Ninguna civilización se extiende sin conflicto. Antes de que pasara mucho tiempo, la civilización de la segunda ola desencadenó un masivo ataque contra el mundo de la primera ola, triunfó e impuso su voluntad sobre millones, y finalmente miles de millones, de seres humanos.
Ciertamente, mucho antes de la primera ola, desde el siglo XVI, los gobernantes europeos habían comenzado ya a crear vastos imperios coloniales. Sacerdotes y conquistadores españoles, tramperos franceses, aventureros británicos, holandeses, portugueses o italianos, se desplegaron por el Globo, esclavizando o diezmando a poblaciones enteras, adueñándose de extensas tierras y enviando tributo a sus monarcas.
Pero, comparado con lo que vendría después, todo esto era insignificante.
Pues el tesoro que estos primitivos aventureros y conquistadores enviaban a sus países era, en realidad, botín privado. Financiaba guerras y opulencia personal… palacios de invierno, fastuosas fiestas, un ocioso estilo de vida para la Corte. Pero tenía muy poco que ver con la economía aún básicamente autosuficiente del país colonizador.
Situados en gran medida fuera del sistema monetario y la economía de mercado, los siervos que a duras penas se ganaban la vida en las abrasadas tierras de España o en los húmedos brezales de Inglaterra no tenían nada, o muy poco, que exportar al extranjero. Obtenían apenas lo suficiente para el consumo local. Y tampoco dependían de materias primas robadas o compradas en otros países. Para ellos, la vida seguía, de una u otra manera. Los frutos de la conquista de tierras ultramarinas enriquecían a la clase gobernante y a las ciudades, más que a la masa de gentes comunes, que vivían como campesinos. El imperialismo de la primera ola era todavía pequeño, no integrado aún en la economía.
La segunda ola transformó en un gran negocio esta especie de hurto a escala relativamente pequeña. Transformó el pequeño imperialismo en gran imperialismo.
Se trataba de un nuevo imperialismo, que no se limitaba a obtener unos cuantos cofres de oro o esmeraldas, especias o sedas. Se trataba de un imperialismo que se proponía en último término, transportar cargamento tras cargamento de nitratos, algodón, aceite de palma, estaño, caucho, bauxita y tungsteno. Se trataba de un imperialismo que explotaba minas de cobre en el Congo y levantaba en Arabia torres perforadoras de petróleo. Se trataba de un imperialismo que extraía materias primas de las colonias, las sometía a tratamiento industrial y, muy frecuentemente, devolvía a las colonias los productos manufacturados, obteniendo en la operación un enorme beneficio económico. Se trataba, en resumen, de un imperialismo que había dejado de ser periférico para integrarse en la estructura económica básica de la nación industrial de un modo tal que los puestos de trabajo de millones de obreros llegaron a depender de él.
Y no sólo los puestos de trabajo. Además de nuevas materias primas, Europa necesitaba también cantidades crecientes de alimentos. A medida que las naciones de la segunda ola volcaban sus esfuerzos en la fabricación, transfiriendo la mano de obra rural a las factorías, se iban viendo obligadas a importar del extranjero provisiones alimenticias cada vez más abundantes, carne de vaca, carnero, trigo, café, té y azúcar de India, de China, de África, de las Antillas y de la América Central.
A su vez, al aumentar la fabricación masiva de productos, las nuevas élites industriales necesitaban mercados mayores y nuevas salidas a la inversión. En las décadas finales del siglo pasado, los estadistas europeos proclamaron sin rubor sus objetivos. «El imperio es comercio», afirmó el político británico Joseph Chamberlain. El Primer Ministro francés Jules Ferry fue más explícito aún: Lo que Francia necesitaba —declaró— eran «vías de salida para nuestras industrias, exportaciones y capital». Sacudidos por ciclos de auge y depresión, enfrentados al paro crónico, los dirigentes europeos permanecieron durante generaciones obsesionados por el miedo a que si la expansión colonial se detenía, el desempleo subsiguiente condujera a una revolución armada en sus países.
