Mientras la civilización de la segunda ola extendía sus tentáculos por el Planeta, transformando todo cuanto tocaba, con ella llegó algo más que tecnología o comercio. Al colisionar con la civilización de la primera ola, la segunda ola no sólo creó una nueva realidad para millones de personas, sino también una nueva forma de pensar sobre la realidad.
Chocando en mil puntos con los valores, conceptos, mitos y costumbres de la sociedad agrícola, la segunda ola trajo consigo una redefinición de Dios… de la Justicia… del Amor… del Poder… de la Belleza. Suscitó nuevas ideas, actitudes y analogías. Subvirtió y remplazó antiguas presunciones sobre tiempo, espacio, materia y casualidad. Emergió una poderosa y coherente concepción del mundo que no sólo explicaba, sino que justificaba también la realidad de la segunda ola. Esta concepción del mundo de la sociedad industrial no ha recibido un nombre específico. Podría denominársela «indusrealidad».
La indusrealidad era el grupo culminante de ideas y presunciones con que se enseñaba a los hijos del industrialismo a comprender su mundo. Era el bagaje de premisas empleadas por la civilización de la segunda ola, por sus científicos, dirigentes comerciales, estadistas, filósofos y propagandistas.
Naturalmente había voces contrarias: los que desafiaban las ideas dominantes de la indusrealidad, pero aquí nos interesa la corriente principal de pensamiento de la segunda ola, no las corrientes marginales. En la superficie no parecía haber ninguna corriente principal. Parecía más bien como si existiesen dos poderosas corrientes ideológicas en conflicto. Para mediados del siglo XIX, toda nación en proceso de industrialización tenía su ala izquierda y su ala derecha, nítidamente delineadas ambas, sus defensores del individualismo y la libre empresa y sus defensores del colectivismo y el socialismo.
Esta batalla de ideologías, limitada al principio a las propias naciones en trance de industrialización, no tardó en extenderse por el Globo. Con la revolución soviética de 1917 y la organización de una máquina propagandística de ámbito mundial y dirigida centralmente, la lucha ideológica se hizo más intensa aún. Y al final de la Segunda Guerra Mundial, mientras los Estados Unidos y la Unión Soviética trataban de integrar nuevamente el mercado mundial —o grandes partes de él— con arreglo a sus propias condiciones, cada uno de los bandos gastaba enormes sumas en difundir sus doctrinas a los pueblos no industriales del mundo.
A un lado estaban los regímenes totalitarios; al otro, las llamadas democracias liberales. Cañones y bombas se hallaban preparados para intervenir donde terminasen los argumentos lógicos. Rara vez desde la gran colisión entre catolicismo y protestantismo durante la Reforma habían existido líneas doctrinales tan nítidamente dibujadas entre dos campos teológicos.
Sin embargo, pocos advertían, en el ardor de esta guerra de propaganda, que, si bien cada bando promovía una ideología diferente, ambos estaban pregonando esencialmente la misma superideología. Sus conclusiones —sus programas económicos y dogmas políticos— diferían radicalmente, pero muchas de sus premisas iniciales eran las mismas. Como misioneros católicos y protestantes empuñando diferentes versiones de la Biblia, pero predicando ambos a Cristo, marxistas y antimarxistas por igual, capitalistas y anticapitalistas, americanos y rusos, se adentraron en África, Asia y Latinoamérica —las regiones no industriales del mundo—, portando ciegamente el mismo conjunto de premisas fundamentales. Ambos predicaban la superioridad del industrialismo sobre todas las demás civilizaciones. Ambos eran apasionados apóstoles de la indus-realidad.
La concepción del mundo que propagaban se hallaba basada en tres creencias «indusreales» íntimamente entrelazadas, tres ideas que mantenían unidas a todas las naciones de la segunda ola y las diferenciaban de gran parte del resto del mundo.
La primera de estas creencias fundamentales estaba relacionada con la Naturaleza. Si bien socialistas y capitalistas podían discrepar violentamente sobre cómo compartir sus frutos, ambos consideraban la Naturaleza de la misma manera. Para ambos, la Naturaleza era un objeto que esperaba ser explotado.
La idea de que los humanos deben ejercer su dominio sobre la Naturaleza se remonta, por lo menos, hasta el Génesis. No obstante, fue una creencia decididamente minoritaria hasta la revolución industrial. Por el contrario, la mayor parte de las culturas anteriores hacían hincapié en una aceptación de la pobreza y en la armonía de la Humanidad con su ecología natural circundante.
Estas culturas anteriores no eran particularmente consideradas con la naturaleza. Talaban e incendiaban, agotaban pastos y despojaban los bosques para obtener leña. Pero su poder de causar daño era limitado. No ejercían un gran impacto sobre la Tierra y no había necesidad de una ideología explícita para justificar el daño que producían.
Con el advenimiento de la civilización de la segunda ola aparecieron capitalistas industrialistas que extraían recursos a escala masiva, lanzaban voluminosos venenos al aire, despoblaban de bosques regiones enteras en busca de beneficios económicos, sin prestar mayor atención a los efectos secundarios ni a las consecuencias a largo plazo. La idea de que la Naturaleza estaba allí para ser explotada, proporcionaba una adecuada racionalización para su miopía y su egoísmo.
