. Supongamos por un momento que dentro de veinticinco años el 15% de la fuerza de trabajo esté empleada, a jornada parcial o completa, en el hogar. ¿Cómo modificaría la calidad de nuestras relaciones personales o el significado del amor el hecho de trabajar en casa? ¿Cómo sería la vida en el hogar electrónico?
Ya consista el trabajo en casa en programar un computador, escribir un folleto, controlar lejanos procesos de fabricación, diseñar un edificio o mecanografiar correspondencia electrónica, está claro un cambio inmediato. La reubicación del trabajo en el hogar significa que muchos cónyuges que ahora se ven sólo un limitado número de horas al día se encontrarán reunidos más íntimamente. Algunos, sin duda, encontrarían aborrecible esta prolongada proximidad. Sin embargo, muchos otros encontrarían salvados sus matrimonios y enriquecidas sus relaciones a través de la experiencia compartida.
Visitemos varios hogares electrónicos para ver cómo podría adaptarse la gente a un cambio tan fundamental en la sociedad. Esa visita revelaría, sin duda, una amplia diversidad de organizaciones de la vida y el trabajo. En algunas casas, quizás en la mayoría, podríamos muy bien encontrar parejas que se repartieran las cosas más o menos convencionalmente, con una persona dedicada al «trabajo» mientras la otra se ocupa de la casa, él, quizás, escribiendo programas mientras cuida de los niños. Pero la misma presencia del trabajo en el hogar estimularía, probablemente, el reparto del trabajo y de las labores caseras. Por tanto, encontraríamos muchos hogares en los que el hombre y la mujer compartirían un único empleo de jornada completa. Por ejemplo, podríamos encontrar a marido y mujer turnándose en el control de un complejo proceso de fabricación sobre la pantalla de la consola instalada en el cuarto de trabajo.
Por el contrario, calle abajo descubriríamos probablemente una pareja que desempeñase no uno, sino dos empleos distintos, cada esposo trabajando por separado en el suyo. Un fisiólogo celular y un programador de computadores podrían trabajar cada uno en su actividad. Pero, al ser ambas de carácter tan diferente, aún es probable que los dos cónyuges compartan de alguna manera sus problemas, aprendan cada uno algo del vocabulario del otro y puedan tener intereses comunes y conversar acerca del trabajo.
En unas condiciones de este tipo, es casi imposible que la vida laboral de una persona quede por completo segregada de su vida personal. Por el mismo motivo, es casi imposible mantener al cónyuge fuera de toda una dimensión de la propia existencia.
En la casa de al lado (continuando nuestro examen) podríamos encontrar dos cónyuges con dos empleos diferentes, pero compartiendo ambos, el marido trabajando una parte de la jornada como planificador de seguros y la otra como ayudante de arquitecto, y la mujer realizando los mismos trabajos en turnos alternativos. Esta organización depararía a ambos un trabajo más variado y, por ende, más interesante.
En estos hogares ya se compartan uno o varios empleos, cada cónyuge aprende necesariamente del otro, participa en la resolución de problemas, interviene en una compleja interacción, cosas todas ellas que no pueden por menos de contribuir a profundizar la intimidad. Huelga decir que la proximidad forzada no garantiza la felicidad. Las unidades de familia ampliada de la primera ola, que eran también unidades de producción económica, difícilmente constituían modelos de sensibilidad interpersonal y mutuo apoyo psicológico. Esas familias tenían sus propios problemas y tensiones. Pero había pocas relaciones indiferentes o «frías». El trabajar juntos aseguraba, aunque no fuera otra cosa, estrechas relaciones, complejas y «calientes»… una dedicación que muchas personas envidian hoy.
En resumen, la extensión del trabajo a domicilio en gran escala podría no sólo afectar a la estructura familiar, sino transformar también las relaciones en el seno de la familia. En otras palabras podría proporcionar un conjunto común de experiencias y hacer que los cónyuges volvieran de nuevo a hablar entre ellos. Podría desplazar sus relaciones a lo largo del espectro desde «frías» hasta «calientes». Podría también redefinir el amor mismo y traer consigo el concepto de Amor Más.
Hemos visto cómo, al avanzar la segunda ola, la unidad familiar transfería muchas de sus funciones a otras instituciones: la educación, a la escuela; el cuidado de los enfermos, a los hospitales; etc. Este progresivo abandono de las funciones de la unidad familiar fue acompañado del crecimiento del amor romántico.