Sin embargo, las raíces del Gran Imperialismo no eran exclusivamente económicas. Consideraciones estratégicas, fervor religioso, idealismo y aventura, todo ello desempeñó también su papel, al igual que el racismo, con su implícita presunción de la superioridad blanca o europea. Muchos consideraban la conquista imperial como una responsabilidad divina. La expresión de Kipling, «la carga del hombre blanco» resumía el celo misionero por extender el cristianismo y la «civilización», civilización de la segunda ola, naturalmente. Pues los colonizadores consideraban las civilizaciones de la primera ola, por refinadas y complejas que fuesen, como atrasadas y subdesarrolladas. Se tenía por infantiles a las gentes del campo, especialmente si su piel era oscura.
Eran «bribones y deshonestos». Eran «perezosos». No «valoraban la vida».
Estas actitudes hacían más fácil a las fuerzas de la segunda ola justificar la aniquilación de quienes se interponían en su camino.
En The Social History of the Machine Gun (Historia social de la ametralladora), John Ellis muestra cómo esta arma nueva y fantásticamente mortal, perfeccionada en el siglo XIX, fue al principio sistemáticamente utilizada contra poblaciones «nativas» y no contra europeos blancos, ya que se consideraba poco deportivo matar con ella a un igual. Pero disparar sobre los habitantes de las colonias se estimaba que era más una cacería que una guerra, por lo cual se aplicaban otras pautas de medida. «Segar matabeles, derviches o tibetanos —escribe Ellis— estaba considerado más como una arriesgada especie de "tiro al blanco" que como una verdadera operación militar».
En Omdurman, a orillas del Nilo, frente a Jartum, esta superior tecnología se manifestó con destructor efecto en 1898, cuando los guerreros derviches acaudillados por el mahdí fueron derrotados por tropas británicas armadas con seis ametralladoras «Maxim». Un testigo presencial escribió: «Fue el último día del mahdismo y el más grande… No fue una batalla, sino una ejecución». En aquella batalla murieron 21 británicos, dejando detrás 11.000 cadáveres derviches, 392 bajas coloniales por cada una inglesa. Escribe Ellis: «Se convirtió en otro ejemplo del triunfo del espíritu británico y de la general superioridad del hombre blanco».
Tras las actitudes racistas y las justificaciones religiosas y de otro tipo, mientras británicos, franceses, alemanes, holandeses y otros europeos se extendían por el mundo, existía una única y cruda realidad. La civilización de la segunda ola no podía subsistir aislada. Necesitaba desesperadamente la oculta subvención de recursos baratos procedentes del exterior. Por encima de todo, necesitaba un único mercado mundial integrado, a través del que hacer circular esas subvenciones.
El estímulo para crear este mercado mundial integrado se basaba en la idea —que tuvo en David Ricardo, su mejor formulador— de que la división del trabajo debía aplicarse a las naciones, además, de a los obreros. En un pasaje clásico señalaba que si Gran Bretaña se especializaba en la manufactura de tejidos y Portugal en la fabricación de vino, ambos países saldrían ganando. Cada uno estaría haciendo lo que hacía mejor. Así enriquecería a todos la «división internacional del trabajo», al asignar funciones especializadas a naciones diferentes.
Esta creencia se hizo dogma en las generaciones siguientes y continúa prevaleciendo hoy, aunque sus implicaciones pasan con frecuencia inadvertidas.
Pues así como la división del trabajo en cualquier economía creó una poderosa necesidad de integración y, en consecuencia, dio origen a una élite integracional, así también la división internacional del trabajo exigía una integración a escala global y dio origen a una élite global, un pequeño grupo de naciones de la segunda ola que, a todos los efectos prácticos, fueron turnándose en el dominio de grandes partes del resto del mundo.