Pero los capitalistas no estaban solos. Dondequiera que se hacían con el poder, los industrializadores marxistas (pese a su convicción de que el beneficio económico era la raíz de todo mal) actuaban exactamente de la misma manera. De hecho, instauraron el conflicto con la Naturaleza en sus propios textos fundamentales.
Los marxistas representaban a los pueblos primitivos no como establecidos en una armónica coexistencia con la Naturaleza, sino como entregados a una feroz lucha a vida o muerte contra ella. Con la aparición de la sociedad de clases —sostenían—, la guerra del «hombre contra la Naturaleza» quedó, por desgracia, transformada en una guerra del «hombre contra el hombre». La consecución de una sociedad comunista sin clases permitiría a la Humanidad retornar al anterior estado de cosas: la guerra del hombre contra la Naturaleza.
Por tanto, a ambos lados de la división ideológica, se encontraba la misma imagen de la Humanidad situada en oposición a la Naturaleza y dominándola. Esta imagen constituía un componente clave de la indusrealidad, la superideología de la que extraían sus premisas tanto marxistas como antimarxistas.
Una segunda idea, interrelacionada con la primera, llevó el argumento un paso más allá. Los humanos no eran, simplemente, los señores de la Naturaleza; constituían el pináculo de un largo proceso de evolución. Existían ya teorías de la evolución, pero fue Darwin, educado en la nación industrial más avanzada de la época, quien, a mediados del siglo XIX, proporcionó el fundamento científico de esta concepción. Habló de la ciega actuación de la «selección natural», un proceso inevitable que eliminaba implacablemente formas débiles e ineficaces de vida. Las especies que sobrevivían eran, por definición, las más aptas.
Darwin se refería fundamentalmente a la evolución biológica, pero sus ideas tenían claras resonancias sociales y políticas, que otros no tardaron en percibir. Así, los darvinistas sociales argumentaban que el principio de la selección natural operaba también dentro de la sociedad y que las personas más ricas y poderosas eran, en virtud de ese mismo hecho, las más aptas y meritorias.
Había desde ahí un corto paso hasta la idea de que las sociedades mismas evolucionaban conforme a idénticas leyes de selección. Siguiendo este razonamiento, el industrialismo constituía una fase de evolución superior a las culturas no industriales que le rodeaban. La civilización de la segunda ola, dicho sin rodeos, era superior a todas las demás.
Así como el darvinismo social racionalizaba el capitalismo, esta arrogancia cultural racionalizaba el imperialismo. El expansivo orden industrial necesitaba su cuerda salvavidas de recursos baratos, y creó una justificación moral para tomarlos a precios bajos, aun a costa de destruir sociedades agrícolas, llamadas primitivas. La idea de la evolución social proporcionaba un apoyo intelectual y moral al trato como inferiores, y, por tanto, no aptos para la supervivencia, dado a los pueblos no industriales.
El propio Darwin escribió, sin conmoverse, sobre la matanza de los aborígenes de Tasmania y, en un arranque de entusiasmo genocida, profetizó que: «En algún período futuro… las razas civilizadas del hombre exterminarán, casi con toda seguridad, y remplazarán a las razas salvajes a todo lo largo del mundo». Los heraldos intelectuales de la civilización de la segunda ola no tenían la menor duda acerca de quién merecía sobrevivir.
Aunque criticó violentamente el capitalismo y el imperialismo, Marx compartía la idea de que el industrialismo era la forma más avanzada de sociedad, el estadio hacia el que todas las demás sociedades avanzarían inevitablemente.
Pues la tercera creencia fundamental de la indusrealidad, que enlazaba la Naturaleza y la evolución, era el principio del progreso, la idea de que la Historia se mueve irreversiblemente hacia una vida mejor para la Humanidad. También esta idea tenía numerosos precedentes preindustriales. Pero fue sólo con la extensión de la segunda ola cuando floreció plenamente la idea del Progreso, con mayúscula.
De pronto, al desplegarse sobre Europa la segunda ola, mil gargantas empezaron a entonar el mismo jubiloso coro. Leibniz, Turgot, Condorcet, Kant, Lessing, John Stuart Mili, Hegel, Marx, Darwin e innumerables pensadores de menor importancia, todos encontraban razones para un optimismo cósmico. Discutían sobre si el progreso era verdaderamente inevitable o si necesitaba ser ayudado por la especie humana; sobre qué constituía una vida mejor; sobre si el progreso continuaría o podría continuar hasta el infinito. Pero todos estaban de acuerdo con la noción misma del progreso.
Ateos y creyentes, estudiantes y profesores, políticos y científicos predicaban la nueva fe. Hombres de negocios y comisarios políticos por igual proclamaban cada nueva fábrica, cada nuevo producto, cada nuevo plan de viviendas, carreteras o pantanos, como prueba de este irresistible avance desde lo malo a lo bueno o desde lo bueno a lo mejor. Poetas, autores teatrales y pintores daban por sentado el progreso. El progreso justificaba la degradación de la Naturaleza y la conquista de civilizaciones «menos avanzadas».
