El 8 de agosto de 1960, un ingeniero químico nacido en Virginia del Oeste y llamado Monroe Rathbone tomó en su despacho de la plaza de Rockefeller, en Manhattan, una decisión que quizá futuros historiadores elijan algún día para simbolizar el fin de la Era de la segunda ola.
Pocos prestaron la menor atención aquel día, cuando Rathbone, ejecutivo jefe de la gigantesca Exxon Corporation, adoptó medidas para reducir los impuestos que Exxon pagaba a los países productores de petróleo. Su decisión, aunque ignorada por la Prensa occidental, cayó como un rayo en los Gobiernos de esos países, ya que virtualmente todos sus ingresos procedían de los pagos realizados por las Compañías petrolíferas.
A los pocos días, las demás Compañías petrolíferas importantes habían seguido el ejemplo de Exxon. Y un mes después, el 9 de septiembre, en la ciudad de Bagdad, delegados de los países más afectados se reunieron en consejo de emergencia. Puestos entre la espada y la pared, se constituyeron en comité de los Gobiernos exportadores de petróleo. Durante trece años, las actividades de este comité, e incluso su nombre, permanecieron ignoradas fuera de las páginas de unas cuantas publicaciones especializadas. Hasta 1973, es decir, cuando estalló la guerra del Yom Kippur y la Organización de Países Exportadores de Petróleo salió súbitamente de las sombras. Estrangulando los suministros mundiales de crudos, hizo precipitarse en un estremecedor picado a toda la economía de la segunda ola.
Lo que hizo la OPEP, aparte de cuadruplicar sus ingresos procedentes del petróleo, fue acelerar una revolución que se estaba ya fraguando en la tecnosfera de la segunda ola.
En el ensordecedor clamoreo sobre la crisis de la energía que se ha sucedido desde entonces, hemos presenciado la formulación de tantos planes, propuestas, argumentos y contrargumentos, que resulta difícil realizar elecciones juiciosas. Los Gobiernos están tan confusos como el proverbial hombre de la calle.
La única forma de abrirse paso entre la maraña de datos es tender la vista más allá de las tecnologías y políticas individuales, hasta los principios a ellas subyacentes. Cuando lo hacemos así, descubrimos que ciertas propuestas van destinadas a mantener o ampliar la base energética de la segunda ola tal como la hemos conocido, mientras que otras descansan sobre nuevos principios. El resultado es una radical clarificación de toda la cuestión de la energía.
Como hemos visto antes, la base energética de la segunda ola se apoyaba en la premisa de no renovabilidad; procedía de depósitos altamente concentrados y agotables; descansaba en tecnologías costosas y fuertemente centralizadas; y carecía de diversificación, dependiendo de fuentes y métodos relativamente escasos. Estas eran las principales características de la base energética en todas las naciones de la segunda ola a lo largo de la Era industrial.
Teniendo esto presente, si volvemos ahora la vista hacia los diversos planes y propuestas generados por la crisis del petróleo, rápidamente podemos distinguir cuáles son meras extensiones de los antiguos y cuáles son precursores de algo fundamentalmente nuevo. Y la cuestión básica se convierte entonces no en si el petróleo debe venderse a cuarenta dólares el barril, o si debe construirse un reactor nuclear en Seabrook o Grohnde. La cuestión fundamental es si puede sobrevivir alguna base energética diseñada para la sociedad industrial y asentada en estos principios de la segunda ola. Una vez planteada así, la respuesta es ineludible.
Durante el pasado medio siglo, las dos terceras partes de la provisión energética mundial han procedido del petróleo y el gas. La mayoría de los observadores, desde los más fanáticos conservacionistas hasta el difunto sha del Irán, desde freaks solares y jeques saudíes hasta los expertos de muchos Gobiernos, concuerdan en que esta dependencia del combustible fósil no puede continuar indefinidamente, por muchos nuevos yacimientos petrolíferos que se descubran.
Las estadísticas varían. Se discute acerca de cuánto tiempo falta para que se acaben las reservas. Las complejidades del pronóstico son enormes, y muchas predicciones pasadas parecen ahora estúpidas. Pero una cosa está clara: nadie está inyectando de nuevo gas y petróleo en la tierra para reponer la provisión.
Ya llegue el final en algún estertor climático o, más probablemente, en una sucesión de escaseces vertiginosamente desestabilizadoras, abundancias temporales y escaseces más profundas, la época del petróleo está concluyendo. Los iraníes lo saben. Los kuwaitíes, nigerianos y venezolanos lo saben. Los árabes sauditas lo saben… y por eso es por lo que están tratando de construir una economía basada en algo más que en los ingresos derivados del petróleo. Las Compañías petrolíferas lo saben… y por eso es por lo que se esfuerzan por diversificar sus actividades. (El presidente de una Compañía petrolífera me dijo no hace mucho, en el curso de una cena en Tokio, que, en su opinión, los gigantes del petróleo acabarían convirtiéndose en dinosaurios industriales, igual que los ferrocarriles. El plazo de tiempo que preveía para ello era extraordinariamente corto… años, no décadas).
Sin embargo, el debate en torno al agotamiento físico tiene un carácter casi marginal. Pues en el mundo actual es el precio, no la provisión física, lo que ejerce el más inmediato y significativo impacto. Y es aquí donde los hechos apuntan más intensamente aún a la misma conclusión.
En cuestión de décadas, puede que la energía vuelva a ser abundante y barata como consecuencia de sorprendentes avances tecnológicos o vaivenes económicos. Pero, suceda lo que suceda, es probable que el precio del petróleo continúe su ascenso mientras nosotros nos vemos obligados a sondear profundidades cada vez más grandes, a explorar regiones más remotas y a competir entre más compradores. Aun prescindiendo de la OPEP, en los últimos cinco años se ha producido un cambio histórico: pese a extensos y nuevos descubrimientos como los de México, pese a la disparada alza de los precios, el total de reservas confirmadas y comercialmente recuperables de crudo ha disminuido, no crecido, invirtiéndose con ello una tendencia que se había mantenido durante décadas. Lo que constituye, por si fuera necesaria, una nueva prueba de que la Era del petróleo está tocando a su fin.
Mientras tanto, el carbón, que ha proporcionado la mayor parte del tercio restante de la energía mundial total, ofrece una amplia provisión, aunque también es, en último término, agotable. Pero cualquier aumento masivo del uso del carbón entraña la difusión de aire sucio, un posible riesgo para el clima del mundo (a través de un aumento del bióxido de carbono en la atmósfera), así como un devastamiento de la Tierra. Aunque se aceptase todo esto en las próximas décadas como riesgos necesarios, el carbón no puede encajar en el depósito de un automóvil ni desempeñar muchas otras tareas ahora realizadas por el petróleo o el gas. Las instalaciones para gasificar o licuar el carbón requieren cantidades enormes de capital y de agua (gran parte de ella necesaria para la agricultura) y resultan al final tan ineficaces y caras que no se puede por menos de considerarlas expedientes costosos, de mera desviación y altamente temporales.
La tecnología nuclear presenta problemas más formidables aún en su actual fase de desarrollo. Los reactores convencionales dependen del uranio, otro combustible agotable, y entraña riesgos que resulta extraordinariamente costoso vencer… si es que realmente se los puede vencer. Nadie ha resuelto convincentemente los problemas de eliminación de residuos nucleares, y los costos nucleares son tan elevados, que hasta ahora las subvenciones oficiales han sido esenciales para hacer que la energía atómica sea remotamente competitiva con otras fuentes.
