El agente de espionaje es una de las metáforas más poderosas de nuestro tiempo. Ninguna otra figura ha logrado cautivar de tal modo la imaginación contemporánea. Centenares de películas glorifican al agente 007 y a sus temerarios colegas de ficción. Libros de bolsillo y televisión presentan sin cesar imágenes del espía como un ser audaz, romántico, amoral, más grande (o más pequeño) que la vida. Mientras tanto, los Gobiernos gastan miles de millones en el espionaje. Agentes de la KGB, la CÍA y una docena de servicios de información más, se siguen unos a otros desde Berlín hasta Beirut, desde Macao hasta Ciudad de México.
En Moscú, corresponsales occidentales son acusados de espionaje. En Bonn caen cancilleres porque los espías infestan sus Ministerios. En Washington, investigadores del Congreso revelan simultáneamente las fechorías de agentes secretos, norteamericanos y coreanos, mientras en lo alto, el propio firmamento está lleno de satélites espías que fotografían, al parecer, cada palmo de tierra.
El espía no es cosa nueva en la Historia. Por tanto, vale la pena preguntar por qué el tema del espionaje ha llegado en este momento concreto a dominar la imaginación popular, relegando a la sombra incluso a detectives privados, policías y cowboys. Y, al preguntarlo, advertimos al punto una importante diferencia entre el espía y estos otros héroes: Mientras que los policías y cowboys de la ficción dependen de simples pistolas o de sus puños desnudos, el espía de las obras de ficción se halla equipado con la tecnología más exótica y moderna… micrófonos electrónicos ocultos, bancos de computadores, cámaras de rayos infrarrojos, automóviles que vuelan o navegan sobre el agua, helicópteros, submarinos monoplaza, rayos de la muerte y cosas semejantes.
Sin embargo, existe una razón más profunda para el auge del espía. Cowboys, policías, detectives privados, aventureros y exploradores —los tradicionales héroes de la letra impresa y el celuloide— persiguen típicamente lo tangible: quieren tierra para el ganado, quieren dinero, quieren capturar al forajido o conquistar a la chica. No así el espía.
Pues la tarea fundamental del espía es la información, y la información se ha convertido quizás en el asunto más importante y de crecimiento más rápido del mundo. El espía es un símbolo viviente de la revolución que se extiende actualmente por la infosfera.
Una bomba de información está estallando entre nosotros, lanzándonos una metralla de imágenes y cambiando drásticamente la forma en que cada uno de nosotros percibe y actúa sobre nuestro mundo privado. Al desplazarnos desde una infosfera de segunda ola a una de tercera ola, estamos transformando nuestras propias psiquis.
Cada uno de nosotros crea en su cerebro un modelo mental de la realidad, un almacén de imágenes. Algunas de éstas son visuales, otras auditivas, incluso táctiles. Unas son solamente percepciones, rastros de información sobre nuestro entorno, como un atisbo de cielo azul vislumbrado por el rabillo del ojo. Otras son «enlaces» que definen relaciones, como las dos palabras «madre» e «hijo». Unas son sencillas, otras complejas y conceptuales, como la idea de que «la inflación es causada por el aumento de los salarios». Todas estas imágenes juntas componen nuestra representación del mundo, situándonos en el tiempo, el espacio y la red de relaciones personales que nos rodea.
Estas imágenes no surgen de la nada. Se forman, de maneras que no comprendemos, a partir de las señales o la información que nos llegan desde el entorno. Y a medida que nuestro entorno se convulsiona por efecto del cambio —a medida que nuestros trabajos, hogares, iglesias, escuelas y disposiciones políticas reciben el impacto de la tercera ola—, cambia también el mar de información que nos rodea.
Antes del advenimiento de los medios de comunicación, un niño de la primera ola, creciendo en una aldea sometida a muy lentos cambios, construía su modelo de la realidad con imágenes recibidas de un diminuto puñado de fuentes… el maestro, el cura, el cacique o el funcionario y, sobre todo, la familia. Como ha hecho notar el psicólogo-futurista Herbert Gerjuoy: «No había en el hogar radio ni televisión que le dieran al niño la oportunidad de conocer muchas clases diferentes de personas de muchas formas de vida diferentes, e incluso de países diferentes… Muy pocas personas veían jamás una ciudad extranjera… El resultado [era que] la gente sólo tenía un pequeño número de personas a las que imitar o procurar seguir».
