Subsiste un misterio. El industrialismo fue un borbotón en la Historia, un mero lapso de tres siglos perdido en la inmensidad del tiempo. ¿Qué fue lo que causó la revolución industrial? ¿Qué fue lo que impulsó a la segunda ola a través del Planeta?
Muchas corrientes de cambio convergieron para formar una gran confluencia. El descubrimiento del Nuevo Mundo transmitió una vibración de energía a la cultura y la economía de Europa en vísperas de la revolución industrial. El crecimiento de la población estimuló un movimiento hacia las ciudades. El agotamiento de los bosques madereros de Gran Bretaña incitó al uso del carbón. Esto, a su vez, forzó a que los pozos de las minas fueran siendo cada vez más hondos, hasta que las viejas bombas accionadas por caballos no pudieron ya vaciarlos de agua. La máquina de vapor fue perfeccionada para resolver este problema, y ello condujo a un fantástico despliegue de nuevas oportunidades tecnológicas. La gradual difusión de ideas indusreales desafió a la autoridad eclesiástica y política. El descenso del analfabetismo, la mejora de las carreteras y del transporte… todo ello convergió en el tiempo e hizo que se abrieran de par en par las compuertas del cambio.
Cualquier búsqueda de la causa de la revolución industrial está condenada al fracaso. Pues no hubo una causa única o dominante. La tecnología, por sí sola, no es la fuerza impulsora de la Historia. Ni lo son por sí mismos los valores o las ideas. Ni lo es la lucha de clases. Ni es la Historia simplemente un conjunto de cambios ecológicos, tendencias demográficas o inventos de comunicaciones. La economía sola no puede explicar éste ni ningún otro acontecimiento histórico. No existe ninguna «variable independiente» de la que dependan otras variables. Existen sólo variables interrelacionadas, ilimitadas en su complejidad.
Situados frente a este dédalo de influencias causales, incapaces incluso de detectar todas sus interacciones, lo máximo que podemos hacer es centrarnos en las que parecen más reveladoras para nuestros fines y reconocer la distorsión implícita en esa elección. Con este espíritu, es evidente que todas las numerosas fuerzas que confluyeron para formar la civilización de la segunda ola, pocas tuvieron consecuencias más claramente apreciables que la brecha, en progresivo ensanchamiento, abierta entre productor y consumidor y el desarrollo de esa fantástica red de intercambio que ahora llamamos mercado, sea de forma capitalista o socialista.
Cuanto mayor fue el divorcio entre productor y consumidor —en el tiempo, en el espacio y en distancia social y psíquica—, más llegó el mercado, en toda su asombrosa complejidad, con toda su secuela de valores, sus metáforas implícitas y sus presunciones ocultas, a dominar la realidad social.
Como hemos visto, esta invisible cuña produjo todo el sistema monetario moderno, con sus instituciones bancarias centrales, sus Bolsas de valores, su comercio mundial, sus planificadores burocráticos, su espíritu cuantitativo y calculador, su ética contractual, su orientación materialista, su estrecha medición del éxito, su rígido sistema de recompensas y su poderoso aparato contable, cuya significación cultural subestimamos rutinariamente. De este divorcio entre productor y consumidor surgieron muchas de las presiones hacia la uniformización, la especialización, la sincronización y la centralización. De él surgieron las diferencias en función, y temperamento por razón del sexo. Aunque valoramos las muchas otras fuerzas que desencadenaron la segunda ola, esta división del antiguo átomo de producción = consumo debe, sin duda, figurar en primer lugar entre ellas. Todavía hoy se perciben las ondas expansivas producidas por esa fisión.
La civilización de la segunda ola no se limitó a alterar la tecnología, la naturaleza y la cultura. Alteró también la personalidad, ayudando a producir un carácter social nuevo. Naturalmente, mujeres y niños conformaron la civilización de la segunda ola y fueron conformados por ella. Pero, como los hombres eran atraídos más directamente a la matriz del mercado y a los nuevos modos de trabajo, adquirieron características industriales más pronunciadas que las mujeres, y tal vez me perdonen las lectoras al uso de la expresión «hombre industrial» para resumir estas nuevas características.
