El interrogante «¿Quién gobierna las cosas?» es una pregunta típica de la segunda ola. Pues hasta la revolución industrial no hubo apenas razones para formularla. Ya gobernaran reyes o chamanes, señores de la guerra, dioses del sol o santos, las gentes rara vez sentían la menor duda respecto a quién ejercía poder sobre ellas. El harapiento aldeano, al levantar la vista de los campos, veía el palacio o el monasterio destacarse, esplendorosos, en el horizonte. No necesitaba ningún científico político ni editorialista de periódico para resolver el enigma del poder. Todo el mundo sabía quién tenía el control.
Pero allá donde llegó la segunda ola emergió una nueva clase de poder, difuso y sin rostro. Los que ostentaban el poder se convirtieron en los anónimos «ellos». ¿Quiénes eran «ellos»?
Como hemos visto, el industrialismo disgregó la sociedad en miles de partes entrelazadas, fábricas, iglesias, escuelas, sindicatos, cárceles, hospitales, etc. Rompió la línea de mando entre iglesia, Estado e individuo. Rompió el conocimiento en disciplinas especializadas. Fragmentó los trabajos. Rompió las familias en unidades más pequeñas. Al hacerlo, fraccionó en mil pedazos la vida y la cultura de la comunidad.
Alguien tenía que reunir de nuevo las cosas en una forma diferente.
Esta necesidad dio origen a muchas nuevas clases de especialistas, cuya tarea fundamental era la integración. Llamándose a sí mismos ejecutivos o administradores, coordinadores, presidentes, vicepresidentes, burócratas o directores, brotaron en todos los negocios, en todos los Gobiernos y en todos los niveles de la sociedad. Y se revelaron indispensables. Eran los integradores.
Definían funciones y asignaban trabajos. Decidían quién obtenía qué recompensas. Trazaban planes, fijaban criterios y daban o retiraban credenciales. Enlazaban la producción, la distribución, el transporte y las comunicaciones. Fijaban las reglas conforme a las cuales interactuaban las organizaciones. En resumen, hacían encajar las piezas de la sociedad. Sin ellos, nunca habría podido funcionar el sistema de la segunda ola.
En el siglo XIX, Marx pensaba que quien poseyera las herramientas y la tecnología —los «medios de producción» — controlaría la sociedad. Argumentaba que, como el trabajo era interdependiente, los obreros podían interrumpir la producción y arrebatar las herramientas a sus patronos. Una vez que poseyeran las herramientas, gobernarían la sociedad.
Pero la Historia le jugó una mala pasada. Pues esa misma interdependencia otorgaba mayor influencia aún a un nuevo grupo: los que orquestaban o integraban el sistema. Al final, no fueron ni los propietarios ni los obreros quienes llegaron al poder. Tanto en las naciones capitalistas como en las socialistas, fueron los integradores quienes se elevaron a la cumbre.
No era la propiedad de los «medios de producción» lo que otorgaba poder. Era el control de los «medios de integración». Veamos qué ha significado esto.
En las actividades comerciales, los: primeros integradores fueron los propietarios de fábricas, los empresarios comerciales, los dueños de talleres y los manipuladores del hierro. El propietario y unos cuantos ayudantes eran generalmente capaces de coordinar el trabajo de gran número de peones no cualificados y de integrar la empresa en la economía colectiva.
Como en aquel período eran una misma cosa propietario e integrador, no es sorprendente que Marx confundiese las dos e hiciera tan profundo hincapié en la propiedad. Pero al hacerse más compleja la producción y más especializada la división del trabajo, las actividades comerciales presenciaron una increíble proliferación de ejecutivos y expertos, que se interponían entre el patrono y sus obreros. Florecieron las actividades burocráticas. Pronto, en las empresas más grandes, ninguna persona, incluidos el propietario o el accionista mayoritario, podían ni siquiera empezar a comprender todo el funcionamiento. Las decisiones del propietario eran moldeadas, y en último término controladas, por los especialistas introducidos para coordinar el sistema. Surgió así una nueva élite de ejecutivos, cuyo poder descansaba no ya en la propiedad, sino en el control del proceso integrador.