Los reactores generadores rápidos constituyen una categoría por sí solos. Pero, aunque presentados con frecuencia al público no informado como máquinas de movimiento continuo porque el plutonio que expulsan puede ser utilizado como combustible, también ellos dependen, en último término, de la pequeña y no renovable provisión de uranio del mundo. No sólo son altamente centralizados, increíblemente caros, volátiles y peligrosos, sino que también aumentan los riesgos de guerra nuclear y de una captura de materiales nucleares por parte de terroristas.
Nada de esto significa que vayamos a retroceder a la Edad Media o que sea imposible un mayor avance tecnológico. Pero lo que sin duda significa es que hemos llegado al final de una línea de desarrollo y debemos ahora comenzar otra. Significa que es insostenible la base energética de la segunda ola.
Y existe otra razón, más fundamental aún, por la que el mundo debe cambiar, y cambiará, a una base energética radicalmente nueva. Pues toda base energética, ya sea en una aldea o en una economía industrial, debe ser adecuada al nivel tecnológico de la sociedad, la naturaleza de la producción, la distribución de mercados y población y otros muchos factores.
El crecimiento de la base energética de la segunda ola guardaba relación con el paso de la sociedad a una fase completamente nueva de desarrollo tecnológico. Y, si bien los combustibles fósiles aceleraron, ciertamente, el desarrollo tecnológico, el fenómeno se produjo también a la inversa. La invención de una tecnología sedienta de energía durante la Era industrial impulsó la cada vez más rápida explotación de esos mismos combustibles fósiles. El desarrollo de la industria automovilística, por ejemplo, provocó una expansión tan radical del negocio del petróleo, que en algún tiempo dependió esencialmente de Detroit. En palabras de Donald E. Carr, ex director de investigaciones de una Compañía petrolífera y autor de Energy and the Earth Machine, la industria del petróleo se convirtió en «esclava de una forma del motor de combustión interna».
En la actualidad nos volvemos a encontrar al borde de un histórico salto tecnológico, y el nuevo sistema de producción que ahora nace requerirá una radical restructuración de toda la cuestión de la energía… incluso aunque la OPEP levantara el campo y desapareciera silenciosamente.
Pues lo que se pasa por alto es que el problema de la energía no es sólo cuestión de cantidad; lo es también de estructura. No necesitamos simplemente una cierta cantidad de energía, sino energía servida de muchas formas más variadas, en lugares diferentes (y cambiantes), en diferentes momentos del día, la noche, y el año y para finalidades insospechadas.
Esto, y no simplemente las decisiones de la OPEP sobre los precios del petróleo, explica por qué debe el mundo buscar alternativas al viejo sistema energético. Esa búsqueda se ha acelerado, y ahora estamos dedicando grandes y nuevos recursos de imaginación y dinero para resolver el problema. Como resultado, estamos examinando con atención numerosas y sorprendentes posibilidades. Si bien el cambio de una base energética a otra se verá, sin duda, oscurecido por trastornos económicos y de otro tipo, la cuestión presenta también otro aspecto más positivo. Pues nunca en la Historia ha habido tantas personas entregadas con tal fervor a la búsqueda de energía… y nunca se han alzado ante nosotros tantas nuevas y excitantes potencialidades.
Evidentemente, es imposible conocer en estos momentos qué combinación de tecnologías resultará más útil para qué tareas, pero el despliegue de herramientas y combustibles a nuestro alcance será, sin duda, extraordinario, tornándose comercialmente plausibles más y más exóticas posibilidades a medida que suben los precios del petróleo.
Estas posibilidades van desde las células fotovoltaicas que convierten la luz del sol en electricidad (tecnología que está siendo explorada en la actualidad por Texas Instruments, Solarex, Energy Conversión Devices y muchas otras compañías), hasta un plan soviético para situar entre la troposfera y la estratosfera globos portadores de molinos de viento que transmitan electricidad a la Tierra mediante cables. La ciudad de Nueva York ha suscrito contrato con una empresa privada para el suministro de basura destinada a ser utilizada como combustible, y las islas Filipinas están construyendo instalaciones para la producción de electricidad a partir de los desperdicios de coco. Italia, Islandia y Nueva Zelanda están ya produciendo electricidad a partir de fuentes geotérmicas tomando el calor de la propia Tierra, mientras que una plataforma flotante de quinientas toneladas situada frente a la isla Honshu, en Japón, genera electricidad aprovechando la fuerza de las olas. Por todo el mundo surgen unidades de calefacción solar en los tejados de las casas, y la Southern California Edison Company está construyendo una «torre de energía» que captará la energía solar mediante espejos controlados por computadores, la concentrará en una torre provista de una caldera y generará electricidad para sus clientes regulares. En Stuttgart (Alemania), un autobús accionado con hidrógeno y construido por Daimler-Benz ha circulado por las calles de la ciudad, mientras los ingenieros de la Lockheed-California se hallan trabajando en el proyecto de un avión accionado con hidrógeno. Están siendo explorados tantos nuevos caminos, que no es posible catalogarlos en un reducido espacio.
Cuando combinamos nuevas tecnologías para producir energía con nuevas formas de almacenar y transmitir la energía, el campo de posibilidades se amplía más aún. La General Motors ha anunciado una nueva y más eficiente batería de automóvil para usarla en coches eléctricos. Los investigadores de la NASA han presentado su «Redox», un sistema de almacenamiento que creen puede ser producido por la tercera parte de lo que cuestan las tradicionales baterías de ácido. Con un horizonte de mayor tiempo, estamos explorando la superconductividad e incluso —más allá de los límites de la ciencia «respetable»—, las ondas de Tesla como medios para irradiar energía con mínima pérdida.
Si bien muchas de estas tecnologías se encuentran todavía en sus primeras fases de desarrollo y muchas se mostrarán, sin duda, inviables, otras están próximas a ser aplicadas comercialmente, o lo serán dentro de una o dos décadas. Lo más importante es el olvidado hecho de que los grandes adelantos suelen ser consecuencia, no de una sola tecnología aislada, sino de imaginativas yuxtaposiciones o combinaciones de varias. Así, podemos ver células fotovoltaicas solares utilizadas para producir electricidad que, a su vez es empleada para liberar hidrógeno del agua y poderlo emplear en los coches. Nos hallamos aún en un estadio preliminar. Una vez que empecemos a combinar estas numerosas tecnologías nuevas, el número de opciones se elevará exponencialmente, y aceleraremos de modo espectacular la construcción de una base energética de la tercera ola.
Esta nueva base poseerá características acusadamente distintas de las del período de la segunda ola. Pues gran parte de su abastecimiento procederá de fuentes renovables y no agotables. En lugar de depender de combustibles altamente concentrados, se nutrirá de una gran variedad de fuentes dispersas. En lugar de depender tan intensamente de tecnologías muy centralizadas, combinará la producción de energía centralizada con la descentralizada. Y en lugar de depender peligrosamente de un puñado de métodos o fuentes, adoptará una forma radicalmente diversificada. Esta misma diversidad contribuirá a un derroche menor, al permitirnos adecuar los tipos y la calidad de la energía producida a las cada vez más dispares necesidades.
En resumen, ahora podemos ver por primera vez los bosquejos de una base energética que se apoya en principios diametralmente opuestos a los del reciente pasado de trescientos años. Es evidente también que esta base energética de la tercera ola no se formará plenamente sin encarnizada lucha.