Puede calibrarse el éxito del impulso por crear un único mercado mundial integrado, por el fantástico crecimiento del comercio mundial tras el paso de la segunda ola por Europa. Se calcula que, entre 1750 y 1914, el valor del comercio mundial se multiplicó por más de cincuenta veces, elevándose desde 700 millones de dólares hasta casi 40.000 millones. Si Ricardo hubiera tenido razón, las ventajas de este comercio global habrían favorecido más o menos por igual a todas las partes. De hecho, la creencia en que la especialización beneficiaría a todos se basaba en una fantasía de competencia justa. Presuponía una utilización completamente eficiente de la mano de obra y los recursos materiales. Presuponía tratos comerciales no contaminados por amenazas de fuerza política o militar. Presuponía transacciones entre negociadores situados en pie de más o menos igualdad. En resumen, la teoría no pasaba por alto nada… excepto la vida real. En la realidad, se hallaban totalmente desequilibradas las negociaciones entre mercaderes de la segunda ola y gentes de la primera ola sobre azúcar, cobre, cacao u otros recursos naturales. A un lado de la mesa se sentaban traficantes europeos o americanos, astutos y respaldados por grandes Compañías, extensas redes bancarias, poderosas tecnologías y fuertes Gobiernos nacionales. En el otro podrían encontrarse un jefe local o un cabecilla tribal cuya gente apenas había ingresado en el sistema monetario y cuya economía se basaba en una agricultura en pequeña escala o trabajos artesanos. De un lado, los agentes de una civilización pujante, extraña, mecánicamente adelantada, convencida de su propia superioridad y dispuesta a utilizar bayonetas o ametralladoras para demostrarlo. Del otro, representantes de pequeñas tribus o principados prenacionales, armados con flechas y lanzas.
A menudo, los gobernantes o mercaderes locales eran, simplemente, comprados por los occidentales, quienes les ofrecían sobornos o beneficios personales a cambio de explotar la mano de obra nativa, reprimir la resistencia o rehacer las leyes en favor de los extranjeros. Una vez conquistada una colonia, el poder imperial establecía con frecuencia precios preferentes para las materias primas en favor de sus propios hombres de negocios y levantaban rígidas barreras para impedir que los traficantes de naciones rivales ofrecieran precios más altos.
En tales circunstancias, no es extraño que el mundo industrial pudiese obtener materias primas o recursos energéticos a precios inferiores a los de un mercado libre.
Aparte esto, los precios solían quedar más rebajados aún en favor de los compradores, debido a lo que podría denominarse «la ley del primer precio». Muchas materias primas que las naciones de la segunda ola necesitaban, carecían virtualmente de valor para las naciones de la primera ola que las poseían. Los campesinos africanos no necesitaban para nada el cromo. Los jeques árabes no sabían qué hacer con el oro negro que yacía bajo sus arenosos desiertos. Allá donde no existía una previa historia de comercio para un artículo determinado, era crucial el precio fijado en la primera transacción. Y, con frecuencia, ese precio se basaba menos en factores económicos tales como coste, beneficio o competencia, que en la relativa fuerza política o militar. Fijado generalmente en ausencia de una competencia activa, casi cualquier precio era aceptable para un reyezuelo o jefe tribal, que consideraba carentes de valor sus recursos locales y se encontraba ante un regimiento de soldados armados con ametralladoras «Gatling». Y este primer precio, una vez establecido en un nivel bajo, reducía todos los precios subsiguientes. Tan pronto como estas materias primas eran enviadas a las naciones industriales y convertidas en productos finales, quedaba congelado el bajo precio inicial[7].
Finalmente, al establecerse gradualmente un precio mundial para cada producto, todas las naciones industriales se beneficiaban del hecho de que el primer precio hubiera sido fijado a un bajo nivel «acompetitivo». Por muchas y diferentes razones pues, pese a la retórica imperialista sobre las virtudes del libre comercio y la empresa libre, las naciones de la segunda ola obtenían grandes beneficios de lo que eufemísticamente se denominaba «competencia imperfecta».
Retórica y Ricardo aparte, los beneficios del comercio en expansión no eran compartidos por igual. Fluían principalmente desde el mundo de la primera ola hacia el de la segunda.
Para facilitar este flujo, las potencias industriales se esforzaron por ampliar e integrar el mercado mundial. Al extenderse el tráfico comercial más allá de las fronteras nacionales, cada mercado nacional se convirtió en parte de un conjunto mayor de interrelacionados mercados regionales o continentales y, finalmente, en parte del sistema de intercambio único y unificado previsto por las élites integracionales que dirigían la civilización de la segunda ola. En torno al mundo se tejió una única red de dinero.
