En millones de hogares de la clase media se representa un drama ritual: el hijo o hija recientemente graduado llega tarde a cenar, gruñe, tira al suelo los anuncios en que ofrecen empleos y proclama que trabajar de nueve a cinco es una degradante estupidez. Ningún ser humano con una brizna de dignidad se sometería al régimen «de nueve a cinco».
Entran los padres.
El padre, recién llegado de su empleo de nueve a cinco, y la madre, exhausta y deprimida tras el pago de la última remesa de facturas, están consternados. Ya Otras veces han pasado por esta situación. Habiendo vivido épocas buenas y épocas malas, sugieren un empleo seguro en una gran corporación. El joven suelta una risita burlona. Las compañías pequeñas son mejores. Ninguna compañía es la mejor de todas. ¿Ampliar sus estudios? ¿Para qué? ¡Es una terrible pérdida de tiempo!
Horrorizados, los padres ven cómo sus sugerencias son rechazadas una tras otra. Su frustración crece hasta que, al fin, articulan el último lamento parental: ¿Cuándo vas a enfrentarte con el mundo real?
Estas escenas no se limitan a los hogares acomodados de los Estados Unidos, ni aun de Europa. Mogoles empresariales japoneses refunfuñan, mientras toman su saké, acerca de la rápida decadencia de la ética del trabajo y la lealtad a la Corporación, sobre la puntualidad industrial y la disciplina entre los jóvenes. Incluso en la Unión Soviética, los padres de la clase media se ven enfrentados, desafíos semejantes por parte de la juventud.
¿Es, simplemente, otro caso de épater les parents… el tradicional conflicto generacional? ¿O hay aquí algo nuevo? ¿Puede ser que los jóvenes y sus padres no estén hablando del mismo «mundo real»?
El hecho es que no nos hallamos presenciando meramente la clásica confrontación entre jóvenes románticos y adultos realistas. Pero lo que antes era realista puede no serlo ya. Pues el código básico de comportamiento que contiene las reglas básicas de la vida social está cambiando rápidamente a medida que avanza la tercera ola.
Hemos visto cómo la segunda ola trajo consigo un «código» de principios o normas que regían el comportamiento cotidiano. Principios tales como sincronización, uniformización o maximización eran aplicados en el comercio, en el Gobierno y en una vida cotidiana obsesionada por la puntualidad y los horarios.
En la actualidad está haciendo su aparición un contracódigo… nuevas reglas básicas para la nueva vida que estamos construyendo sobre una economía desmasificada, sobre medios de comunicación desmasificados, sobre nuevas estructuras familiares y corporativas. Muchas de las batallas, aparentemente absurdas, entre jóvenes y viejos, así como otros conflictos que tienen lugar en nuestras aulas, salas de juntas y círculos políticos no son, en realidad, sino enfrentamientos sobre qué código ha de aplicarse.
El nuevo código ataca directamente gran parte de aquello en que se ha enseñado a creer a la persona de la segunda ola, desde la importancia de la puntualidad y la sincronización, hasta la necesidad de conformidad y uniformización. Pone en tela de juicio la presunta eficiencia de la centralización y la profesionalización. Nos fuerza a reconsiderar nuestra convicción de que lo más grande es mejor y nuestras nociones de «concentración». Comprender este nuevo código, y cómo se opone al antiguo, es comprender al instante muchos de los conflictos, de otro modo desconcertantes, que se arremolinan a nuestro alrededor, agotando nuestras energías y amenazando nuestro poder, prestigio o salario personales.
Tomemos el caso de los padres frustrados. Como hemos visto, la civilización de la segunda ola sincronizó la vida cotidiana, enlazando los ritmos del sueño y la vigilia, del trabajo y el juego, al subyacente latido de las máquinas. Educados en esta civilización, los padres dan por sentado que es preciso sincronizar el trabajo, que todo el mundo debe llegar al mismo tiempo a su puesto de trabajo, que el congestionado tráfico de las horas punta es inevitable, que se deben establecer horas fijas de comidas y que hay que inculcar a los niños, desde su más temprana edad, la atención al tiempo y la puntualidad. No pueden comprender por qué sus hijos parecen tan irritantemente indiferentes al cumplimiento de las citas y por qué, si el trabajo de nueve a cinco (o el trabajo durante cualquier otro período fijo) era lo suficientemente bueno en el pasado, sus hijos tienen que considerarlo de pronto intolerable.
La razón es que la tercera ola, al avanzar, trae consigo un sentido completamente distinto del tiempo. Si la segunda ola enlazó la vida con el ritmo de la máquina, la tercera ola rechaza esta sincronización mecánica, altera nuestros ritmos sociales más básicos y, al hacerlo, nos libera de la máquina.
Una vez que comprendemos esto, no es sorprendente que una de las innovaciones que con más rapidez se extendieron en la industria durante la década de 1970 fuera el «horario flexible», un sistema que permite a los trabajadores, dentro de ciertos limites predeterminados, elegir sus propias horas de trabajo. En vez de exigir que todo el mundo llegue al mismo tiempo a la puerta de la fábrica o a la oficina, o incluso a horas escalonadas previamente fijadas, la Compañía que opera sobre la base del horario flexible establece ciertas horas básicas durante las cuales debe hallarse presente todo el mundo y especifica otras horas como flexibles. Cada empleado puede elegir cuáles de las horas flexibles desea dedicar al trabajo.
Esto significa que una «persona diurna» —una persona cuyos ritmos biológicos le despiertan rutinariamente a una hora temprana de la mañana— puede elegir acudir al trabajo a las ocho de la mañana, por ejemplo, mientras que una «persona nocturna», cuyo metabolismo es diferente, puede elegir empezar su trabajo a las diez o las diez y media. Ello significa que un empleado puede tomarse tiempo libre para atender faenas caseras, o ir de compras, o llevar un hijo al médico. Grupos de trabajadores que deseen ir juntos a la bolera a primera hora de la mañana o a última de la tarde pueden fijar conjuntamente sus horarios para hacerlo posible. En resumen, el tiempo mismo está siendo desmasificado.
El movimiento en favor del horario flexible comenzó en 1965, cuando una economista de Alemania, Christel Kámmerer, lo recomendó como un medio para llevar más madres al mercado de trabajo. En 1967, Messerschmitt-Bólkow-Blohm, la Deutsche Boeing, descubrió que muchos de sus empleados llegaban tarde al trabajo agotados por la lucha contra el tráfico de las horas punta. La dirección realizó un cauteloso experimento permitiendo que dos mil trabajadores prescindieran del rígido horario de ocho a cinco y eligiesen sus propias horas. Al cabo de dos años, la totalidad de sus doce mil empleados practicaban el horario flexible, y algunos departamentos incluso habían suprimido la exigencia de que todo el mundo se hallase presente durante las horas centrales.