En esta guerra de ideas y dinero que existe ya en todas las naciones de tecnología avanzada, es posible distinguir, no dos, sino tres antagonistas. Están, en primer lugar, los que tienen intereses invertidos en la vieja base energética de la segunda ola. Exigen fuentes de energía y tecnologías convencionales… carbón, petróleo, gas, energía nuclear y sus diversas permutaciones. Combaten, de hecho, por una prolongación del statu quo de la segunda ola. Y, como están atrincheradas en las Compañías petrolíferas, servicios públicos, comisiones nucleares, corporaciones mineras y sus sindicatos asociados, las fuerzas de la segunda ola parecen ocupar una posición inexpugnable.
Por el contrario, los que se muestran favorables al desarrollo de una base energética de la tercera ola —una combinación de consumidores, ecologistas, científicos y empresarios de las industrias de vanguardia, junto con sus diversos aliados— parecen dispersos, infrafinanciados y, a menudo, políticamente ineptos. Los propagandistas de la segunda ola suelen presentarlos como ingenuos, indiferentes a las realidades del dólar y deslumbrados por una tecnología fantástica.
Peor aún los defensores de la tercera ola son públicamente confundidos con lo que podría denominarse fuerzas de la primera ola… gentes que piden no un avance a un sistema energético más inteligente, sostenible y dotado de una base científica, sino una regresión al pasado preindustrial. En su forma más extrema, sus políticas eliminarían casi toda la tecnología, restringirían la movilidad, harían que las ciudades se marchitasen y muriesen e impondrían una cultura ascética en nombre de la conservación.
Al meter a estos dos grupos en un mismo saco, los cabilderos, expertos de relaciones públicas y políticos de la segunda ola, hacen más profunda la confusión pública y mantienen a la defensiva a las fuerzas de la tercera ola… Sin embargo, al final pueden vencer quienes propugnan políticas que no son de la primera ni de la segunda ola. Los defensores de la primera están entregados a una fantasía, y los de la segunda se esfuerzan por mantener una base energética cuyos problemas vienen a ser, de hecho, insuperables.
El costo creciente sin cesar de los combustibles de la segunda ola actúa intensamente en contra de los intereses de la segunda ola. Los costos en vertiginoso ascenso de las tecnologías de la segunda ola actúan en contra de ellos. El hecho de que los métodos de la segunda ola necesiten con frecuencia grandes aportaciones de energía para producir aumentos relativamente pequeños de la nueva energía «neta», actúa contra ellos. Los cada vez mayores problemas de polución actúan contra ellos. El riesgo nuclear actúa contra ellos. La decisión de miles de personas en muchos países de enfrentarse a la Policía para impedir el funcionamiento de reactores nucleares, o minas, o gigantescas plantas generadoras, actúa contra ellos. La tremenda ansia del mundo no industrial por disponer de energía propia y por obtener precios más elevados por sus recursos actúa contra ellos.
En resumen, aunque los reactores nucleares, la gasificación del carbón, las plantas de licuefacción y otras tecnologías semejantes puedan parecer avanzadas o futuristas, y, por consiguiente, progresistas, son, en realidad, frutos de un pasado de la segunda ola atrapado en sus propias y fatales contradicciones. Tal vez algunas sean necesarias como expedientes temporales, pero son esencialmente regresivas. De manera similar, aunque las fuerzas de la segunda ola puedan parecer poderosas, y sus críticos de la tercera ola, débiles, sería necio apostar demasiado por el pasado. De hecho, la cuestión no es si la base energética de la segunda ola acabará superada y sustituida por una nueva, sino cuánto tardará en suceder tal cosa. Pues la lucha por la energía se encuentra inextricablemente enlazada con otro cambio de igual profundidad: el derrocamiento de la tecnología de la segunda ola.
Carbón, ferrocarriles, hilaturas, automóviles, caucho, fabricación de máquinas herramientas… ésas fueron las industrias clásicas de la segunda ola. Basadas en principios electromecánicos esencialmente sencillos, utilizaban elevadas aportaciones de energía, despedían una cantidad enorme de desperdicios y polución y se caracterizaban por largas series de producción, bajo nivel de especialización de la mano de obra, trabajo repetitivo, productos uniformizados y controles fuertemente centralizados.
Desde mediados de la década de 1950 fue quedando cada vez más claro que estas industrias estaban atrasadas y llamadas a desaparecer en las naciones industriales. En los Estados Unidos, por ejemplo, mientras que la fuerza de trabajo creció en un 21% entre 1965 y 1974, el empleo de la industria textil aumentó sólo un 6%, y en la siderometalúrgica disminuyó un 10%. Una pauta similar se apreció en Suecia, Checoslovaquia, Japón y otras naciones de la segunda ola.
Al empezar estas anticuadas industrias a ser transferidas a los llamados «países en vías de desarrollo», donde la mano de obra era más barata y la tecnología menos avanzada, su influencia social empezó también a extinguirse y surgió un grupo de nuevas y dinámicas industrias para ocupar su puesto.
Estas nuevas industrias se diferenciaban acusadamente de sus predecesoras en varios aspectos: no eran ya fundamentalmente electromecánicas y no se basaban en la ciencia clásica de la Era de la segunda ola. Por el contrario, nacieron de rápidos avances realizados en disciplinas científicas que eran rudimentarias e incluso inexistentes hace todavía veinticinco años: electrónica cuántica, teoría de la información, biología molecular, oceánica, nucleónica, ecología y las ciencias espaciales. Y nos permitieron rebasar las más toscas características del tiempo y el espacio que interesaban a la segunda ola para manipular, como ha observado el físico soviético B. G. Kuznetsov, «regiones espaciales muy pequeñas (por ejemplo, del radio de un núcleo atómico, es decir, 10 centímetros) e intervalos temporales del orden de 10 segundos».
De estas nuevas ciencias y de nuestra mayor capacidad manipulativa fue de donde surgieron las nuevas industrias… computadoras y procesamiento de datos, aerospaciales, sofisticada petroquímica, semiconductores, avanzadas comunicaciones y docenas más.
En los Estados Unidos, donde primero comenzó este desplazamiento de tecnologías de segunda ola a tecnologías de tercera ola —en algún momento de mediados de la década de 1950—, viejas regiones como el valle Merrimack, en Nueva Inglaterra, cayeron en la situación de zonas deprimidas, mientras que lugares como Route 128 en las afueras de Boston o «Silicon Valley», en California, adquirieron extraordinaria importancia, con sus hogares suburbanos llenos de especialistas en física de estados sólidos, ingeniería de sistemas, inteligencia artificial o química de polímeros.
Además, se podría detectar el desplazamiento de puestos de trabajo y de opulencia operado en pos del desplazamiento de tecnología, de tal modo que los llamados Estados del «cinturón solar», ayudados por importantes contratos en materia de defensa, construyeron una avanzada base tecnológica mientras las antiguas regiones industriales del Nordeste y en torno a los Grandes Lagos quedaron sumidas en languidez y casi bancarrota. La prolongada crisis financiera de la ciudad de Nueva York constituyó un claro reflejo de este cataclismo tecnológico. Y también el estancamiento de Lorena, centro francés de fabricación de acero. E igualmente, aunque a otro nivel, lo fue el fracaso del socialismo británico. Así, al término de la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno laborista hablaba de apoderarse de las «cumbres dominantes» de la industria, y lo hizo. Pero las cumbres dominantes que nacionalizó resultaron ser el carbón, los ferrocarriles y el acero, precisamente las industrias superadas por la revolución tecnológica: las cumbres dominantes de ayer.