Tratando al resto del mundo como su surtidor de gasolina, jardín, mina, cantera y reserva de mano de obra barata, el mundo de la segunda ola forjó profundos cambios en la vida social de las poblaciones no industriales de la Tierra. Culturas que habían subsistido durante miles de años de un modo autosuficiente, produciendo sus propios alimentos, fueron absorbidas, quieras que no, en el sistema comercial del mundo y obligadas a comerciar o perecer. De pronto, los niveles de vida de bolivianos o malayos quedaban ligados a las exigencias de economías industriales situadas a medio Planeta de distancia, el tiempo que brotaban minas de estaño y plantaciones de caucho para alimentar el voraz estómago industrial.
El inocente producto de uso doméstico que es la margarina proporciona un dramático ejemplo de lo apuntado. Originariamente, la margarina se fabricaba en Europa con ingredientes locales. Pero llegó a hacerse tan popular, que esos materiales resultaron insuficientes. En 1907, los investigadores descubrieron que la margarina podía fabricarse con aceite de coco y de palmiste. El resultado de este descubrimiento europeo fue un profundo cambio en el estilo de vida de los africanos del Oeste.
«En las principales regiones del África Occidental —escribe Magnus Pyke, ex presidente del British Institute of Food Science and Technology—, en las que tradicionalmente se producía el aceite de palma, la tierra era propiedad de la comunidad como un todo». Complejas costumbres locales y normas regían el uso de las palmeras. A veces, un hombre que había plantado un árbol tenía derecho a su producto durante el resto de su vida. En algunos lugares, las mujeres tenían derechos especiales. Según Pyke, los hombres de negocios occidentales que organizaron «la producción a gran escala de aceite de palma para la fabricación de margarina como alimento de "conveniencia" para los ciudadanos industriales de Europa y América destruyeron el frágil y complejo sistema social de los africanos no industriales». Grandes plantaciones fueron creadas en el Congo belga, en Nigeria, en el Camerún y en la Costa de Oro. Occidente obtuvo su margarina. Y los africanos se convirtieron en semiesclavos de las grandes plantaciones.
El caucho ofrece otro ejemplo. A principios de siglo, cuando la producción automovilística en los Estados Unidos creó una súbita y fuerte demanda de caucho para la fabricación de llantas y neumáticos, los traficantes, en colusión con las autoridades locales, sometieron a esclavitud a los indios amazonios para que trabajasen en su producción. Roger Casement, cónsul británico en Río de Janeiro, informó que la producción de cuatro mil toneladas de caucho del Putumayo entre los años 1900 y 1911, dio lugar a la muerte de 30.000 indios.
Puede alegarse que se trataba de «excesos» y que esto no era característico del gran imperialismo. Ciertamente, las potencias coloniales no eran por entero crueles o malas. En determinados lugares construyeron escuelas y rudimentarias instalaciones sanitarias para las poblaciones sometidas. Mejoraron las condiciones higiénicas y los suministros de agua. Es indudable que elevaron el nivel de vida de algunos.
Tampoco sería justo tender un aura de romanticismo sobre las sociedades precoloniales, ni culpar exclusivamente al imperialismo de la pobreza de las poblaciones no industrializadas actuales. Contribuyeron también a ello el clima, la corrupción y la tiranía locales, la ignorancia y la xenofobia. Había ya mucha miseria y opresión antes de que llegasen los europeos.
Pero, una vez apartadas de la autosuficiencia y obligadas a producir por dinero o por bienes; una vez estimuladas o forzadas a reorganizar su estructura social en torno a la minería, por ejemplo, o a las explotaciones agrícolas, las poblaciones de la primera ola quedaron sometidas a la dependencia económica de un mercado en el que apenas podían influir. A menudo, sus dirigentes eran sobornados; sus culturas, ridiculizadas; sus idiomas, eliminados. Además, las potencias coloniales inyectaron un profundo sentido de inferioridad psicológica en los pueblos sojuzgados que constituye todavía hoy un obstáculo al desarrollo económico y social.