«Sus elecciones se veían más limitadas aún por el hecho de que las personas a las que podían imitar poseían, a su vez, muy limitada experiencia con otras personas». Por tanto, las imágenes del mundo creadas por el niño aldeano eran extraordinariamente angostas y reducidas.
Además, los mensajes que recibía eran sumamente redundantes, al menos en dos sentidos: de ordinario llegaban en forma de conversación normal, que suele estar llena de pausas y repeticiones, y llegaban en forma de «series» relacionadas de ideas reforzadas por diversos suministradores de información. El niño oía las mismas admoniciones en la iglesia y en la escuela. Ambas reforzaban los mensajes transmitidos por la familia y el Estado. El consenso en la comunidad, e intensas presiones para lograr la conformidad, actuaban sobre el niño desde el nacimiento para reducir aún más el ámbito de imaginería y comportamiento aceptables.
La segunda ola multiplicó el número de canales por los que el individuo obtenía su imagen de la realidad. El niño no recibía ya sus imágenes exclusivamente de la Naturaleza o de las personas, sino también de los periódicos, las revistas, la Radio y, más tarde, de la Televisión. Por regla general, la Iglesia, el Estado, el hogar y la escuela continuaban hablando al unísono, reforzándose mutuamente. Pero los propios medios de comunicación se convirtieron ahora en un gigantesco altavoz. Y su poder fue utilizado a lo largo de líneas regionales, étnicas, tribales y lingüísticas, para uniformizar las imágenes que fluían en la Corriente mental de la sociedad.
Por ejemplo, algunas imágenes visuales fueron distribuidas tan amplia y masivamente e implantadas en tantos millones de memorias individuales que, de hecho, quedaron transformadas en iconos. La imagen de Lenin, con la mandíbula proyectada hacia delante en gesto de triunfo bajo una ondeante bandera roja, adquirió así, para millones de personas, un carácter de icono, como la imagen de Jesús en la Cruz. La imagen de Charlie Chaplin con sombrero hongo y bastón, o de Hitler bramando en Nuremberg; la imagen de cadáveres apilados como troncos de leña en Buchenwald; de Churchill haciendo la señal de la victoria o de Roosevelt llevando una capa negra; de la falda de Marilyn Monroe levantada por el viento; de centenares de estrellas cinematográficas de segunda fila y millares de productos comerciales diferentes y universalmente reconocibles —la barra de jabón «Ivory» en los Estados Unidos, el chocolate «Morinaga» en el Japón, la botella de «Perrier» en Francia—, todas se convirtieron en partes características de un archivo de imágenes universal.
Esta imaginería centralmente producida, inyectada por los medios de comunicación en la «mente de la masa», ayudó a lograr la uniformización de Comportamiento requerida por el sistema industrial de producción.
En la actualidad, la tercera ola está alterando drásticamente todo esto. A medida que el cambio se acelera en la sociedad, fuerza dentro de nosotros una aceleración paralela. Nueva información llega a nosotros, y nos vemos obligados a revisar continuamente y a un ritmo cada vez más rápido nuestro archivo de imágenes. Es preciso remplazar imágenes antiguas basadas en la realidad pasada, pues, a menos que las actualicemos, nuestros actos quedarán divorciados de la realidad y nos iremos haciendo progresivamente menos competentes.
Esta aceleración del procesado de imágenes en nuestro interior significa que las imágenes se tornan cada vez más temporales. Arte transitorio, instantáneas «Polaroid», xerocopias, gráficos de usar y tirar, surgen y se desvanecen. Ideas, creencias y actitudes ascienden velozmente a la conciencia, son impugnadas, desafiadas y se desvanecen de pronto en la nada. Teorías científicas y psicológicas son derribadas y sustituidas a diario. Las ideologías se derrumban. Las celebridades piruetean fugazmente por nuestra consciencia. Nos asaltan consignas políticas y morales contradictorias.
