Abaco es una isla. Tiene una población de 6.500 habitantes y forma parte de las Bahamas, frente a la costa de Florida. Hace varios años, un grupo de hombres de negocios americanos, traficantes de armas, ideólogos de la empresa libre, un agente negro de los servicios de información y un miembro de la Cámara de los Lores británica decidieron que había llegado el momento de que Abaco se declarase independiente.
Su plan era apoderarse de la isla y romper con el Gobierno de las Bahamas, prometiendo a cada uno de los residentes nativos de la isla un acre de tierra, que se les entregaría gratuitamente después de la revolución. (Esto dejaría más de un cuarto de millón de acres para uso de los agentes inmobiliarios e inversores que estaban detrás del proyecto). El sueño final era el establecimiento en Abaco de una utopía a la que pudieran huir adinerados hombres de negocios aterrados por la apocalipsis socialista.
Por desgracia para la empresa libre, los habitantes de Abaco se mostraron poco dispuestos a romper sus cadenas, y la propuesta nueva nación murió antes de nacer.
Sin embargo, en un mundo en que los movimientos nacionalistas luchan por el poder y en el que unos 152 Estados reclaman su pertenencia a esa asociación comercial de naciones que es la ONU, gestos paródicos como éste cumplen una finalidad útil. Nos obligan a cuestionar la noción misma de nacionalidad.
¿Podrían los 6.500 habitantes de Abaco, financiados o no por excéntricos hombres de negocios, constituir una nación? Si Singapur, con sus 2,3 millones de habitantes, es una nación, ¿por qué no Nueva York, con sus ocho millones? Si Brooklyn tuviese bombarderos a reacción, ¿sería una nación? Aunque absurdas en apariencia, estas preguntas adquieren nuevo significado a medida que la tercera ola embiste contra los cimientos mismos de la civilización de la segunda ola. Pues uno de esos cimientos era, y es, la nación-Estado.
Si no nos abrimos paso a través de la espesa nube de retórica que rodea el tema del nacionalismo, no podemos extraer sentido de los titulares periodísticos ni comprender el conflicto entre las civilizaciones de la primera y la segunda ola mientras la tercera ola lanza sus acometidas contra ellas.
Antes de que la segunda ola empezara a recorrer Europa, la mayor parte de las regiones del mundo no estaban aún consolidadas como naciones, sino que se hallaban organizadas, más bien, en una mezcolanza de tribus, clanes, ducados, principados, reinos y otras unidades más o menos locales. «Reyes y príncipes —escribe el científico social S. E. Finer— poseían gotas y partículas de poder». Las fronteras estaban mal definidas, los derechos gubernamentales eran borrosos. El poder del Estado no se hallaba aún uniformizado. En una aldea —nos dice el profesor Finer— consistía sólo en el derecho a cobrar maquilas a un molino de viento; en otra, a imponer impuestos a los campesinos; en otros lugares, a nombrar un abad. Una persona que poseyese propiedades en varias regiones diferentes, podría deber fidelidad a varios señores. Incluso el más grande de los emperadores regía típicamente sobre retazos de diminutas comunidades gobernadas localmente. El control político no era aún uniforme. Voltaire resumió la situación diciendo que al viajar por Europa tenía que cambiar de leyes con tanta frecuencia como de caballos.
Esta observación era algo más que una humorada, por supuesto, ya que la frecuente necesidad de cambiar de caballos reflejaba el primitivo nivel en que se encontraban el transporte y las comunicaciones, lo cual, a su vez, reducía la distancia sobre la que incluso el monarca más poderoso podía ejercer un control eficaz. Cuanto más lejos se estuviese de la capital, tanto más débil era la autoridad del Estado.
