Oculto en el interior de nuestro avance hacia un nuevo sistema de producción se halla un potencial de cambio social de alcance tan sorprendente que muy pocos entre nosotros se han mostrado dispuestos a enfrentarse con su significado. Pues estamos a punto de revolucionar también nuestros hogares.
Aparte estimular unidades de trabajo más pequeñas, aparte permitir una descentralización y desurbanización de la producción, aparte alterar el carácter actual del trabajo, los nuevos sistemas de producción podrían desplazar literalmente a millones de puestos de trabajo de las fábricas y oficinas a donde las llevó la segunda ola y devolverlas a su primitivo lugar de procedencia: el hogar. Si esto sucediera, todas las instituciones que conocemos, desde la familia hasta la escuela y la corporación, quedarían transformadas.
Hace trescientos años, contemplando a masas de campesinos segar un campo, sólo un loco habría soñado en que llegaría el día en que los campos quedaran despoblados y las gentes se apiñasen en fábricas urbanas para ganarse el pan. Y sólo un loco habría tenido razón. Hoy se requiere un acto de valor para sugerir que nuestras más grandes fábricas y edificios de oficinas pueden, en el curso de nuestras vidas, quedar medio vacíos, reducidos a ser utilizados como fantasmales almacenes o convertidos en viviendas. Y, sin embargo, esto es precisamente lo que el nuevo modo de producción hace posible: un retorno a la industria hogareña sobre una nueva base electrónica y con un nuevo énfasis en el hogar como centro de la sociedad.
Sugerir que millones de nosotros podemos pasarnos el tiempo en casa, en lugar de ir a una oficina o una fábrica, es desencadenar una inmediata lluvia de objeciones. Y hay muchas razones sensatas para el escepticismo. «La gente no quiere trabajar en casa, aunque pudiera. ¡Mira cómo se esfuerzan todas las mujeres por salir de casa para ponerse a trabajar fuera!». «¿Cómo puede uno trabajar con los críos correteando por la casa?». «La gente no se sentirá motivada si no hay un jefe vigilando». «La gente necesita el contacto con otras personas para desarrollar la confianza y la seguridad necesarias para trabajar juntas». «La arquitectura del hogar medio no es adecuada para ello». «¿Qué quiere decir con eso de trabajar en casa… instalar en cada sótano un alto horno en miniatura?». «¿Y si lo prohiben las normas urbanísticas y los caseros?». «Los sindicatos lo impedirán». «¿Y los impuestos? Hacienda está endureciendo su postura con respecto a las deducciones por trabajar en casa». Y la objeción definitiva: «¿Cómo, quedarme todo el día en casa con mi mujer [o marido]?».
Hasta el viejo Karl Marx habría fruncido el ceño. Trabajar en casa —consideraba él— era una forma reaccionaria de producción, porque «la aglomeración en un taller» era «condición necesaria para la división del trabajo en la sociedad». En suma, había —y hay— muchas razones —y seudorrazones— para considerar la idea totalmente estúpida.
Sin embargo, había razones igualmente poderosas, si no más, hace trescientos años, para creer que la gente nunca saldría del hogar y del campo para trabajar en fábricas. Después de todo, había trabajado en su casa y en la tierra vecina durante diez mil años, no sólo trescientos. Toda la estructura de la vida familiar, el proceso de educación de los niños y formación de la personalidad, el sistema entero de propiedad y poder, la cultura, la lucha cotidiana por la existencia… todo ello se hallaba ligado al hogar y a la tierra por un millar de invisibles cadenas. Pero esas cadenas no tardaron en saltar en pedazos tan pronto como apareció un nuevo sistema de producción.
Eso mismo está volviendo a suceder hoy, y todo un grupo de fuerzas sociales y económicas están convergiendo para cambiar el lugar del trabajo.
En primer lugar, el cambio de una fabricación de segunda ola a una nueva y más avanzada fabricación de tercera ola reduce, como hemos visto, el número de operarios que realmente tienen que manipular mercancías físicas. Esto significa que aun en el sector de fabricación se está realizando una cantidad cada vez mayor de trabajo que —supuesta la adecuada configuración de las telecomunicaciones y otro material— podría ser realizado en cualquier parte, incluyendo la propia sala de estar. Y no se trata de una fantasía de ciencia-ficción.