Florecían regiones o sectores económicos basados en industrias de la tercera ola; las basadas en industrias de la segunda ola languidecían. Pero el camino no había hecho más que empezar. En la actualidad, numerosos Gobiernos tratan de acelerar este cambio estructural, al tiempo que reducen los trastornos de la transición. Los planificadores japoneses del MICI —el Ministerio de Industria y Comercio Internacional— están estudiando nuevas tecnologías para sostener las industrias de servicios del futuro. El canciller de la Alemania Occidental, Helmut Schmidt, y sus asesores, hablan de strukturpolitik y vuelven la vista hacia el Banco Europeo de Inversión para facilitar la sustitución de las tradicionales industrias de producción en serie.
Cuatro grupos de industrias relacionadas están llamadas hoy a un importante desarrollo, y es probable que se conviertan en las industrias vertebrales de la Era de la tercera ola, trayendo consigo, una vez más, cambios fundamentales en el poder político y en las alineaciones políticas y sociales.
La electrónica y los computadores forman, evidentemente, uno de esos grupos interrelacionados. La industria de la electrónica, recién llegada relativamente a la escena del mundo, contabiliza en la actualidad más de cien mil millones de dólares en ventas anuales, y se espera que alcance los 325.000 e incluso los 400.000 millones anuales para finales de la presente década. Esto la convertiría en la cuarta industria más grande del mundo, después del acero, el automóvil y los productos químicos. Es conocida la rapidez con que se han difundido los computadores, y no hace falta abundar en ello. Los costos han bajado tanto y la capacidad ha aumentado tan espectacularmente que según la revista Computerworld, «si la industria automovilística hubiera hecho lo que la industria de los computadores ha hecho en los treinta últimos años, un «Rolls-Royce» costaría dos dólares y medio y recorrería un millón de kilómetros por litro».
Actualmente baratos minicomputadores están a punto de invadir el hogar americano. En junio de 1979, unas cien empresas fabricaban ya computadores domésticos. Gigantes como Texas Instruments participaban en el empeño, y cadenas comerciales como Sears y Montgomery Ward se disponían a añadir computadores a sus utensilios domésticos. «Algún día —decía un vendedor de microcomputadores de Dallas— habrá un computador en todas las casas. Será tan habitual como un lavabo».
Conectados con Bancos, tiendas, oficinas públicas, con las casas de los vecinos y con el lugar de trabajo, estos computadores están destinados a remoldear no sólo toda la actividad comercial, desde la producción hasta la venta al por menor, sino también la naturaleza misma del trabajo, e incluso la estructura de la familia.
Como la industria del computador, a la que se halla umbilicalmente ligada, la industria electrónica ha entrado también en expansión y los consumidores se han visto inundados de calculadoras en miniatura, relojes de diodos y juegos en pantalla de televisión. Pero todo esto no es sino un pálido indicio de lo que está en perspectiva: diminutos y baratos sensores de clima y terreno en agricultura; instrumentos médicos infinitesimales incorporados a las ropas corrientes para controlar los latidos del corazón o los niveles de tensión de quien las lleva… éstas y multitud de otras aplicaciones de la electrónica serán realidad en un futuro inmediato.
El avance hacia industrias de la tercera ola se verá, además, radicalmente acelerado por la crisis de la energía, ya que muchas de ellas nos llevan hacia procesos y productos de ínfimo consumo energético. Los sistemas telefónicos de la segunda ola, por ejemplo, necesitaban de virtuales minas de cobre bajo las calles de las ciudades, kilómetros y kilómetros de cable, tubo, relés y conmutadores. Está próxima la conversión a sistemas ópticos de fibra que utilizan fibras capilares transportadoras de luz para transmitir mensajes. Las implicaciones energéticas de este cambio son extraordinarias: para fabricar fibra óptica se necesita aproximadamente la milésima parte de energía que se precisaba para extraer, fundir y transformar una longitud equivalente de hilo de cobre. La misma tonelada de carbón necesaria para producir noventa millas de hilo de cobre puede producir 80.000 millas de fibra.
El cambio a la física de estados sólidos en electrónica se mueve en la misma dirección, y cada paso hacia delante produce componentes que requieren aportaciones cada vez menores de energía. En la IBM, los progresos más recientes realizados en la tecnología de LSI (Large Scale Integration) implican componentes cuya activación requiere tan sólo una energía de cincuenta microvatios.
Esta característica de la revolución electrónica sugiere que una de las estrategias de conservación más poderosas para las economías de alta tecnología que ven cómo se van agotando sus fuentes de energía, puede muy bien ser la sustitución de las industrias de la segunda ola, despilfarradoras de energía, por industrias de la tercera ola, consumidoras de muy escasa energía.
En términos más generales, tiene razón la revista Science cuando afirma que «la actividad económica del país puede verse sustancialmente alterada» por la explosión electrónica. «De hecho, es probable que la realidad supere a la ficción en el ritmo de introducción de nuevas y, a menudo, inesperadas aplicaciones de la electrónica».
Sin embargo, la explosión de la electrónica constituye sólo un paso hacia una tecnosfera completamente nueva.
Algo muy semejante podría decirse de nuestras incursiones en el espacio exterior y en los océanos, terrenos en los que es aún más sorprendente nuestro salto más allá de las tecnologías clásicas de la segunda ola.
La industria espacial constituye un segundo grupo en la emergente tecnosfera. Pese a los retrasos sufridos, es posible que dentro de poco tiempo cinco vehículos-lanzaderas espaciales, transporten mercancías y personas entre la Tierra y el espacio exterior, con una periodicidad semanal. El público no valora esto debidamente aún, pero muchas empresas de los Estados Unidos y Europa consideran la «frontera superior» como fuente de la próxima revolución tecnológica y actúan en consecuencia.
Grumman y Boeing trabajan en satélites y plataformas espaciales para la generación de energía. Según Business Week: «Otro grupo de industrias sólo ahora están empezando a comprender lo que el orbitador puede significar para ellas, fabricantes y procesadores cuyos productos van desde semiconductores hasta medicinas… Muchos materiales de alta tecnología requieren una manipulación delicada, controlada, y la fuerza de la gravedad puede suponer un estorbo… En el espacio no hay gravitación alguna de la que preocuparse, ni necesidad de recipientes, ni problema de ningún tipo para manipular venenos o sustancias altamente reactivas. Y hay una provisión ilimitada de vacío, así como temperaturas superaltas y superbajas.».
Como consecuencia, la «fabricación espacial» se ha convertido en tema de extraordinario interés entre científicos, ingenieros y ejecutivos de alta tecnología. McDonnell Douglas ofrece a las Compañías farmacéuticas una lanzadera espacial que separará raras enzimas de las células humanas. Los fabricantes de cristal están buscando formas de producir en el espacio materiales para la óptica de fibras y rayos láser. Semiconductores de un solo cristal producidos en el espacio hacen que parezcan primitivos los modelos fabricados en la Tierra. La uroquinasa, un disolvente de coágulos sanguíneos que necesitan las personas que padecen ciertas formas de enfermedad de la sangre, cuesta ahora 2.500 dólares cada dosis. Según Jesco von Puttkamer, jefe de los estudios de industrialización espacial de la NASA, podría ser fabricada en el espacio por menos de la quinta parte de esa cantidad.