El hombre industrial era diferente de todos sus precursores. Era dueño de «esclavos energéticos», que amplificaban enormemente su diminuto poder. Pasaba gran parte de su vida en un medio ambiente de estilo fabril, en contacto con máquinas y organizaciones que empequeñecían al individuo. Aprendió, casi desde la infancia, que la supervivencia dependía, como nunca hasta entonces, del dinero. Típicamente, crecía en una familia nuclear y asistía a una escuela de tipo fabril. Obtenía de los medios de comunicación de masas su imagen básica del mundo. Trabajaba para una gran corporación o un organismo público, pertenecía a sindicatos, Iglesias y otras organizaciones, a cada una de las cuales entregaba un trozo de su dividida personalidad. Se identificaba cada vez menos con su pueblo o su ciudad que con su nación. Se veía a sí mismo en oposición a la Naturaleza, explotándola diariamente en su trabajo. Paradójicamente, sin embargo, se apresuraba a acudir a ella los fines de semana. (De hecho, cuanto más expoliaba a la Naturaleza, más la idealizaba y la reverenciaba con palabras). Aprendió a verse a sí mismo como parte de vastos e interdependientes sistemas económicos, sociales y políticos cuyos límites se difuminaban en complejidades que rebasaban su comprensión.
Enfrentado a esta realidad, se rebelaba sin éxito. Luchaba por ganarse la vida. Aprendía a practicar los juegos exigidos por la sociedad, desempeñaba sus papeles asignados, a menudo odiándolos y sintiéndose víctima del mismo sistema que mejoraba su nivel de vida. Percibía el rectilíneo tiempo llevándole implacablemente hacia el futuro en el que le esperaba su tumba. Y, mientras su reloj desgranaba uno a uno los momentos, se aproximaba a la muerte sabiendo que la Tierra y todos cuantos moraban en ella, incluido él mismo, eran meras partes de una máquina cósmica mayor, de movimientos regulares e inexorables.
El hombre industrial ocupaba un entorno que, en muchos aspectos, habría sido irreconocible para sus antepasados. Aun los signos sensoriales más elementales eran diferentes.
La segunda ola cambió el paisaje sonoro, sustituyendo el canto del gallo por el silbato de la fábrica; el chirrido de los grillos, por el rechinar de los neumáticos. Iluminó la noche, ampliando las horas de vigilia. Trajo imágenes visuales que ningún ojo había visto hasta entonces… la Tierra fotografiada desde el cielo, o montajes surrealistas en el salón de cine local, o formas biológicas reveladas por primera vez por potentes microscopios. El aroma de la tierra durante la noche dejó paso al olor a gasolina y al hedor a fenoles. Los sabores de carne y verduras se alteraron. Todo el paisaje perceptual se había transformado.
Y también el cuerpo humano, que por primera vez creció hasta lo que ahora consideramos su estatura normal; generaciones sucesivas se iban haciendo más altas que sus padres. Igualmente cambiaron las actitudes respecto al cuerpo. Norbert Elias nos dice, en The Civilizing Process, que, mientras que hasta el siglo XVI en Alemania y otras partes de Europa, «la vista de la desnudez total era algo cotidiano», cuando se extendió la segunda ola la desnudez llegó a ser tenida por vergonzosa. El comportamiento en la alcoba cambió al introducirse el uso de camisas de dormir especiales. El comer adquirió un carácter tecnologizado con la difusión de tenedores y otros utensilios especiales de mesa. De una cultura en la que se encontraba un placer activo ante la vista de un animal muerto sobre la mesa, se pasó a otra en la que «debe evitarse al máximo todo lo que recuerde que el plato de carne tiene algo que ver con la muerte de un animal».