Sin embargo, en el mundo de la segunda ola el gran imperialismo resultó altamente rentable. Como ha dicho el historiador económico William Woodruff: «Fue la explotación de estos territorios y el creciente tráfico comercial realizado con ellos lo que reportó a la familia europea una riqueza de dimensiones jamás conocidas hasta entonces». Profundamente arraigado en la estructura misma de la economía de la segunda ola, alimentando su voraz necesidad de recursos, el imperialismo se extendió por el Planeta.
En 1492, cuando Colón puso pie por primera vez en el Nuevo Mundo, los europeos controlaban sólo el 9% del Globo. Para 1801 dominaban la tercera parte. Para 1880, las dos terceras partes. Y en 1935 los europeos controlaban políticamente el 85% de la tierra firme del Planeta y el 70% de su población. Como la sociedad misma de la segunda ola, el mundo se hallaba dividido en integradores e integrados.
Pero no todos los integradores eran iguales. Las naciones de la segunda ola libraban entre sí una batalla cada vez más encarnizada por el control del nuevo sistema económico mundial. El dominio inglés y francés fue desafiado, en la Primera Guerra Mundial, por el creciente poderío industrial alemán. La destrucción originada por la guerra, el devastador ciclo de inflación y depresión que la siguió, la revolución rusa, todo ello produjo una violenta sacudida en el mercado mundial.
Estos cataclismos causaron una drástica reducción en la tasa de crecimiento del tráfico mercantil mundial, y, aunque fueron absorbidos más países en el sistema comercial, disminuyó el volumen real de mercancías negociadas internacionalmente. La Segunda Guerra Mundial redujo más aún la extensión del mercado mundial integrado.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, la Europa Occidental yacía cubierta de humeantes ruinas. Alemania había quedado convertida en un paisaje lunar. La Unión Soviética había sufrido indescriptibles daños físicos y humanos. La industria del Japón estaba destrozada. De las grandes potencias industriales, sólo los Estados Unidos se encontraban económicamente ilesos. En 1946-1950, la economía mundial se hallaba sumida en tal confusión, que el comercio exterior alcanzó su más bajo nivel desde 1913.
Además, la misma debilidad de las potencias europeas, maltrechas a consecuencia de la guerra, indujo a una colonia tras otra a exigir la independencia política. Gandhi, Ho Chi Minh, Jomo Kenyatta y otros anticolonialistas intensificaron sus campañas para expulsar a los colonizadores.
Aun antes de que los cañones dejaran de disparar, quedó claro, por tanto, que toda la economía industrial del mundo debería ser reconstituida sobre una nueva base después de la guerra.
Dos naciones asumieron la tarea de reorganizar y reintegrar el sistema de la segunda ola: los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Los Estados Unidos habían desempeñado hasta entonces un limitado papel en la campaña del gran imperialismo. Abriendo su propia frontera, había diezmado a los americanos nativos y los había recluido en reservas. En México, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, los americanos imitaron las tácticas imperiales de los ingleses, los franceses o los alemanes. Durante las primeras décadas del presente siglo, la «diplomacia del dólar» practicada por los Estados Unidos ayudó a la United Fruit y otras compañías a garantizar bajos precios para el azúcar, los plátanos, el café, el cobre y otras mercancías. Sin embargo, comparados con los europeos, los Estados Unidos eran un recién asociado a la gran cruzada imperial.
Por el contrario, después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos eran la principal nación acreedora del mundo. Poseía la tecnología más avanzada, la estructura política más estable… y una irresistible oportunidad para llenar el vacío de poder dejado por sus maltrechos competidores al verse obligados a retirarse de las colonias.
Ya en 1941, los estrategas financieros de los Estados Unidos habían empezado a planear la nueva integración de la economía mundial a lo largo de líneas más favorables a los Estados Unidos. En la Conferencia de Bretón Woods en 1944, presidida por los Estados Unidos, 44 naciones acordaron crear dos estructuras integrantes clave, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
El FMI obligó a sus naciones miembros a ligar su moneda al dólar americano o al oro, la mayor parte del cual se hallaba en poder de los Estados Unidos. (En 1948, los Estados Unidos poseían el 72% de todas las reservas de oro del mundo). El FMI fijaba así las relaciones básicas de las más importantes monedas del mundo.