En 1972, la revista Europa informaba que «…en unas dos mil empresas de Alemania Occidental, el concepto nacional de la rígida puntualidad se ha desvanecido por completo. La razón es la introducción del Gleitzeit, es decir, horas «deslizantes» o «flexibles». Para 1977, la cuarta parte de toda la fuerza de trabajo de la Alemania Occidental, más de cinco millones de empleados en total, practicaban una u otra forma de horario flexible, y el sistema estaba siendo utilizado por 22.000 empresas, que comprendían una cifra estimada de cuatro fe millones de trabajadores, en Francia, Finlandia, Dinamarca, Suecia, Italia y Gran Bretaña. En Suiza, entre el 15 y el 20% de todas las firmas industriales habían adoptado el nuevo sistema para la totalidad o parte de su fuerza laboral.
Las empresas multinacionales (importante vehículo de difusión cultural en el mundo de hoy) no tardaron en exportar el sistema desde Europa. Nestlé y Lufthansa, por ejemplo, lo introdujeron en sus operaciones en Estados Unidos. Para 1977, según un informe preparado para la American Management Association por el profesor Stanley Nollen y la asesora Virginia Martin, el 13% de todas las Compañías estadounidenses estaban utilizando el horario flexible. Al cabo de unos años —predicen—, el número alcanzará el 17%, que representará un total de más de ocho millones de trabajadores. Entre las empresas norteamericanas que prueban sistemas de horario flexible figuran gigantes tales como Scott Paper, Banco de California, General Motors, Bristol Myers y Equitable Life.
Algunos de los sindicatos más antiguos — presentadores del statu quo de la segunda ola— han titubeado. Pero los trabajadores individuales ven el horario flexible, por lo general, como una influencia liberadora. Dice el director de una Compañía de Seguros con sede en Londres: «Las casadas jóvenes quedaron totalmente encantadas del cambio». Un estudio realizado en Suiza llegó a la conclusión de que lo aprueban el 95% de los trabajadores afectados. El 35% —más hombres que mujeres— dicen que ahora pasan más tiempo con su familia.
Una madre negra que trabajaba para un Banco de Boston estaba a punto de ser despedida porque —aunque buena trabajadora en otros aspectos— continuamente llegaba tarde a la oficina. Su falta de puntualidad reforzaba los estereotipos racistas de «poca formalidad» y «pereza» de los trabajadores negros. Pero cuando su oficina adoptó el horario flexible, dejó de considerársela impuntual. Resultó —informó el sociólogo Alian R. Cohén— «que había estado llegando tarde porque tenía que dejar a su hijo en una guardería y nunca podía presentarse a la hora de empezar el trabajo».
Por su parte, los empresarios informan que la productividad aumenta, el absentismo se reduce y se dan también otros beneficios. Existen, naturalmente, problemas, como ocurre con cualquier innovación, pero, según el estudio realizado por AMA, sólo el 2% de las Compañías que han experimentado el horario flexible han retornado a la antigua estructura de horario rígido. Un directivo de Lufthansa resumió sucintamente la cuestión: «Ahora ya no existen problemas de puntualidad».
Pero el horario flexible, aunque ampliamente divulgado, constituye solamente una pequeña parte de la restructuración general del tiempo que la tercera ola lleva consigo. Estamos presenciando también un cambio hacia una mayor cantidad de trabajo nocturno. Y esto se está dando no tanto en los adicionales centros fabriles como Akron o Baltimore —que siempre han tenido Chuchos trabajadores en turnos de noche— cuanto en el sector, en rápida expansión, de los servicios y en las avanzadas industrias basadas en los computadores.
«La ciudad moderna —declara el periódico francés Le Monde— es una gorgona que nunca duerme y en la que… una creciente proporción de los ciudadanos trabajan fuera de los [normales] ritmos diurnos.». En las naciones tecnológicas, el número de trabajadores nocturnos oscila actualmente entre el 15 y el 25% de todos los empleados. En Francia, por ejemplo, el porcentaje ha faltado desde sólo el 12% en 1957, hasta el 21% en 1974. En los Estados Unidos, el número de trabajadores de jornada completa nocturna aumentó en un 13% en el período comprendido entre 1974 y 1977; el total, incluyendo a los de jornada parcial, alcanzó los trece millones y medio.
Más espectacular aún ha sido la extensión del trabajo en régimen de jornada parcial… y la activa preferencia que por él han expresado gran número de personas. En la zona de Detroit se estima que el 65% de la fuerza total de trabajo en los grandes almacenes «J. L. Hudson» se compone de personas contratadas a jornada parcial. Prudential Insurance tiene unos 1.600 empleados a jornada parcial en sus oficinas de los Estados Unidos y Canadá. En conjunto existe actualmente en los Estados Unidos un trabajador de jornada reducida por cada cinco de jornada completa, y el número de quienes siguen la jornada parcial ha crecido dos veces más de prisa que los de jornada completa desde 1954.
Ha avanzado tanto este proceso, que un estudio realizado en 1977 por varios investigadores de la universidad de Georgetown sugería que en lo futuro casi todos los puestos de trabajo podrían ser de jornada reducida. Titulado Permanent Part-Time Employment: The Manager’s Perspective, el estudio abarcaba 68 corporaciones, más de la mitad de las cuales utilizaban ya empleados de jornada parcial. Más notable aún es el hecho de que en los últimos veinte años se ha duplicado el porcentaje de trabajadores desempleados que desean un puesto de trabajo en régimen de jornada reducida.
Esta proliferación de puestos de trabajo con jornada parcial es particularmente bien acogida por las mujeres, por personas de edad y por los semijubilados, así como por muchos jóvenes que están dispuestos a conformarse con un sueldo menor a cambio de tiempo para practicar sus propias aficiones, actividades deportivas, religiosas, artísticas o políticas.
Por tanto, vemos que existe una ruptura fundamental con la sincronización de la segunda ola. La combinación de horario flexible, jornada parcial y trabajo Nocturno significa que cada vez es mayor el número de personas que trabajan fuera del sistema de «nueve a cinco» (o de cualquier horario fijo), y que la sociedad entera se está desplazando a la realización de operaciones a todo lo largo de las veinticuatro horas del día.
Mientras tanto, nuevos hábitos de consumo surgen también paralelos a los cambios operados en la estructura temporal de la producción. Obsérvese, por ejemplo, la proliferación de supermercados que permanecen abiertos toda la noche. «¿Se convertirá el comprador de las cuatro de la madrugada, considerado durante mucho tiempo como un típico ejemplar californiano, en característica normal de la vida en el menos extravagante Este?», pregunta el New York Times, La respuesta es un rotundo: «¡Sí!».