El matrimonio se convirtió en algo más que una conveniencia económica. La guerra fue ampliada y llevada a la cadena de montaje. Cambios operados en la relación de los padres con los hijos, en las oportunidades de movilidad ascensional, en todos los aspectos de las relaciones humanas, dieron a millones de personas una percepción radicalmente modificada del yo.
Enfrentado con tantos cambios, tanto psicológicos como económicos, tanto políticos como sociales, el entendimiento se desconcierta ante la tarea de evaluarlos. ¿Con arreglo a qué criterios juzgamos una civilización entera? ¿Por el nivel de vida que proporcionó a las masas que vivían en ella? ¿Por su influencia sobre quienes vivían fuera de su perímetro? ¿Por su impacto sobre la biosfera? ¿Por la excelencia de sus artes? ¿Por la mayor duración de la vida de sus habitantes? ¿Por sus logros científicos? ¿Por la libertad del individuo?
Dentro de sus fronteras, pese a masivas depresiones económicas y a una horripilante destrucción de vidas humanas, la civilización de la segunda ola mejoró claramente el nivel material de vida de la persona corriente. Los críticos del industrialismo, al describir la miseria de la clase obrera en Gran Bretaña durante los siglos XVIII y XIX, rodean con frecuencia de un aura de romanticismo el pasado de la primera ola. Describen ese pasado rural como cálido, comunitario, estable, orgánico y provisto de valores espirituales, más que puramente materialistas. Sin embargo, la investigación histórica revela que esas supuestamente idílicas comunidades rurales eran, en realidad, pozos de desnutrición, enfermedad, pobreza, falta de hogar y tiranía, con gentes desvalidas ante el hambre, el frío y los latigazos de sus dueños y señores.
Mucho se ha hablado de los horribles suburbios y barrios miserables que surgieron en torno a las ciudades o dentro de ellas, de los alimentos adulterados, de los suministros de aguas contaminadas, de los asilos y de la sordidez cotidiana. Pero, por terribles que fuesen estas condiciones, y lo eran, indiscutiblemente, representaban, sin duda, una gran mejora sobre las condiciones que la mayoría de esas personas habían dejado atrás. Como ha señalado el autor británico John Vaizey, «la imagen de la bucólica Inglaterra campesina era exagerada», y para un importante número de personas, el traslado al suburbio de la gran ciudad proporcionó, de hecho, «una dramática elevación en el nivel de vida, medido en términos de duración de la vida, mejora de las condiciones físicas de alojamiento y aumento de la cantidad total y de la variedad de alimentos».
Por lo que se refiere a la salud, basta leer The Age of Agony, de Guy Williams, o Death, Disease and Famine in Pre-Industrial England, de L. A. Clarkson, para neutralizar a los que glorifican la civilización de la primera ola a expensas de la segunda. Escribe Christina Larner en un comentario a estos libros: «La labor de historiadores y demógrafos sociales ha arrojado luz sobre la abrumadora presencia de enfermedad, dolor y muerte en el campo abierto, así como en las malsanas ciudades. La esperanza de vida era baja: unos cuarenta años en el siglo XVI, reducidos a veintitantos en el siglo XVII, a consecuencia de las epidemias, y elevados a poco más de cuarenta en el XVIII… Era raro que los matrimonios viviesen muchos años juntos… todos los hijos se encontraban en peligro». Por eso justamente podamos criticar los actuales y mal dirigidos sistemas sanitarios, vale la pena recordar que, antes de la revolución industrial, la medicina oficial era letal, centrada en la sangría y en la cirugía sin anestesia.
Las causas más importantes de muerte eran la peste, el tifus, la influenza o gripe, la disentería, la viruela y la tuberculosis. «Los sabios han hecho notar a menudo —escribe sarcásticamente Larner— que nos hemos limitado a sustituir todo esto por un grupo diferente de agentes mortales, pero éstos tardan un poco más en llegar. La enfermedad epidémica preindustrial mataba indiscriminadamente a jóvenes y viejos».