Más importantes son los productos totalmente nuevos que no pueden ser fabricados en la Tierra virtualmente a ningún precio. TRW, una compañía aerospacial y de electrónica, ha identificado 400 aleaciones diferentes que no podemos fabricar en la Tierra por causa de la fuerza de la gravedad. Mientras tanto, la General Electric ha empezado a diseñar un horno espacial. Daimler-Benz y MAN, en Alemania Occidental, se hallan interesadas en la fabricación espacial de cojinetes de bolas, y la Agencia Espacial Europea y compañías privadas como la British Aircraft Corporation están diseñando también equipo y productos destinados a hacer comercialmente útil el espacio. Business Week dice a sus lectores que «tales perspectivas no son ciencia-ficción, y un número cada vez mayor de empresas se hallan seriamente dedicadas a hacerlas realidad».
Con igual seriedad, y más entusiasmo aún, actúan los defensores del plan del doctor Gerard O’Neill para la creación de ciudades espaciales. O’Neill, físico de Princeton, ha estado educando infatigablemente al público acerca de las posibilidades de construir en el espacio comunidades de grandes dimensiones —plataformas o islas con poblaciones de miles de habitantes— y ha obtenido el entusiasta apoyo de la NASA, el gobernador de California (Estado cuya economía depende en gran medida del espacio) y, más sorprendentemente, de una banda de ex hippies vocales presididos por Stewart Brand, creador del Whole Earth Catalog.
La idea de O’Neill es construir una ciudad en el espacio, de forma gradual y con materiales extraídos de la Luna o de cualquier otro lugar del espacio. Un colega, el doctor Brian O’Leary, ha estudiado las posibilidades de realizar excavaciones para extracción de material en los asteroides Apolo y Amor. Conferencias que se celebran de modo regular en Princeton reúnen a expertos de la NASA, la General Electric, agencias energéticas de los Estados Unidos y otras partes interesadas para intercambiar documentos y estudios técnicos sobre el tratamiento químico de minerales extraterrestres, lunares o de otro punto, y sobre el diseño y construcción de hábitats espaciales y sistemas ecológicos cerrados.
La combinación de una avanzada electrónica y un programa espacial que va más allá de las posibilidades de producción terrestre lleva la tecnosfera a una nueva fase, no limitada ya por consideraciones de la segunda ola.
La penetración en las profundidades del mar nos proporciona una imagen duplicada del asalto al espacio exterior y sienta la base del tercer grupo de industrias que, probablemente, han de formar parte importante de la nueva tecnosfera. La primera ola histórica de cambio social en la Tierra se produjo piando nuestros antepasados dejaron de depender del forrajeo y de la caza y, en lugar de ello, empezaron a domesticar animales y a cultivar el suelo. Esa es exactamente la fase en que nosotros nos encontramos ahora en nuestra relación con los mares.
En un mundo hambriento, el océano puede ayudar a vencer el problema de los alimentos. Adecuadamente cultivado y dirigido, nos ofrece una provisión virtualmente infinita de las proteínas que tan desesperadamente necesitamos. La pesca comercial actual, que se encuentra industrializada en muy alto grado —barcos-factoría japoneses y soviéticos barren los mares—, origina una implacable matanza y amenaza con la extinción total de muchas formas de vida marina. En contraste con ello, una inteligente «acuacultura» —cría de rebaños de peces, junto con cosecha de plantas— reduciría de manera importante la crisis alimentaria mundial sin dañar la frágil biosfera de que dependen todas nuestras vidas.
Mientras tanto, las perforaciones petrolíferas en los lechos marinos han oscurecido la posibilidad de «cultivar petróleo» en el mar. El doctor Lawrence Raymond, del Battelle Memorial Institute, ha demostrado que es posible producir algas con un elevado contenido de petróleo, y se están realizando esfuerzos para hacer económicamente eficaz el proceso.
Los océanos ofrecen también una impresionante variedad de minerales, desde cobre, cinc y estaño hasta plata, oro, platino y, más importante aún, yacimientos de fosfatos con los que se pueden producir abonos para la agricultura terrestre. Compañías mineras vuelven los ojos hacia las cálidas aguas del Mar Rojo, que contienen cinc, plata, cobre, plomo y oro por un valor estimado en 3.400 millones de dólares. Unas cien Compañías, entre ellas algunas de las más importantes del mundo, se están preparando actualmente para extraer del lecho marino nódulos de manganeso con forma de patata. (Estos nódulos constituyen una fuente renovable, ya que se forman al ritmo de entre seis y diez toneladas al año en una única y perfectamente identificable zona situada al sur de las islas Hawai).
En la actualidad, cuatro consorcios verdaderamente internacionales se disponen a comenzar, hacia mediados de la década de los 80, operaciones mineras en el océano a escala de muchos miles de millones de dólares. Uno de esos consorcios reúne a 23 compañías japonesas, un grupo germano occidental llamado AMR y la filial en los Estados Unidos de la International Nickel de Canadá. Otro enlaza a la Union Miniére, la Compañía belga, con United States Steel y la Sun Company. La tercera empresa liga los intereses de Noranda, de Canadá, con Mitsubishi, de Japón, Río Tinto Zinc y Consolidated Gold Fields, del Reino Unido. El último consorcio une la Lockheed con el grupo Royal Dutch-Shell. Se espera —dice el Financial Times, de Londres— que estos esfuerzos «revolucionen las actividades mineras del mundo para la obtención de minerales seleccionados».
Además, Hoffmann-La Roche, la Compañía farmacéutica, ha estado explorando los mares en busca de nuevas drogas, tales como agentes fungicidas y analgésicos o auxiliares del diagnóstico y drogas antihemorrágicas.
Es probable que, a medida que se desarrollan estas nuevas tecnologías, presenciemos la construcción de «poblados acuáticos» semisumergidos, e incluso totalmente sumergidos, y factorías flotantes. La combinación de la gratuidad de los solares (al menos en la actualidad) con la barata energía producida in situ a partir de fuentes oceánicas (el viento, corrientes termales o mareas) puede hacer que esta clase de construcción resulte competitiva con la terrestre.
La revista técnica Marine Policy concluye que: «La tecnología de plataforma flotante oceánica parece lo bastante barata y lo bastante sencilla como para estar al alcance de la mayor parte de las naciones del mundo, así como de numerosas compañías y grupos privados. En la actualidad parece probable que las primeras ciudades flotantes sean construidas por sociedades indústriales superpobladas con el fin de hallar alojamientos en el mar… Las corporaciones multinacionales pueden considerarlas como terminales móviles para actividades comerciales, o como buques-factoría. Las Compañías de productos alimenticios pueden construir ciudades flotantes para llevar a cabo operaciones de cultivos marinos… Corporaciones en busca de paraísos fiscales y aventureros en busca de nuevos estilos de vida pueden construir ciudades flotantes y proclamarlas como nuevos Estados. Las ciudades flotantes pueden obtener un reconocimiento diplomático formal… o convertirse en vehículo utilizable por minorías étnicas para conseguir su independencia».
El progreso tecnológico relacionado con la construcción de miles de torres perforadoras de petróleo en alta mar, algunas ancladas en el fondo, pero muchas situadas dinámicamente con hélices, lastre y controles de flotación, se está desarrollando con extraordinaria rapidez y está sentando las bases de la ciudad flotante y de enormes y nuevas industrias auxiliares.