Es difícil extraer algún sentido de esta vertiginosa fantasmagoría, comprender exactamente cómo está cambiando el proceso de elaboración de imágenes. Pues la tercera ola no se limita a acelerar nuestro flujo de información; transforma la estructura profunda de la información de que dependen nuestras acciones diarias.
A todo lo largo de la Era de la segunda ola, los medios de comunicación de masas se fueron haciendo cada vez más poderosos. En la actualidad se está produciendo un cambio sorprendente. A medida que avanza la tercera ola, los medios de comunicación, lejos de extender su influencia, se ven de pronto obligados a compartirla. Están siendo derrotados en muchos frentes a la vez por lo que yo llamo los «medios de comunicación desmasificados».
Los periódicos proporcionan el primer ejemplo. Los medios de comunicación más antiguos de la segunda ola, los periódicos, están perdiendo sus lectores. En 1973, los periódicos de los Estados Unidos habían alcanzado una circulación conjunta total de 63 millones de ejemplares diarios. Sin embargo, desde 1973 su circulación, en lugar de aumentar, ha empezado a disminuir. Para 1978, el total había descendido a 62 millones, y aún faltaba por llegar lo peor. El porcentaje de americanos que leían un periódico al día descendió también, desde un 69% en 1972, hasta el 62% en 1977, y algunos de los periódicos más importantes de la nación fueron los más afectados. En Nueva York, entre 1970 y 1976, los tres principales diarios juntos perdieron 550.000 lectores. El Los Angeles Times, tras haber alcanzado su mayor venta en 1973, pasó a perder 80.000 lectores para 1976. Los dos grandes periódicos de Cleveland 90.000, y los dos periódicos de San Francisco, más de 80.000. Al tiempo que surgían en muchas partes del país numerosos periódicos más pequeños, se quedaban en la cuneta importantes diarios de los Estados Unidos, como el Cleveland News, el Hartford Times, el Detroit Times, Chicago Today o el Long Island Press. Una pauta similar se produjo en Gran Bretaña, donde, entre 1965 y 1975, la circulación de los diarios nacionales descendió en un 8%.
Y esas pérdidas no se debían, simplemente, al auge de la Televisión. Cada uno de los diarios de gran circulación actuales se enfrenta con una competencia cada vez mayor de una creciente multitud de publicaciones de escasa circulación, semanarios, bisemanarios y los llamados sboppers, que sirve no al mercado metropolitano, sino a comunidades y barrios concretos dentro de él, proporcionando anuncios y noticias mucho más localizados. Habiendo llegado a la saturación, el diario de circulación masiva de la gran ciudad se encuentra en una situación muy apurada. Los medios de comunicación desmasificados le están pisando los talones[9].
Las revistas de masas ofrecen un segundo ejemplo. A partir de mediados de la década de 1950, apenas ha pasado un año sin que se produjese en los Estados Unidos la muerte de una gran revista. Life, Look, el Saturday Evening Post, todos fueron a la tumba, para resucitar más tarde como fantasmas de pequeña circulación de lo que antes fueron.
Entre 1970 y 1977, pese a haber aumentado en catorce millones la población de los Estados Unidos, la circulación total de las 25 revistas importantes restantes descendió en cuatro millones.
Simultáneamente, los Estados Unidos experimentaron una explosión de minirrevistas, millares de revistas nuevas dirigidas a pequeños mercados regionales e incluso locales de interés especial. En la actualidad, pilotos y empleados de Compañías aéreas pueden elegir entre docenas de publicaciones editadas exclusivamente para ellos. Adolescentes, buceadores, jubilados, mujeres atletas, coleccionistas de cámaras antiguas, fanáticos del tenis, esquiadores y patinadores… todos tienen su propia Prensa. Se están multiplicando revistas regionales como New York, New West, D en Dallas, o Pittsburgher. Algunas recortan más aún el mercado, combinando la región y el interés especial; tal es el caso, por ejemplo, del Kentucky Business Ledger o de Western Farmer.