Pasando de la salud y la economía al arte y la ideología, ¿era el industrialismo, pese a su mezquino materialismo, más embrutecedor mentalmente que las sociedades feudales que le precedieron? ¿Era la mentalidad mecanicista, o indus-realidad, menos abierta a nuevas ideas, incluso herejías, que la Iglesia medieval o las monarquías del pasado? Por mucho que detestemos nuestras gigantescas burocracias, ¿son más rígidas que las burocracias chinas de hace siglos o que las antiguas jerarquías egipcias? Y en cuanto al arte, ¿son las novelas, poemas y cuadros de los últimos trescientos años en Occidente menos vivos, profundos, reveladores o complejos que las obras de períodos anteriores o lugares diferentes?
Sin embargo, también se halla presente el lado oscuro. Si bien la civilización de la segunda ola hizo mucho por mejorar las condiciones de vida de nuestros padres, también provocó violentas consecuencias externas, imprevistos efectos secundarios. Figuraba entre ellos el desenfrenado y quizás irreparable daño causado a la frágil biosfera de la Tierra. Debido a su indusreal tendencia contra la Naturaleza; debido a su población en constante aumento, a su tecnología feroz y a su incesante necesidad de expansión, provocó un mayor cataclismo ambiental que ninguna Era precedente. He leído las cifras de estiércol de caballo existente en las calles de las ciudades preindustriales (ofrecidas generalmente como tranquilizadora prueba de que la polución no es nada nuevo). Sé que las aguas negras llenaban las calles de las ciudades antiguas. Sin embargo, la sociedad industrial llevó los problemas de la polución ecológica y del uso de los recursos naturales a un nivel radicalmente nuevo, haciendo inconmensurables el pasado y el presente.
Nunca hasta ahora había creado ninguna civilización los medios para destruir, literalmente, no una ciudad, sino un planeta. Jamás se enfrentaron océanos enteros a la toxificación, especies enteras desaparecieron de la Tierra, de la noche a la mañana, como resultado de la avaricia o la inadvertencia humanas; jamás las minas llenaron tan salvajemente de cicatrices la superficie de la Tierra; jamás los aerosoles mermaron la capa de ozono ni la termopolución amenazó el clima del Planeta.
Similar, pero más compleja aún, es la cuestión del imperialismo. El sometimiento a esclavitud de los indios para trabajar en las minas de América del Sur, la introducción del sistema de plantaciones en grandes partes de África y Asia, la deliberada extorsión de las economías coloniales para acomodarlas a las necesidades de las naciones industriales, todo ello dejó una estela de sufrimiento, hambre, enfermedad y desculturización. El racismo exudado por la civilización de la segunda ola, la integración forzada de economías pequeñas y autosuficientes en el sistema comercial mundial, dejaron enconadas heridas que no han empezado aún a curarse.
Sin embargo, sería también un error idealizar estas primitivas economías de subsistencia. Es discutible si las poblaciones de incluso las regiones no industriales de la Tierra se hallan hoy peor que hace doscientos años. En lo que se refiere a duración de la vida, alimentación, mortalidad infantil, analfabetismo, así como dignidad humana, cientos de millones de seres humanos, desde el Sahel hasta América Central, padecen miserias indescriptibles. Pero sería prestarles un mal servicio inventar un ficticio pasado romántico en nuestra precipitación por juzgar el presente. El camino hacia el futuro no pasa por una reversión a un pasado más miserable aún.
Así como no existe una única causa productora de la civilización de la segunda ola, tampoco puede existir una única evaluación. He tratado de presentar una imagen de la civilización de la segunda ola, incluidos sus defectos. Si parece que por una parte la condeno y por otra la apruebo, ello se debe a que los juicios simples son engañosos. Detesto el modo en que el industrialismo aplastó a la primera ola y a los pueblos primitivos. No puedo olvidar la forma en que masificó la guerra, e inventó Auschwitz, y liberó el átomo para incinerar Hiroshima. Me avergüenzo de su arrogancia cultural y de sus depredaciones contra el resto del mundo. Me repugna el desperdicio de energía, imaginación y espíritu humanos de nuestros ghettos y suburbios.