Y, una vez más, la misma idea discurrió paralela a través de las obras de Adam Smith y de Karl Marx. Como ha observado Robert Heilbroner: «Smith era un firme creyente en el progreso… En La riqueza de las naciones, el progreso no era ya un objetivo idealista de la Humanidad, sino… un destino hacia el que era empujada… un subproducto de designios económicos privados». Para Marx, naturalmente, estos designios privados solamente producían capitalismo y las semillas de su propia destrucción. Pero este acontecimiento formaba en sí mismo parte de la larga trayectoria histórica que lleva a la Humanidad hacia el socialismo, el comunismo y un futuro aún mejor.
Por tanto, a todo lo largo de la civilización de la segunda ola, tres conceptos fundamentales —la guerra con la Naturaleza, la importancia de la evolución y el principio del progreso— suministraron el bagaje utilizado por los agentes del industrialismo para explicar y justificar el mundo.
Por debajo de estas convicciones subyacían presunciones más profundas aún sobre la realidad, un conjunto de tácitas creencias sobre los elementos mismos de la experiencia humana. Cada ser humano debe tratar con esos elementos, y cada civilización los describe de manera distinta. Cada civilización debe enseñar a sus hijos a enfrentarse al tiempo y al espacio. Debe explicar —ya sea mediante el mito, la metáfora o la teoría científica— cómo funciona la Naturaleza. Y debe ofrecer alguna pista respecto a por qué suceden las cosas como suceden.
Así, la civilización de la segunda ola, al madurar, creó una imagen completamente nueva de la realidad, basada en sus propias y peculiares presunciones sobre tiempo y espacio, materia y causa. Recogiendo fragmentos del pasado, ensamblándolos de nuevas formas, aplicando experimentación y pruebas empíricas, alteró drásticamente el modo en que los seres humanos percibían el mundo que les rodeaba y la forma de comportarse en sus vidas cotidianas.
Hemos visto, en un capítulo anterior, cómo la extensión del industrialismo dependía de la sincronización del comportamiento humano con los ritmos de la máquina. La sincronización era uno de los principios orientadores de la civilización de la segunda ola, y en todas partes las gentes del industrialismo les parecían a los extraños que estaban obsesionados por el tiempo, siempre mirando nerviosamente a sus relojes.
Mas para crear esta conciencia del tiempo y lograr la sincronización, había que transformar las presunciones básicas sobre el tiempo de la gente —sus imágenes mentales del tiempo – Se necesitaba un nuevo concepto del tiempo.
Las poblaciones agrícolas, que necesitaban saber cuándo plantar y cuándo recolectar, desarrollaron una notable precisión en la medición de largos lapsos de tiempo. Pero como no necesitaban una estrecha sincronización del trabajo humano, los pueblos campesinos rara vez elaboraron unidades precisas para medir lapsos cortos. Característicamente, dividieron el tiempo no en unidades fijas, con horas o minutos, sino en trozos indefinidos, imprecisos, que representaban la cantidad de tiempo necesario para realizar alguna tarea doméstica. Un granjero podía referirse a un intervalo como «el tiempo de ordeñar una vaca». En Madagascar, una unidad de tiempo aceptada se llamaba «una cocción de arroz»; un momento se conocía como «el freír de una langosta». Los ingleses hablaban de «el tiempo de un padrenuestro» —el necesario para una oración—, o, más terrenamente, «el tiempo de una meada».
De manera similar, como existían escasos intercambios entre una comunidad o aldea y la siguiente, y como el trabajo no lo necesitaba, las unidades en que se agrupaba mentalmente el tiempo variaban de un lugar a otro, de una estación a otra. Por ejemplo, en la Europa Septentrional medieval, el período de luz solar se dividía en horas iguales. Pero como el intervalo entre el alba y el ocaso variaba día a día, una «hora» de diciembre era más corta que una «hora» de marzo o junio.
En vez de vagos intervalos como el invertido en rezar un padrenuestro, las sociedades industriales necesitaban unidades sumamente precisas, como hora, minuto o segundo. Y estas unidades tenían que ser uniformizadas, intercambiables de una estación o comunidad a otra.
En la actualidad, el mundo entero está nítidamente dividido en zonas horarias. Hablamos de una hora uniformizada. Los pilotos de todo el mundo tienen como referencia la hora zulú, esto es, la hora del meridiano de Greenwich. Por convención internacional, Greenwich, en Inglaterra, se convirtió en el punto desde el que se medirían todas las diferencias horarias. Periódicamente, al unísono, como impulsadas por una única voluntad, millones de personas adelantan o atrasan sus relojes una hora, y, aunque nuestra percepción subjetiva, interior, de las cosas pueda decirnos que el tiempo se está arrastrando o, por el contrario, huyendo velozmente, una hora es ya una única e intercambiable hora uniformizada.
La civilización de la segunda ola hizo algo más que dividir el tiempo en trozos más precisos y uniformes. Colocó también esos trozos en una línea recta, que se extendía indefinidamente hacia el pasado y hacia el futuro. Dio al tiempo una estructura lineal.
De hecho, la presunción de que el tiempo tiene una configuración lineal se halla tan profundamente incrustada en nuestros pensamientos, que a quienes hemos nacido en sociedades de la segunda ola nos cuesta concebir ninguna alternativa. Sin embargo, muchas sociedades preindustriales, y algunas sociedades de la primera ola aún hoy, ven el tiempo como un círculo, no como una línea recta. Desde los mayas hasta los budistas y los hindúes, el tiempo fue una historia circular y reiterativa, repitiéndose a sí misma indefinidamente, y con las vidas reviviéndose a sí mismas a través de la reencarnación.