Una persona de la primera ola que buscara cónyuge podría haber preguntado: ¿Es mi futuro esposo buen trabajador? ¿Sabe tratar en caso de enfermedad? ¿Es buen maestro para los hijos que vengan? ¿Podemos trabajar juntos compatiblemente? ¿Sabrá asumir sus responsabilidades o las rehuirá?”. Las familias campesinas preguntaban: «¿Es fuerte, capaz de agacharse y levantar pesos, o es enfermiza y débil?».
A medida que las funciones de la familia fueron siendo desplazadas durante la Era de la segunda ola, estas preguntas cambiaron. La familia ya no era una combinación de equipo de producción, escuela, hospital de campaña y guardería infantil. Se suponía que el matrimonio debía proporcionar compañía, actividad sexual, calor y apoyo. Antes de que pasara mucho tiempo, este cambio operado en las funciones de la familia quedó reflejado en nuevos criterios para la elección de cónyuge. Tales criterios se resumían en la palabra amor. Era el amor, nos aseguraba la cultura popular, lo que hace que el mundo siga girando.
Naturalmente, la vida real rara vez hacía honor a la ficción romántica. La clase, la posición social y los bienes económicos continuaron desempeñando un importante papel en la elección de cónyuge. Pero se suponía que todas estas consideraciones estaban supeditadas al Amor, con mayúscula.; La próxima aparición del hogar electrónico puede muy bien destruir esta Ingenua lógica. Es probable que quienes tienen ante sí la perspectiva de trabajar en casa con un cónyuge, en lugar de pasarse separados la mayor parte del tiempo de vigilia, tengan en cuenta otras consideraciones aparte la simple gratificación sexual o psicológica… o la posición social. Tal vez empiecen a insistir en el Amor Más, gratificación sexual y psicológica más cerebro (como sus abuelos favorecieron antaño el músculo), amor más escrupulosidad, responsabilidad, autodisciplina u otras virtudes, relacionadas con el trabajo. Tal vez —¿quién sabe?— oigamos a algún John Denver del futuro entonar canciones como:
Yo amo tus ojos, tus labios de fresa,
el demorado y lento y blando amor,
tu estilo con las teclas en la mesa,
tu gran destreza en el computador.
Más en serio, uno puede imaginar por lo menos algunas familias del futuro «sumiendo funciones adicionales en lugar de recortarlas, y actuando polifacéticamente, en vez de como una unidad social estrictamente especializada. Con un cambio semejante se transformarían los criterios utilizables para el matrimonio, la definición misma del amor.
Mientras tanto, es probable que los niños crecieran también de forma diferente en un hogar electrónico, aunque sólo fuera que vieran realmente la realización del trabajo. Los niños de la primera ola veían trabajar a sus padres desde el primer albor de su conciencia. Por el contrario los niños de la segunda ola —al menos en las generaciones recientes— eran segregados en escuelas y separados de la vida de trabajo. La mayoría de los niños actuales apenas tienen una nebulosa idea de lo que hacen sus padres o de cómo viven en sus lugares de trabajo. Una historia, posiblemente apócrifa, ilustra la cuestión: Un ejecutivo decide un día llevar a su hijo a su oficina y comer luego con él. El chico ve la oficina tapizada de gruesas alfombras, la iluminación indirecta, la elegante sala de visitas. Ve el lujoso restaurante, utilizable con cargo a la cuenta de gastos pagados, con sus obsequiosos camareros y sus exorbitantes precios. Finalmente, imaginándose su propio hogar e incapaz de contenerse, el muchacho exclama: «Papá, ¿cómo es que tú eres tan rico, y nosotros tan pobres?».
El hecho es que los niños de hoy —especialmente los niños de familias adineradas— se hallan totalmente apartados de una de las más importantes dimensiones de las vidas de sus padres. En un hogar electrónico, los niños no sólo observan el trabajo, sino que, a partir de cierta edad, pueden participar en él. Las restricciones de la segunda ola al trabajo infantil —originariamente bien intencionadas y necesarias, pero que en la actualidad son en gran medida un anacrónico artificio para mantener a los jóvenes apartados del ya recargado mercado laboral— resultan más difíciles de imponer en el marco del hogar. De hecho, ciertas formas de trabajo podrían estar específicamente diseñadas para muchachitos e incluso integradas en su educación. (Quien subestime la capacidad de incluso chicos muy jóvenes para comprender y llevar a cabo un trabajo sofisticado no han conocido a los rapaces de catorce o quince años que trabajan, a buen seguro ilegalmente, como «vendedores» en los establecimientos de computadores de California. Chiquillos que aún llevan aparatos correctores de la dentadura me han explicado a mí las complejidades de los computadores domésticos).