Mientras tanto, el Banco Mundial, creado al principio para suministrar a las naciones europeas fondos destinados a la reconstrucción en la posguerra, empezó gradualmente a facilitar también préstamos a los países no industrializados. Estos préstamos tenían frecuentemente por finalidad construir carreteras, puertos, muelles y otros «elementos de infraestructura» para facilitar el movimiento de materias primas y exportaciones agrícolas a las naciones de la segunda ola.
No tardó en agregarse un tercer componente al sistema: el Acuerdo general sobre aranceles y comercio, conocido por las siglas de su nombre inglés: General Agreement on Tariffs and Trade, GATT. Este acuerdo, promovido originalmente también por los Estados Unidos, se proponía liberalizar el comercio, pero surtió el efecto de dificultar a los países más pobres y menos avanzados tecnológicamente la protección de sus pequeñas y nacientes industrias.
Las tres estructuras quedaron conectadas por una norma que prohibía al Banco Mundial otorgar préstamos a ningún país que se negara a ingresar en el FMI o a cumplir las estipulaciones del GATT.
Este sistema dificultaba a los deudores de los Estados Unidos reducir sus obligaciones mediante la manipulación de la moneda o los aranceles. Fortaleció la competitividad de la industria norteamericana en los mercados mundiales. Y proporcionó a las potencias industriales, especialmente a los Estados Unidos, una gran influencia sobre la planificación económica de muchos países de la primera ola, aun después de que hubieran alcanzado la independencia política.
Estos tres órganos interrelacionados formaron una única estructura integrativa para el comercio mundial. Y desde 1944 hasta los primeros años de la década de los 70, los Estados Unidos dominaron básicamente el sistema. Entre naciones, integraron a los integradores.
Pero la hegemonía americana sobre el mundo de la segunda ola fue siendo crecientemente desafiada por el ascenso de la Unión Soviética. La URSS y otras naciones socialistas se presentaban a sí mismas como amigos antiimperialistas de los pueblos coloniales del mundo. En 1916, un año antes de tomar el poder, Lenin había escrito un violento ataque a las naciones capitalistas del mundo por su política colonial. Su Imperialismo se convirtió en uno de los libros más influyentes del siglo y sigue configurando el pensamiento de cientos de millones de personas en todo el mundo.
Pero Lenin veía el imperialismo como un fenómeno puramente capitalista. Las naciones capitalistas —insistía— oprimían y colonizaban a otras naciones, no por capricho, sino por necesidad. Una dudosa ley de hierro, formulada por Marx, sostenía que los beneficios en las economías capitalistas mostraban una general e irresistible tendencia a disminuir con el tiempo. Debido a ello —afirmaba Lenin—, las naciones capitalistas se veían obligadas, en su fase final, a buscar «superbeneficios» en el extranjero para compensar la disminución sufrida en el interior de sus fronteras. Sólo el socialismo —argumentaba— liberaría a los pueblos coloniales de su opresión y su miseria, porque el socialismo carecía de una dinámica intrínseca que exigiese su explotación económica.
Lo que Lenin pasó por alto es que muchos de los mismos imperativos que impulsaban a las naciones industriales capitalistas, operaban también en las naciones industriales socialistas. También ellas formaban parte del sistema monetario del mundo. También ellas basaban sus economías en el divorcio entre producción y consumo. También ellas necesitaban un mercado (aunque no necesariamente un mercado orientado por la idea de beneficio) que pusiera de nuevo en contacto a productor y consumidor. También ellas necesitaban materias primas del extranjero para alimentar sus máquinas industriales. Y, por estas razones, también ellas necesitaban un sistema económico mundial integrado a cuyo través obtener lo que les faltaba y vender sus productos en el exterior.