Con la existencia de prensas nuevas, rápidas y baratas, toda organización, grupo comunitario, culto político o religioso puede actualmente permitirse el lujo de imprimir su propia publicación. Incluso grupos más pequeños dan a luz publicaciones periódicas sirviéndose de las multicopistas, omnipresentes en las oficinas americanas. La revista de masas ha perdido su influencia, en otro tiempo poderosa, sobre la vida nacional. La revista desmasificada —la minirrevista— está ocupando rápidamente su puesto.
Pero el impacto de la tercera ola sobre las comunicaciones no se limita a los medios de comunicación impresos. Entre 1950 y 1970, el número de emisoras de Radio en los Estados Unidos ascendió de 2.336 a 5.359. En un período en el que la población aumentó solamente en un 35%, las emisoras de Radio aumentaron un 129%. Esto significa que, en lugar de una emisora por cada 65.000 americanos, hay ahora una por cada 38.000, y esto significa que el oyente medio tiene más programas entre los que elegir. La masa de oyentes se divide entre más emisoras.
La diversidad de ofrecimientos se ha incrementado también en alto grado, con emisoras diferentes dirigidas a sectores especializados de público, en lugar del hasta ahora indiferenciado público general. Emisoras dedicadas exclusivamente a transmitir noticias se dirigen a adultos de la clase media instruida. Emisoras de hard rock, soft rock, punk rock, country rock y folk rock van dirigidas cada una a un sector diferente del auditorio juvenil. Emisoras de música soul se dirigen a los negros americanos. Emisoras de música clásica sirven a adultos de elevados ingresos, emisoras en idiomas extranjeros atienden a los diferentes grupos étnicos, desde los portugueses en Nueva Inglaterra hasta los italianos, hispánicos, japoneses y judíos. Escribe el columnista político Richard Reeves: «En Newport, Rhode Island, recorrí el dial de la AM y encontré 38 emisoras, tres de ellas religiosas, dos programadas para negros y una que transmitía en portugués».
Nuevas formas de comunicación auditiva van absorbiendo sin cesar lo que queda del público general. Durante la década de 1960, pequeñas grabadoras y reproductoras de cintas magnetofónicas, lanzadas a precios asequibles al mercado, se extendieron entre los jóvenes como un incendio por la pradera. Pese a erróneas creencias populares en sentido contrario, los adolescentes de hoy pasan menos tiempo, no más, con el oído pegado a la radio que en los años 60. De un promedio de 4,8 horas diarias en 1967, el tiempo total dedicado a escuchar la Radio cayó en vertical hasta 2,8 horas en 1977.
Luego llegó la citizens band radio, o CB, radio de frecuencia compartida. A diferencia de la radio tradicional, que funciona exclusivamente en un sentido (el oyente no puede responder al locutor), las radios CB instaladas en automóviles particulares hicieron posible se comunicaran entre sí los conductores situados dentro de un radio de entre cinco y quince millas.
Entre 1959 y 1974, sólo un millón de aparatos de CB entraron en funcionamiento en América. Luego, en palabras de un atónito funcionario de la Comisión Federal de Comunicaciones, «tardamos ocho meses en llegar al segundo millón, y tres meses en llegar al tercero». La instalación de aparatos de CB subió en flecha. Para 1977 funcionaban ya unos 25 millones, y las ondas estaban llenas de coloristas conversaciones, desde advertencias de que la Policía de tráfico estaba colocando controles para detectar excesos de velocidad, hasta oraciones y solicitaciones de prostitutas. El furor pasó ya, pero sus efectos, no.
Los propietarios de emisoras de radiodifusión de tipo comercial, nerviosos por sus ingresos publicitarios, niegan enérgicamente que la CB haya reducido su auditorio. Pero las agencias de publicidad no están tan seguras. Una de ellas, Marsteller, Inc., llevó a cabo una encuesta en Nueva York, con el resultado de que el 45% de usuarios de CB comunicaron un descenso de entre un 10 y un 15% en la escucha de los aparatos de radio regulares instalados en sus coches. Más significativamente, la encuesta reveló que más de la mitad de usuarios de CB escuchaban simultáneamente las radios de sus coches y sus CB.
En cualquier caso, el desplazamiento hacia la diversidad producido en el terreno de la letra impresa tiene también su paralelismo en la radio. El paisaje sonoro está siendo desmasificado, juntamente con el paisaje impreso.