El portavoz de una cadena de supermercados del Este de los Estados Unidos, dice que su Compañía mantendrá abiertos toda la noche sus establecimientos porque «la gente permanece levantada hasta más tarde que antes». El cronista del Times se pasa una noche en un supermercado típico e informa de los variados clientes que aprovechan la hora avanzada: un camionero cuya mujer está enferma hace la compra para su familia de seis miembros; una joven que acude a una cita para después de la medianoche, se deja caer por allí para comprar una tarjeta de felicitación; un hombre que permanece levantado con una hija enferma, entra apresuradamente para comprarle un banjo de juguete y se detiene a comprarle también un hibachi; una mujer entra después de su clase de cerámica para hacer la compra de la semana; un motociclista llega a las tres de la madrugada para comprar una baraja; dos hombres se acercan al amanecer de paso que van a pescar…
Las horas de las comidas se ven afectadas también por estos cambios y quedan similarmente desincronizadas. La gente no come ya al mismo tiempo, como hacía antes la mayoría. La rígida pauta de tres comidas diarias se quiebra a medida que van surgiendo establecimientos de comidas rápidas que sirven miles de millones de comidas a todas horas. La audiencia de la Televisión cambia también, mientras los programadores idean programas específicamente dirigidos a «adultos urbanos, trabajadores nocturnos y personas simplemente aquejadas de insomnio». Entretanto, los Bancos, abandonan sus famosas «horas de oficina».
El gigantesco Citibank de Manhattan anuncia en la Televisión su nuevo sistema bancario automatizado: «Está usted a punto de presenciar el alborear de una revolución en la Banca. Se trata del nuevo servicio de veinticuatro horas de Citibank… donde puede usted realizar la mayor parte de sus operaciones bancarias en cualquier momento en que lo desee. Así, si Don Slater quiere comprobar su saldo al despuntar el alba, puede hacerlo. Y Brian Holland puede transferir dinero de sus ahorros a su cuenta corriente en cualquier momento en que lo desee… Usted sabe y yo sé que la vida no se detiene a las tres de la tarde de lunes a viernes… El «Citi» nunca duerme.».
Por lo tanto, si volvemos la vista hacia la forma en que nuestra sociedad trata ahora el tiempo, encontramos una sutil, pero poderosa desviación de los ritmos de la segunda ola y la puesta en marcha hacia una nueva estructura temporal en nuestras vidas. De hecho, lo que está sucediendo es una desmasificación del tiempo, que corre parejas con la desmasificación de otras características de la vida social a medida que avanza la tercera ola.
Estamos sólo empezando a sentir las consecuencias de esta restructuración del tiempo. Por ejemplo, si bien la creciente individualización de las pautas temporales hace, ciertamente, menos oneroso el trabajo, puede también intensificar la soledad y el aislamiento social. Si amigos, amantes y familiares trabajan todos a horas diferentes, y no se instauran nuevos servicios para ayudarles a coordinar sus horarios personales, resulta cada vez más difícil organizar entre ellos un contacto social directo. Los viejos centros sociales —el bar de la esquina, del salón parroquial, la hermandad colegial— están perdiendo su tradicional importancia. En su lugar es preciso inventar nuevas instituciones de la tercera ola para facilitar la vicia social.
Por ejemplo, se puede imaginar sin dificultad un nuevo servicio computadorizado que no sólo le recuerde a uno sus propias citas, sino que almacene los horarios de diversos amigos y familiares, de tal modo que, oprimiendo un botón, cada persona de la red social pueda averiguar dónde y cuándo estarán sus amigos y conocidos y pueda tomar las disposiciones consiguientes. Pero se necesitarán facilitadores sociales mucho más importantes.
La desmasificación del tiempo tiene también otras consecuencias. Por ejemplo, podemos empezar a ver ya sus efectos en el transporte. La insistencia de la segunda ola en rígidos horarios de trabajo impuestos de forma general, trajo consigo el característico apiñamiento de las horas punta. La desmasificación del tiempo redistribuye las corrientes del tráfico tanto en el espacio como en el tiempo.
De hecho, una primera y elemental forma de juzgar hasta dónde ha avanzado la tercera ola en cualquier comunidad es contemplar las corrientes del tráfico rodado. Si las horas punta continúan densamente recargadas, y si todo el tráfico se desplaza en un sentido por la mañana y regresa en sentido contrario al «anochecer, todavía prevalece la sincronización de la segunda ola. Si el tráfico fluye durante todo el día, como ocurre en número cada vez mayor de ciudades, y se mueve en todas direcciones, y no simplemente de un lado a otro, puede darse por seguro que han echado raíces industrias de la tercera ola; que los trabajadores del sector servicios superan en número a los trabajadores fabriles; que ha empezado a extenderse el horario flexible; que predominan la jornada parcial; y el trabajo nocturno y que no se quedarán atrás servicios de funcionamiento mantenido durante toda la noche, como, por ejemplo, Bancos, surtidores de gasolina y restaurantes. El cambio hacia horarios más flexibles y personalizados reduce también los costes energéticos y la contaminación nivelando los puntos máximos de gasto. Compañías eléctricas de una docena de Estados están ahora utilizando tarifas «diurnas» para abonados industriales y residenciales con el fin de disuadir del uso de energía durante las tradicionales horas punta, mientras que el Departamento de Protección Ambiental de Connecticut ha instado a las empresas a instaurar el horario flexible como medio de cumplir los requisitos ambientales federales.
Estas son algunas de las más evidentes implicaciones del cambio temporal. A medida que el proceso vaya desarrollándose durante los años y décadas próximos, veremos consecuencias mucho más poderosas y no imaginadas aún. Las nuevas pautas temporales afectarán a nuestros ritmos cotidianos en el hogar. Afectarán a nuestro arte. Afectarán a nuestra biología. Pues cuando nos referimos al tiempo, nos referimos a la totalidad de la experiencia humana.
Estos ritmos de la tercera ola dimanan de profundas fuerzas psicológicas, económicas y tecnológicas. A un nivel surgen de la modificada naturaleza de la población. Las personas de hoy —más acomodadas e instruidas que sus padres y situadas ante más elecciones vitales— rehusan, simplemente, ser masificadas. Cuanto más difieren entre sí las personas por lo que se refiere al trabajo que hacen o a los productos que consumen, más exigen ser tratados como individuos… y más resistencia oponen a horarios socialmente impuestos.