La alineación de la juventud actual es en gran medida consecuencia de verse obligada a aceptar un papel no productivo en la sociedad durante una adolescencia interminablemente prolongada. El hogar electrónico contrarrestaría esta situación.
De hecho, la integración de los jóvenes en el trabajo en el hogar electrónico puede ofrecer la única solución verdadera al problema del elevado desempleo juvenil. En los años próximos, este problema se irá tornando cada vez más explosivo, con las consiguientes calamidades de delincuencia juvenil, violencia y degradación psicológica, y no podrá ser resuelta dentro del marco de una segunda ola si no es por medios totalitarios, el alistamiento de jóvenes, por ejemplo, para el servicio militar. El hogar electrónico abre un camino alternativo para dar nuevamente a los jóvenes funciones social y económicamente productivas, y tal vez veamos, antes de que pase mucho tiempo, campañas políticas en favor, no en contra, del trabajo infantil, junto con luchas para lograr las medidas necesarias que protejan a los niños de la explotación económica.
Más allá de esto, cabe fácilmente imaginar la familia que trabaja en casa convirtiéndose en algo radicalmente distinto: una «familia amplia electrónica».
Quizá la forma familiar más común en las sociedades de la primera ola era la llamada familia amplia, que reunía varias generaciones bajo un mismo techo. Había también «familias amplias» que, además de los miembros centrales, incluían uno o dos huérfanos no emparentados con ellas, un aprendiz o gañán adicional u otros. Cabe igualmente imaginar a la familia del mañana que trabaja en el propio hogar invitar a uno o dos extraños a ingresar en él… por ejemplo, a un colega de la empresa del marido o de la mujer, o quizás a un cliente o proveedor relacionado con su trabajo, o incluso el hijo de un vecino que quiere aprender el oficio. Se puede prever la constitución legal de una familia así en pequeña empresa sometida a leyes especiales para fomentar la asociación tipo comuna o la cooperativa. Para muchos, las personas que convivan en el hogar acabarían convirtiéndose en una familia amplia electrónica.
Es cierto que la mayor parte de las comunas formadas en las décadas de 1960 y 1970 se disgregaron rápidamente, lo cual parece sugerir que las comunas como tales son intrínsecamente inestables en las sociedades de alta tecnología. Sin embargo, un examen más atento revela que las que más rápidamente se desintegraron fueron las organizadas de manera fundamental con fines psicológicos… promover la sensibilidad interpersonal, combatir la soledad, proporcionar intimidad u otros semejantes. La mayoría carecían de base económica y se consideraban a sí mismas como experimentos utópicos. Las comunas que han logrado sobrevivir al paso del tiempo —y algunas lo han logrado— son, por el contrario, las que han tenido una clara misión externa, una base económica y una perspectiva práctica en lugar de puramente utópica.
Una misión externa produce el efecto de soldar íntimamente a un grupo. Puede incluso proporcionar la necesaria base económica. Si esta misión externa consiste en diseñar un nuevo producto, manejar el «papeleo electrónico» para un hospital, realizar el proceso de datos para un departamento de Compañía de Seguros, establecer los horarios de una Compañía aérea, preparar catálogos o dirigir un servicio de información técnica, la comuna electrónica del mañana puede, de hecho, resultar una forma familiar perfectamente viable y estable.
Además, como esas familias amplias electrónicas no estarían planteadas como repulsa al estilo de vida de todos los demás ni con fines demostrativos, sino como una parte integrante del entramado fundamental del sistema económico, aumentarían sus posibilidades de supervivencia. Puede incluso que encontremos familias amplias uniéndose entre sí para formar redes. Estas redes de familias amplias podrían suministrar algunos bienes o servicios sociales necesarios, cooperando para comercializar su trabajo o creando su propia versión de una asociación profesional que los represente. Internamente podrían, o no, compartir la actividad sexual a lo largo de líneas matrimoniales. Podrían, o no, ser heterosexuales. Podrían tener, o no, hijos.
Vemos, en suma, que es posible la resurrección de la familia amplia. En la actualidad, el 6% de los adultos norteamericanos viven en familias amplias corrientes. Cabría fácilmente imaginar que este número se duplicase o triplicase durante la próxima generación, ampliándose algunas unidades hasta incluir también a extraños. Y no se trataría de un suceso trivial, sino de un movimiento que afectaría a millones de personas sólo en los Estados Unidos. Para la vida de la comunidad, para las pautas de amor y matrimonio, para la reconstrucción de redes de amistad, para la economía y el mercado del consumidor, así como para la estructura de nuestra psique y nuestra personalidad, sería trascendental la difusión de la familia amplia electrónica.
