Muchos pueblos creían —y algunos siguen creyendo— que, tras la inmediata realidad física de las cosas, existen espíritus, que incluso objetos Carentemente desprovistos de vida tienen en su interior una fuerza viviente: tnana. Los indios sioux la llamaban wakan. Los algonquinos, manitú. Los fcoqueses, orenda. Para esos pueblos, todo el entorno está vivo.
En la actualidad, al tiempo que construimos una nueva infosfera para una civilización de tercera ola, estamos impartiendo no vida, sino inteligencia, al «muerto» entorno en que nos hallamos inmersos.
La clave de este avance evolutivo es, naturalmente, el computador. Combinación de memoria electrónica con programas que le dicen a la máquina cómo procesar los datos almacenados, los computadores eran todavía una curiosidad identifica a principios de la década de 1950. Pero entre 1955 y 1965, la década en que la tercera ola inició su avance en los Estados Unidos, empezaron a introducirse lentamente en el mundo de los negocios. Al principio eran instalaciones aisladas, de modesta capacidad, empleadas, fundamentalmente, con fines financieros. Antes de que transcurriera mucho tiempo, máquinas de enorme capacidad comenzaron a entrar en sedes de grandes empresas y fueron aplicadas a diversas tareas. Desde 1965 hasta 1977 —dice Harvey Poppel, vicepresidente de Booz Alien & Hamilton—, asesores de dirección estuvimos en la «Era del gran computador central… Representa el epítome, la manifestación final del pensamiento de la Edad maquinista. Es el logro culminante, un gran supercomputador enterrado a centenares de pies bajo el centro en un… medio ambiente antiséptico… a prueba de bomba… dirigido por un puñado de supertecnócratas».
Eran tan impresionantes estos gigantes centralizados, que no tardaron en constituir parte característica de la mitología social. Productores de películas, humoristas y escritores de ciencia-ficción, utilizándolos para simbolizar el futuro, representaban rutinariamente al computador como un cerebro omnipotente, una masiva concentración de inteligencia sobrehumana.
Pero durante los años 70, la realidad superó a la ficción, dejando atrás una anticuada imaginería. Al progresar la miniaturización con la rapidez del rayo, al aumentar la capacidad del computador y descender en vertical los precios por función, empezaron a brotar por todas partes pequeños minicomputadores, baratos y eficaces. Cada sucursal de fábrica, oficina de ventas o departamento de ingeniería reclamaba el suyo. De hecho, así aparecieron tantos computadores, que las Compañías perdían a veces la cuenta de los que tenían. La «potencia cerebral» del computador no se hallaba ya concentrada en un único punto: estaba «distribuida».
Esta dispersión de la inteligencia del computador está progresando ahora con gran rapidez. En 1977, los gastos dedicados a lo que ahora se denomina «procesamiento de datos distribuidos», o PDD, se elevaron, en los Estados Unidos, a trescientos millones de dólares. Según la International Data Corporation, destacada firma de investigación en este campo, la cifra pasará a ser de tres mil millones para 1982. Máquinas pequeñas y baratas, que no requieran ya especial adiestramiento en computadores, serán pronto tan omnipresentes como la máquina de escribir. Estamos «inyectando inteligencia» en nuestro entorno laboral.
Además, fuera de los confines de la industria y el Gobierno se está desarrollando un proceso paralelo, basado en ese artilugio que no tardará en hacerse ubicuo: el computador casero. Hace cinco años, era despreciable el número de computadores caseros o personales. Hoy se estima que 300.000 computadores zumban y susurran en salas de estar, cocinas y estudios de un extremo a otro de América. Y esto, antes de que grandes fabricantes, como IBM y Texas Instruments, lancen sus campañas de ventas.
Los computadores caseros no tardarán en venderse por poco más que un aparato de televisión.
Estas máquinas inteligentes están ya siendo usadas para todo: desde calcular los impuestos de la familia, hasta controlar la utilización de energía en el hogar, practicar juegos, llevar un archivo de recetas, recordar a sus dueños citas próximas y servir como «máquinas de escribir pensantes». Pero esto no ofrece más que un leve atisbo de todas sus potencialidades.
Telecomputing Corporation of América ofrece un servicio llamado simplemente The Source, que, por un coste minúsculo, proporciona al usuario del computador acceso instantáneo a la agencia de noticias United Press International; una gran variedad de datos del mercado; programas educativos para enseñar a los niños aritmética, ortografía, francés, alemán o italiano; la pertenencia a un club de descuentos computadorizados o compradores; reservas instantáneas de hoteles o pasajes y más.