De hecho, Lenin, al mismo tiempo que atacaba al imperialismo, hablaba del propósito del socialismo de «no sólo unir más estrechamente a las naciones, sino de integrarlas». Como ha escrito el analista soviético M. Senin en Socialist Integration, en 1920 Lenin «consideraba la aproximación y la reunión de las naciones como un proceso objetivo que… conducirá final y definitivamente a la creación de una única economía mundial, regulada por… un plan común». En esto consistía precisamente el sueño industrial final.
Externamente, las naciones industriales socialistas se hallaban empujadas por las mismas necesidades de recursos que las naciones capitalistas. También ellas necesitaban algodón, café, níquel, azúcar, trigo y otros artículos para alimentar a sus fábricas, en rápida multiplicación, y a sus poblaciones urbanas. La Unión Soviética tenía (y sigue teniendo) enormes reservas de recursos naturales. Tiene manganeso, plomo, zinc, carbón, fosfatos y oro. Pero también lo tenían los Estados Unidos, y ello no impidió que ambas naciones trataran de comprar a otras al precio más bajo posible.
Desde sus comienzos, la Unión Soviética se convirtió en parte del sistema monetario mundial. Una vez que cualquier nación ingresaba en este sistema y aceptaba las formas «normales» de comerciar, se encerraba inmediatamente en definiciones convencionales de eficiencia y productividad, definiciones cuyo origen podía siempre encontrarse en el primitivo capitalismo. Se veía obligada a aceptar, casi inconscientemente, conceptos económicos, categorías, definiciones, métodos de contabilidad y unidades de medida convencionales.
Los administradores y economistas socialistas, exactamente igual que sus colegas capitalistas, calculaban, así, el costo de producir sus propias materias primas y lo comparaban con el costo de comprarlas. Se enfrentaban a una decisión de «hacer o comprar» del tipo de las que las corporaciones capitalistas arrostran todos los días. Y pronto quedó claro que comprar ciertas materias primas en el mercado mundial sería más barato que intentar producirlas en casa.
Una vez tomada esta decisión, astutos agentes de compras soviéticos se desplegaron por el mercado mundial y adquirieron a precios previamente fijados a niveles artificialmente bajos por los traficantes imperialistas. Camiones soviéticos cargaban caucho comprado a precios que, probablemente, habían sido fijados ab initio por mercaderes británicos en Malaya. Peor aún: en tiempos recientes, los soviéticos (que mantenían tropas allí) pagaban a Guinea seis dólares por cada tonelada de bauxita, cuando los americanos la estaban pagando a 23 dólares. India ha protestado por el hecho de que los rusos les imponen un recargo del 30% sobre las importaciones y pagan un 30% menos por las importaciones indias. Irán y Afganistán recibían de los soviéticos precios inferiores a lo normal por el gas natural. Así, la Unión Soviética, como sus adversarios capitalistas, se beneficiaba a costa de las colonias. Actuar de otro modo habría supuesto reducir el ritmo de su propio proceso de industrialización.
La Unión Soviética se vio impulsada también, por consideraciones estratégicas, a adoptar políticas imperialistas. Enfrentados al poderío militar de la Alemania nazi, los soviéticos colonizaron primero los Estados bálticos y declararon luego la guerra a Finlandia. Después de la Segunda Guerra Mundial, ayudaron a instalar o mantener, con tropas o con la amenaza, de invasión, regímenes «amigos» a todo lo largo de la mayor parte de la Europa del Este. Estos países, más avanzados industrialmente que la propia URSS, debían entregar intermitentemente sus recursos a los soviéticos, justificando así su descripción como colonias o «satélites».
«Es indudable —escribe el economista neomarxista Howard Sherman— que, en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética detrajo una cierta cantidad de recursos de la Europa Oriental sin dar en pago recursos iguales… Hubo un cierto saqueo directo y reparación militar… Hubo también la acción de Compañías conjuntas con predominio de control soviético y explotación soviética de los beneficios obtenidos de esos países. Se dieron también acuerdos comerciales en condiciones sumamente leoninas, que equivalían a nuevas reparaciones».