Pero a otro nivel se puede detectar el origen de los nuevos y más personalizados ritmos de la tercera ola en una amplia gama de tecnologías que están penetrando en nuestras vidas. Las video-cassettes y grabadoras televisivas, por ejemplo, permiten a los televidentes grabar programas en el momento en que se están emitiendo, y contemplarlos en las ocasiones que quieran. Escribe el columnista Steven Brill: «Dentro de los próximos dos o tres años, la Televisión dejará, probablemente, de imponer los horarios ni aun de los más acérrimos teleadictos». El poder de las grandes redes de televisión —las NBC, las BBC o las NHK— de sincronizar la audiencia está tocando a su fin.
También el computador está empezando a remoldear nuestros horarios e incluso nuestras concepciones del tiempo. De hecho, es el computador lo que ha hecho posible el horario flexible en grandes organizaciones. En su forma más simple, facilita el complejo entretejimiento de miles de horarios flexibles, personalizados. Pero también altera nuestras pautas de comunicación en el tiempo permitiéndonos acceder a los datos e intercambiarlos tanto «sincrónicamente» (es decir, simultáneamente) como «asincrónicamente».
Lo que eso significa queda ilustrado por el creciente número de usuarios de computadores que practican en la actualidad las conferencias por computador.
Esto permite a un grupo comunicarse con otro por medio de terminales instalados en sus hogares o en sus oficinas. Actualmente, unos 660 científicos, futuristas, planeadores y educadores de varios países sostienen entre sí prolongados debates sobre energía, economía, descentralización o satélites espaciales a través de lo que se conoce con el nombre de Sistema Electrónico de Intercambio de Información. Teleimpresores y pantallas de video instalados en sus hogares y oficinas permiten optar entre comunicación instantánea y comunicación aplazada. Situados a muchas zonas horarias de distancia, cada usuario puede elegir enviar o recuperar datos cuando sea más conveniente. Una persona puede trabajar a las tres de la madrugada si así le apetece. Alternativamente, varias pueden coger línea al mismo tiempo si así lo deciden. Pero el efecto que el computador produce en el tiempo es mucho más profundo, influyendo incluso en la forma en que pensamos acerca de él. El computador introduce un nuevo vocabulario (con términos como «tiempo-real», por ejemplo) que clarifica, designa y reconceptualiza fenómenos temporales. Empieza a sustituir al reloj como el más importante instrumento marcador del tiempo o fijador del ritmo en la sociedad.
Las operaciones del computador se realizan tan rápidamente, que procesamos de manera rutinaria los datos a través del computador en lo que podría denominarse «tiempo subliminal» —intervalos demasiado breves para que los detecten los sentidos humanos o para que se adapten a ellos los tiempos de facción nerviosa humana—. Tenemos ahora teleimpresores operados por computador capaces de producir entre diez mil y veinte mil líneas por minuto, velocidad más de doscientas veces superior a la que nadie puede utilizar para leerlas, y esto es sólo la parte más lenta de los sistemas de computadores. En un período de veinte años, los científicos de computadores han pasado de hablar en términos de milisegundos (milésimas de segundo) a nanosegundos (milmillonésimas de segundo, una compresión del tiempo que escapa casi a nuestra capacidad imaginativa). Es como si la vida laboral entera de una persona de, por ejemplo, 80.000 horas pagadas —2.000 horas anuales durante cuarenta años— pudiera ser comprimida en el simple lapso de 4,8 minutos. “ Más allá del computador encontramos también otras tecnologías o productos que contribuyen a la desmasificación del tiempo. Drogas que influyen en el estado de ánimo (por no hablar de la marihuana) alteran la percepción del tiempo CD nuestro interior. A medida que vayan apareciendo drogas de este tipo mucho Vas sofisticadas, es probable que, para bien o para mal, incluso nuestro sentido interior del tiempo, nuestra experiencia de duración, se torne más individualizado y menos universalmente compartido.
Durante la civilización de la segunda ola, las máquinas se hallaban toscamente sintonizadas una con otra, y las personas de la cadena de producción eran luego sincronizadas con las máquinas, con todas las innumerables consecuencias sociales que derivaban de este hecho. En la actualidad, la sincronización de la máquina ha alcanzado niveles tan exquisitamente elevados, y la velocidad de incluso los trabajadores humanos más rápidos resulta, en comparación, tan ridículamente lenta, que se pueden obtener extraordinarios beneficios de la tecnología, no acoplando trabajadores a la máquina, sino desacoplándolos de ella.
Dicho de otra manera: durante la civilización de la segunda ola, la sincronización de la máquina encadenaba a los humanos a las aptitudes de la máquina y aprisionaba toda su vida social en un marco común. Así lo hizo, por igual, en las sociedades capitalistas y en las socialistas. Ahora, al hacerse más precisa la sincronización de la máquina, los humanos, en vez de quedar aprisionados, son progresivamente liberados.
Una de las consecuencias psicológicas de esto es un cambio de la puntualidad en nuestras vidas. Nos estamos moviendo ahora de una puntualidad genérica a una puntualidad selectiva o situacional. Llegar a tiempo —como nuestros hijos quizá perciben borrosamente— no significa ya lo que significaba antes.
Como hemos visto, la puntualidad no era terriblemente importante durante la civilización de la primera ola, fundamentalmente porque el trabajo agrícola no era altamente interdependiente. Con la llegada de la segunda ola, el retraso de un trabajador podía dislocar inmediata y dramáticamente el trabajo de muchos otros en la fábrica o la oficina. De ahí la enorme presión cultural para asegurar la puntualidad.
En la actualidad, como la tercera ola trae consigo horarios personalizados, en lugar de horarios universales o masificados, las consecuencias de llegar tarde están menos claras. Llegar tarde puede producir contrariedad a un amigo o un compañero de trabajo, pero sus erectos disruptores sobre la producción, aunque potencialmente graves en ciertos puestos, van siendo cada vez menos evidentes. Resulta más difícil — especialmente a los jóvenes — distinguir cuándo es realmente importante la puntualidad y cuándo es exigida por la simple fuerza de la costumbre, la cortesía o el ritual. La puntualidad continúa siendo vital en algunas situaciones; pero, a medida que se extiende el computador y la gente tiene posibilidad de acoplarse a ciclos horarios distintos, disminuye el número de trabajadores cuya eficacia depende de ella.
El resultado es menos presión para que se llegue «a tiempo» y la difusión entre los jóvenes de actitudes más despreocupadas con relación al tiempo. La puntualidad, como la moralidad, se torna situacional.