Pero fue sólo en 1977 cuando los medios de comunicación de la segunda ola sufrieron su más sorprendente y significativa derrota. Durante toda una generación, el medio de comunicación más poderoso y «masificador» ha sido, evidentemente, la Televisión. En 1977, la pantalla empezó a parpadear. La revista Time escribía: «Durante todo el otoño, los ejecutivos de empresas publicitarias y de radiodifusión escrutaban nerviosamente las cifras… no podían dar crédito a lo que estaban viendo… Por primera vez en la Historia, la audiencia de la Televisión disminuía».
«Nadie —murmuró un asombrado técnico publicitario— supuso jamás que fuera a descender el número de espectadores».
Aun ahora, abundan las explicaciones. Se nos dice que los programas son todavía peores que en el pasado. Que hay demasiado de esto y no lo suficiente de aquello. Cabezas de ejecutivos han rodado por los pasillos de los estudios. Se nos ha prometido éste o aquel tipo de programa. Pero la profunda verdad no está haciendo sino asomar por entre las nubes de la consternación televisiva. Están desapareciendo los días de la omnipotente red centralizada que controla la producción de imágenes. De hecho, un ex presidente de la NBC, acusando de «estupidez» estratégica a las tres principales redes de Televisión de los Estados Unidos, ha predicho que su porcentaje de espectadores se reducirá a la mitad para finales de la presente década. Pues los medios de comunicación de la tercera ola están destruyendo en un amplio frente el dominio ejercido por los dueños de los medios de comunicación de la segunda ola.
La televisión por cable penetra ya actualmente en 14,5 millones de hogares americanos, y es probable que se extienda con fuerza huracanada durante los primeros años de la década de los 80. Los expertos esperan que para finales de 1981 haya un total de entre 20 y 26 millones de abonados a la televisión por cable, accesible ésta al 50% de las familias norteamericanas. Las cosas se moverán más velozmente aunque se produzca el cambio de hilos de cobre a sistemas de fibras ópticas, que transmiten luz a través de fibras capilares. Y, al igual que las prensas simplificadas o las multicopistas «Xerox», el cable desmasifica el auditorio, esculpiéndolo en múltiples minipúblicos. Además, los sistemas por cable pueden ser diseñados para una utilización en dos sentidos, por lo que a los abonados se les ofrece la posibilidad no sólo de ver programas, sino también de solicitar activamente diversos servicios.
En Japón, ciudades enteras se hallarán enlazadas para comienzos de los 80 mediante cable, permitiendo a los usuarios marcar peticiones no sólo de programas, sino también de fotografías fijas, datos, reservas de teatro o exhibiciones de periódicos y revistas. Alarmas contra incendios y robos funcionarán a través del mismo sistema.
En Ikoma, barrio-dormitorio de Osaka, fui entrevistado en un programa de televisión acerca del sistema experimental «Hi-Ovis», que coloca un micrófono y una cámara de televisión sobre el receptor instalado en el hogar de cada abonado, de tal modo que los espectadores pueden convertirse también en transmisores. Mientras yo estaba siendo entrevistado por el equipo del programa, una tal señora Sakamoto, que estaba viendo el programa desde su propio cuarto de estar, accionó el conmutador y empezó a conversar con nosotros en chapurreado inglés. Yo y todo el público espectador la vimos en la pantalla y contemplamos cómo jugaba su hijito por el cuarto mientras ella me daba la bienvenida a Ikoma.
«Hi-Ovis» tiene también un banco de video-cassettes sobre toda clase de temas, desde música hasta cocina o educación. Los espectadores pueden marcar un número codificado y pedir que el computador reproduzca para ellos una cassette determinada en su pantalla a la hora que deseen verla.
Aunque afecta solamente a 160 hogares, el experimento «Hi-Ovis» está patrocinado por el Gobierno japonés y recibe aportaciones económicas de corporaciones tales como Fujitsu, Sumitomo Electric, Matsushita y Kintetsu. Es extraordinariamente avanzado y se basa ya en la tecnología de fibras ópticas.