Sobre todo, las razones comerciales para adentrarse en el mar se están multiplicando tan rápidamente que, según el economista D. M. Leipziger, actualmente muchas grandes corporaciones, «como colonos del viejo Oeste, se hallan formadas esperando el pistoletazo que dé la señal para iniciar el amojonamiento de vastas extensiones de suelo oceánico». Esto explica también por qué los países no industriales están luchando por garantizar que los recursos de los océanos se conviertan en herencia común de la especie humana y no sólo de las naciones ricas.
Si consideramos estos diversos desarrollos no como independientes unos de otros, sino como entrelazados y mutuamente reforzadores, cada avance tecnológico o científico acelerando a los demás, resulta claro que no estamos ya tratando con el mismo nivel de tecnología en que se basaba la segunda ola. Nos hallamos camino de un sistema energético radicalmente nuevo y de un sistema tecnológico radicalmente nuevo.
Pero aun estos ejemplos resultan insignificantes en comparación con el tecnomoto que en estos momentos ruge sordamente en nuestros laboratorios de biología molecular. La industria biológica formará el cuarto grupo de industrias en la economía del mañana, y tal vez sea la que ejerza el más poderoso impacto de todas[8].
Con una información sobre genética que se duplica cada dos años, con la mecánica genética trabajando a marchas forzadas, la revista New Scientist revela que «la ingeniería genética ha recorrido una fase esencial de adquisición de instrumentos; ahora se encuentra ya en condiciones de entrar en materia». El eminente comentarista científico Lord Ritchie-Calder explica que, «del mismo modo que hemos manipulado plásticos y metales, ahora estamos fabricando materiales vivos».
Grandes Compañías se hallan ya empeñadas en la búsqueda de aplicaciones comerciales de la nueva biología. Sueñan con colocar enzimas en el automóvil para controlar el tubo de escape y enviar datos sobre la polución a un microprocesador, que ajustará entonces el motor. Hablan de lo que el New York Tañes llama «microbios hambrientos de metal, que podrían ser utilizados para extraer valiosas muestras metálicas de las aguas del océano». Han pedido y obtenido ya el derecho a patentar nuevas formas de vida. Eli Lilly, Hoffmann-La Roche, G. D. Searle, Upjohn y Merck, por no hablar de General Electric, están todas en la carrera.
Críticos nerviosos, incluyendo muchos científicos, se preocupan justificablemente de que exista una carrera. Evocan imágenes no de vertidos de petróleo, sino de «vertidos de microbios» que podrían difundir enfermedades y diezmar poblaciones enteras.
Pero la creación y liberación accidental de microbios virulentos constituye sólo una de las posibles causas de alarma.
Científicos totalmente serios y respetables están hablando de posibilidades que hacen vacilar la imaginación.
¿Debemos criar personas con estómagos como los de las vacas para que puedan digerir hierba y heno, aliviando con ello el problema de la alimentación al modificarnos para comer en escalones más bajos de la cadena alimenticia?
¿Debemos alterar biológicamente a los trabajadores para adaptarlos a las exigencias de su labor, creando, por ejemplo, pilotos dotados de reflejos rapidísimos, u obreros de cadena de montaje neurológicamente diseñados para que hagan por nosotros nuestro trabajo monótono? ¿Debemos intentar eliminar a la gente «inferior» y criar una «superraza»? (Hitler lo intentó, pero sin la panoplia genética que tal vez no tarde en salir de nuestros laboratorios). ¿Debemos crear soldados clónicos para que luchen por nosotros? ¿Debemos utilizar la predicción genética para eliminar previamente a los niños «ineptos»? ¿Debemos producir órganos de reserva para nuestro uso, teniendo cada uno de nosotros una «caja de ahorros», como si dijéramos, llena de riñones, hígado o pulmones de repuesto?
Por disparatadas que puedan parecer estas ideas, cada una de ellas, al igual que sus sorprendentes aplicaciones comerciales, tiene sus defensores (y detractores) en la comunidad científica. Como dicen en su libro Who Should Play God? dos críticos de ingeniería genética, Jeremy Rifkin y Ted Howard: «La ingeniería genética a gran escala será probablemente introducida en América de forma muy semejante a las cadenas de producción, los automóviles, las vacunas, los computadores y todas las demás tecnologías. A medida que cada nuevo avance genético se hace comercialmente práctico, una nueva necesidad de consumo… será explotada, y se creará un mercado para la nueva tecnología». Son innumerables las aplicaciones potenciales.
La nueva biología, por ejemplo, podría ayudar a resolver el problema de la energía. Los científicos están estudiando actualmente la idea de utilizar bacterias capaces de convertir la luz solar en energía electroquímica. Hablan de «células solares biológicas». ¿Podríamos producir nuevas formas de vida para sustituir a las centrales nucleares? Y, en ese caso, ¿no estaríamos sustituyendo el peligro de escape radiactivo por el peligro de un escape bioactivo?
En el terreno de la salud, muchas enfermedades que ahora resisten a todo tratamiento serán, sin duda, curadas o prevenidas… y otras nuevas, quizá peores, serán introducidas por inadvertencia o incluso deliberadamente. (Piénsese en lo que podría hacer una Compañía sedienta de lucro si desarrollase y extendiera en secreto alguna nueva enfermedad de cuyo remedio dispusiera sólo ella. Incluso una dolencia leve, del tipo del resfriado común, podría crear un enorme mercado para el remedio específico, controlado en régimen de monopolio).
Según el presidente de Cetus, Compañía californiana a la que se encuentran comercialmente ligados muchos genéticos de fama mundial, en los próximos treinta años «la biología remplazará en importancia a la química». Y en Moscú, una declaración de política oficial insta a «una más amplia utilización de los microorganismos en la economía nacional».
La biología reducirá o eliminará la necesidad de petróleo en la producción de plásticos, abonos, ropas, pintura, pesticidas y miles de productos más. Alterará idealmente la producción de madera, lana y otros artículos «naturales». Compañías como United States Steel, Fiat, Hitachi, ASEA o IBM tendrán, sin duda, sus propias secciones de biología a medida que vayamos pasando gradualmente de la manufactura a la «biofactura», dando origen a una gama de productos hasta ahora inimaginable. Dice Theodore J. Cordón, presidente del Futures Group: «En biología, una vez que empecemos, tendremos que pensar en cosas como… puede usted hacer una "camisa compatible con los tejidos" o un "colchón mamario", creado del mismo material que el pecho femenino».
Mucho antes de eso, la ingeniería genética será utilizada en la agricultura para aumentar la provisión mundial de alimentos. La tan aireada «Revolución Verde» de la década de 1960 resultó ser, en gran medida, una colosal trampa para los granjeros del mundo de la primera ola, porque requería enormes aportaciones de fertilizantes basados en el petróleo que era preciso comprar en el extranjero. La próxima revolución bioagrícola tiende a reducir esa dependencia del fertilizante artificial. La ingeniería genética apunta hacia cosechas más abundantes, cosechas que se desarrollan perfectamente en suelos arenosos o salinos, cosechas que combaten las plagas. También trata de crear nuevos alimentos y fibras completamente nuevos, junto con métodos más sencillos, baratos y conservadores de energía para almacenar y procesar los alimentos. Como para compensar algunos de sus terribles peligros, la ingeniería genética nos ofrece una vez más la posibilidad de terminar con el hambre.