Al ir aumentando el poder del director, el accionista fue haciéndose menos importante. Al ir creciendo las dimensiones de las empresas, los propietarios familiares fueron vendiendo a grupos cada vez más grandes de accionistas dispersos, pocos de los cuales sabían nada sobre el verdadero funcionamiento del negocio. De forma progresivamente más intensa, los accionistas tuvieron que confiar en directores contratados no sólo para encargarse de los asuntos diarios de la compañía, sino, incluso, para fijar sus objetivos y estrategias a largo plazo.
Los Consejos de Administración, que teóricamente representaban a los propietarios, fueron quedando cada vez más alejados y mal informados de las operaciones que supuestamente dirigían. Y, a medida que aumentaba la inversión privada hecha no por individuos, sino indirectamente a través de instituciones como fondos de pensiones, fondos mutuos y los departamentos de depósitos de los Bancos, los verdaderos «propietarios» de la industria fueron quedando cada vez más apartados del control.
Quien más claramente expresó el nuevo poder de los integradores fue, quizá, W. Michael Blumenthal, ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos. Antes de entrar en el Gobierno, Blumenthal presidía la Bendix Corporation. Preguntado una vez si le gustaría poseer algún día la Bendix, Blumenthal respondió: «No es la propiedad lo que importa, sino el control. Y, como ejecutivo jefe, eso es lo que tengo. La semana que viene se celebra junta de accionistas, y yo tengo el 97 por ciento del voto. Sólo poseo ocho mil acciones. El control es lo importante para mí… Tener el control sobre este enorme animal y usarlo de manera constructiva, eso es lo que quiero, más que hacer las cosas estúpidas que los otros quieren que haga».
Así, las políticas comerciales fueron siendo fijadas de manera creciente por los directores contratados de la empresa o por administradores económicos que colocaban dinero de otras personas, pero en ningún caso por los auténticos propietarios, y mucho menos por los obreros. Los integradores asumieron el control.
Todo esto tenía un cierto paralelismo en las naciones socialistas. Ya en 1921, Lenin consideró necesario denunciar su propia burocracia soviética. Trotski, exiliado en 1930, formuló la acusación de que existían ya cinco o seis millones de directores en una clase que «no interviene directamente en el trabajo productivo, sino que administra, ordena, manda, perdona y castiga». Los medios de producción podían pertenecer al Estado, acusaba, «pero el Estado… "pertenece" a la burocracia». En los años 50, Milovan Djilas atacó en La nueva, clase el creciente poder de las élites directivas en Yugoslavia. Tito, que encarceló a Djilas, se quejaba también de «la tecnocracia, la burocracia, el enemigo de clase». Y el temor al poder de los directores fue el tema central de la China de Mao[5].
Por consiguiente, tanto bajo el socialismo como bajo el capitalismo, los integradores asumieron el poder efectivo. Pues sin ellos, las partes del sistema no podrían trabajar juntas. La «máquina» no funcionaría.
Integrar un solo negocio, o incluso una industria entera, era simplemente, una pequeña parte de lo que había que hacer. Como hemos visto, la moderna sociedad industrial desarrolló gran número de organizaciones, desde sindicatos y asociaciones empresariales, hasta iglesias, escuelas, clínicas y grupos recreativos, todos los cuales debían funcionar dentro de un marco de reglas previsibles. Se necesitaban leyes. Por encima de todo, la infosfera, la sociosfera y la tecnosfera debían alinearse una junto a otra.
De esta necesidad de integración de la civilización de la segunda ola surgió el mayor coordinador de todos, el motor integracional del sistema: un Gobierno grande. Es la necesidad de integración del sistema lo que explica el incesante auge del Gobierno grande en toda sociedad de la segunda ola.
Una y otra vez surgieron demagogos que exigían un Gobierno más pequeño. Pero, una vez en el poder, los mismos dirigentes ampliaban más que reducían las dimensiones del Gobierno. Esta contradicción entre retórica y vida real se hace comprensible cuando advertimos que la finalidad trascendente de todos los Gobiernos de la segunda ola ha sido construir y mantener la civilización industrial. Ante este compromiso, todas las demás diferencias se difuminaban. Partidos y políticos podrían discutir sobre otras cuestiones, pero en esto existía entre ellos un acuerdo tácito. Y el Gobierno grande formaba parte de su no expresado programa, con independencia de la melodía que entonasen, porque las sociedades industriales dependen del Gobierno para realizar esenciales tareas integracionales.