Una semana antes, en Columbia (Ohio), yo había visitado el sistema «Qube» de la Warner Cable Corporation. «Qube» ofrece al abonado treinta canales de televisión (frente a cuatro emisoras regulares) y presenta programas especializados para todo el mundo, desde niños en edad preescolar hasta médicos, abogados o el público de «sólo adultos». «Qube» es el sistema de cable en dos direcciones mejor desarrollado y más eficaz comercialmente del mundo. Proporcionando a cada abonado lo que parece una calculadora de bolsillo, le permite comunicarse con la emisora con sólo oprimir un botón. Un espectador que utilice determinados botones puede comunicar con el estudio «Qube» y con su computador. Al describir el sistema, Time adopta un tono poético y entusiasmado, observando que el abonado puede «expresar sus opiniones en debates políticos locales, dirigir ventas y pujar por objetos de arte en una subasta benéfica… Pulsando un botón, Juan o Juana Columbus pueden interrogar a un político o votar a favor o en contra de los participantes en un concurso de aficionados locales». Los consumidores pueden «comparar precios de los supermercados locales» o reservar una mesa en un restaurante oriental. Pero el cable no es el único motivo de preocupación para las redes de emisoras comerciales.
Los video-games se han convertido en un gran éxito de venta. Millones de americanos han descubierto una auténtica pasión por artilugios que convierten una pantalla de televisión en una mesa de ping pong, un campo de hockey o una pista de tenis. Puede que esto parezca irrelevante a los analistas políticos sociales ortodoxos. Sin embargo, representa una oleada de aprendizaje social, un premonitorio entrenamiento, por así decirlo, para la vida en el entorno electrónico del mañana. Estos juegos no sólo desmasifican más a la audiencia y reducen el número de quienes contemplan los programas emitidos en un momento dado, sino que, por medio de ingenios aparentemente tan inocentes, millones de personas están aprendiendo a jugar con el aparato de televisión, responderle y a interactuar con él. Y durante el proceso están cambiando de ser meros receptores pasivos, a ser también transmisores de mensajes. Están manipulando el aparato, en vez de dejar que el aparato les manipule a ellos.
Servicios de información, suministrados a través de la pantalla de televisión, son ya utilizables en Gran Bretaña, donde un espectador provisto de una unidad adaptadora puede pulsar un botón y seleccionar cuál de una docena de datos o servicios es el que desea… noticias, información meteorológica, financiera, deportiva, etc. Estos datos se mueven después por la pantalla de televisión como por la cinta de teletipo. Antes de que pase mucho tiempo, los usuarios podrán, sin duda, insertar un copiador en la televisión para capturar sobre el papel Cualquier imagen que deseen retener. También aquí se da una amplia posibilidad de elección donde antes existía muy poca.
Las grabadoras y reproductoras de video-cassette se están extendiendo también rápidamente. Los vendedores esperan que para 1981 se estén utilizando en los Estados Unidos un millón de unidades. Estos no sólo permiten a los espectadores grabar el partido de rugby del lunes para reproducirlo, por ejemplo, el sábado (destruyendo así la sincronización de imágenes que promueven las redes de televisión), sino que sientan la base para la venta de películas y acontecimientos deportivos en cinta. (Los árabes no se han dormido en la proverbial zanja: la película El Mensajero, sobre la vida de Mahoma, puede adquirirse en cassettes ofrecidas en estuches con letras arábigas doradas en el exterior). Las grabadoras y reproductoras en video hacen posible también la venta de cartuchos altamente especializados conteniendo, por ejemplo, instrucciones médicas para personal de hospitales, o cintas que enseñen a los consumidores a recomponer muebles rotos o a reparar un tostador eléctrico. Más fundamentalmente, las grabadoras en video hacen posible que cualquier consumidor se convierta, además, en productor de su propia imaginería. Una vez más, el público se desmasifica.