Cuando la Western Electric pasó de producir material interruptor electromecánico para la compañía de teléfonos a fabricar equipo interruptor electrónico, la fuerza de trabajo de sus avanzadas instalaciones en el Norte de Illinois quedó transformada. Antes del cambio, los obreros de producción superaban a los empleados y técnicos en la proporción de tres a uno. Hoy, la relación es de uno a uno. Esto significa que la mitad de los dos mil trabajadores manipulan ahora información en vez de cosas, y gran parte de su trabajo puede efectuarse en casa.
Dom Cuomo, director de ingeniería en la Northern Illinois, lo ha expresado con claridad: «Si se incluyen los ingenieros, entre el diez y el veinticinco por ciento de lo que se hace aquí podría hacerse en casa con la tecnología existente».
El director de ingeniería de Cuomo, Gerald Mitchell, fue más lejos incluso. «Teniendo todo en cuenta —declaró—, entre seiscientos y setecientos de los dos mil podrían ahora, con la tecnología existente, trabajar en casa. Y dentro de cinco años, podríamos ir mucho más allá».
Estas informadas estimaciones son notablemente similares a las formuladas por Dar Howard, director de fabricación de la factoría Hewlett-Packard en Colorado Springs: «Tenemos mil obreros en la fabricación real. Tecnológicamente, quizá 250 de ellos podrían trabajar en su casa. La logística sería complicada, pero el utilaje y el capital no supondrían obstáculo. En el campo de la investigación y el desarrollo, si está uno dispuesto a invertir en terminales (de computadores), entre la mitad y las tres cuartas partes podrían también trabajar en casa». En Hewlett-Packard, eso totalizaría entre 350 y 520 trabajadores más.
Esto significa que entre el 35 y el 50% de toda la fuerza de trabajo de este avanzado centro de fabricación podría aun ahora realizar en casa la mayor parte, si no todo, de su trabajo, siempre que se decidiera organizar la producción de esa forma. La fabricación de tercera ola, a despecho de Marx, no requiere que el cien por ciento de la fuerza de trabajo esté concentrada en el taller.
Y estas estimaciones no se dan sólo en industrias electrónicas o en empresas gigantes. Según Peter Tattle, vicepresidente de Ortho Pharmaceutical (Canadá), Ltd., la cuestión no es «¿a cuántos se les puede permitir trabajar en su casa?», sino «¿cuántos tienen que trabajar en la oficina o la fábrica?». Hablando de las trescientas personas empleadas en su planta, Tattle dice: «El 75% podrían trabajar en su casa si proporcionáramos la necesaria tecnología de comunicaciones.». Evidentemente, lo que es aplicable a industrias electrónicas y farmacéuticas es aplicable también a otras industrias avanzadas.
Si un número importante de obreros del sector fabril podrían, aun ahora, ser trasladados a sus casas, entonces puede afirmarse que una considerable parte del sector de empleados —en el que no hay materiales que manejar— podrían también efectuar esa transición.
De hecho, una cantidad no medida, pero apreciable, de trabajo, está siendo ya realizado en sus propias casas por personas tales como vendedores y vendedoras que trabajan por teléfono o mediante visitas y sólo ocasionalmente se pasan por la oficina; por arquitectos y diseñadores; por un floreciente grupo de consultores especializados de muchas industrias; por gran número de trabajadores de servicios humanos, como terapeutas o psicólogos; por profesores de música y de idiomas; por traficantes en objetos de arte, consejeros de inversión, agentes de seguros, abogados e investigadores académicos; y por muchas otras categorías de empleados, técnicos y profesionales.
Estas figuran, además, entre las clasificaciones laborales en más rápida expansión, y cuando de pronto hacemos accesibles tecnologías que puedan situar a bajo costo un «puesto de trabajo» en cualquier hogar, suministrándole quizás una máquina de escribir «inteligente», junto con una máquina de reproducción en facsímil o consola de computador y equipo de teleconferencias, se amplían radicalmente las posibilidades de trabajo en el hogar.
Supuesto un equipo semejante, ¿quién podría ser el primero en realizar la transición de un trabajo centralizado al «hogar electrónico»? Si bien sería un error subestimar la necesidad de contacto directo cara a cara en la actividad laboral, y toda la comunicación subliminal y no verbal que acompaña a ese contacto, también es cierto que algunas tareas no requieren mucho contacto exterior… o lo necesitan sólo intermitentemente.