En palabras del columnista político Clayton Fritchey, el Gobierno federal de los Estados Unidos nunca ha dejado de crecer incluso bajo tres recientes administraciones republicanas, «por la sencilla razón de que ni siquiera Houdini podría desmantelarlo sin graves y perniciosas consecuencias».
Los partidarios del mercado libre han alegado que los Gobiernos se inmiscuyen en los negocios. Pero, abandonada por entero a la empresa privada, la industrialización se habría realizado mucho más lentamente, si es que hubiera podido llegar a realizarse siquiera. Los Gobiernos aceleraron el desarrollo del ferrocarril. Construyeron puertos, canales y carreteras. Pusieron en funcionamiento servicios postales y construyeron o regularon sistemas telegráficos, telefónicos y radiofónicos. Redactaron códigos comerciales y uniformizaron mercados. Aplicaron presiones de política exterior y aranceles para ayudar a la industria. Apartaron del campo a los labradores y los introdujeron en la fuerza de trabajo industrial. Subvencionaron la energía y la tecnología avanzada, con frecuencia, a través de canales militares. A mil niveles distintos, los Gobiernos asumieron las tareas integradoras que otros no podían o no querían realizar.
Pues el Gobierno fue el gran acelerador. Gracias a su poder coercitivo y a los ingresos obtenidos de los impuestos, podía hacer cosas que la empresa privada no podía permitirse el lujo de abordar. Los Gobiernos podían impulsar el proceso de industrialización adelantándose a cubrir los huecos que iban surgiendo… antes de que les fuera posible o rentable a las empresas privadas hacerlo. Los Gobiernos podían realizar una «integración anticipativa».
Al establecer sistemas de educación general, los Gobiernos no sólo contribuían a condicionar a los jóvenes para sus futuros papeles en la fuerza de trabajo industrial (subvencionando, en realidad, con ello la industria), sino que, simultáneamente, favorecían la difusión de la forma nuclear de la familia. Relevando a la familia de funciones educativas y otras que tradicionalmente desempeñaba, los Gobiernos aceleraron la adaptación de la estructura familiar a las necesidades del sistema fabril. Por tanto, a muchos niveles distintos, los Gobiernos orquestaron la complejidad de la civilización de la segunda ola.
Nada sorprendentemente, a medida que aumentó la importancia de la integración, cambiaron la naturaleza y el estilo del Gobierno. Presidentes y primeros ministros, por ejemplo, llegaron a considerarse a sí mismos fundamentalmente como gestores, más que como líderes creativos sociales y políticos. En lo referente a personalidad y talante, pasaron a ser casi intercambiables con los hombres que dirigían las grandes compañías y empresas de producción. Al tiempo que, de labios para afuera, rendían la obligada pleitesía a la democracia y a la justicia social, los Nixon, Cárter, Thatcher, Breznev, Giscard y Ohira del mundo industrial subían al poder prometiendo poco más que una gestión eficiente.
Por consiguiente, a todo lo largo de la escena, tanto en las sociedades industriales capitalistas como en las socialistas, emergió la misma pauta, grandes compañías u organizaciones de producción y una enorme maquinaria gubernamental. Y en lugar de obreros apoderándose de los medios de producción, como predijo Marx, o de capitalistas reteniendo el poder, como habrían preferido los discípulos de Adam Smith, surgió una fuerza totalmente nueva que desafiaba a los dos. Los técnicos del poder se apoderaron de los «medios de integración» y, con ellos, de las riendas del control social, cultural, político y económico. Las Sociedades de la segunda ola estaban gobernadas por los integradores.
Estos técnicos del poder se hallaban, a su vez, organizados en jerarquías de élites y subélites. Cada industria y cada dependencia gubernamental no tardaron en dar nacimiento a su propia estructura institucional, su propio poderoso «ellos».
Deportes… religión… educación… cada una tenía su propia pirámide de poder. Surgieron una estructura de ciencia, una estructura de defensa, una estructura cultural. En la civilización de la segunda ola, el poder fue parcelado entre decenas, centenares, e incluso millares de estas élites especializadas. A su vez, estas élites especializadas eran integradas por élites generalistas, la pertenencia a las cuales pasaba por encima de toda especialización. Por ejemplo, en la Unión Soviética y la Europa Oriental, el partido comunista tenía miembros en todas las actividades, desde la aviación hasta la música y la fabricación de acero. Los miembros del partido comunista actuaban como enlaces, llevando mensajes de una subélite a otra. Como tenía acceso a toda la información, poseía un poder enorme para regular a las subélites especialistas. En los países capitalistas, destacados abogados y hombres de negocios que intervenían en el funcionamiento de comités o consejos cívicos, realizaban funciones similares de manera menos formal. Por tanto, en todas las naciones de la segunda ola vemos grupos especializados de integradores, burócratas o ejecutivos, integrados, a su vez, por integradores generalistas.