Finalmente, los satélites nacionales hacen posible que emisoras individuales de televisión formen minirredes temporales para programas especiales haciendo rebotar señales de cualquier parte a cualquier otra parte, con un coste mínimo y superando así a las redes existentes. Para finales de la década de los 80, los operadores de televisión por cable tendrán mil emisoras terrestres para recoger las señales de satélite. «En ese momento —dice Televisión/Radio Age—, un distribuidor de programas no necesita más que comprar tiempo en un satélite y, al instante, tiene una red de dimensiones nacionales de televisión por cable… puede aprovisionar selectivamente cualquier grupo de sistema que elija». El satélite —declara William J. Donnelly, vicepresidente de medios de comunicación electrónicos en la gigantesca agencia de publicidad Young & Rubicam— «significa públicos más pequeños y una mayor multiplicidad de programas distribuidos nacionalmente».
Todas estas diferentes aplicaciones tienen una sola cosa en común: dividen en segmentos el público de la televisión de masas, y cada sector no sólo aumenta nuestra diversidad cultural, sino que reduce en gran medida el poder de las redes que tan completamente han dominado hasta ahora nuestra imaginería. John O’Connor, el perceptivo crítico del New York Times, lo resume en una simple frase. «Una cosa es segura —escribe—: la televisión comercial no podrá ya imponer ni lo que se ve ni cuándo se ve».
Lo que, en la superficie, parece ser un conjunto de acontecimientos carentes de relación entre sí, resulta ser una ola de cambios estrechamente interrelacionados que barren el horizonte de los medios de comunicación, desde los periódicos y la radio, en un extremo, hasta las revistas y la televisión, en el otro. Los medios de comunicación de masas se hallan sometidos a intenso ataque. Nuevos y desmasificados medios de comunicación están proliferando, desafiando —y, a veces, incluso remplazando— a los medios de comunicación de masas que ocuparon una posición tan dominante en todas las sociedades de la segunda ola.
La tercera ola inicia así una Era verdaderamente nueva, la Era de los medios de comunicación desmasificados. Una nueva infosfera está emergiendo a lo largo de la nueva tecnosfera. Y esto ejercerá un impacto más transcendental sobre la esfera más importante de todas, la que se alberga en el interior de nuestros cráneos. Pues, tomados en su conjunto, estos cambios revolucionan nuestra imagen del mundo y nuestra capacidad para entenderlo.
La desmasificación de los medios de comunicación desmasifica también nuestras mentes. Durante la Era de la segunda ola, el continuo martilleo de imágenes uniformizadas efectuado por los medios de comunicación creó lo que los críticos llamaban una «mente-masa». En la actualidad, en lugar de masas de personas que reciben todas los mismos mensajes, grupos desmasificados más pequeños reciben y se envían entre sí grandes cantidades de sus propias imágenes. A medida que la sociedad entera se desplaza hacia la diversidad de la tercera ola, los nuevos medios de comunicación reflejan y aceleran el proceso. Esto explica en parte por qué las opiniones sobre todas las cosas, desde la música pop hasta la política, se están volviendo menos uniformes. El consenso salta en pedazos. A un nivel personal, estamos asediados y bombardeados por fragmentos de imágenes, contradictorias o inconexas, que conmueven nuestras viejas ideas y nos asaltan en forma de «destellos» quebrados o dispersos. De hecho, vivimos en una «cultura destellar».
«La ficción acota trozos cada vez más pequeños de territorio», se lamenta el Crítico Geoffrey Wolff, añadiendo que cada novelista «capta cada vez menos de cualquier gran escena». En la no ficción —escribe Daniel Laskin, comentando obras de consulta tan extraordinariamente populares como The People’s Almanac y The Book of Lists—, «parece insostenible la idea de cualquier síntesis exhaustiva. La alternativa es reunir el mundo al azar, especialmente sus fragmentos más divertidos». Pero la ruptura en destellos de nuestras imágenes no se limita a los libros o a la literatura. Resulta más acusada aún en la Prensa y en los medios de comunicación electrónicos.
En esta nueva clase de cultura, con sus imágenes fraccionadas, transitorias, podemos empezar a discernir una cada vez más ancha separación entre usuarios de medios de comunicación de la segunda ola y de la tercera.