En resumen: a medida que avanza la tercera ola, desafiando la vieja forma industrial de hacer las cosas, cambia la relación con el tiempo de la civilización entera. Está desapareciendo la vieja sincronización mecánica que destruía tanto de la espontaneidad y la alegría de vivir y simbolizaba virtualmente la segunda ola. Los jóvenes que rechazan el régimen «de nueve a cinco», que son indiferentes a la puntualidad clásica, quizá no comprendan por qué se comportan como lo hacen. Pero el tiempo mismo ha cambiado en el «mundo real», y, junto con él, nosotros hemos cambiado las reglas básicas que antaño nos regían.
La tercera ola no se limita a alterar las pautas de sincronización de la segunda ola. Ataca también otra característica básica de la vida industrial: la uniformización.
El código oculto de la sociedad de la segunda ola estimulaba una arrolladora uniformización de muchas cosas, desde valores, pesos, distancias, medidas, tiempo y monedas, hasta productos y precios. Los hombres de negocios de la segunda ola se esforzaban y algunos se siguen esforzando, por hacer idénticos todos sus productos.
Según hemos visto, los hombres de negocios saben cómo individualizar (por contraposición a uniformizar) al coste más bajo, y encuentran ingeniosos medios de aplicar la tecnología más reciente a la individualización de productos y servicios. En el empleo va disminuyendo el número de trabajadores que realizan labores idénticas a medida que aumenta la variedad de ocupaciones. Los salarios y beneficios marginales empiezan a variar más de un trabajador a Otro. Los propios trabajadores van haciéndose más diferentes entre sí, y, puesto que ellos (y nosotros) son también consumidores, las diferencias se trasladan inmediatamente al mercado.
El alejamiento de la tradicional producción en serie se ve así acompañado por una paralela desmasificación de los mercados, el tráfico comercial y el consumo. Los consumidores empiezan a realizar sus elecciones no sólo porque un producto cumple una específica función material o psicológica, sino también por la forma en que se adecua a la configuración, más amplia, de los productos y servicios que ellos exigen. Estas configuraciones acusadamente individualizadas son transitorias, como lo son lo estilos de vida que contribuyen a definir. El consumo, como la producción, se torna configuracional. La producción postuniformizada trae consigo el consumo postuniformizado.
Incluso los precios, uniformizados durante el período de la segunda ola, empiezan a ser menos uniformes ahora, ya que los productos individualizados requieren precios también individualizados. El precio de un automóvil depende del particular conjunto de opciones seleccionadas; el de un equipo de alta fidelidad depende, similarmente, de las unidades que contiene y de cuánto desea el comprador que funcione; los precios de aviones, torres perforadoras marinas, buques, computadores y otros productos de alta tecnología varían de una unidad a otra.
Tendencias similares vemos en la política. Nuestras ideas se singularizan crecientemente a medida que el consenso se desmorona en una nación tras otra y surgen miles de grupos, cada uno de los cuales lucha por sus limitados, y a menudo temporales, conjuntos de objetivos. A su vez, la cultura misma se va desinformizando progresivamente.
Vemos así la desintegración de la mentalidad de masa, a medida que van entrando en acción los nuevos medios de comunicación descritos en el capítulo XIII. La desmasificación de los medios de comunicación —el auge de minirrevistas, periódicos de distribución exclusiva a suscriptores y comunicaciones en pequeña escala y, a menudo, por procedimientos de xerocopia, junto con la generalización del cable, la cassette y el computador— hace saltar en pedazos la uniformizada imagen del mundo propagada por las tecnologías de comunicaciones de la segunda ola e inyecta en la sociedad una gran diversidad de imágenes, ideas, símbolos y valores. No sólo estamos usando productos individualizados, estamos usando símbolos diversos para individualizar nuestra concepción del mundo.
Art News resumió las ideas de Dieter Honisch, director de la Galería Nacional de Berlín Occidental: «Lo que se admira en Colonia puede no ser aceptado en Munich, y un éxito en Stuttgart puede no impresionar al público de Hamburgo. Regido por intereses regionales, el país está perdiendo su sentido de cultura nacional».
Nada pone más nítidamente de relieve este proceso de desuniformización cultural que un reciente artículo de Christianity Today, una destacada voz del protestantismo conservador en América. Escribe el director: «Muchos cristianos parecen confusos por la existencia de tantas traducciones diferentes de la Biblia. Tiempo atrás, los cristianos no se enfrentaban a tantas opciones». Y viene entonces la frase definitiva: «Christianity Today recomienda que ninguna versión sea considerada modélica o standard”. Aun dentro de los angostos límites de la traducción bíblica, como en la religión en general, se está desvaneciendo la idea de un modelo único. Nuestras ideas religiosas, como nuestros gustos, se están haciendo menos estereotipados y uniformizados.
El efecto final es alejarnos de la sociedad huxleiana u orvelliana de desindividualizados humanoides sin rostro que sugeriría una extensión de las tendencias de la segunda ola y, en lugar de ello, llevarnos hacia una profusión de estilos de vida y hacia personalidades más altamente individualizadas. Estamos presenciando el surgimiento de una «mente postuniformizada» y de un «público postuniformizado».
Esto acarreará sus propios problemas sociales, psicológicos y filosóficos, algunos de los cuales los estamos ya percibiendo en la soledad y el aislamiento social en que nos hallamos inmersos, pero son espectacularmente distintos de los problemas de conformidad masiva que nos acosaban durante la era industrial.
Como la tercera ola no se ha impuesto aún en la mayor parte de las naciones técnicamente avanzadas, seguimos sintiendo la tracción de poderosas corrientes de la segunda ola. Estamos todavía completando algunos de los asuntos inconclusos de la segunda ola. Por ejemplo, la edición de libros en cartoné en los Estados Unidos, que durante mucho tiempo ha constituido una industria atrasada, está llegando ahora a la fase de comercialización masiva que la edición de libros de bolsillo y otras industrias de consumo alcanzaron hace más de una generación. Otros movimientos de la segunda ola parecen casi quijotescos, como el que propugna, en esta avanzada fase, la adopción del sistema métrico decimal en los Estados Unidos para adecuar las unidades de medida inglesa a las utilizadas en Europa. Y otros derivan de la construcción de un imperio burocrático, como el esfuerzo de los tecnócratas del Mercado Común en Bruselas por «armonizar» todo, desde los espejos retrovisores de los automóviles, hasta los títulos académicos… siendo el término «armonización» la palabra utilizada en la jerga oficialesca actual para designar la uniformización de estilo industrial.
Existen, por último, movimientos destinados, literalmente, a atrasar el reloj, como el movimiento de vuelta a lo básico de las escuelas norteamericanas. Legítimamente irritado por el desastre de la educación colectiva, no comprende que una sociedad desmasificada requiere nuevas estrategias educativas, sino que, en lugar de ello, trata de restaurar e imponer en las escuelas la uniformidad característica de la segunda ola.
