En enero de 1950, justo cuando se iniciaba la segunda mitad del siglo XX, un muchacho de veintidós años, provisto de un flamante diploma universitario, emprendía un largo viaje nocturno en autobús hacia lo que consideraba la realidad central de nuestro tiempo. Con su amiga al lado y una maleta de cartón llena de libros bajo el asiento, contempló un metálico amanecer mientras las fábricas del Medio Oeste americano se deslizaban en sucesión interminable ante la ventanilla batida por la lluvia.
América era el corazón del mundo. La región que bordea los Grandes Lagos era el corazón industrial de América. Y la fábrica era el núcleo palpitante de ese corazón de corazones: acerías, fundiciones de aluminio, talleres de herramientas y cojinetes, refinerías de petróleo, fábricas de automóviles, milla tras milla de sucios edificios vibrando por el funcionamiento de enormes máquinas para triturar, perforar, taladrar, doblar, soldar, forjar y fundir metales. La fábrica era el símbolo de toda la Era industrial y, para un muchacho educado en un semiconfortable hogar de la clase media baja, después de cuatro años de Platón y T. S. Elliot, de historia del arte y de teoría social abstracta, el mundo que representaba era tan exótico como Tashkent o la Tierra del Fuego.
Pasé cinco años en esas fábricas, no como empleado o ayudante de personal, sino como peón de montaje, fresador, conductor de elevadora, soldador, operador de prensa taladradora… prensando paletas de hélice, reparando máquinas en una fundición, construyendo gigantescas máquinas para el control del polvo en las minas africanas, dando los toques finales a las piezas de metal que pasaban con fragoroso estruendo por la cadena de montaje. Aprendí de primera mano cómo luchaban los obreros de las fábricas por ganarse la vida en la Era industrial.
Tragué el polvo, el sudor y el humo de la fundición. Mis oídos parecieron estallar bajo el silbido del vapor, la estridencia de cadenas, el rugido de cimentadoras. Sentí el calor de las coladas de acero al rojo blanco. Chispas de acetileno dejaron cicatrices de quemaduras en mis piernas. Eché en una prensa millares de piezas, repitiendo movimientos idénticos hasta que mi mente y mis músculos parecían gritar. Observé a los directores que mantenían en sus puestos a los obreros, hombres vestidos con camisa blanca y constantemente acosados por el afán de obtener rendimientos mayores. Ayudé a una mujer de sesenta y cinco años a levantarse de la ensangrentada máquina que acababa de arrancarle cuatro dedos de la mano, y aún me parece estar oyendo sus gritos: «¡Dios mío, no podré volver a trabajar!».
La fábrica. ¡Larga vida a la fábrica! Hoy, incluso mientras se construyen nuevas fábricas, está agonizando la civilización que convirtió la fábrica en una catedral. Y en alguna parte, en estos mismos momentos, otros hombres y mujeres jóvenes están penetrando a través de la noche en el corazón de la naciente civilización de la tercera ola. A partir de aquí, nuestra tarea será incorporarnos, como si dijéramos, a su búsqueda del mañana.
Si pudiéramos seguirles hasta su destino, ¿adonde llegaríamos? ¿A las rampas de lanzamiento que arrojan al espacio exterior llameantes vehículos y fragmentos de conciencia humana? ¿A laboratorios oceanógraficos? ¿A familias comunales? ¿A equipos que trabajan sobre la inteligencia artificial? ¿A apasionadas sectas religiosas? ¿Están viviendo en voluntaria sencillez? ¿Están trepando por la escala social? ¿Están entregando armas a terroristas? ¿Dónde se está forjando el futuro?
Si nosotros mismos nos halláramos planeando una expedición similar al futuro, ¿cómo prepararíamos nuestros mapas? Es fácil decir que el futuro empieza en el presente. Pero, ¿qué presente? Nuestro presente rebosa de paradojas.
Nuestros hijos están extraordinariamente informados acerca de drogas, sexo o lanzamientos espaciales; algunos saben de computadores más que sus padres. Sin embargo, los niveles escolares descienden en picado. Continúan aumentando las tasas de divorcio, pero también las de segundos y ulteriores matrimonios. Surgen antifeministas en el momento exacto en que las mujeres conquistan derechos que incluso los antifeministas apoyan. Los homosexuales reclaman sus derechos y salen a la luz… sólo para encontrarse a Anita Bryant esperándoles.