Las gentes de la segunda ola anhelan la moral ya confeccionada y las Certidumbres ideológicas del pasado y se sienten molestas y desorientadas por el bombardeo de información. Experimentan nostalgia de los programas de radio de los años 30 o de las películas de los 40. Se sienten apartadas del nuevo entorno lee medios de comunicación, no sólo porque mucho de lo que oyen es Amenazador o turbador, sino porque les resultan desconocidos los envases mismos en que les llega la información.
En vez de recibir largas «ristras» relacionadas de ideas, organizadas o sintetizadas para nosotros, nos hallamos crecientemente expuestos a breves destellos modulares de información, anuncios, órdenes, teorías, jirones de noticias, pedazos truncados y burbujas que se resisten a encajar en nuestros preexistentes archivos mentales. La nueva imaginería se resiste a la clasificación, en parte porque con frecuencia cae fuera de nuestras viejas categorías conceptuales, pero también porque llega presentada en envases de forma demasiado extraña, transitorios e inconexos. Asaltadas por lo que perciben como el caótico desbarajuste de la cultura destellar, las gentes de la segunda ola sienten una contenida rabia contra los medios de comunicación.
Por el contrario, las gentes de la tercera ola se encuentran más a gusto en medio de este bombardeo de destellos, el noticiario de noventa segundos interrumpido por un anuncio de treinta segundos, un fragmento de canción, un titular, una caricatura, un collage, un artículo de periódico, una hoja de computador.
Insaciables lectores de libros de bolsillo y revistas de interés especial, engullen a pequeñas cantidades volúmenes enormes de información. Pero mantienen también su atención en esos nuevos conceptos o metáforas que resumen u organizan los destellos en conjuntos más amplios. En lugar de intentar embutir los nuevos datos modulares en las habituales categorías o marcos de la segunda ola, aprenden a confeccionar los suyos propios, a formar sus propias «ristras» con el material fragmentado que les lanzan los nuevos medios de comunicación.
En vez de limitarnos a recibir nuestro modelo mental de la realidad, ahora nos vemos obligados a inventarlo y reinventarlo continuamente. Eso coloca una enorme carga sobre nosotros. Pero conduce también hacia una mayor individualidad, hacia una desmasificación de la personalidad, así como de la cultura. Algunos de nosotros se derrumban bajo la nueva presión o se refugian en la apatía o la ira. Otros emergen como individuos competentes, bien formados y en continuo desarrollo, capaces de funcionar, por así decirlo, en un nivel más elevado. (En cualquiera de ambos casos, resulte o no demasiado grande la tensión, la consecuencia es un lejano eco de los robots uniformes, unificados y fácilmente regimentados, previstos por tantos sociólogos y escritores de ciencia-ficción de la Era de la segunda ola).
Además de todo esto, la desmasificación de la civilización, que los medios de comunicación reflejan e intensifican, trae consigo un enorme incremento en la cantidad de información que todos intercambiamos unos con otros. Y este aumento es lo que explica por qué nos estamos convirtiendo en una «sociedad de información».
Pues cuanto más diversa es la civilización —cuanto más diferenciadas son su tecnología, sus formas de energía, sus personas—, más información debe circular entre sus partes constitutivas si ha de mantenerse unido el todo, especialmente bajo la tensión de un cambio extremo. Una organización, por ejemplo, debe poder predecir (más o menos) cómo responderán al cambio otras organizaciones, si ha de planear juiciosamente su actuación. Y otro tanto puede afirmarse respecto de los individuos. Cuanto más uniformes somos, menos necesitamos saber los unos acerca de los otros para predecir la conducta de los demás. A medida que la gente que nos rodea se va haciendo más individualizada o desmasificada, necesitamos más información —señales y pistas— para predecir, aun aproximadamente, cómo van a comportarse los demás respecto a nosotros. Y, salvo que podamos realizar tales predicciones, no podemos trabajar ni aun vivir juntos.
Como consecuencia, personas y organizaciones anhelan continuamente más información, y el sistema entero empieza a vibrar con una transmisión cada vez más intensa de datos. Al aumentar el total de información necesaria para la coherencia del sistema social, y la velocidad a que debe ser intercambiada, la tercera ola hace saltar en pedazos el entramado de la anticuada y sobrecargada infosfera de la segunda ola y construye otra nueva que ocupe su puesto.