La idea de que el tiempo era como un gran círculo se encuentra recogida en el concepto hindú de kalpas recurrentes, cada una de ellas de una duración de cuatro mil millones de años, cada una de ellas representando un solo día de Brahma, que empieza con la recreación, termina con la disolución y vuelve a empezar. La noción de tiempo circular se encuentra también en Platón y Aristóteles, uno de cuyos discípulos, Eudemus, se imaginaba a sí mismo viviendo una y otra vez el mismo momento mientras se repetía el ciclo. Pitágoras lo enseñó. En Time and Eastern Man, Joseph Needham nos dice que: «Para el indohelénico, el tiempo es cíclico y eterno». Además, mientras que en China predominó la idea del tiempo lineal, según Needham: «El tiempo cíclico prevaleció, ciertamente, entre los primeros filósofos especulativos taoístas».
También en Europa coexistieron estas alternativas concepciones del tiempo en los siglos que precedieron a la industrialización. «Durante todo el período medieval —escribe el matemático G. J. Whitrow—, estuvieron en conflicto los conceptos cíclico y lineal del tiempo. El concepto lineal fue fomentado por la clase mercantil y el nacimiento de una economía monetaria. Pues mientras el poder estuve concentrado en la propiedad de la tierra, se sentía el tiempo como algo fértil y lleno de plenitud y se lo asociaba al inmutable ciclo de la agricultura». Al cobrar fuerza la segunda ola, este viejo conflicto quedó resuelto: triunfó el tiempo lineal. El tiempo lineal se convirtió en la concepción dominante en toda sociedad industrial, oriental u occidental. Se acabó viendo el tiempo como una carretera que se desplegase desde un remoto pasado y, cruzando el presente, se adentrara en el futuro, y esta concepción del tiempo ajena a miles de millones de humanos que vivieron antes de la civilización industrial, se convirtió en la base de toda planificación económica, científica y política, ya fuese en el gabinete ejecutivo de la IBM, la agencia japonesa de Planificación Económica o la Academia Soviética.
No obstante, debe hacerse notar que el tiempo lineal constituía un requisito previo de las concepciones indusreales de evolución y progreso. El tiempo lineal hizo plausibles la evolución y el progreso. Pues si el tiempo fuese circular en lugar de rectilíneo, si los acontecimientos se volvieran sobre sí mismos en vez de avanzar en una única dirección, ello significaría que la Historia se repetía y que evolución y progreso no eran sino ilusiones, sombras proyectadas sobre el muro del tiempo.
Sincronización. Uniformización. Linealización. Afectaron a las presunciones básicas de la civilización y provocaron masivos cambios en la forma en que las gentes corrientes manipulaban el tiempo en sus vidas. Pero si el tiempo mismo se transformó, también el espacio tenía que ser remodelado para encajar en la nueva indusrealidad.
Mucho antes del alborear de la civilización de la primera ola, cuando nuestros más remotos antepasados dependían para su supervivencia de la caza y la ganadería, de la pesca o el forrajeo, se mantenían constantemente en movimiento. Empujados por el hambre, el frío o accidentes ecológicos, persiguiendo el buen tiempo o las piezas de caza, fueron los originales «alto-móviles»… que viajaban con rapidez, que evitaban la acumulación de bienes o propiedades molestos y se diseminaban ampliamente por el territorio. Un grupo de cincuenta hombres, mujeres y niños podía necesitar una extensión de tierra diez veces mayor que la isla de Manhattan para alimentarse, o seguir una ruta migratoria a lo largo de cientos de kilómetros, literalmente, cada año, según exigiesen las circunstancias. Llevaban lo que los geógrafos actuales llaman una existencia «espacialmente extensiva».
Por el contrario, la civilización de la primera ola engendró una raza de «tacaños de espacio». Al ser reemplazado el nomadismo por la agricultura, las rutas migratorias dejaron paso a campos cultivados y asentamientos permanentes. En vez de vagabundear por una extensa comarca, el granjero y su familia se mantenían inmóviles, laborando intensivamente su pequeño trozo de tierra dentro del amplio mar del espacio, un mar cuyas dimensiones empequeñecían al individuo.
El temporal industrial que se desató sobre Europa en el siglo XVIII volvió a crear una cultura «espacialmente extendida»… pero ahora a escala planetaria. Bienes, personas e ideas eran transportados a miles de kilómetros de distancia, y vastas poblaciones emigraban en busca de trabajo. La producción, en lugar de dispersarse por los campos, se concentraba ahora en las ciudades. Enormes y prolíficas poblaciones se comprimían en unos cuantos núcleos apretados. Viejas aldeas desaparecían y morían; surgían prósperos centros industriales, ribeteados de chimeneas y hornos llameantes.
Esta dramática reconfiguración del paisaje requería una coordinación mucho más compleja entre ciudad y campo. Así, alimentos, energía, personas y materias primas tenían que afluir a los núcleos urbanos, mientras salían de ellos artículos manufacturados, modas, ideas y decisiones financieras. Las dos corrientes se hallaban cuidadosamente integradas en el tiempo y el espacio. Además, dentro de las propias ciudades se necesitaba una variedad de formas espaciales. En el viejo sistema agrícola, las estructuras físicas básicas eran una iglesia, un palacio nobiliario, varias chozas miserables, ocasionalmente una taberna o un monasterio. La civilización de la segunda ola, debido a su división del trabajo mucho más refinada, exigía muchos tipos de espacio más especializados.