Así, la mayoría de los trabajadores de oficina «de baja abstracción» realizan tareas —anotar datos, teclear, recuperar, totalizar columnas de cifras, preparar facturas y otras semejantes— que requieren pocas, si es que requieren alguna, transacciones directas cara a cara. Quizá pudieran ser desplazadas muy fácilmente al hogar electrónico. Muchos de los trabajadores «de abstracción ultraelevada» —investigadores, por ejemplo, y economistas, formuladores de estrategias, diseñadores organizativos— requieren, a la vez contactos intensos con colegas y momentos de soledad. Hay ocasiones en que incluso los negociadores necesitan apartarse para hacer su «trabajo de casa».
Nathaniel Samuels, director-asesor de la Oficina de Inversiones Lehman Brothers Kuhn Loeb, está de acuerdo. Samuels, que trabaja ya en su casa entre 50 y 75 días al año, afirma que «la tecnología futura aumentará el total de «trabajo doméstico». De hecho, muchas Compañías están ya cediendo en su insistencia de que el trabajo debe ser realizado en la oficina. Cuando Weyerhaeuser, la gran Compañía de productos madereros, necesitó no hace mucho tiempo un nuevo folleto sobre la conducta de los empleados, el vicepresidente R. L. Siegel y tres de los miembros de su consejo de dirección se reunieron en su casa durante casi una semana hasta haber redactado un borrador. «Sentíamos que necesitábamos salir [de la oficina] para evitar distracciones —dice Siegel—. Trabajar en el propio hogar es congruente con nuestra tendencia al horario flexible —añade—. Lo importante es hacer el trabajo. Para nosotros, es incidental dónde se haga».
Según el Wall Street Journal, Weyerhaeuser no se encuentra sola. «Muchas otras Compañías también están dejando a sus empleados trabajar en casa» —informa el periódico—, entre ellas, United Airlines, cuyo director de relaciones públicas permite a su personal escribir en casa hasta veinte días al año. Incluso McDonalds, cuyos empleados de rango más bajo son necesarios para manejar las parrillas de hamburguesas, estimula el trabajo en el hogar entre algunos altos ejecutivos.
«¿Necesita usted realmente una oficina como tal?», pregunta Booz Alien & Hamilton’s Harvey Poppel. En una predicción inédita, Poppel sugiere que «para los años noventa, la capacidad de comunicaciones en los dos sentidos [habrá] mejorado lo suficiente como para estimular una generalizada práctica de trabajar en casa». Su opinión se halla respaldada por muchos otros investigadores, como Roben F. Latham, proyectista de largo alcance de Bell Canadá, en Montreal. Según Latham, «a medida que proliferen los puestos de trabajo relacionados con la información y las instalaciones de comunicaciones, aumentará también el número de personas que puedan trabajar en casa o en centros de trabajo locales».
De manera similar, Hollis Vail, asesor de dirección del Departamento del Interior de los Estados Unidos, asegura que para mediados de la década de los ochenta «los centros de procesado de palabras del mañana podrían fácilmente «estar en la propia casa de uno»; ha escrito un guión en el que describe cómo una secretaria, «Jane Adams», empleada por la «Aggar Company», podría trabajar, en su casa, reuniéndose con su jefe sólo periódicamente para «hablar de problemas y, naturalmente, asistir a las fiestas de la oficina».
Esta misma opinión es compartida por el Institute for the Future que, ya en 1971, realizó un estudio sobre 150 expertos de Compañías de primera fila que trabajaban con las nuevas tecnologías de información y concretó cinco categorías diferentes de trabajo que podían ser transferidas al hogar.
El IFF descubrió que, dados los instrumentos necesarios, muchas de las actuales tareas de la secretaria «podrían ser realizadas desde el hogar, así como desde la oficina. Un sistema diferente aumentaría el mercado de trabajo al permitir continuar trabajando a secretarias casadas con hijos pequeños a su cargo. No habría ninguna razón insuperable por la que una secretaria no pudiera también, en muchos casos, tomar al dictado en su casa y mecanografiar el texto en una terminal doméstica que produce un texto pulcro en la casa o en la oficina del autor».