The Source posibilita también que cualquier persona que disponga de una barata terminal de computador se comunique con cualquier otra persona integrada en el sistema; jugadores de bridge, ajedrez o chaquete que lo deseen, puedan jugar partidas con alguien que esté a miles de millas de distancia. Los usuarios pueden enviarse mensajes privados unos a otros a gran número de personas simultáneamente, y almacenar toda la correspondencia en la memoria electrónica. The Source facilitará incluso la creación de lo que podría denominarle «comunidades electrónicas», grupos de personas con intereses comunes. Una docena de aficionados a la fotografía de una docena de ciudades distintas, reunidos electrónicamente por The Source, pueden conversar a placer sobre cámaras, material, técnicas de revelado, iluminación o película en color. Meses después, pueden recuperar sus comentarios de la memoria electrónica de The Source, por temas, fechas u otra categoría.
La dispersión de computadores en el hogar, por no hablar de su interconexión en redes ramificadas, representa otro avance en la construcción de un entorno inteligente. Pero ni siquiera eso es todo.
La difusión de inteligencia mecánica alcanza otro nivel completamente distinto con la aparición de microprocesadores y microcomputadores, esas diminutas briznas de inteligencia congelada que están a punto de llegar a convertirse en parte integrante, al parecer, de casi todas las cosas que hacemos y usamos.
Aparte sus aplicaciones en procesos de fabricación y comerciales en general, se hallan incorporados, o no tardarán en estarlo, a toda clase de objetos, desde acondicionadores de aire y automóviles, hasta máquinas de coser y balanzas… Vigilarán y reducirán al mínimo la pérdida de energía en el hogar. Ajustarán la cantidad de detergente y la temperatura del agua necesarias para cada carga de lavadora automática. Acomodarán también el sistema de combustible del automóvil. Nos avisarán cuando algo necesita reparación. Nos encenderán por la mañana el radiodespertador, la tostadora, la cafetera y la ducha. Calentarán el garaje, cerrarán las puertas y realizarán una vertiginosa variedad de otras muchas tareas, humildes y no tan humildes.
Alan P. Hald, un destacado distribuidor de microcomputadoras, sugiere hasta dónde podrían llegar las cosas dentro de unas pocas décadas en una divertida obrita que titula Fred la casa.
Según Hald, «los computadores caseros pueden ya hablar, interpretar la palabra hablada y controlar aparatos. Introduzca unos cuantos sensores, un modesto vocabulario, el sistema de la Bell Telephone, y su casa podría hablar… con cualquier persona o cualquier cosa del mundo». Quedan todavía muchos obstáculos, pero la dirección del cambio está clara.
«Imagínese —escribe Hald—. Está usted en su lugar de trabajo, suena el teléfono. Es Fred, su casa. Mientras escuchaba los boletines de noticias matutinos para enterarse de robos recientemente ocurridos, Fred captó un boletín meteorológico que avisaba de la proximidad de fuertes aguaceros. Esto estimuló la memoria de Fred para realizar una rutinaria revisión del tejado. Fue descubierta una gotera en potencia. Antes de llamarle a usted, Fred telefoneó a Slim para pedirle su opinión. Slim es una casa de estilo campestre situada al final de la manzana… Fred y Slim comparten con frecuencia sus bancos de datos, y cada uno de ellos sabía que estaban programados con una eficaz técnica de búsqueda para identificar servicios domésticos. Usted ha aprendido a confiar en el criterio de Fred y dar su aprobación a las reparaciones. Lo demás es coser y cantar. Fred llama al fontanero…».
La fantasía es graciosa. Pero capta fantasmalmente la sensación de vida en un entorno inteligente. Vivir en un entorno semejante plantea escalofriantes cuestiones filosóficas. ¿Asumirán las máquinas el mando de todo? ¿Pueden unas máquinas inteligentes, especialmente si están conectadas en redes intercomunicadas, superar nuestra capacidad para comprenderlas y controlarlas? ¿Será capaz algún día el Gran Hermano de intervenir no solamente nuestros teléfonos, sino también nuestros tostadores y aparatos de televisión, observando todos nuestros movimientos y estados de ánimo? ¿Hasta qué punto debemos permitirnos depender del computador? Al inyectar cada vez más y más inteligencia en el entorno material, ¿no atrofiaremos nuestras propias mentes? ¿Y qué ocurre si algo o alguien retira la clavija? ¿Seguiremos poseyendo las habilidades básicas necesarias para la supervivencia?