Por ello, los arquitectos no tardaron en empezar a crear oficinas, Bancos, comisarías de Policía, fábricas, terminales ferroviarias, grandes almacenes, cárceles, cuartelillos de bomberos, asilos y teatros. Estos numerosos tipos de espacio diferentes tenían que ser ensamblados en formas lógicamente funcionales. Los emplazamientos de fábricas, los caminos que llevaban de casa a la tienda, las relaciones de los apartaderos ferroviarios con los muelles de embarque y depósitos de mercancías, la situación de escuelas y hospitales, de conducciones de agua, canalizaciones, líneas de gas, centrales telefónicas… todo debía ser coordinado espacialmente.
Había que organizar el espacio tan cuidadosamente como una fuga de Bach.
Esta extraordinaria coordinación de espacios especializados —necesaria para llevar a la gente al lugar adecuado en el momento adecuado— era el análogo espacial exacto de la sincronización temporal. En efecto, era sincronización en el espacio. Pues tanto el tiempo como el espacio tenían que ser estructurados más cuidadosamente si se quería que funcionasen las sociedades industriales.
Así como había que suministrar a la gente unidades de tiempo más exactas y uniformizadas, así también se necesitaban unidades de espacio más precisas e intercambiables. Antes de la revolución industrial, cuando aún se dividía el tiempo en toscas unidades como la invertida en el rezo de un padrenuestro, también las medidas espaciales se hallaban sumidas en heterogénea confusión. Por ejemplo, en la Inglaterra medieval una «vara» podía medir desde cinco hasta siete metros. En el siglo XVI, el mejor consejo sobre cómo obtener la medida de una vara era elegir 16 hombres al azar cuando salían de la iglesia, colocarles en fila «con sus pies izquierdos uno detrás de otro» y medir la distancia resultante. Y se utilizaban expresiones más vagas aún, como «un día a caballo», «una hora andando» o «media hora al trote».
Estas imprecisiones no podían ya tolerarse una vez que la segunda ola empezó a modificar las pautas de trabajo y la invisible cuña creó un mercado en constante expansión. Una precisa navegación, por ejemplo, se fue haciendo cada vez más importante a medida que se incrementaba el comercio, y los Gobiernos ofrecieron grandes premios a quien pudiera idear mejores métodos de mantener en su rumbo a los buques mercantes. También en tierra se introdujeron mediciones cada vez más refinadas y unidades más precisas.
Había que despejar y racionalizar la confusa, contradictoria y caótica diversidad de costumbres, leyes y prácticas locales que prevaleció durante la civilización de la primera ola. La falta de precisión y de medidas uniformes constituía un cotidiano motivo de exasperación para los fabricantes y para la naciente clase de comerciantes. Esto explica el entusiasmo con que los revolucionarios franceses, en el alborear de la Era industrial, se aplicaron a la uniformización de distancias mediante el sistema métrico, así como del tiempo mediante un nuevo calendario. Tanta importancia concedían a estos problemas, que los incluyeron entre las primeras cuestiones a tratar cuando la Convención Nacional se reunió por primera vez para proclamar la República.
La segunda ola de cambio trajo también consigo una multiplicación y delimitación de fronteras espaciales. Hasta el siglo XVIII, las fronteras de los imperios eran con frecuencia imprecisas. Como había grandes regiones despobladas, no era necesaria la precisión. Al aumentar la población, incrementarse el comercio y empezar a surgir las primeras fábricas por toda Europa, muchos Gobiernos empezaron sistemáticamente a delimitar sus fronteras. Se delinearon con más claridad las zonas aduaneras. Propiedades locales y aun privadas fueron más cuidadosamente definidas, acotadas, valladas y registradas. Los mapas se hicieron más detallados y completos.
Surgió una nueva imagen del espacio, que se correspondía exactamente con la nueva imagen del tiempo. Al establecer la puntualidad y la programación más límites y plazos temporales, fueron surgiendo más fronteras delimitadoras del espacio. Incluso la linealización del tiempo tuvo su equivalente espacial.
En las sociedades preindustriales, el viaje en línea recta, ya fuese por tierra o por mar, constituía una anomalía. La vereda del campesino, el camino en herradura o el sendero indio serpenteaban conforme a la configuración de la Tierra. Muchas paredes se combaban hacia dentro o hacia fuera o torcían en ángulos irregulares. Las calles de las ciudades medievales se plegaban una sobre otra, se curvaban, enroscaban o retorcían.
Las sociedades de la segunda ola no sólo situaron los barcos en exactos rumbos rectilíneos, sino que construyeron también ferrocarriles cuyos relucientes raíles se extendían en líneas paralelas tan lejos como podía abarcar la vista. Como ha observado el funcionario planificador norteamericano Grady Clay, estas líneas férreas —la denominación misma es reveladora— se convirtieron en el eje en torno al cual tomaron forma nuevas ciudades construidas como siguiendo el diseño de una parrilla. El diseño tipo parrilla, que combina líneas rectas y ángulos de 90 grados, prestaba al paisaje una regularidad y una linealidad características.