Sin embargo, todos estos intentos de conseguir la uniformidad son, esencialmente, las acciones de retaguardia de una civilización gastada. El cambio de la tercera ola apunta hacia una mayor diversidad, no hacia una mayor uniformización de la vida. Y esto es tan cierto referido a ideas, convicciones políticas, proclividades sexuales, métodos educativos, modales en la mesa, concepciones religiosas, actitudes étnicas, gustos musicales, modas y formas familiares, como lo es referido a la producción automatizada.
Hemos llegado a un punto de inflexión histórico, y la uniformización, otro de los principios dominantes de la civilización de la segunda ola, está siendo sustituido.
Tras haber visto lo rápidamente que nos estamos apartando de la sincronización y la uniformización típicas del estilo industrial, a nadie puede sorprenderle que estemos dando también una nueva redacción a otras secciones del código social.
Hemos visto que, si bien todas las sociedades necesitan cierto grado de centralización y, al mismo tiempo, de descentralización, la civilización de la segunda ola manifestaba una acusada tendencia favorable a aquélla y contraria a ésta. Los Grandes Uniformizadores que ayudaron a construir el industrialismo caminaban del brazo de los Grandes Centralizadores, desde Hamilton y Lenin, hasta Roosevelt.
Hoy se aprecia con toda claridad un brusco giro en dirección contraria. Están surgiendo nuevos partidos políticos, nuevas técnicas de dirección y nuevas filosofías que atacan explícitamente las premisas centralistas de la segunda ola. Desde California hasta Kiev, la descentralización se ha convertido en una ardiente cuestión política.
En Suecia, una coalición de pequeños partidos, en su mayor parte descentralistas, hizo caer al Gobierno de los socialdemócratas, que ocupaban el poder desde hacía 44 años. Durante los últimos años, Francia se ha visto sacudida por enconadas luchas en torno a la descentralización y el regionalismo, mientras que al otro lado del Canal los nacionalistas escoceses incluyen ahora un sector que preconiza una «radical descentralización económica». Se pueden identificar movimientos políticos similares en varios otros lugares de la Europa Occidental, mientras que en Nueva Zelanda ha surgido un todavía pequeño Valúes Party que exige «una expansión de las funciones y la autonomía del Gobierno regional y local… con la consiguiente reducción en las funciones y volumen del Gobierno central».
El descentralismo ha encontrado también apoyo en los Estados Unidos y es, por lo menos, uno de los elementos que atizan la rebelión fiscal que, para bien o para mal, está surgiendo por todo el país. También a nivel municipal, el descentralismo va cobrando fuerza, al tiempo que los políticos locales exigen «poder de barrio». Proliferan grupos activistas de barrio, desde ROBBED (Organización de residentes para un mejor y más bello desarrollo ambiental) en San Antonio, hasta CBBB (Ciudadanos para la recuperación de Broadway), en Cleveland, y los Bomberos del Pueblo, en Brooklyn. Muchos ven en el Gobierno central de Washington la causa de los males locales, más que su remedio potencial.
Según monseñor Geno Baroni, antiguo activista de barrio y de derechos civiles y actual subsecretario de barrios en el Departamento de Vivienda y Desarrollo de los Estados Unidos, esos pequeños grupos descentralizados reflejan la quiebra de la política central y la incapacidad del Gobierno grande para hacer frente a la amplia diversidad de condiciones locales. Dice el New York Times que los activistas de barrio están ganando «victorias en Washington y a todo lo largo del país».
La filosofía descentralista está siendo difundida, además, en Escuelas de Arquitectura y Planificación, desde Berkeley y Yale, en los Estados Unidos, hasta la Asociación Arquitectónica, en Londres, donde los alumnos están, entre otras cosas, explorando nuevas tecnologías para el control ambiental, calefacción solar o agricultura urbana, con el propósito de lograr que las comunidades sean parcialmente autosuficientes en el futuro. El impacto de estos jóvenes planificadores y arquitectos se dejará sentir cada vez con más fuerza en los años próximos, a medida que vayan ocupando puestos de responsabilidad.
Pero, más importante aún, el término «descentralización» se ha convertido también en una especie de consigna general en el campo de la empresa, y grandes compañías se apresuran a dividir sus departamentos en pequeños y más autónomos «centros de ganancia». Un caso típico fue la reorganización de Esmark, Inc., una poderosa compañía que operaba en las industrias alimentaria, química, petrolífera y de seguros.
«En el pasado —declaró el presidente de Esmark, Robert Reneker—, nuestro negocio era pesado y difícil de manejar… La única forma en que podíamos desarrollar un esfuerzo combinado era dividirlo en secciones menores». El resultado: un Esmark fraccionado en mil «centros de ganancia» diferentes, cada uno de ellos responsable, en gran medida, de sus propias operaciones. «El efecto final —dijo Business Week— es apartar de los hombros de Reneker la toma rutinaria de decisiones. La descentralización es evidente en todas partes, menos en los controles financieros de Esmark».
Lo importante no es Esmark —que, probablemente, se ha reorganizado más de una vez desde entonces—, sino la tendencia general que ilustra. Cientos, quizá miles de Compañías se hallan inmersas también en el proceso de continua organización, descentralizando, a veces excediéndose y dando marcha atrás, pero reduciendo gradualmente, con el paso del tiempo, el control centralizado obre sus operaciones cotidianas.
A un nivel más profundo aún, las grandes organizaciones están cambiando las pautas de autoridad que apuntalaban el centralismo. La típica empresa o agencia gubernamental de la segunda ola estaba organizada en torno al principio de «un hombre, un jefe». Un empleado o un ejecutivo, si bien podía tener muchos subordinados, nunca informaría y rendiría cuentas más que a un único superior.
Este principio significa que todos los canales de mando confluían en el centro.
En la actualidad resulta fascinante contemplar cómo ese sistema se desploma bajo su propio peso en las industrias avanzadas, en los servicios, las profesiones y muchas agencias gubernamentales. El hecho es que ahora un número cada vez mayor de personas tiene más de un único jefe.
En El «shock» del futuro, señalaba que las grandes organizaciones encuadran cada vez más unidades temporales, como secciones creadas para un fin concreto y transitorio, comités interdepartamentales y equipos de proyectos. Denominé a. este fenómeno «adhocracia». Desde entonces, muchas Compañías han acabado por incorporar estas unidades transitorias a una estructura formal completamente nueva, llamada «organización de matriz». En lugar de un control Centralizado, la organización de matriz emplea lo que se conoce con el nombre de «sistema de mando múltiple».
Conforme a esa ordenación, cada empleado se halla adscrito a un departamento e informa a un superior en la manera acostumbrada. Pero es también asignado uno o más equipos para tareas que no pueden ser realizadas por un único departamento. Así, un típico equipo de proyecto puede tener personal de fabricación, de ventas, de ingeniería, de financiación y de otros departamentos.