No se presenta aquí esta nueva versión de la familia amplia como algo inevitable, ni como algo mejor o peor que algún otro tipo de familia, sino, simplemente, como un ejemplo de las numerosas formas familiares nuevas que es probable encuentren lugares viables en la compleja ecología social del mañana.
Esta rica variedad de formas familiares no llegará a surgir sin que se produzcan penalidades y contratiempos. Pues todo cambio operado en la estructura de la familia impone también cambios en los papeles que desempeñamos. Toda sociedad crea, a través de sus instituciones, su propia arquitectura de papeles o expectativas sociales. La empresa y el sindicato definieron más o menos lo que se esperaba de obreros y patronos. Las escuelas fijaron los papeles respectivos de maestros y alumnos. Y la familia de la segunda ola asignó los papeles de trabajador, ama de casa e hijo. Al entrar en crisis la familia nuclear, los papeles asociados con ella empezaron a tambalearse y resquebrajarse… con tremendo impacto personal.
Desde el día en que el explosivo libro de Betty Friedan The Feminine Mystique desencadenó en muchas naciones el moderno movimiento feminista, hemos contemplado una ardua lucha por redefinir los papeles de hombres y mujeres en términos apropiados a un futuro de familia posnuclear. Las expectativas y el comportamiento de ambos sexos se han modificado con respecto a empleos, derechos legales y económicos, responsabilidades domésticas e incluso actividad sexual. «Ahora —escribe Peter Knobler, director de Crawdaddy, revista de música rock—, un tío tiene que habérselas con mujeres que rompen todas las reglas… Es necesario romper muchas reglas —añade—, pero eso no facilita mucho las cosas».
La atribución de papeles se ve sacudida por la batalla en torno al aborto, por ejemplo, ya que las mujeres insisten en que ellas —no los políticos, ni los Sacerdotes, ni los médicos, ni siquiera los maridos— tienen derecho a controlar sus cuerpos. Los papeles sexuales quedan difuminados más aún al exigir los homosexuales, y obtener parcialmente, «derechos gay». Está cambiando incluso el papel del niño en la sociedad. Surgen de pronto defensores de la aprobación de una Ley de Derechos de los Niños.
Los tribunales se ven inundados de casos que implican redefinición de papeles a, medida que se multiplican y ganan aceptabilidad las alternativas a la familia nuclear. ¿Deben los esposos no casados compartir sus bienes después de separarse? ¿Puede una pareja pagar a una mujer para que procree en su lugar un hijo mediante inseminación artificial? (Un tribunal británico ha dicho que no… pero, ¿por cuánto tiempo?). ¿Puede una lesbiana ser una «buena madre» y conservar la custodia de su hijo después de divorciarse? (Un tribunal americano dice que sí.) ¿Qué es lo que se entiende por ser un buen padre o buena madre? Nada pone mejor de relieve la cambiante estructura de la atribución de papeles que la demanda presentada en Boulder, Colorado, por un airado hombre de veinticuatro años llamado Tom Hansen. Los padres pueden cometer errores, aducía el abogado de Hansen, pero deben responder legalmente —y económicamente— de los resultados. Así, la acción judicial de Hansen reclamaba 350.000 dólares en concepto de daños y perjuicios sobre una base legal sin precedentes: Ineptitud parental.
Por detrás de toda esta confusión y este desorden, está empezando a constituirse un nuevo sistema familiar de la tercera ola, basado en una diversidad de formas familiares y papeles individuales más variados. Esta desmasificación de la familia abre muchas nuevas opciones personales. La civilización de la tercera ola no intentará ajustar velis nolis a todo el mundo en una única forma familiar. Por esta razón, el emergente sistema familiar podría darnos a cada uno de nosotros libertad para encontrar su propio lugar, para elegir o crear un estilo o trayectoria familiar sintonizado con las necesidades familiares.
Pero antes de que nadie pueda organizar un baile de celebración, es preciso enfrentarse con las dificultades de la transición. Atrapados en el derrumbamiento del antiguo sistema, y sin que el nuevo se halle aún instalado, millones de personas encuentran desconcertante, más que útil, el alto nivel de diversidad existente. En vez de experimentar un sentimiento de liberación, padecen a consecuencia del exceso de opciones y se sienten heridas, amargadas, sumidas en una tristeza y una soledad que la misma multiplicidad de sus opciones intensifica.
Para lograr que la nueva diversidad actúe en nuestro favor, en vez de hacerlo en contra de nosotros, necesitaremos cambios a muchos niveles a la vez: desde la moralidad y los impuestos, hasta las prácticas de empleo.