Aún ahora, al mirar una ciudad puede verse un revoltijo de calles, plazas, círculos y complicadas intersecciones en los distritos antiguos. Estos dan paso frecuentemente a nítidos diseños reticulares en las partes de la ciudad construidas en períodos posteriores, más industrializados. Otro tanto puede decirse de regiones y países enteros.
Incluso la tierra laborable empezó a mostrar pautas lineales con la mecanización. Los labradores pre industriales, que araban tras los bueyes, creaban surcos curvados, irregulares. Una vez que el buey se había puesto en marcha, el labrador no quería detenerle, y el animal describía una amplia curva al final del surco, formando un sinuoso diseño en la tierra. Hoy, cualquiera que mire desde la ventanilla de un avión ve campos rectangulares arados en surcos que parecen trazados con regla.
La combinación de líneas rectas y ángulos de 90 grados no se reflejó solamente en la tierra y en las calles, sino también en los espacios íntimos experimentados por la mayoría de los hombres y mujeres, las habitaciones en que vivían. En la arquitectura de la Era industrial, rara vez se encuentran paredes curvadas y ángulos no rectos. Cubículos rectangulares sustituyeron a las habitaciones de formas irregulares, y altos edificios llevaron la línea recta verticalmente hacia el cielo, con ventanas que formaban diseños lineales o reticulares en las grandes paredes asomadas sobre calles rectas.
Así, pues, nuestra concepción y experiencia del espacio siguió un proceso de linealización paralelo a la linealización del tiempo. En todas las sociedades industriales, capitalistas o socialistas, orientales u occidentales, la especialización de espacios arquitectónicos, el mapa detallado, el uso de unidades de medida precisas y uniformes y, sobre todo, la línea se convirtieron en una constante cultural, básica de la nueva indusrealidad.
La civilización de la segunda ola no sólo creó nuevas imágenes del tiempo y el espacio y las utilizó para conformar el comportamiento cotidiano, construyó sus propias respuestas a la vieja pregunta: «¿De qué están hechas las cosas?» Cada cultura inventa sus propios mitos y metáforas en un intento de responder a esta pregunta. Algunas imaginan el Universo como una arremolinada «unidad». Se considera a los seres humanos como parte de la Naturaleza, enteramente unidos a las vidas de sus antepasados y sus descendientes, fundidos tan estrechamente con el mundo natural como para participar en la «vivencialidad» real de animales, árboles, piedras y ríos. Además, en muchas sociedades el individuo se concibe a sí mismo menos como una entidad autónoma y privada que como parte de un organismo mayor, la familia, el clan, la tribu o la comunidad.
Otras sociedades han destacado no la integridad o unidad del Universo, sino su división. Han considerado la realidad no como una entidad fusionada, sino como una estructura construida de muchas partes individuales.
Unos dos mil años antes del nacimiento del industrialismo, Demócrito expuso la entonces extraordinaria idea de que el Universo no era un todo inconsútil, sino que se componía de partículas, separadas, indestructibles, irreductibles, invisibles, indivisibles. Dio a esas partículas el nombre de átomos. En los siglos siguientes apareció y reapareció la idea de un Universo formado de irreductibles bloques de materia. En China, poco después de la época de Demócrito, en el Mo Ching, se definía aparentemente un «punto» como una línea que había sido partida en segmentos tan cortos que ya no se la podía subdividir más. También en la India la teoría del átomo o unidad irreductible de realidad surgió no mucho después de los tiempos de Cristo. En la antigua Roma, el poeta Lucrecio expuso la filosofía atomista. Sin embargo, esta imagen de la materia no pasó de ser una concepción minoritaria, a menudo ridiculizada o despreciada.
Fue sólo en el alborear de la segunda ola cuando el atomismo se convirtió en una idea dominante, al tiempo que varias corrientes de influencias entremezcladas convergían para revolucionar nuestra concepción de la materia.
A mediados del siglo XVII, un clérigo francés llamado Fierre Gassendi, astrónomo y filósofo del Colegio Real de París, comenzó argumentando que la materia debía de estar compuesta de ultrapequeños corpúsculos. Influido por Lucrecio, Gassendi se convirtió en tan vehemente defensor de la concepción atómica de la materia, que sus ideas cruzaron pronto el Canal de la Mancha y llegaron a Robert Boyle, joven científico que estudiaba a la sazón la comprensibilidad de los gases. Boyle trasladó la idea del atomismo desde la teoría especulativa hasta el laboratorio y llegó a la conclusión de que incluso el aire mismo estaba compuesto de diminutas partículas. Seis años después de la muerte de Gassendi, Boyle publicó un trabajo en el que sostenía que cualquier sustancia —la tierra por ejemplo— que pueda ser disgregada en sustancias más simples no es, ni podría ser, un elemento.
Entretanto, Rene Descartes, matemático educado por los jesuitas y al que Gassendi criticaba, afirmó que la realidad solamente se podía comprender dividiéndola en fragmentos cada vez más pequeños. En sus propias palabras, era necesario «dividir cada una de las dificultades sometidas a examen en el mayor número posible de partes». Así, pues, al comienzo de la segunda ola, el atomismo filosófico avanzaba junto al atomismo físico.