Pero el odio irrazonado hacia la propia época y los propios contemporáneos no constituye la mejor base para la creación del futuro. ¿Fue el industrialismo una pesadilla de aire acondicionado, un yermo desierto, un absoluto horror? ¿Fue un mundo de «visión única», como pretendían los enemigos de la ciencia y la tecnología? Sin duda. Pero fue también mucho más que eso. Fue, como la vida misma, un agridulce instante en la eternidad.
Cualquier cosa que sea lo que se elija para evaluar el presente que se va ya desvaneciendo, es vital comprender que el juego industrial ha terminado, sus energías se han disipado y la fuerza de la segunda ola va menguando en todas partes a medida que empieza la ola siguiente. Dos cambios, por sí solos, hacen que no sea ya posible la continuación «normal» de la civilización industrial. En primer lugar, hemos llegado a un punto de inflexión en la «guerra contra la Naturaleza». La biosfera, simplemente, no tolerará por más tiempo el ataque industrial. En segundo, no podemos seguir confiando indefinidamente en energía no renovable, principal subvención hasta ahora del desarrollo industrial.
Estos hechos no significan el fin de la sociedad tecnológica ni el fin de la energía. Pero sí significan que todo futuro avance tecnológico se verá condicionado por nuevas limitaciones ambientales. Significan también que, hasta que se hallen nuevas fuentes, las naciones industriales sufrirán repetidos y posiblemente violentos síntomas de retracción, mientras la lucha por descubrir nuevas formas de energía acelera por sí sola la transformación social y política.
Una cosa está clara: nos hemos quedado —al menos para varias décadas— sin energía barata. La civilización de la segunda ola ha perdido una de sus dos subvenciones fundamentales.
Simultáneamente, está siendo retirada esa otra subvención oculta que son las materias primas baratas. Enfrentadas al final del colonialismo y el neoimperialismo, las naciones de alta tecnología habrán de volverse hacia dentro en busca de nuevos sustitutivos y recursos, comprándose unas a otras y disminuyendo gradualmente sus lazos económicos con los Estados no industriales, o habrán de comprar a los países no industriales, pero en condiciones comerciales totalmente nuevas. En cualquiera de ambos casos, los costos se elevarán sustancialmente, y la base entera de los recursos de la civilización se transformará junto con su base energética.
Estas presiones externas sobre la sociedad industrial corren parejas con presiones desintegradoras existentes en el interior del sistema. Ya fijemos nuestra atención en el sistema familiar de los Estados Unidos, o en el sistema telefónico de Francia (que es peor que en algunas Repúblicas bananeras), o en el sistema de trenes de cercanías de Tokio (que es tan malo que los viajeros han tomado al asalto las estaciones y retenido como rehenes a empleados ferroviarios para manifestar su protesta), la historia es la misma: la tensión de personas y sistemas ha llegado al punto final de ruptura.
Los sistemas de la segunda ola están en crisis. Encontramos crisis en los sistemas de asistencia social. Crisis en los sistemas postales. Crisis en los sistemas escolares. Crisis en los sistemas de asistencia sanitaria. Crisis en los sistemas urbanos. Crisis en el sistema financiero internacional. La misma nación-Estado está en crisis. El sistema de valores de la segunda ola está en crisis.
Incluso está en crisis el sistema de atribución de papeles que mantuvo unida a la civilización industrial. Donde más dramáticamente lo apreciamos es en la lucha por redefinir los papeles sexuales. En el movimiento feminista, en las peticiones de legalización de la homosexualidad, en la difusión de modas «unisexo», vemos un continuo desdibujamiento de las tradicionales expectativas respecto a los sexos. Los papeles ocupacionales se van desdibujando también. Enfermeras y pacientes por igual redefinen sus papeles con respecto a los médicos. Policías y maestros se salen de los papeles que tienen asignados y emprenden ilegales acciones de huelga. Profesiones parajurídicas redefinen el papel del abogado. Los obreros exigen cada vez más participación, violando los tradicionales papeles de la dirección. Y este resquebrajamiento de la estructura de atribución de papeles, producido a escala de toda la sociedad, es mucho más revolucionario en sus implicaciones —por afectar a la estructura misma de que dependía el industrialismo— que todas las marchas y protestas abiertamente políticas que los periodistas utilizan como baremo del cambio.