Todos los miembros de este equipo informan al director del proyecto, así como a un jefe «regular».
La consecuencia es que, en la actualidad, gran número de personas deben informar a un jefe con fines puramente administrativos, y a otro (o a una sucesión de otros jefes), a los efectos prácticos de realización del trabajo. Este sistema permite que los empleados presten atención a más de una tarea al mismo tiempo. Acelera la transmisión de información y evita que enfoquen los problemas a través de la estrecha rendija de un solo departamento. Ayuda a la organización a reaccionar ante circunstancias diferentes y rápidamente cambiantes. Pero ataca activamente también el control centralizado.
Extendida rápidamente desde las organizaciones que primero la practicaron, tales como General Electric, en los Estados Unidos, y Skandia Insurance, en Suecia, la organización de estilo matriz se encuentra ahora en todas las actividades, desde hospitales y empresas contables, hasta el Congreso de los Estados Unidos (donde están surgiendo toda clase de nuevas y semiformales «juntas de elecciones» y «cámara de compensación» a través de los cauces de los comités). La matriz, en palabras de los profesores S. M. Davis, de la Universidad de Boston, y P. R. Lawrence, de Harvard, «no es una simple e intrascendente técnica de dirección ni una moda pasajera… representa una clara ruptura… la matriz representa una nueva especie de organización comercial».
Y esta nueva especie es intrínsecamente menos centralista que el viejo sistema de un solo jefe que caracterizó la Era de la segunda ola.
Más importante, estamos descentralizando radicalmente la economía considerada como un todo. Obsérvese el creciente poder de pequeños Bancos regionales en los Estados Unidos frente al del puñado de tradicionales gigantes del «mercado de dinero». (A medida que la industria se ha ido dispersando geográficamente, empresas que antes tenían que depender de Bancos «centrales de dinero» han ido volviéndose hacia los regionales. Dice Kenneth L. Roberts, presidente del First American, un Banco de Nashville: «El futuro de la Banca de los Estados Unidos no está ya en los Bancos del mercado de dinero»). Y lo mismo que sucede en el sistema bancario, sucede también en la propia economía.
La segunda ola dio nacimiento a los primeros mercados verdaderamente nacionales y al concepto mismo de economía nacional. Junto con ello llegó el desarrollo de instrumentos nacionales para la dirección económica… planificación central en las naciones socialistas, Bancos centrales y políticas monetarias y fiscales nacionales en el sector capitalista. En la actualidad, ambos grupos de instrumentos se están revelando ineficaces… para desconcierto de economistas y políticos de la segunda ola que tratan de dirigir el sistema.
Aunque este hecho se percibe todavía sólo oscuramente, las economías nacionales se están disgregando rápidamente en partes regionales y sectoriales, economías subnacionales con problemas específicos y diferenciadores propios. Las regiones, ya sea el Sun Belt en los Estados Unidos, el Mezzogiorno en Italia, o Kansai en Japón, en lugar de ir asemejándose más entre sí como ocurría en la Era industrial, están empezando a diferenciarse unas de otras en términos de necesidades energéticas, recursos, niveles educativos, cultura y otros factores clave. Además, muchas de estas economías subnacionales hace sólo una generación que han alcanzado la escala de economías nacionales.
El no comprender esto explica en buena medida el fracaso de los esfuerzos gubernamentales por estabilizar la economía. Todo intento de compensar la inflación o el desempleo mediante reducciones de impuestos de ámbito nacional, o mediante manipulaciones monetarias o crediticias, o mediante otras políticas uniformes e indeferenciadas, no hace sino agravar la enfermedad.
Quienes intentan dirigir las economías de la tercera ola con esos centralizados instrumentos de la segunda ola, se parecen a un médico que llega una mañana al hospital y prescribe ciegamente la misma inyección de adrenalina a todos los pacientes, ya tengan una pierna fracturada, un brazo roto, un tumor cerebral o una uña incarnata. Sólo una dirección económica desagregada y crecientemente descentralizada puede ser eficaz en la nueva economía, pues también ésta se está tornando progresivamente descentralizada en el momento mismo en que más global y uniforme parece.
Todas estas tendencias anticentralistas —en política, en organización empresarial o de Gobierno y en la economía misma (reforzadas por evoluciones paralelas en los medios de comunicación, en la distribución de poder de computadores, en sistemas energéticos y en muchos otros campos)— están creando una sociedad completamente nueva y dejando anticuadas las reglas de ayer.
Muchos otros apartados del código social de la segunda ola están siendo también drásticamente escritos de nuevo en el momento de llegar la tercera ola. Así, el obsesivo énfasis de la civilización de la segunda ola por la maximización, le encuentra asimismo bajo el efecto de fuertes ataques. Nunca hasta ahora los abogados del Lo Mayor es lo Mejor han sido tan atacados por los abogados de Lo Pequeño es lo Hermoso. Pero sólo hacia los años 1970 un libro con este título se hubiera podido convertir en un best-seller de ámbito mundial.
Por todas partes vemos un progresivo reconocimiento de que existen límites a las tan alabadas economías de escala, y que muchas organizaciones han sobrepasado dichos límites. Las corporaciones buscan ahora activamente los medios de reducir el tamaño de sus unidades de producción. Nuevas tecnologías y cambios en los servicios, han reducido, aunadamente, la escala de las operaciones. La tradicional fábrica u oficina de la segunda ola, con miles de personas bajo un mismo techo, se convertirán en una rareza en las naciones de elevada tecnología.
En Australia, cuando pedí al presidente de una compañía automovilística que describiese una factoría de coches del futuro, me contestó con fuerte convicción: «Nunca más construiría una factoría como ésta, con siete mil trabajadores bajo el mismo techo. La parcelaría en pequeñas unidades, de tres mil o cuatro mil personas cada una. Las nuevas tecnologías han hecho ahora esto posible». Desde entonces he oído parecidas opiniones, por parte de presidentes o administradores de compañías de productos alimenticios y de otras clases.
En la actualidad, estamos empezando a percatarnos de que no es hermoso ni lo muy grande ni lo muy pequeño, sino que una escala apropiada y la mezcla inteligente de lo grande y de lo pequeño, constituye lo más hermoso de todo. (Esto es algo que E. F. Schumacher, autor de Small is Beautiful, conoce mejor que sus más fervientes seguidores. Una vez dijo a sus amigos, que si hubiera vivido en un mundo de pequeñas organizaciones, hubiera escrito un libro titulado Lo grande es hermoso).