Se trataba de un ataque deliberado a la noción de unidad, un ataque al que no tardaron en sumarse oleada tras oleada de científicos, matemáticos y filósofos que se dedicaron a romper el Universo en fragmentos más pequeños aún, con resultados excitantes. Una vez que Descartes publicó su Discurso del método —escribe el microbiólogo Rene Dubos—, «surgieron inmediatamente innumerables descubrimientos al ser aplicado a la medicina». En química y otros campos, la combinación de la teoría atómica y el método atómico de Descartes produjo sorprendentes avances. A mediados del siglo XVIII, la noción de que el Universo se componía de partes y subpartes independientes y separables era ya de conocimiento común, parte de la emergente indusrealidad.
Toda nueva civilización toma ideas del pasado y las reconfigura de formas que le ayudan a comprenderse a sí misma en relación al mundo. Para una naciente sociedad industrial —una sociedad que comenzaba a avanzar hacia la producción en serie de productos ensamblados compuestos de elementos constitutivos separados—, la idea de un Universo ensamblado, compuesto también de elementos constitutivos separados, era, probablemente, una idea indispensable.
Había también razones políticas y sociales para la aceptación del modelo atómico de realidad. Al estrellarse contra las viejas instituciones preexistentes de la primera ola, la segunda ola necesitaba separar a la gente de la familia extendida, de la omnipotente Iglesia, de la monarquía. El capitalismo industrial necesitaba una justificación racional para el individualismo. Al iniciarse la decadencia de la vieja civilización agrícola, al extenderse el comercio y multiplicarse las ciudades en el siglo o dos siglos que precedieron al despuntar del industrialismo, las nuevas clases mercantiles, exigiendo libertad para comerciar, prestar y ampliar sus mercados, dieron nacimiento a una nueva concepción del individuo, la persona como átomo.
La persona no era ya un mero apéndice pasivo de la tribu, la casta o el clan, sino un individuo libre y autónomo. Cada individuo tenía derecho a poseer propiedades, adquirir bienes, vagabundear o trabajar, prosperar o morirse de hambre según sus propios esfuerzos activos, con el correlativo derecho a elegir una religión y a perseguir la felicidad privada. En resumen, la indusrealidad dio nacimiento a una concepción de un individuo que se asemejaba en gran manera a un átomo… irreductible, indestructible, la partícula básica de la sociedad.
El tema atómico apareció incluso, como hemos visto, en la política, donde el voto se convirtió en la partícula final. Reapareció en nuestra concepción de los asuntos internacionales como compuestos de unidades autónomas, impenetrables e independientes llamadas naciones. No sólo la materia física, también la materia social y política se concebía en términos de unidades autónomas o átomos. El tema atómico penetraba todas las esferas de la vida.
Esta imagen de la realidad como compuesta de fragmentos separables encajaba, a su vez, perfectamente con las nuevas imágenes del tiempo y el espacio, divisibles también en unidades definibles más y más pequeñas. La civilización de la segunda ola, al extenderse y dominar a las sociedades «primitivas» y a la civilización de la primera ola, propagó esta concepción industrial, cada vez más coherente y consistente de la persona, la política y la sociedad.
Sin embargo, faltaba una última pieza para completar el sistema lógico.
Una civilización no puede programar efectivamente las vidas, a no ser que posea alguna explicación respecto a por qué suceden las cosas, y ello aunque su explicación esté compuesta de nueve partes de misterio y una parte de análisis. Las personas, al llevar a la práctica los imperativos de su cultura, necesitan alguna seguridad de que su comportamiento producirá resultados. Y esto implica alguna respuesta al perenne por qué. La civilización de la segunda ola se presentó con una teoría tan poderosa, que parecía suficiente para explicarlo todo.
Una piedra se estrella contra la superficie de un estanque. Ondas concéntricas se extienden rápidamente sobre el agua. ¿Por qué? ¿Qué es lo que produce este suceso? Es probable que los hijos del industrialismo dijesen: «Porque alguien la tiró».
Un caballero europeo instruido del siglo XII o XIII, al intentar responder a esta pregunta, habría tenido ideas muy diferentes de las nuestras. Probablemente habría recurrido a Aristóteles y buscado una causa material, una causa formal, una causa eficiente y una causa final, ninguna de las cuales habría sido suficiente, por sí sola, para explicar nada. Un sabio medieval chino podría haber hablado del yin y el yang y del campo de fuerza de influencias en que se creía se producían todos los fenómenos. La civilización de la segunda ola encontró su respuesta a los misterios de la causalidad en el espectacular descubrimiento de Newton de la ley de la gravitación universal. Para Newton, las causas eran «las fuerzas aplicadas a los cuerpos para engendrar movimiento». El ejemplo clásico de la causa y efecto newtonianos es el de las bolas de billar que chocan una con otra y se mueven en respuesta la una a la otra. Esta noción de cambio, centrada exclusivamente en fuerzas exteriores mensurables y fácilmente identificables, era sumamente eficaz porque armonizaba a la perfección con las nuevas nociones indusreales de espacio y tiempo lineales. De hecho, la causalidad newtoniana o mecanicista, que acabó siendo adoptada al extenderse por Europa la revolución industrial, reunió toda la indusrealidad en un bloque herméticamente cerrado y sellado.