Por cada pregunta existen innumerables contrapreguntas. ¿Puede realmente el Gran Hermano observar todos los tostadores y aparatos de televisión, todos los motores de automóvil y utensilios de cocina? Cuando la inteligencia está distribuida profusamente por todo el entorno; cuando puede ser activada por los usuarios en mil lugares a la vez; cuando los usuarios de computadores pueden comunicarse unos con otros sin pasar por el computador central (como hacen en muchas redes distribuidas), ¿puede todavía el Gran Hermano controlar las cosas? Más que aumentar el poder del Estado totalitario, la descentralización de la inteligencia puede, de hecho, debilitarlo. Alternativamente, ¿no seremos lo bastante listos como para burlar al Gobierno? En The Shockwave Rider, brillante y compleja novela de John Brunner, el personaje central sabotea con éxito los esfuerzos del Gobierno por imponer el control del pensamiento a través de la red de computadores. ¿Deben atrofiarse las mentes? Como veremos dentro de unos momentos, la creación de un entorno inteligente podría surtir precisamente el efecto contrario. Al diseñar máquinas para que cumplan nuestras órdenes, ¿no podemos programarlas, como Robbie, en la clásica novela de Isaac Asimov Yo, Robot, para que no cause jamás daño alguno a un ser humano? No se ha pronunciado aún el veredicto, y, aunque sería irresponsable ignorar tales cuestiones, sería ingenuo presumir que las bazas están en contra de la especie humana. Poseemos inteligencia e imaginación, que no hemos empezado a usar aún.
Sin embargo, lo que resulta inequívocamente claro, sea cualquiera la postura que adoptemos, es que estamos alterando fundamentalmente nuestra infosfera. No nos estamos limitando a desmasificar los medios de comunicación de la segunda ola: estamos añadiendo nuevos estratos de comunicación al sistema social. La emergente infosfera de la tercera ola hace que la de la Era de la segunda ola —dominada por sus medios de comunicación de masas, el servicio de Correos y el teléfono— parezca, por contraste, irremediablemente primitiva.
Al alterar tan profundamente la infosfera, estamos destinados a transformar también nuestras propias mentes, la forma en que pensamos sobre nuestros problemas, la forma en que sintetizamos la información, la forma en que prevemos las consecuencias de nuestras propias acciones. Es posible que cambiemos el papel del analfabetismo en nuestras vidas. Puede, incluso, que alteremos nuestra propia química cerebral.
El comentario de Hald sobre la capacidad de los computadores para conversar con nosotros no es tan disparatado como podría parecer. Terminales de “entrada tac datos orales” actualmente en existencia son ya capaces de reconocer y responder a un vocabulario de mil palabras, y muchas Compañías, desde “gigantes como IBM o Nippon Electric hasta enanos como Heuristics, Inc. o Centigram Corporation, se están esforzando por ampliar ese vocabulario, simplificar la tecnología y reducir radicalmente los costos. Las predicciones acerca de cuándo podrán funcionar los computadores a impulsos del lenguaje natural oscilan desde un máximo de veinte años hasta solamente cinco, y las implicaciones de esta evolución -tanto sobre la economía como sobre la cultura- son tremendas.
En la actualidad, millones de personas se hallan excluidas del mercado de trabajo porque son funcionalmente analfabetas. Hasta los trabajos más sencillos eligen personas capaces de leer impresos, teclas de encendido y apagado, talones de nómina, instrucciones y cosas parecidas. En el mundo de la segunda ola, la capacidad de leer era la aptitud más elemental exigida por la oficina de colocación…
Pero analfabetismo no es sinónimo de estupidez. Sabemos que gentes analfabetas a todo lo largo del mundo son capaces de dominar técnicas altamente sofisticadas en actividades tan diversas como agricultura, construcción, caza, y música. Muchos analfabetos poseen una memoria prodigiosa y hablan de corrido varios idiomas… algo de lo que son incapaces la mayoría de los norteamericanos con formación universitaria. Sin embargo, en las sociedades de la segunda ola, los analfabetos estaban condenados económicamente.