Además —continuaba IFF—, «muchas de las tareas realizadas por ingenieros, delineantes y otros empleados podrían ser realizadas desde su propia casa tan eficazmente, o a veces más, como desde la oficina». Una «semilla del futuro» existe ya en Gran Bretaña, por ejemplo, donde una Compañía llamada F. International Ltd. emplea cuatrocientos programadores de computadores en régimen de jornada parcial, de los cuales, todos menos unos pocos trabajan en sus propias casas. La Compañía, que organiza equipos de programadores para la industria, se ha extendido a Holanda y Escandinavia y cuenta entre sus clientes gigantes tales como British Steel, Shell y Unilever. «La programación doméstica de computadores —escribe el Guardian— es la industria hogareña de los años ochenta».
En resumen, a medida que avanza la tercera ola a través de la sociedad, encontramos cada vez más Compañías que, en palabras de un investigador, pueden ser descritas como nada más que «personas apiñadas en torno a un computador». Póngase al computador en las casas de las personas, y ya no necesitarán apiñarse. El trabajo administrativo de tercera ola, como el trabajo fabril de tercera ola, no requerirá que el cien por cien de la fuerza, del trabajo esté concentrada en el taller.
No hay que subestimar las dificultades que entraña transferir el trabajo desde sus emplazamientos de segunda ola en la fábrica y la oficina a su emplazamiento de tercera ola en el hogar. Problemas de motivación y administración, de reorganización empresarial y social, harán que ese desplazamiento sea prolongado y, quizá, penoso. Y tampoco todas las comunicaciones pueden ser manejadas de forma delegada. Algunos trabajos —especialmente los que implican una negociación creadora, en los que ninguna decisión es rutinaria— requieren mucho contacto directo. Así, Michael Koerner, presidente de Canadá Overseas Investments, Ltd., dice: «Todos necesitamos estar a menos de trescientos metros unos de otros.».
Sin embargo, fuerzas poderosas están convergiendo para promover el hogar electrónico. La que más inmediatamente se nos aparece es la descompensación que se da entre transporte y telecomunicación. La mayor parte de las naciones de alta tecnología están experimentando ahora una crisis del transporte, con sistemas de transpone colectivo tensados ya hasta el punto de ruptura, carreteras y autopistas atestadas, escasos lugares de estacionamiento, la contaminación convertida en grave problema, huelgas y averías casi habituales, y los costos por las nubes.
Los crecientes costes de los desplazamientos diarios a los lugares de trabajo son soportados por los trabajadores individuales. Pero, naturalmente, son repercutidos al empresario en forma de costes salariales más elevados, y al consumidor, en forma de precios más altos.
Jack Nilles y un equipo patrocinado por la National Science Foundation han calculado el ahorro en dólares y energía que se derivaría del desplazamiento de puestos de trabajo administrativos fuera de oficinas situadas en el centro de la ciudad. En vez de partir del supuesto de que los puestos de trabajo fuesen a las casas de los empleados, el grupo Nilles utilizó lo que se podría denominar modelo de casa a mitad de distancia, suponiendo sólo que los puestos de trabajo se dispersarían en centros de trabajo de barrio más próximos a las casas de los empleados.
Las implicaciones de los resultados obtenidos son sorprendentes. Estudiando a 2.048 empleados de Compañías de Seguros de Los Angeles, el grupo Nilles descubrió que cada persona recorría, por término medio, 21,4 millas diarias para ir y volver del trabajo (frente a un promedio nacional de 18,8 millas para trabajadores urbanos en los Estados Unidos). El recorrido era más largo cuanto más elevada era la categoría laboral de la persona, siendo el promedio entre los altos ejecutivos de 33,2 millas. En conjunto, estos trabajadores recorrían 12,4 millones de millas al año, invirtiendo en ello casi las horas que entran en medio siglo. A los precios de 1974, esto costaba 22 centavos por milla, con un total de 2.730.000 dólares, importe soportado indirectamente por la Compañía y sus cuentes. De hecho, Nilles descubrió que la Compañía estaba pagando a sus trabajadores de la ciudad 520 dólares más al año que el tipo habitual en los emplazamientos dispersos… en realidad, «una subvención por gastos de transporte». Estaba proporcionando también plazas de estacionamiento y otros costosos servicios que hacía necesarios el emplazamiento centralizado. Si imponemos ahora que una secretaria ganaba en el distrito diez mil dólares al año, la eliminación de este coste de traslado cotidiano habría permitido a la Compañía contratar casi trescientos empleados más o, alternativamente, aumentar de manera sustancial los beneficios.