Pero sin integración política era imposible la integración económica. Las nuevas y costosas tecnologías de la segunda ola sólo podían ser amortizadas si producían bienes para mercados de extensión superior a la meramente local. Pero, ¿cómo podían los hombres de negocios comprar y vender a lo largo de un amplio territorio si, fuera de sus propias comunidades, se extraviaban en un laberinto de tasas, impuestos, normas laborales y monedas diferentes? Para que las nuevas tecnologías resultaran rentables, las economías locales debían ser consolidadas en una única economía nacional. Esto significaba una división nacional del trabajo y un mercado nacional de bienes y capital. Todo esto, a su vez, requería también una consolidación política nacional.
Dicho simplemente: se necesitaba una unidad política de la segunda ola que estuviese a la altura del desarrollo de las unidades económicas de la segunda ola.
Nada sorprendentemente, cuando las sociedades de la segunda ola empezaron a crear economías nacionales, se hizo evidente un cambio fundamental en la conciencia pública. La producción local en pequeña escala existente en las sociedades de la primera ola había engendrado una raza de gentes acusadamente provincianas, la mayoría de las cuales se preocupaban exclusivamente de sus propios barrios o pueblos. Sólo un puñado de personas —unos cuantos nobles y clérigos, cierto número de mercaderes y un fleco social de artistas, estudiosos y mercenarios— tenía intereses más allá de la aldea.
La segunda ola multiplicó rápidamente el número de personas interesadas en un mundo más amplio. Con las tecnologías basadas en el vapor y el carbón, y más tarde con el advenimiento de la electricidad, se hizo posible que un fabricante de tejidos de Manchester, de relojes de Ginebra o de ropas de Francfort, produjese muchas más unidades de las que podía absorber el mercado local. También necesitaba materias primas procedentes de lugares lejanos. Y el obrero fabril se veía igualmente afectado por acontecimientos económicos sobrevenidos a miles de kilómetros de distancia: los puestos de trabajo dependían de remotos mercados.
Poco a poco, pues, fueron ampliándose los horizontes psicológicos. Los nuevos medios de comunicación de masas incrementaron el volumen de información y las imágenes procedentes de grandes distancias. Bajo el impacto de estos cambios se iba esfumando el nacionalismo. Despertaba la conciencia nacional.
Comenzando con las revoluciones americana y francesa y continuando a todo lo largo del siglo XIX, un frenesí de nacionalismo invadió las partes del mundo en que triunfaba la industrialización. Los 350 insignificantes y diversos mini-Estados de Alemania, en constante discordia entre ellos, necesitaban ser fusionados en un único mercado nacional, das Valeriana. Italia —fragmentada en pedazos y gobernada variamente por la Casa de Saboya, el Vaticano, los Haubsburgos austríacos y los Borbones españoles— debía ser unificada. Servios, croatas, húngaros, franceses y otros desarrollaron súbitamente místicas afinidades con sus convecinos. Los poetas exaltaban el espíritu nacional. Los historiadores descubrían héroes olvidados, literatura y folklore. Los compositores escribían himnos a la nacionalidad. Todo ello en el preciso momento en que la industrialización lo hacía necesario.
Cuando comprendemos la necesidad industrial de integración, se torna diáfano el significado del Estado nacional. Las naciones no son «unidades espirituales», como las denominó Spengler, ni «comunidades mentales» o «almas sociales». Ni es tampoco una nación «una herencia de glorias», por utilizar la expresión de Renán, ni «proyecto de empresa común», como insistía Ortega.
Lo que llamamos la nación moderna es un fenómeno de la segunda ola: una única e integrada autoridad política sobreimpuesta a una única economía integrada o fundida con ella. Una colección heterogénea de economías apenas relacionadas y localmente autosuficientes no puede dar nacimiento a una nación.
Y tampoco un sistema político estrechamente unificado es una nación moderna si se encarama sobre un laxo conglomerado de economías locales. Fue la mezcla de ambos, un sistema político unificado y una economía unificada, lo que creó a la nación moderna.