Saber leer es, naturalmente, algo más que una habilidad laboral. Es la puerta de acceso a un fantástico universo de imaginación y placer. Pero en un entorno inteligente, cuando las máquinas, aparatos e incluso las paredes estén programados para hablar, el saber leer puede pasar a estar mucho menos relacionado con el sueldo de lo que ha estado durante los últimos trescientos años. Empleados de reservas de pasajes aéreos, personal de almacenes, operadores de máquinas y mecánicos de reparaciones pueden desempeñar perfectamente su trabajo escuchando, en vez de leyendo, mientras una voz procedente de la máquina les va diciendo, paso a paso, qué deben hacer a continuación o cómo han de sustituir una pieza rota.
Los computadores no son sobrehumanos. Se estropean. Cometen errores… a veces peligrosos. No hay nada mágico en ellos, y, por supuesto, no son “espíritus” ni “almas” existentes en nuestro entorno. Pero con todas estas cualificaciones y reservas, siguen figurando entre los más sorprendentes y turbadores logros humanos, pues realzan nuestro poder mental como la tecnología de la segunda ola realzó nuestro poder muscular, y no sabemos adonde acabarán por conducirnos nuestras propias mentes.
A medida que nos vayamos familiarizando con el entorno inteligente y aprendamos a conversar con él desde el momento en que abandonamos la cuna, empezaremos a utilizar computadores con una desenvoltura y una naturalidad que hoy nos resulta difícil de imaginar. Y nos ayudarán a todos -no sólo a unos pocos “supertecnócratas”- a pensar más profundamente en nosotros mismos y en el mundo.
En la actualidad, cuando surge un problema tratamos inmediatamente de descubrir sus causas. Sin embargo, hasta ahora incluso los pensadores más profundos han intentado, de ordinario, explicar las cosas con referencia a un puñado de fuerzas causales. Pues aun a la mente humana más selecta le cuesta tomar en consideración, y mucho más manipular, más de unas cuantas variables al mismo tiempo1. En consecuencia, cuando nos enfrentamos con un problema verdaderamente complicado -como por qué un niño es delincuente, o por qué la inflación devasta la economía, o cómo afecta una urbanización a la ecología de un río próximo-, tendemos a centrarnos en dos o tres factores y a pasar por alto muchos otros que, individual o colectivamente, pueden ser harto más importantes.
Peor aún: cada grupo de expertos insiste característicamente en la primordial importancia de “sus propias” causas, con exclusión de otras. Enfrentados a los desconcertantes problemas del deterioro ciudadano, el experto en alojamientos lo atribuye a la congestión y al escaso número de viviendas; el experto en transporte señala la falta de vehículos colectivos de gran capacidad; el experto en bienestar apunta a la insuficiencia de los presupuestos para centros de atención diurna u oficinas de asistencia social; el experto en delincuencia denuncia la escasez de patrullas policíacas; el experto en economía indica que los elevados impuestos producen retraimiento de la inversión, etc. Todos admiten magnánimamente que el conjunto de esos problemas se halla de alguna manera interrelacionado… que los mismos constituyen un sistema que se refuerza a sí mismo. Pero nadie puede tener presentes todas las complejidades mientras intenta hallar una solución al problema.
1. Si bien podemos tratar simultáneamente con muchos factores a un nivel subconsciente o intuitivo, el pensamiento consciente, sistemático, acerca de muchas variables es condenadamente difícil, como sabe cualquiera que lo haya intentado.
El deterioro ciudadano es sólo uno de los que, con expresión afortunada, Peter Ritner denominó, en The Society of Space “problemas entretejidos”. Advertía que, cada vez con más frecuencia, habríamos de enfrentarnos con crisis “no susceptibles de “análisis de causa y efecto”, sino precisadas de “análisis de dependencia mutua”; no compuestas de elementos fácilmente separables, sino de cientos de influencias cooperadoras procedentes de docenas de fuentes independientes y superpuestas”.
Debido a que puede recordar e interrelacionar gran número de fuerzas causales, el computador puede ayudarnos a abordar tales problemas a un nivel más profundo que el habitual. Puede cribar grandes masas de datos para encontrar sutiles pautas. Puede reunir “destellos” y congregarlos en unidades más amplias y significativas. Dado un conjunto de suposiciones o un modelo, puede detectar las consecuencias de decisiones alternativas, y hacerlo más sistemática y completamente de lo que, en circunstancias normales, podría conseguir cualquier persona sola. Puede incluso sugerir imaginativas soluciones a ciertos problemas mediante la identificación de relaciones nuevas o hasta entonces inadvertidas entre personas y recursos.