Una desatada inflación atenaza a todas las naciones de la segunda ola; sigue incrementándose el desempleo, en contradicción con todas nuestras teorías clásicas. Al mismo tiempo, desafiando la lógica de la oferta y la demanda, millones de personas están exigiendo, no ya simplemente empleos, sino trabajos que sean creadores, psicológicamente satisfactorios o socialmente responsables. Las contradicciones económicas se multiplican.
En política, los partidos pierden la fidelidad de sus miembros en el preciso momento en que cuestiones clave —la tecnología, por ejemplo— se están tornando más politizadas que nunca. Entretanto, en amplias regiones de la Tierra aumenta el poder de los movimientos nacionalistas… en el preciso instante en que la nación-Estado se ve sometida a un ataque cada vez más intenso en nombre del globalismo o de la conciencia planetaria.
Frente a tales contradicciones, ¿cómo podríamos ver por detrás de las tendencias y contratendencias? Nadie, ¡ay!, tiene una mágica respuesta a esa pregunta. Pese a todo el material de los computadores, a los abigarrados diagramas y a los modelos y matrices matemáticas que utilizan los investigadores futuristas, nuestros intentos de atisbar en el mañana —e incluso de comprender el hoy— siguen siendo más un arte que una ciencia.
La investigación sistemática puede enseñarnos mucho. Pero al final debemos acoger, no desechar, paradoja y contradicción, presentimiento, imaginación y audaz (aunque tentativa) síntesis.
Al explorar el futuro en las páginas que siguen, debemos, por tanto, hacer algo más que identificar las tendencias principales. Por difícil que pueda ser, debemos resistir la tentación de dejarnos seducir por líneas rectas. La mayoría de la gente —incluidos muchos futuristas— concibe el mañana como una mera extensión del hoy, olvidando que las tendencias, por poderosas que parezcan, no se limitan a continuar de una manera lineal. Llegan a puntos de culminación, en los cuales explotan en nuevos fenómenos. Invierten su dirección. Se detienen y arrancan. El hecho de que algo esté sucediendo ahora, o haya estado sucediendo durante trescientos años, no constituye ninguna garantía de que vaya a continuar. En las páginas sucesivas escrutaremos precisamente esas contradicciones, conflictos, cambios de dirección y puntos de ruptura que hacen del futuro una permanente sorpresa.
Más importante: escrutaremos las conexiones ocultas entre acontecimientos que, en la superficie, parecen desprovistos de toda relación. De poco sirve predecir el futuro de los semiconductores de energía, o el futuro de la familia (aunque sea la familia de uno mismo), si la predicción deriva de la premisa de que todo lo demás se mantendrá inmutable. Pues nada permanecerá inmutable. El futuro es fluido, no petrificado. Está formado por nuestras mudables y cambiantes decisiones cotidianas, y cada acontecimiento influye sobre todos los demás.
La civilización de la segunda ola hizo extraordinario hincapié en nuestra capacidad para descomponer los problemas en sus elementos constitutivos; nos recompensó menos frecuentemente por nuestra capacidad para ensamblar de nuevo las piezas. La mayoría de las personas son culturalmente más hábiles como analizadoras que como sintetizadoras. A ello se debe el que nuestras imágenes del futuro (y de nosotros mismos en ese futuro) sean tan fragmentarias, casuales… y equivocadas. Nuestra tarea aquí será pensar como generalistas, no como especialistas.
Tengo la convicción de que nos encontramos en la actualidad al borde de una nueva Era de síntesis. En todos los campos intelectuales, desde las ciencias puras hasta la sociología, la psicología y la economía —especialmente la economía—, es probable que presenciemos un retorno al pensamiento a gran escala, a la teoría general, al ensamblamiento de piezas ahora dispersas. Pues estamos empezando a comprender que nuestro obsesivo énfasis sobre el detalle cuantificado sin atención al contexto, sobre la medición progresivamente más precisa de problemas progresivamente más pequeños, no hace sino dejarnos sabiendo cada vez más cosas sobre cada vez menos cosas.
Por tanto, nuestro sistema a partir de ahora será buscar esas corrientes de cambio que están sacudiendo nuestras vidas, descubrir las conexiones subterráneas existentes entre ellas, no sólo porque cada una de esas corrientes es importante en sí misma, sino también por la forma en que todas ellas van reuniéndose para constituir ríos de cambio más anchos, más profundos, más rápidos, que, a su vez, confluyen en algo de dimensiones aún mayores: la tercera ola.
Como el joven que se puso en marcha en el momento central del siglo para encontrar el corazón del presente, nosotros empezamos ahora nuestra búsqueda del futuro. Puede que esa búsqueda sea lo más importante de nuestras vidas.