La cuestión clave es: ¿Cuándo el coste de instalar y manejar un equipo de telecomunicaciones será inferior al coste actual de los desplazamientos del personal? Mientras que el precio de la gasolina y de otros elementos relacionados con el transporte (incluidas las alternativas de desplazamientos colectivos en sustitución del automóvil) suben en todas partes, el precio de las telecomunicaciones está bajando[10] espectacularmente. Las curvas tienen que cruzarse en algún punto.
Pero no son éstas las únicas fuerzas que nos mueven sutilmente hacia la dispersión geográfica de la producción y, en último término, hacia el hogar electrónico del futuro. El equipo de Nilles descubrió que en América el trabajador urbano medio utiliza el equivalente en gasolina de 64,6 kilovatios de energía en ir y volver del trabajo cada día. (Los empleados de seguros de Los Angeles consumían 37,4 millones de kilovatios al año en desplazamientos). En contraste con eso, se necesita mucha menos energía para mover información.
Una típica terminal de computador utiliza sólo entre 100 y 125 vatios cuando está en funcionamiento, y una línea telefónica consume sólo un vatio cuando funciona. Realizando ciertas suposiciones sobre cuánto equipo de comunicaciones se necesitaría y durante cuánto tiempo funcionaría, Nilles calculó que «la ventaja energética relativa obtenida al desplazar las instalaciones y permitir el trabajo a distancia (esto es, la relación entre los respectivos consumos de energía) por lo menos, de 29 a 1 cuando se utiliza el automóvil particular; de 11 a 1 cuando se utiliza el transporte colectivo en régimen de ocupación normal; y de 2 a 1 cuando se utiliza el transporte colectivo en régimen de ocupación al cien por cien».
Llevados a su conclusión, estos cálculos mostraron que en 1975, si nada más que entre el 12 y el 14% de los desplazamientos de trabajadores hubieran sido sustituidos por el trabajo a distancia, los Estados Unidos habrían ahorrado aproximadamente 75 millones de barriles de gasolina, y con ello habrían eliminado por completo la necesidad de importar gasolina del extranjero. Las consecuencias que esto habría implicado para la balanza de pagos de los Estados Unidos y para la política del Oriente Medio no habrían sido nada triviales.
A medida que los precios de la gasolina y los costes de la energía en general vayan aumentando en las décadas próximas, disminuirá el coste en dólares y en energía de poner en funcionamiento máquinas de escribir «inteligentes», telecopiadoras, enlaces auditivos y visuales y consolas de computador acomodables en el hogar, incrementando más aún la ventaja relativa de desplazar por lo menos parte de la producción fuera de los grandes talleres centrales que dominaron la Era de la segunda ola.
Todas estas crecientes presiones en ese sentido se irán intensificando a medida que intermitentes escaseces de gasolina, largas colas ante los surtidores y, quizá, racionamiento de carburantes interrumpan o retrasen el desplazamiento normal a los puestos de trabajo, aumentando más aún su coste, tanto en términos sociales como económicos.
A esto podemos añadir más presiones aún apuntadas en la misma dirección. Empleados y funcionarios descubrirán que desplazar el trabajo al hogar —o a centros de trabajo locales o de distrito como medida intermedia— puede reducir en gran medida las enormes cantidades gastadas ahora en inmuebles. Cuanto más pequeñas sean las oficinas centrales y las instalaciones fabriles, menor será la inversión en inmuebles, y menores los costos de calefacción, refrigeración, iluminación, vigilancia y mantenimiento de los mismos. A medida que suban los terrenos comerciales e industriales, y los impuestos que pesan sobre ellos, la esperanza de reducir y/o externalizar esos costes favorecerá el arriendo del trabajo.
La transferencia de trabajo y la reducción de los desplazamientos del personal reducirá también la contaminación y, por consiguiente, los gastos destinados a combatirla. Cuanto más éxito tienen los ecologistas en sus intentos de obligar a las Compañías a pagar por la contaminación que producen, más incentivos habrá para pasar a realizar actividades de baja contaminación, y, por tanto, de talleres grandes y centralizados a lugares de trabajo más pequeños o, mejor aún, situados en el propio hogar.
Además, al luchar contra los efectos destructivos del automóvil y oponerse a la construcción de carreteras y autopistas, o lograr que se prohiba la circulación de coches en determinados distritos, los ecologistas y grupos de ciudadanos dedicados a la conservación de la Naturaleza favorecen inconscientemente el desplazamiento del trabajo. El efecto final de sus esfuerzos es aumentar el ya elevado coste y molestias personales del transporte, frente al bajo coste y a la comodidad de la comunicación.