La inteligencia, la imaginación y la intuición humanas seguirán siendo en las décadas previsibles mucho más importantes que la máquina. No obstante, cabe esperar que los computadores profundicen toda la concepción cultural de la causalidad, perfeccionando nuestra comprensión del carácter interrelacionado de las cosas y ayudándonos a sintetizar “todos” provistos de significado a partir de los datos inconexos arremolinados a nuestro alrededor. El computador es un antídoto de la cultura destellar.
Al mismo tiempo, el entorno inteligente puede, en último término, empezar a cambiar no sólo la forma en que analizamos los problemas e integramos la información, sino incluso la química de nuestros cerebros. Experimentos realizados por David Krech, Marian Diamond, Mark Rosenzweig y Edward Bennett, entre otros, han determinado que los animales expuestos a un entorno “enriquecido” tienen cortezas cerebrales mayores, más células gliales, neuronas más grandes, neurotransmisores más activos y riegos sanguíneos cerebrales mayores que los animales de un grupo de control. ¿Es posible que, a medida que introducimos una mayor complejidad en el entorno y lo hacemos más inteligente, vayamos haciéndonos más inteligentes también nosotros mismos?
El doctor Donald F. Klein, director de investigación en el New York Psychiatric Institute y uno de los más destacados neuropsiquiatras del mundo, especula:
“Los trabajos de Krech sugieren que entre las variables que afectan a la inteligencia figura la riqueza y susceptibilidad de respuesta del entorno temprano. Niños criados en lo que podríamos denominar un entorno “estúpido” -de bajo estímulo, pobre, escaso en respuestas- aprenden pronto a no correr riesgos. Hay poco margen para el error, y lo verdaderamente rentable es ser cauto, conservador, poco curioso o totalmente pasivo, nada de lo cual obra maravillas en el cerebro.
“Por el contrario, niños criados en un entorno inteligente y reactivo, que es complejo y estimulante, pueden desarrollar un diferente conjunto de cualidades. Si los niños pueden recurrir al entorno para que haga las cosas por ellos, se tornan menos dependientes de los padres a una edad más temprana. Pueden adquirir una sensación de dominio o competencia. Y pueden permitirse ser inquisitivos, exploratorios, imaginativos y adoptar ante la vida una actitud de disposición a resolver los problemas. Por ahora no podemos hacer sino conjeturar. Pero no es imposible que un entorno inteligente nos haga desarrollar nuevas sinapsis y una corteza cerebral más grande. Un entorno inteligente podría hacer personas más inteligentes.”
Sin embargo, todo esto es sólo un primer indicio del significado, más amplio, de los cambios que la nueva infosfera trae consigo. Pues la desmasificación de los medios de comunicación y el concomitante auge del computador cambian nuestra memoria social.
Los recuerdos pueden dividirse en puramente personales, o privados, y compartidos, o sociales. Los recuerdos privados no compartidos mueren con el individuo. El recuerdo social, la memoria social, en definitiva, continúa viviendo. Nuestra extraordinaria habilidad para archivar y recuperar recuerdos compartidos es el secreto del éxito evolutivo de nuestra especie. Y todo lo que altere de forma importante el modo en que construimos, almacenamos o utilizamos la memoria social afecta, por tanto, a las fuentes mismas de nuestro destino.
Dos veces a lo largo de la Historia ha evolucionado la Humanidad su memoria social. Hoy, al construir una nueva infosfera, nos hallamos posados en el borde de otra transformación semejante.
Al principio, los grupos humanos se veían obligados a almacenar sus recuerdos compartidos en el mismo lugar en que guardaban sus recuerdos privados, es decir, en las mentes de los individuos. Ancianos de la tribu, hombres sabios y otros llevaban consigo estos recuerdos en forma de historia, mito, tradiciones y leyendas, y los transmitían a sus hijos a través de conversaciones, cantos y ejemplos. Cómo encender una hoguera, la mejor forma de atrapar un pájaro, cómo fabricar una balsa o moler taro, cómo afilar la reja del arado o cuidar los bueyes… toda la experiencia acumulada del grupo estaba almacenada en las neuronas, glías y sinapsis de los seres humanos.