Hay que mantener un cierto escepticismo ante estas brillantes promesas. Pero ti algunos de los defensores de la agricultura genética tienen razón, aunque sólo sea a medias, el impacto sobre la agricultura podría ser tremendo, alterando en último término, entre otras cosas, las relaciones entre los países pobres y los ricos. La Revolución Verde hizo a los pobres más dependientes, no menos, de los ricos. La revolución bioagrícola podría producir el efecto contrario.
Es demasiado pronto para afirmar con seguridad cómo se desarrollará la biotecnología. Pero es demasiado tarde para retroceder. No podemos ocultarlo que conocemos. Sólo podemos luchar por controlar su aplicación, impedir la explotación, apresurada, transnacionalizarla y reducir al mínimo, antes de que tea demasiado tarde, la rivalidad corporativa, nacional e intercientífica en todo el terreno.
Una cosa está perfectamente clara: no nos encontramos ya encerrados dentro del tricentenario marco de la tecnología tradicional de la segunda ola, y estamos empezando a vislumbrar todo el significado de este hecho histórico.
Así como la segunda ola combinó el carbón, el acero, la electricidad y el transporte ferroviario para producir automóviles y otros mil productos transformadores de la vida, no percibiremos el verdadero impacto de los nuevos cambios hasta que alcancemos el estadio en que se combinen las nuevas tecnologías… uniendo computadores, electrónica, materiales nuevos procedentes del espacio exterior y de los océanos, con la genética, y todo esto, a su vez, con la nueva base energética. La reunión de todos estos elementos liberará un torrente de innovación sin par en la historia humana. Estamos construyendo una tecnosfera dramáticamente nueva para una civilización de tercera ola.
La magnitud de un avance tal —su importancia para el futuro de la evolución misma— hace críticamente necesario que empecemos a guiarlo. Adoptar una actitud pasiva, abstenernos por completo de intervenir, podría suponer la perdición para nosotros y para nuestros hijos. Pues la potencia, dimensiones y rapidez del cambio, superan todo lo conocido en la Historia, y todavía están frescas en nuestras mentes las noticias de la casi catástrofe de la isla de las Tres Millas, los trágicos accidentes de los «DC-10», el masivo derrame de petróleo frente a la costa de México y cien otros horrores tecnológicos. Enfrentados a semejantes desastres ¿podemos permitir que el desarrollo y combinación de tecnologías aún más poderosas del mañana sean controlados por los mismos criterios miopes y egoístas utilizados durante la Era de la segunda ola?
La pregunta básica formulada a las nuevas tecnologías durante los últimos trescientos años, tanto en las naciones capitalistas como en las socialistas, ha sido sencilla: ¿Contribuyen al beneficio económico o al poderío militar? Evidentemente, estos dos criterios ya no son adecuados. Las nuevas tecnologías habrán de superar pruebas más estrictas, ecológicas y sociales, además de económicas y estratégicas.
Cuando examinamos atentamente lo que un informe presentado a la National Science Foundation de los Estados Unidos ha llamado tecnología y shock social —un catálogo de calamidades tecnológicas acaecidas en los últimos años—, descubrimos que la mayor parte de ellas están relacionadas con tecnologías de la segunda ola, no de la tercera. La razón es evidente: las tecnologías de la tercera ola no han sido desarrolladas aún en gran escala. Muchas se hallan todavía en su infancia. Sin embargo, podemos atisbar los peligros de la niebla electrónica, de la polución de la información, del combate en el espacio exterior, de la fuga genética, de la intervención climática y de lo que podría llamarse «guerra ecológica», la deliberada inducción de terremotos, por ejemplo, provocando vibraciones desde lejos. Más allá de esto acechan multitud de otros peligros relacionados con el paso a una nueva base tecnológica.
En tales circunstancias no es de extrañar que los últimos años hayan presenciado una masiva y casi indiscriminada resistencia pública a la nueva tecnología. También en el primer período de la segunda ola se produjeron intentos de bloquear la nueva tecnología. Ya en 1663, obreros londinenses destruyeron las nuevas serrerías mecánicas que amenazaban su subsistencia. En 1676, obreros de fábricas de cintas destrozaron sus máquinas. En 1710 se produjeron tumultos para protestar contra los telares de medias recientemente introducidos. Más tarde, John Kay, inventor de la lanzadera volante utilizada en las fábricas textiles, vio su casa arrasada por una multitud enfurecida y tuvo que acabar huyendo de Inglaterra. El ejemplo más divulgado se produjo en 1811, cuando una secta de individuos que se llamaban a sí mismos ludditas destruyeron sus máquinas textiles en Nottingham.
Pero este primitivo antagonismo hacia la máquina era esporádico y espontáneo. Como hace notar un historiador, muchos de los casos eran no tanto consecuencia de hostilidad hacia la máquina misma, cuanto un método de coaccionar a un patrono odioso. Obreros y obreras analfabetos, pobres, hambrientos y desesperados veían en la máquina una amenaza a su supervivencia individual.
La rebelión de hoy contra la tecnología desbocada es algo diferente. Implica un ejército cada vez más numeroso de personas —en manera alguna pobres ni analfabetas— que no son necesariamente antitecnológicas u opuestas al crecimiento económico, pero que ven en el incontrolado avance tecnológico una amenaza para ellas mismas y para la supervivencia global. Algunos fanáticos entre ellas muy bien podrían emplear, si se les presentara la «Oportunidad, tácticas ludditas. No se precisa mucho esfuerzo para imaginar el bombardeo de una instalación de computadores, o de un laboratorio genético, o de un reactor nuclear parcialmente construido. Cabe imaginar más fácilmente aún la producción de algún desastre tecnológico particularmente terrible que desencadenara una caza de brujas contra los científicos de bata blanca que «fueron la causa de todo». Algún político demagogo del futuro podría muy bien alcanzar la fama investigando el «Cambridge Ten» o el «Oak Ridge Seven». Sin embargo, la mayoría de los tecnorrebeldes de hoy no son ni lanzadores de bombas ni ludditas. Incluyen miles de personas provistas de instrucción científica… ingenieros nucleares, bioquímicos, físicos, funcionarios de Sanidad y genetistas, así como millones de ciudadanos corrientes. Y, a diferencia de los ludditas, están bien organizados y articulados. Publican sus propias revistas técnicas y su propaganda. Inician procesos legales y redactan proyectos de ley, además de organizar marchas y manifestaciones de protesta. Este movimiento, a menudo atacado como reaccionario, constituye, en realidad, una parte vital de la emergente tercera ola. Pues sus miembros son la vanguardia del futuro en una batalla política y económica en tres frentes que corre pareja, en el campo de la tecnología, con la lucha por la energía que hemos descrito antes.
También aquí vemos fuerzas de la segunda ola a un lado, reversionistas de la primera ola al otro y fuerzas de la tercera ola que luchan contra las dos. Aquí, fuerzas de la segunda ola son las que favorecen la vieja e insensata forma de enfocar la tecnología: «Si funciona, prodúcelo. Si se vende, prodúcelo. Si nos hace fuertes, constrúyelo». Imbuidos de anticuadas nociones indusreales de progreso, muchos de estos partidarios del pasado de la segunda ola tienen intereses en las irresponsables aplicaciones de la tecnología. Desdeñan los peligros.
Al otro lado volvemos a encontrar un pequeño fleco de extremistas románticos hostiles a todo lo que no sean las más primitivas tecnologías de la primera ola, que parecen favorecer un retorno a las artesanías medievales y al trabajo manual. Pertenecientes en su mayoría a la clase media, hablando desde la privilegiada posición de una panza repleta, su resistencia al progreso tecnológico es tan ciegamente indiscriminada como el apoyo que las gentes de la segunda ola dispensan a la tecnología. Fantasean sobre un retorno a un mundo que la mayoría de nosotros —y la mayoría de ellos— encontrarían detestable.