En la actualidad no existe saqueo directo, y las Compañías conjuntas han desaparecido, pero, añade Sherman: «Se observan evidentes indicios de que la mayor parte de los intercambios entre la URSS y casi todos los países de la Europa del Este continúan desarrollándose en un plano de desigualdad… con la URSS obteniendo la mejor parte». No es fácil determinar cuánto «beneficio» se obtiene por estos medios, dada la insuficiencia de las estadísticas soviéticas publicadas. Puede que los costos del mantenimiento de tropas soviéticas por toda la Europa Oriental superen, en realidad, a los beneficios económicos. Pero un hecho es indiscutiblemente claro.
Mientras los norteamericanos levantaban la estructura FMI-GATT-Banco Mundial, los soviéticos avanzaban hacia el sueño de Lenin de un único sistema económico mundial integrado, creando el Consejo de Asistencia Económica Mutua (COMECON) y obligando a los países de la Europa del Este a ingresar en él. Los países del COMECON son obligados por Moscú no sólo a comerciar entre ellos y con la Unión Soviética, sino también a someter a la aprobación de Moscú sus planes de desarrollo económico. Moscú, insistiendo en las virtudes ricardianas de la especialización, actuando exactamente igual que las viejas potencias imperialistas con respecto a las economías africanas, asiáticas o latinoamericanas, ha asignado funciones especializadas a cada economía de la Europa Oriental. Sólo Rumania se ha resistido abierta y firmemente.
Al afirmar que Moscú ha intentado convertirla en el «surtidor de petróleo y jardín» de la Unión Soviética, Rumania se ha propuesto conseguir lo que llama desarrollo multilateral, lo cual significa una industrialización plenamente evolucionada. Ha resistido a la «integración socialista», pese a las presiones soviéticas. En resumen, al mismo tiempo que los Estados Unidos asumían la jefatura de las naciones industriales capitalistas y construían sus propios mecanismos para integrar de nuevo el sistema económico del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos creaban un duplicado de este sistema en la parte del mundo que dominaban.
Ningún fenómeno tan vasto, complejo y transformador como el imperialismo puede ser descrito de manera sencilla. Sus efectos sobre la religión, la educación y la salud, sobre los temas de la literatura y el arte, sobre actitudes raciales, sobre la psicostructura de pueblos enteros, así como, más directamente, sobre la economía, están aún siendo descubiertos por los historiadores. Es indudable que consumó logros positivos, además de atrocidades. Pero no se puede dar excesivo énfasis a su papel en el nacimiento de la civilización de la segunda ola.
Podemos considerar el imperialismo como el espoleador o acelerador del desarrollo industrial en el mundo de la segunda ola. ¿Con qué rapidez habrían sido capaces de industrializarse los Estados Unidos, la Europa Occidental, Japón o la URSS sin infusiones de alimentos, energía y materias primas procedentes del exterior? ¿Y si los precios de decenas de artículos como la bauxita, el manganeso, el estaño, el vanadio o el cobre hubieran sido un 30 o un 50% más elevados durante varias décadas?
El precio de miles de productos finales habría sido correspondientemente superior… en algunos casos, sin duda, tan elevado como para hacer imposible el consumo en masa. El choque de los aumentos en los precios del petróleo sobrevenidos a comienzos de la década de los 70 nos proporciona sólo un débil atisbo de sus potenciales efectos.
Aun cuando se hubieran podido utilizar sustitutivos domésticos, el desarrollo económico de las naciones de la segunda ola se habría visto, probablemente, impedido. Sin las subvenciones ocultas que el imperialismo, capitalista y socialista, hizo posible, la civilización de la segunda ola podría muy bien estar hoy donde estaba en 1920 o 1930.
El gran designio debe estar claro ya. La civilización de la segunda ola dividió y organizó al mundo en naciones-Estado separadas. Necesitando los recursos del resto del mundo, arrastró a las sociedades de la primera ola y a los restantes pueblos primitivos del mundo hasta introducirlos en el sistema monetario. Creó un mercado globalmente integrado. Pero el exuberante industrialismo era algo más que un sistema económico, político o social. Era también una forma de vida y una forma de pensamiento. Produjo una mentalidad de la segunda ola.
Esta mentalidad constituye en la actualidad el principal obstáculo a la creación de una viable civilización de la tercera ola.