También estamos comenzando a experimentar con nuevas formas de organización que combinan las ventajas de ambas cosas. Por ejemplo, la muy rápida extensión de las exenciones en los Estados Unidos, Gran Bretaña, Holanda y en otros países, ha sido a menudo una respuesta a una escasez de capitales o peculiaridades en los impuestos, y puede ser criticado desde diversos aspectos. Pero representa un método de crear con rapidez pequeñas unidades y unirlas entre sí en unos sistemas mayores, con diversos grados de centralización o descentralización. También es posible combinar organizaciones de gran o pequeña escala.
La maximización de la segunda ola está anticuada. Y la escala apropiada está de moda.
La sociedad considera también con sentido crítico la especialización o profesionalismo de la segunda ola. El código de la segunda ola colocó a los expertos en un elevado pedestal. Una de sus reglas básicas era: «Especializarse para triunfar». Hoy, en todos los campos, incluyendo el de la política, vemos un cambio básico en las actitudes hacia los expertos. Considerados en un tiempo como la fuente más segura de inteligencia neutral, los especialistas han sido destronados de la aprobación pública. Son crecientemente criticados por perseguir su propio interés y resultar incapaces de otra cosa que de una visión con anteojeras. Contemplamos cada vez más esfuerzos por restringir el poder del experto al añadir profanos en los organismos de toma de decisiones: por ejemplo, en los hospitales, pero también en muchas otras instituciones.
Los padres piden tomar parte en las decisiones de las escuelas, y ya no se contentan con dejarlas a los educadores profesionales. Tras estudiar la participación de los ciudadanos en la política en los últimos años, una agrupación de fuerzas del Estado de Washington concluyó, en una declaración que resume muy bien la nueva actitud: «¡No necesitas ser un experto para saber lo que deseas!».
La civilización de la segunda ola ha alentado asimismo otro principio: la concentración. Se dedicó a concentrar dinero, energía, recursos y personas. Vertió poblaciones dispersas en las concentraciones urbanas. Pero, en la actualidad, también este proceso ha comenzado a invertirse. En vez de ello, hemos tenido una creciente dispersión geográfica. En el plano de la energía, nos estamos desplazando de la confianza en los depósitos concentrados de combustibles fósiles hacia una variedad de más ampliamente dispersas formas de energía, y contemplamos numerosos experimentos que tienden a «desconcentrar» la población de las escuelas, de los hospitales y de las instituciones psiquiátricas.
En resumen, si nos movemos de forma sistemática a través de todo el libro de códigos de la civilización de la segunda ola —de la estandardización a la sincronización y luego a la centralización, a la maximización, a la especialización y a la concentración— veremos, cosa por cosa, cómo las viejas reglas básicas que regían nuestras vidas diarias y nuestra toma de decisiones sociales, se encuentran en proceso de quedar trastornadas a medida que avanza la tercera ola.
Hemos visto que cuando todos los principios de la segunda ola fueron aplicados a una única organización, el resultado fue una clásica burocracia industrial: una organización mecanicista, jerárquica, permanente y de dimensiones gigantescas, diseñada para fabricar productos repetitivos o tomar decisiones repetitivas en un entorno industrial relativamente estable.
Sin embargo, ahora al desplazarnos a los nuevos principios y empezar a aplicarlos conjuntamente, caminamos necesariamente hacia clases nuevas por completo de organizaciones del futuro. Estas organizaciones de la tercera ola tienen jerarquías más horizontales. Están menos recargadas por arriba. Constan de pequeños componentes, enlazados en configuraciones temporales. Cada uno de esos componentes tiene sus propias relaciones con el mundo exterior, su propia política exterior, por así decirlo, que le mantienen sin tener que pasar por el centro. Estas organizaciones funcionan cada vez más sin limitaciones de horario.
Pero se diferencian de las burocracias en otro aspecto fundamental. Son lo que podría denominarse organizaciones «duales» o «poliorganizaciones», capaces de asumir dos o más formas estructurales distintas, según exijan las condiciones… algo semejante a algún plástico del futuro que cambiará de forma cuando se le aplique frío o calor, pero que recuperará su configuración básica cuando la temperatura vuelva a la normalidad.
Cabría imaginar un ejército que fuese democrático y participativo en tiempo de paz, pero altamente centralizado y autoritario durante la guerra, por haber sido organizado para ser capaz de ambas cosas. Podríamos utilizar la analogía de un equipo de rugby cuyos miembros no son solamente capaces de adoptar una formación en T y numerosas otras disposiciones para diferentes juegos, sino que, al sonido de un silbato, son igualmente capaces de organizarse como un equipo de fútbol, béisbol o baloncesto, según el partido que estén jugando. Tales jugadores organizativos necesitan entrenarse para una adaptación instantánea, y deben saber desenvolverse en un más amplio repertorio de estructuras y funciones organizativas.
Necesitamos directores que puedan operar tan competentemente en un estilo llano y desenfadado como en un estilo jerárquico, que puedan trabajar en una organización estructurada como una pirámide egipcia, así como en una que ofrezca el aspecto de un móvil de Calder, con unos cuantos y finos alambres directivos sosteniendo un complejo conjunto de módulos casi autónomos que se mueven en respuesta a la más ligera brisa.
No tenemos aún un vocabulario para describir estas organizaciones del futuro. Términos como matriz o ad hoc son inadecuados. Varios teóricos han sugerido palabras diferentes. El profesional de la publicidad LesterWunderman ha dicho: «Grupos conjuntos, actuando como comandos intelectuales… remplazarán a la estructura jerárquica». Tony Judge, uno de nuestros más brillantes teóricos de la organización, ha escrito extensamente sobre el carácter «reticular» de estas emergentes organizaciones del futuro, señalando, entre otras cosas, que «la red no está ahora «coordinada» por nadie; los organismos participantes se coordinan por sí mismos, de modo que puede hablarse de «autocoordinación»». En otro lugar los ha descrito en términos de los principios de «tensegridad» de Buckminster Fuller.
Pero, sean cualesquiera los términos que utilicemos, algo revolucionario está sucediendo. Estamos participando, no simplemente en el nacimiento de nuevas formas organizativas, sino en el nacimiento de una nueva civilización. Va tomando cuerpo un nuevo código… un conjunto de principios de la tercera ola, nuevas normas básicas reguladoras de la supervivencia social.
No es extraño que los padres —esencialmente ligados todavía al código de la Era industrial— se encuentren en conflicto con los hijos, que, conscientes de la creciente irrelevancia de las viejas reglas, se hallan inseguros, si no completamente ignorantes, de las nuevas. Tanto ellos como nosotros nos hallamos atrapados entre un agonizante orden de segunda ola y la civilización de tercera ola del mañana.