Mientras esto se mantuvo así, las dimensiones de la memoria social eran muy limitadas. Por buenas que fuesen las memorias de los ancianos, por memorables que fuesen los cantos o las lecciones, el espacio de almacenamiento se reducía a los cráneos de cualquier población.
La civilización de la segunda ola destruyó la barrera de la memoria. Difundió la instrucción de las masas. Mantuvo registros comerciales sistemáticos. Construyó miles de bibliotecas y museos. Inventó el archivador. En resumen, desplazó la memoria social fuera del cráneo, encontró nuevas formas de almacenarla y la expandió, así, más allá de sus límites anteriores. Al aumentar la provisión de conocimiento acumulativo, aceleró todos los procesos de innovación y cambio social, dando a la civilización de la segunda ola la cultura de cambio y evolución más rápidos que el mundo había conocido hasta entonces.
En la actualidad nos hallamos próximos a saltar a todo un nuevo estadio de la memoria social. La radical desmasificación de los medios de comunicación, la invención de nuevos de estos medios, la elaboración de mapas de la Tierra por los satélites, el control de pacientes de hospital por medio de sensores electrónicos, la computadorización de los archivos de las Compañías… todo ello significa que estamos registrando con esmerado detalle las actividades de la civilización. A menos que incineremos el Planeta, y nuestra memoria social con él, no tardaremos en tener lo más parecido a una civilización con memoria total. La civilización de la tercera ola tendrá a su disposición más información, e información más exquisitamente organizada, sobre ella misma que lo que habría sido imposible imaginar hace sólo un cuarto de siglo.
Pero el cambio a una memoria social de tercera ola no es meramente cuantitativo. Estamos también infundiendo vida, como si dijéramos a nuestra memoria.
Cuando la memoria social se hallaba almacenada en los cerebros humanos, estaba siendo continuamente erosionada, refrescada, excitada, combinada y recombinada de nuevas maneras. Era activa, o dinámica. Era, en el sentido más literal, viva.
Cuando la civilización industrial desplazó fuera del cráneo gran parte de la memoria social, esa memoria quedó objetivada, incrustada en objetos físicos, libros, hojas de nóminas, periódicos, fotografías y películas. Pero un símbolo, una vez inscrito en una página; una foto, una vez capturada en una película, y un periódico, una vez impreso, permanecían pasivos o estáticos. Sólo cuando esos símbolos eran llevados de nuevo a un cerebro humano, adquirían vida para ser manipulados o recombinados de nuevas maneras. Si bien la civilización de la segunda ola amplió radicalmente la memoria social, también la inmovilizó.
Lo que hace tan excitante históricamente el paso a una infosfera de tercera ola es que no sólo difunde ampliamente de nuevo la memoria social, sino que la resucita de entre los muertos. El computador, debido a que procesa los datos que almacena, crea una situación históricamente sin precedentes: hace a la memoria social extensiva y activa a la vez. Y esta combinación resultará ser propulsiva.
Activar esta memoria recientemente expandida liberará nuevas energías culturales. Pues el computador no sólo nos ayuda a organizar o sintetizar “destellos” en modelos coherentes de realidad, extiende también los lejanos límites de lo posible. Ninguna biblioteca ni archivo podría pensar, y mucho menos pensar de manera no ortodoxa. En cambio, al computador podemos pedirle que “piense lo impensable” y lo anteriormente impensado. Hace posible una corriente de nuevas teorías, ideas, ideologías, concepciones artísticas, progresos técnicos, innovaciones políticas y económicas que eran, en el sentido más literal, impensables e inimaginables hasta ahora. De esta forma acelera el cambio histórico y estimula el avance hacia la diversidad social de tercera ola.
En todas las sociedades anteriores, la infosfera proporcionaba los medios para una comunicación entre humanos. La tercera ola multiplica esos medios. Pero también permite, por primera vez en la Historia, la comunicación de máquina a máquina y, más sorprendente aún, la conversación entre seres humanos y el entorno inteligente en que se hallan inmersos. Cuando nos volvemos a mirarlas cosas con una más amplia perspectiva, resulta claro que la revolución operada en la infosfera es por lo menos tan dramática como la sucedida en la tecnosfera, en el sistema energético y en la base tecnológica de la sociedad.
El trabajo de construir una nueva civilización está avanzando aceleradamente en muchos niveles a la vez.