Cuando los ecologistas descubran las disparidades ecológicas existentes entre estas dos alternativas, y a medida que el desplazamiento del trabajo al hogar empiece a parecer una opción real, lanzarán todo su peso en favor de este Importante movimiento descentralizador y nos ayudarán a entrar en la civilización de la tercera ola.
Factores sociales apoyan también el movimiento hacia el hogar electrónico. Cuando más corta se hace la jornada laboral, tanto más largo es, en relación con el tiempo destinado a transporte. El empleado que detesta invertir una hora en ir y volver de su ocupación para pasarse ocho horas trabajando puede muy bien negarse a invertir ese mismo tiempo en transporte si se reducen las horas & trabajo. Cuanto mayor es la relación entre tiempo de transporte y tiempo de trabajo, más irracional, frustrador y absurdo resulta el proceso de ir y venir de un lado a otro. A medida que aumenta la resistencia a los largos viajes para acudir al trabajo, los empresarios tendrán indirectamente que aumentar la prima pagada a los empleados en los grandes y centralizados lugares de trabajo, frente a los que están dispuestos a recibir un salario menor por tiempo de viaje, molestias y costes menores. Una vez más, habrá mayor incentivo para desplazar el trabajo. Finalmente, profundos cambios de valores se están moviendo en la misma dirección. Aparte el desarrollo del privatismo y del nuevo atractivo que ofrecen la ciudad pequeña y la vida rural, estamos presenciando un cambio fundamental de actitud hacia la unidad familiar. La familia nuclear, la clásica y socialmente aprobada forma familiar a todo lo largo del período de la segunda ola, se halla, evidentemente, en crisis. En el capítulo siguiente exploraremos la familia del futuro. Por el momento, baste con hacer notar que en los Estados Unidos y Europa —dondequiera que la transición más allá de la familia nuclear se encuentra más avanzada— existe una creciente demanda de acción para volver a unir a la familia. Y vale la pena observar que una de las cosas que más ha ligado a las familias a lo largo de la historia ha sido el trabajo compartido.
Aún hoy, uno sospecha que las tasas de divorcio son menores entre los cónyuges que trabajan juntos. El hogar electrónico aumenta en gran medida la posibilidad de que maridos y mujeres, y quizás incluso hijos, trabajen juntos como una unidad. Y cuando los defensores de la vida familiar descubran las posibilidades inherentes al desplazamiento del trabajo al hogar, tal vez presenciemos una creciente demanda de medidas políticas que aceleren el proceso… incentivos fiscales, por ejemplo, y nuevas concepciones de los derechos de los trabajadores.
Durante los primeros tiempos de la Era de la segunda ola, los movimientos obreros luchaban por una «jornada de diez horas», demanda que habría sido casi incomprensible durante el período de la primera ola. Quizá no tardemos en ver surgir movimientos en petición de que todo trabajo que pueda hacerse en casa sea hecho en casa. Muchos trabajadores insistirán en esa opción como un derecho. Y, en la medida en que se considere que esta reubicación del trabajo fortalece la vida familiar, su demanda recibirá fuerte apoyo de personas pertenecientes a muchas convicciones políticas, religiosas y culturales distintas. La lucha por el hogar electrónico forma parte de la superlucha, más amplia, entre el pasado de la segunda ola y el futuro de la tercera ola, y es probable que en ella se alíen no sólo tecnólogos y empresas ávidas de explotar las nuevas posibilidades técnicas, sino también una amplia gama de otras fuerzas —ecologistas, reformadores laborales de un nuevo estilo y una nutrida coalición de organizaciones, desde iglesias conservadoras, hasta feministas radicales e importantes grupos políticos— en apoyo de lo que muy bien puede considerarse como un nuevo y más satisfactorio futuro para la familia. El hogar electrónico puede así emerger como fundamental punto de concentración para las fuerzas de la tercera ola del mañana.
Si el hogar electrónico se extendiese, se producirían en la sociedad toda una serie de importantes consecuencias. Muchas de ellas complacerían al ecologista o tecnorrebelde más ardiente, al tiempo que abrirían nuevas opciones para la iniciativa empresarial.