En el terreno de los valores necesitamos empezar a eliminar el injustificado sentimiento de culpabilidad que acompaña a la ruptura y reestructuración de las familias. En vez de exacerbar ese injustificado sentimiento de culpabilidad, los medios de comunicación, la Iglesia, los tribunales y el sistema político deberían esforzarse en reducir el nivel de culpabilidad.
La decisión de vivir fuera del marco de una familia nuclear debe ser facilitada, no dificultada. Por regla general, los valores cambian más lentamente que la realidad social. Así, no hemos desarrollado aún la ética de tolerancia ante la diversidad que exigirá y, al mismo tiempo, engendrará una sociedad desmasificada. Criadas en condiciones de segunda ola, firmemente educadas en la idea de que una clase de familia es «normal» y otras un tanto sospechosas, si no «aberrantes», gran número de personas mantienen una actitud de intolerancia ante la nueva variedad de estilos familiares. Hasta que eso cambie, la angustia de la transición seguirá siendo innecesariamente elevada.
En la vida económica y social, los individuos pueden disfrutar de los beneficios de nuevas opciones familiares en tanto que las leyes, códigos fiscales, normas de seguridad social, organizaciones escolares, códigos de vivienda e incluso formas arquitectónicas sigan implícitamente orientados hacia la familia de la segunda ola. No tienen apenas en cuenta las necesidades especiales de las mujeres que trabajan, de los hombres que permanecen en el hogar para cuidar de sus hijos, de los solteros y «solteronas» (¡odiosa palabra!), ni de «familias agregadas» o viudas que viven solas o juntas. Todas estas agrupaciones han sufrido una discriminación, sutil o abierta, en las sociedades de la segunda ola.
Incluso mientras ensalzaba devotamente el cuidado del hogar, la civilización de la segunda ola negaba dignidad a la persona que realizaba esa tarea. El cuidado del hogar es un trabajo productivo y verdaderamente crucial, y precisa ser reconocido como parte de la economía. Para garantizar el más elevado rango social del cuidado del hogar, ya esté a cargo de mujeres o de hombres, de individuos o de grupos que trabajen juntos, tendremos que pagar salarios por él o atribuirle valor económico.
En la economía exterior al hogar, las prácticas de empleo en muchos lugares se basan todavía en la anticuada presunción de que el hombre es el fundamental ganador del sustento, y la esposa lo es sólo de forma suplementaria, prescindible, en vez de considerarla un copartícipe plenamente independiente, en el mercado de trabajo. Suavizando los requisitos de antigüedad, extendiendo el horario flexible, aumentando las oportunidades de trabajo en régimen de jornada reducida, no sólo humanizamos la producción, sino que la adaptamos a las necesidades de un sistema familiar en el que tienen cabida estilos distintos. En la actualidad existen muchos indicios de que el sistema de trabajo está empezando a acomodarse a la nueva diversidad de organizaciones familiares. Poco después de que Citibank, uno de los Bancos más importantes de los Estados Unidos, empezase a ascender a mujeres a puestos directivos, se observó que sus ejecutivos varones se casaban con sus nuevas colegas. Conforme a una antigua norma del Banco, no podían trabajar en él los dos miembros de un mismo matrimonio. Hubo que cambiar esa norma. Según Business Week, el «matrimonio laboral» está ahora floreciendo, con beneficios tanto para la empresa como para la vida familiar.
Es probable que, antes de que pase mucho tiempo, rebasemos en gran medida esas pequeñas adaptaciones. Tal vez veamos demandas no sólo para la contratación de «matrimonios laborales», sino de que familias enteras trabajen juntas como equipo de producción. El hecho de que esto resultara ineficaz en la fábrica de la segunda ola no significa que sea necesariamente inadecuado en la actualidad. Nadie sabe el resultado que podrían dar estas políticas, pero, al igual que en otras cuestiones familiares, deberíamos estimular, y quizás incluso subvencionar públicamente experimentos en pequeña escala.
Estas medidas podrían facilitarnos el paso al mañana, reduciendo al mínimo para millones de personas el dolor de la transición. Pero, doloroso o no, un nuevo sistema familiar está emergiendo para sustituir al que caracterizó el pasado de la segunda ola. Este nuevo sistema familiar será una institución central en la nueva sociosfera que va tomando forma junto con las nuevas tecnosfera e infosfera. Es parte integrante del acto de creación social mediante el cual nuestra generación está construyendo una nueva civilización y va adaptándose a ella.