Finalmente, en un nivel superior aún, la integración vino impuesta por las «superélites» encargadas de asignar la inversión. Ya se tratara de finanzas o de industria, en el Pentágono o en la burocracia planificadora soviética, quienes efectuaban las más importantes asignaciones de inversión en la sociedad industrial fijaban los límites dentro de los cuales se veían obligados a actuar los integradores mismos. Una vez que se había realizado una decisión de inversión a verdadera gran escala, ya fuese en Minneápolis o en Moscú, esa decisión limitaba futuras opciones. Dada una escasez de recursos, no se podía desmantelar hornos Bessemer o demoler fábricas o cadenas de montaje hasta que su costo hubiera sido amortizado. Por tanto, una vez colocado, este capital fijaba los parámetros en que quedaban confinados futuros directores o integradores. Estos grupos de anónimos decisores, al controlar los resortes de la inversión, formaron la superélite de todas las sociedades industriales.
Consiguientemente, en cada sociedad de la segunda ola surgió una arquitectura paralela de élites. Y —con variaciones locales— esta oculta jerarquía de poder renacía después de cada crisis o cambio político. Podían cambiar nombres, consignas, etiquetas de partidos y candidatos; podían sucederse las revoluciones. Podían aparecer nuevos rostros tras las grandes mesas de caoba. Pero la arquitectura básica del poder permanecía inalterada.
Una y otra vez durante los últimos trescientos años, en un país tras otro, rebeldes y reformadores han intentado asaltar las murallas del poder, construir una nueva sociedad basada en la justicia social y en la igualdad política. Tales movimientos han captado temporalmente las emociones de millones de personas con promesas de libertad. Los revolucionarios han logrado incluso, de vez en cuando, derrocar un régimen.
Pero el resultado final era siempre el mismo. Cada vez, los rebeldes volvían a crear, bajo su propia bandera, una estructura similar de subélites, élites y superélites. Pues esta estructura integracional y los técnicos del poder que la dirigían, eran tan necesarios para la civilización de la segunda ola como las fábricas, los combustibles fósiles o las familias nucleares. De hecho eran incompatibles el industrialismo y la plena democracia prometida.
Se podía obligar a las naciones industriales, mediante la acción revolucionaria o de otro modo, a moverse de un lado a otro del espectro, desde el mercado libre hasta el planificado centralmente. Podían pasar de capitalistas a socialistas, y viceversa. Pero, como el proverbial leopardo, no podían cambiar sus manchas. No podían funcionar sin una poderosa jerarquía de integradores.
En la actualidad, mientras la tercera ola de cambio empieza a romper contra esta fortaleza de poder directivo, empiezan también a aparecer las primeras grietas en el sistema de poder. En una nación tras otra van surgiendo demandas de participación en la dirección, de una toma de decisiones compartida, de un control por parte de los obreros, los consumidores y los ciudadanos y de la creación de una democracia anticipativa. En las industrias más avanzadas van naciendo nuevas formas de organización a lo largo de líneas menos jerárquicas y más adhocráticas. Se intensifican las presiones para una descentralización del poder. Y los directores se hacen cada vez más dependientes de la información procedente de abajo. Por tanto, las élites mismas se están tornando menos permanentes y seguras. Todo esto no son sino alarmas tempranas, indicadoras del vasto cambio que se avecina en el sistema político.
La tercera ola, que empieza ya a asaltar estas estructuras industriales, abre fantásticas oportunidades de renovación social y política. En los próximos años, instituciones sorprendentemente nuevas sustituirán a nuestras impracticables, opresivas y obsoletas estructuras integracionales.
Antes de volvernos a estas nuevas posibilidades, necesitamos profundizar nuestro análisis del sistema que agoniza. Necesitamos practicar una radiografía de nuestro anticuado sistema político para ver cómo encajó en el marco de la civilización de la segunda ola, cómo servía al orden industrial y a sus élites. Sólo entonces podremos comprender por qué ya no es adecuado ni tolerable.