Impacto en la comunidad: Si el trabajo en el hogar llegara a afectar a una fracción apreciable de la población, ello podría significar una mayor estabilidad de la comunidad, objetivo que ahora parece inalcanzable en muchas regiones. Si los empleados pueden realizar en su casa algunas o todas sus tareas laborales, no tendrán que trasladarse cada vez que cambian de empleo, como muchos se ven obligados a hacer hoy. Les bastará conectar con un computador diferente.
Esto implica menos movilidad forzada, menos tensión sobre el individuo, relaciones humanas menos transitorias y mayor participación en la vida de la comunidad. Actualmente, cuando una familia se traslada a una comunidad, sospechando que deberá trasladarse de nuevo al cabo de uno o dos años, sus miembros se muestran muy reacios a integrarse en organizaciones de barrio, a hacer amistades, a intervenir en política local y a comprometerse con la vida de la comunidad en general. El hogar electrónico podría ayudar a restaurar el sentido de pertenencia a la comunidad y provocar un renacimiento entre organizaciones voluntarias como iglesias, grupos de mujeres, clubs, organizaciones deportivas y juveniles. El hogar electrónico podría significar más de lo que los sociólogos, con su afición a la jerga alemana, llaman gemeinschaft.
Impacto ecológico: El desplazamiento del trabajo, o de cualquier parte de él, al hogar, no sólo podría reducir las necesidades de energía, como se ha sugerido antes, sino que podría también conducir a la descentralización de la energía. En vez de requerir cantidades de energía altamente concentradas en unos cuantos edificios de oficinas o complejos industriales, y de requerir, por tanto, una generación de energía altamente centralizada, el sistema del hogar electrónico dispersaría la demanda de energía y permitiría así utilizar tecnologías energéticas alternativas, solar, cólica u otras. Unidades generadoras de energía en pequeña escala instaladas en cada hogar podrían sustituir al menos parte de la energía centralizada ahora necesaria. Esto implica también un descenso de contaminación, y ello, por dos razones: primera, el cambio a fuentes renovables de energía en pequeña escala elimina la necesidad de combustibles altamente contaminantes, y, segunda, significa emisiones más pequeñas de contaminantes altamente concentrados que sobrecargan el medio ambiente en unos cuantos lugares Críticos.
Impacto económico: En un sistema así se produciría un efecto de retracción en algunas industrias, pero otras proliferarían o crecerían. Evidentemente, florecerían las industrias electrónicas, de computadores y comunicaciones. Por el contrario, las compañías petrolíferas, la industria del automóvil y las agencias inmobiliarias experimentarían consecuencias negativas. Surgiría todo un nuevo grupo de establecimientos de computadores y servicios de información; por el Contrario, el servicio postal se reduciría. Los fabricantes de papel verían disminuir sus beneficios, y aumentarían los de las industrias de servicios.
A un nivel más profundo, si los individuos llegasen a poseer sus propias terminales y equipos electrónicos, comprados quizás a crédito, se convertirían en realidad en empresarios independientes, más que en empleados clásicos, dando lugar, en cierto modo, a una mayor propiedad de los «medios de producción» por parte del obrero. Podríamos ver también grupos de trabajadores a domicilio organizarse en pequeñas compañías para contratar sus servicios, incluso unirse en cooperativas que poseyeran conjuntamente las máquinas. Se hacen posibles toda clase de nuevas relaciones y formas organizativas.
Impacto psicológico: La imagen de un mundo laboral que va dependiendo cada vez más de símbolos abstractos evoca un entorno laboral cerebral que nos es extraño y, a cierto nivel, más impersonal que en la actualidad. Pero a un nivel distinto, el trabajo en el hogar sugiere una intensificación de las relaciones físicas y emocionales tanto en el propio hogar como en el barrio. Más que un mundo de relaciones humanas vicariantes, con una pantalla eléctrica interpuesta entre el individuo y el resto de la Humanidad, como se imagina en muchos relatos de ciencia-ficción, cabe postular un mundo dividido en dos grupos de relaciones humanas —uno real; el otro, vicariante—, con reglas y papeles diferentes en cada uno.