Alineados contra estos dos extremos existe en todos los países un creciente número de personas que forman el núcleo de la tecnorrebelión. Son, sin saberlo, agentes de la tercera ola. Empiezan no con tecnología, sino con insistentes preguntas acerca de qué clase de sociedad futura deseamos. Se dan cuenta de que ahora tenemos tantas oportunidades tecnológicas, que ya no podemos costear, desarrollar y aplicarlas todas. En consecuencia, afirman la necesidad de efectuar una más cuidadosa selección entre ellas y elegir aquellas tecnologías que sirvan a objetivos sociales y ecológicos de largo alcance. En vez de dejar que la tecnología sea lo que moldee nuestros objetivos, desean asegurar el control social sobre las direcciones del impulso tecnológico.
Los tecnorrebeldes no han formulado aún un programa claro y comprensivo. Pero si extrapolamos de sus numerosos manifiestos, peticiones, declaraciones y estudios, podemos identificar varias corrientes de pensamiento que componen una nueva forma de considerar la tecnología, una política positiva para lograr la transición a un futuro de la tercera ola.
Los tecnorrebeldes parten de la premisa de que la biosfera de la Tierra es frágil y de que cuanto más poderosas se tornan nuestras nuevas tecnologías, mayor es el riesgo de causar un daño irreversible al Planeta. Por ello, exigen que se dote a todas las nuevas tecnologías de una protección contra posibles efectos adversos, que las peligrosas sean reformuladas o suprimidas… en resumen, que las tecnologías del mañana queden sujetas a limitaciones ecológicas más rígidas que las de la Era de la segunda ola.
Los tecnorrebeldes sostienen que, o controlamos nosotros la tecnología, o la tecnología nos controlará a nosotros… y que ese «nosotros» no puede ya ser tan sólo la acostumbrada minúscula élite de científicos, ingenieros, políticos y hombres de negocios. Cualesquiera que sean los méritos de las campañas antinucleares desencadenadas en la Alemania Occidental, Francia, Suecia, Japón y los Estados Unidos, de la batalla contra el «Concorde» o de las crecientes demandas de regulación de la investigación genética, todas ellas reflejan una generalizada y apasionada exigencia de democratización en cuanto se refiere a la toma de decisiones en el orden tecnológico.
Los tecnorrebeldes mantienen que la tecnología no necesita ser grande ni compleja para ser «sofisticada». Las tecnologías de la segunda ola precian más eficientes de lo que realmente eran porque corporaciones y empresas socialistas externalizaban —transferían a la sociedad como un todo— el enorme coste de combatir la polución, de atender a los parados, de enfrentarse con el problema constituido por la alienación causada por el trabajo. Cuando se considera que todo esto forma parte de los costes de producción, muchas máquinas aparentemente eficientes resultan ser todo lo contrario.
Así, los tecnorrebeldes se muestran favorables al diseño de toda una gama de «tecnologías apropiadas» destinadas a proporcionar trabajos humanos, evitar la polución, respetar el medio ambiente y producir para uso local o personal, en lugar de para mercados nacionales o mundiales exclusivamente. La tecnorrebelión ha suscitado en todo el mundo millares de experimentos con este tipo de frenologías en pequeña escala, en terrenos que van desde la cría de peces y el procesado de alimentos, hasta la producción de energía, el reciclaje de basuras, la construcción barata y el simple transporte.
Si bien muchos de estos experimentos son ingenuos y suponen el retorno a un mítico pasado, otros son más prácticos. Algunos recurren a los materiales, instrumentos científicos más modernos y los combinan de nuevas formas con las viejas técnicas. Por ejemplo, Jean Gimpel, el historiador de la tecnología medieval, ha construido elegantes modelos de sencillas herramientas que podrían ser útiles en países no industriales. Algunas de ellas combinan materiales nuevos con métodos antiguos. Otro ejemplo es el interés surgido en torno al dirigible, el uso de una tecnología superada que ahora puede realizarse con avanzados materiales que le dan una capacidad mucho mayor de carga útil. Los dirigibles son ecológicamente seguros y podrían ser utilizados para el transporte, lento, pero barato y fiable, en regiones desprovistas de carreteras… Brasil, quizás, o Nigeria. Experimentos realizados con tecnologías apropiadas o alternativas, especialmente en el campo de la energía, sugieren que algunas tecnologías sencillas, en pequeña escala, pueden ser tan «sofisticadas» como tecnologías complejas y desarrolladas a gran escala cuando se tienen en cuenta toda la diversidad de efectos secundarios y cuando la máquina alcanza una debida adecuación a la tarea a realizar.
Los tecnorrebeldes se sienten también preocupados por el radical desequilibrio de la ciencia y la tecnología sobre la faz del Planeta, con sólo un 3% de los científicos del mundo en países que contienen el 75% de la población global. Son partidarios de consagrar mayor atención tecnológica a las necesidades de los pobres del mundo y de una más equitativa participación en los recursos del espacio exterior y de los océanos. Comprenden que no sólo los océanos y los suelos forman parte de la herencia común de la especie, sino que ni siquiera la avanzada tecnología podría existir sin la contribución histórica de muchos pueblos, desde los indios y los árabes, hasta los antiguos chinos.
Finalmente, sostienen que, al adentrarnos en la tercera ola, debemos avanzar, paso a paso, desde el sistema de producción utilizado durante la Era de la segunda ola, despilfarrador de recursos y causante de contaminación, hacia un sistema más «metabólico» que elimine el despilfarro y la contaminación asegurando que el producto y el subproducto de cada industria se convierta en materia prima para la siguiente. El objetivo es un sistema en el que no se produzca nada que no sirva para otra producción posterior. Un sistema tal no sólo es más eficiente en un sentido productivo, sino que, además, reduce al mínimo —elimina, de hecho— todo daño a la biosfera.
Considerado en su conjunto, este programa tecnorrebelde proporciona la base para humanizar el impulso tecnológico.
Los tecnorrebeldes son, se den cuenta o no, agentes de la tercera ola. No desaparecerán, sino que se multiplicarán en los años próximos, pues forman parte del progreso a un nuevo estadio de civilización en la misma medida que nuestras misiones a Venus, nuestros sorprendentes computadores, nuestros descubrimientos biológicos o nuestras exploraciones de las profundidades oceánicas.
De su conflicto con los fantaseadores de la primera ola y los defensores a ultranza de la tecnología de la segunda ola surgirán tecnologías sensatas, adecuadas al nuevo sistema energético que estamos empezando a alcanzar. El acoplamiento de las nuevas tecnologías a esta nueva base energética llevará toda nuestra civilización a un nivel enteramente nuevo. En su centro encontraremos una fusión de industrias de «alta corriente», provistas de base científica y que operan bajo rígidos controles ecológicos y sociales, con industrias de «baja corriente» igualmente sofisticadas que operen a escala más pequeña y más humana, basadas ambas en principios radicalmente distintos de los que gobernaron la tecnosfera de la segunda ola. Juntos, estos dos estratos de industria formarán las «cumbres dominantes» del mañana.
Pero esto es sólo un detalle de un cuadro mucho mayor. Pues al mismo tiempo que transformamos la tecnosfera, estamos también revolucionando la infosfera.