Se pueden considerar los levantamientos nacionalistas provocados por la revolución industrial en los Estados Unidos, Francia, Alemania y el resto de Europa como esfuerzos por elevar el nivel de integración política al nivel de integración económica, en rápido ascenso, que acompañó a la segunda ola. Y fueron esos esfuerzos, no la poesía ni místicas influencias, lo que condujo a la división del mundo en unidades nacionales separadas.
Al tratar de extender su mercado y su actividad política, los Gobiernos tropezaron con límites exteriores: diferencias idiomáticas, barreras culturales, sociales, geográficas y estratégicas. Los medios de transporte y de comunicación existentes y los recursos energéticos, la productividad de su tecnología, todo ello establecía límites a la amplitud del área que podía ser eficazmente gobernada por una sola estructura política. La sofisticación de los procedimientos contables, los controles presupuestarios y las técnicas de administración determinaban también el ámbito al que podía llegar la integración política.
Dentro de esos límites, las élites integracionales, corporativas y gubernamentales por igual, lucharon por expansionarse. Cuanto más extenso fuese el territorio sometido a su control y más amplia el área de mercado económico, mayores eran su riqueza y su poder. Al distender al máximo cada nación sus fronteras políticas y económicas, tropezó no sólo contra estos límites intrínsecos, sino también contra naciones rivales.
Para salir de estos confines, las élites integracionales recurrieron a la avanzada tecnología. Se lanzaron, por ejemplo, a la «carrera espacial» del siglo XIX… la construcción de ferrocarriles.
En septiembre de 1825 se estableció en Gran Bretaña una línea férrea que unía Stockton con Darlington. En mayo de 1835, en el continente, Bruselas quedó unida a Malinas. En septiembre del mismo año se tendió en Baviera la línea Nuremberg-Furth. Después fueron París y St. Germain. Más al Este, Tsarkoie Seló quedó unida con San Petersburgo en abril de 1838. Durante las siguientes tres décadas o más, los obreros ferroviarios fueron empalmando una región con otra.
El historiador francés Charles Morazé explica: «Los países que ya estaban casi unidos en 1830, quedaron consolidados por la llegada del ferrocarril… los que aún no se hallaban preparados vieron nuevas tiras de acero… tensarse a su alrededor… Fue como si todas las naciones se apresurasen a proclamar su derecho a existir antes de que se construyesen los ferrocarriles, para que pudiera reconocérselas como naciones por el sistema de transporte que, durante más de un siglo, definió las fronteras políticas de Europa».
En los Estados Unidos, el Gobierno otorgó grandes concesiones de tierras a las Compañías ferroviarias privadas, inspirados, como ha escrito el historiador Bruce Mazlish, por «la convicción de que los trayectos transcontinentales fortalecerían los lazos de unión entre las costas del Atlántico y el Pacífico». El último martillazo sobre el clavo de oro que completó la primera línea férrea transcontinental abrió la puerta a un mercado verdaderamente nacional, integrado a escala continental. Y amplió el control real, no ya sólo el nominal, del Gobierno nacional. Washington podía ahora desplazar rápidamente tropas por todo el continente para imponer su autoridad.
Por tanto, lo que sucedía en un país tras otro era el nacimiento de esa poderosa nueva entidad: la nación. De esta forma, el mapa del mundo quedó dividido en un conjunto de manchas claramente delineadas y nunca superpuestas de color rojo, rosado, naranja, amarillo o verde, y el sistema de la nación-Estado se convirtió en una de las estructuras clave de la civilización de la segunda ola.
Por debajo de la nación subyacía el familiar imperativo del industrialismo: el impulso hacia la integración.
Pero el impulso hacia la integración no concluía en las fronteras de cada nación-Estado. Pese a toda su fortaleza, la civilización industrial tenía que ser alimentada desde fuera. No podría sobrevivir, a menos que integrase al resto del mundo en el sistema monetario y controlase ese sistema en su propio beneficio.
La forma en que lo hizo es crucial para comprender el mundo que creará la tercera ola.