Sin duda experimentaremos con muchas variaciones y medidas intermedias. Muchas personas trabajarán una parte de la jornada en su casa, y también fuera de ella. A buen seguro, proliferarán centros de trabajo dispersos. Algunas personas trabajarán en su casa durante meses o años, cambiarán a un empleo exterior y volverán, quizás, a cambiar después. Habrán de modificarse las pautas de jefatura y dirección. Surgirán, indudablemente, pequeñas empresas, que contratarán de otras mayores la realización de tareas administrativas y asumirán responsabilidades especializadas para organizar, adiestrar y dirigir equipos de trabajadores a domicilio. A fin de mantener el adecuado enlace entre ellos, quizás esas pequeñas Compañías organicen fiestas, reuniones sociales u otras vacaciones conjuntas, de tal modo que los miembros de un equipo lleguen a conocerse personalmente, no sólo a través de la consola o el teclado.
Ciertamente, no todo el mundo puede, o quiere (o querrá) trabajar en casa. Es indudable que nos enfrentamos con un conflicto en torno a escalas de salarios y costes de oportunidad. ¿Qué le sucede a la sociedad cuando una parte creciente de la interacción humana en el trabajo es vicariante, de segundo grado, mientras que se intensifica la interacción cara a cara, emoción a emoción, en el hogar? ¿Y las ciudades? ¿Qué ocurre con las cifras de desempleo? ¿Qué es lo que designamos con las expresiones «empleo» y «desempleo» en un sistema semejante? Sería ingenuo soslayar esas cuestiones y esos problemas.
Pero si hay preguntas que no han recibido aún respuesta y dificultades posiblemente penosas, también hay nuevas posibilidades. Es probable que el salto a un nuevo sistema de producción torne irrelevantes muchos de los más difíciles problemas de la Era actual. El penoso carácter del trabajo feudal, por ejemplo, no podía ser aliviado dentro del sistema de agricultura feudal. No fue eliminado por revueltas campesinas, nobles altruistas ni utopistas religiosos. El trabajo siguió siendo penoso hasta que la llegada del sistema fabril, con sus propios y notablemente distintos inconvenientes, lo alteró por completo.
A su vez, pese a las buenas intenciones y promesas de creadores de puestos de trabajo, sindicatos, patronos benévolos o partidos obreros revolucionarios, puede que los problemas característicos de la sociedad industrial —desde el desempleo hasta la embrutecedora monotonía del trabajo, la superespecialización, el trato inhumano al individuo y los bajos salarios— sean totalmente insolubles dentro del entramado del sistema de producción de la segunda ola. Si esos problemas han subsistido durante trescientos años bajo organizaciones tanto capitalistas como socialistas, hay motivos para pensar que tal vez sean inherentes al modo de producción.
El paso a un nuevo sistema de producción en el sector fabril y en el administrativo, y el posible avance al hogar electrónico, prometen cambiar todos los términos actuales de debate, tornando anticuadas la mayor parte de las cuestiones por las que, hoy en día, hombres y mujeres discuten, luchan y, a veces, mueren.
No podemos saber si el hogar electrónico se convertirá realmente en la norma del futuro. Sin embargo, ha de comprenderse que, si a lo largo de los próximos veinte o treinta años realizara este histórico desplazamiento nada más que entre el 10 y el 20% de la fuerza de trabajo tal como actualmente se halla definida, nuestra economía, nuestras ciudades, nuestra ecología, nuestra «estructura familiar» nuestros valores e incluso nuestra política, se verían modificadas hasta resultarnos irreconocibles. Es una posibilidad —una plausibilidad quizá— que debe tenerse en cuenta.
Ahora se pueden ver entrelazados en mutua relación cierto número de cambios de tercera ola que generalmente se examinan por separado. Vemos una transformación de nuestro sistema energético y de nuestra base energética en una nueva tecnosfera. Esto ocurre al mismo tiempo que estamos desmasificando los medios de comunicación de masas y construyendo un entorno inteligente, revolucionando también, así, la infosfera. A su vez, estas dos gigantescas corrientes confluyen para cambiar la estructura profunda de nuestro sistema de producción, alterando la naturaleza del trabajo en la fábrica y en la oficina y, en último término, llevándonos a transferir de nuevo el trabajo al hogar.
Por sí solos, estos masivos cambios históricos justificarían fácilmente la afirmación de que nos encontramos al borde de una nueva civilización. Pero simultáneamente, estamos reestructurando también nuestra vida social, desde nuestros lazos familiares y nuestras amistades, hasta nuestras escuelas y corporaciones. Estamos a punto de crear también, junto con la tecnosfera y la infosfera de la tercera ola, una sociosfera de tercera ola.