Finalmente, esta convergencia de presiones —la pérdida de subvenciones clave, el mal funcionamiento de los principales sistemas de la sociedad, la quiebra de la estructura de atribución de papeles— produce crisis en la más elemental y frágil de las estructuras: la personalidad. El colapso de la civilización de la segunda ola ha creado una epidemia de crisis de personalidad.
En la actualidad vemos a millones de personas buscando desesperadamente sus propias sombras, devorando películas, obras teatrales, novelas y libros, por oscuros que sean, que prometen ayudarles a encontrar sus desaparecidas identidades. En los Estados Unidos, como veremos, las manifestaciones de las crisis de personalidad adoptan extrañas formas.
Sus víctimas se lanzan a la terapia de grupo, al misticismo o a juegos sexuales. Anhelan el cambio, pero se sienten aterrorizados por él. Ansían abandonar sus actuales existencias y saltar, de alguna manera, a una nueva vida… convertirse en lo que no son. Quieren cambiar de empleos, de cónyuges, de papeles y de responsabilidades.
Y tampoco los hombres de negocios norteamericanos, supuestamente maduros y satisfechos, se hallan libres de esta falta de apego al presente. La American Management Association declara, en un reciente estudio, que el 40% de quienes tienen funciones directivas y empresariales son infelices en sus puestos y que más de la tercera parte sueñan con una profesión alternativa en la que consideran que serían más felices. Algunos obran de manera consecuente con su insatisfacción. Abandonan, se dedican a granjeros o vagabundos, buscan nuevos estilos de vida, retornan a los estudios o, simplemente, se persiguen a sí mismos más y más rápidamente en torno a un círculo cada vez más reducido y, finalmente, estallan bajo la presión.
Buceando en su interior para hallar el origen de su malestar, se debaten en angustias de innecesaria culpabilidad. Parecen ignorar por completo que lo que sienten dentro de ellos mismos no es sino el reflejo subjetivo de una crisis objetiva de dimensiones mucho mayores: están representando un drama inconsciente dentro de un drama.
Puede uno insistir en considerar cada una de estas diversas crisis como un acontecimiento aislado. Podemos pasar por las conexiones existentes entre la crisis de la energía y la crisis de la personalidad, entre nuevas tecnologías y nuevos papeles sexuales, y otras interrelaciones ocultas semejantes. Pero lo hacemos a nuestro propio riesgo. Pues lo que está sucediendo es de dimensiones más vastas. Cuando pensamos en términos de olas sucesivas de interrelacionado cambio, de la colisión de esas olas, captamos el hecho esencial de nuestra generación —que el industrialismo se está extinguiendo gradualmente— y podemos empezar a buscar entre los signos del cambio lo que es verdaderamente nuevo, lo que ya no es industrial. Podemos identificar la tercera ola.
Esta tercera ola de cambio es lo que enmarcará el resto de nuestras vidas. Si queremos suavizar la transición entre la vieja y agonizante civilización y la nueva que está tomando forma, si queremos conservar un sentido de nosotros mismos y la capacidad de conducir nuestras propias vidas por entre las cada vez más intensas crisis que se avecinan, debemos poder reconocer —y crear— innovaciones de la tercera ola.
Pues si volvemos atentamente la vista en nuestro derredor, descubrimos, surcando entrecruzadamente las manifestaciones de fracaso y derrumbamiento, indicios precursores de crecimiento y de nuevas potencialidades.
Si escuchamos con atención podemos oír a la tercera ola retumbar ya en playas no tan lejanas.