Si el mundo se componía de partículas separadas —bolas de billar en miniatura—, entonces todas las causas provenían de la interacción de esas bolas. Una partícula o átomo golpeaba a otra. La primera era la causa del movimiento de la segunda. Ese movimiento era el efecto del movimiento de la primera. No había acción sin movimiento en el espacio y ningún átomo podía estar en más de un lugar al mismo tiempo.
De pronto, un Universo que había parecido complejo, desordenado, impredictible, ricamente abarrotado, misterioso y revuelto, empezaba a parecer pulcro y ordenado. Todo fenómeno, desde el átomo alojado en una célula humana hasta la más fría estrella del distante cielo nocturno, podía ser comprendido como materia en movimiento, cada partícula activando a la siguiente y forzándola a moverse en una incesante danza de la existencia. Para el ateo, esta concepción proporcionaba una explicación de la vida en la que, como dijo más tarde Laplace, la hipótesis de Dios era innecesaria. Sin embargo, para el religioso aún quedaba lugar para Dios, ya que Él podía ser considerado como el primer motor que utilizaba el taco para poner en movimiento las bolas de billar y luego, quizá, se retiraba del juego.
Esta metáfora de la realidad penetró como una inyección de adrenalina intelectual en la naciente cultura indusreal. Uno de los filósofos radicales que contribuyeron a crear el clima de la Revolución francesa, el barón D’Holbach, exultaba: «El Universo, esa vasta ensambladura de todo cuanto existe, presenta solamente materia y movimiento: el todo ofrece a nuestra contemplación sólo una inmensa, una ininterrumpida sucesión de causas y efectos».
Todo está ahí, todo implicado en una breve y triunfante proposición: el Universo es una realidad ensamblada, hecha de partes diferentes reunidas en una «ensambladura». La materia sólo puede ser entendida en términos de movimiento, es decir, movimiento a través del espacio. Los acontecimientos se producen en una sucesión [lineal], un desfile de acontecimientos que se mueven a lo largo de la línea del tiempo. Pasiones humanas como el odio, el egoísmo o el amor —continuaba D’Holbach— podían compararse con fuerzas físicas como la repulsión, la inercia o la tracción, y un sabio Estado político podría manipularlas para el bien público del mismo modo que un científico podría manipular el mundo físico para el bien común.
Precisamente de esta imagen indusreal del Universo, de las presunciones contenidas en su interior, es de donde proceden algunas de las más potentes de nuestras pautas de comportamiento personal, social y político. Encerrada en ellas yacía la implicación de no sólo el Cosmos y la Naturaleza, sino también la sociedad y las personas se comportaban conforme a ciertas leyes fijas y predecibles. De hecho, los más grandes pensadores de la segunda ola fueron precisamente los que con más lógica y vigor afirmaron el sometimiento del Universo a unas leyes.
Newton parecía haber descubierto las leyes que programaban a los cielos. Darwin había identificado leyes que programaban la evolución social. Y Freud, supuestamente, revelaba las leyes que programaban la psiquis. Otros —científicos, ingenieros, científicos sociales, psicólogos— seguían buscando todavía más, o diferentes, leyes.
La civilización de la segunda ola tenía ahora a su disposición una teoría de la causalidad que parecía milagrosa por su poder y su amplia aplicabilidad. Muchas cosas que hasta entonces parecían complejas, podían ser reducidas a sencillas fórmulas explicatorias. Y no era que hubiese que aceptar esas leyes o reglas simplemente porque las hubiera formulado Newton, o Marx, o alguien. Estaban sometidas a experimentos y pruebas empíricas. Podían ser válidas. Utilizándolas, podíamos construir puentes, enviar ondas de radio al firmamento, predecir los cambios biológicos y explicar los ya efectuados; podíamos manipular la economía, organizar movimientos o máquinas políticas e incluso —así lo afirmaban— prever y moldear el comportamiento del individuo.
Todo lo que se necesitaba era encontrar la variable crítica para explicar cualquier fenómeno. Podíamos conseguir cualquier cosa con sólo que lográramos encontrar la «bola de billar» adecuada y golpearla desde el mejor ángulo.
Esta nueva causalidad, combinada con las nuevas imágenes del tiempo, el espacio y la materia, liberó a gran parte de la especie humana de la tiranía de los antiguos ídolos. Hizo posible triunfales logros en ciencia y tecnología, milagros de conceptualización y realizaciones prácticas. Desafió el autoritarismo y liberó a la mente de muchos milenios de prisión. Pero la indusrealidad creó también su propia y nueva prisión, una mentalidad industrial que despreciaba o ignoraba lo que no podía cuantificar, que, con frecuencia, ensalzaba el rigor crítico y castigaba a la imaginación, que reducía a las personas a supersimplificadas unidades protoplásmicas, que siempre acababa buscando una solución de ingeniería para cualquier problema.
Y tampoco era la indusrealidad tan moralmente neutral como pretendía. Era, como hemos visto, la superideología militante de la civilización de la segunda ola, el autojustificante manantial del que brotaban las características ideologías izquierdistas y derechistas de la Era industrial. Como cualquier cultura, la civilización de la segunda ola creó filtros distorsionantes a cuyo través llegaron sus habitantes a verse a sí mismos y al Universo. Este conjunto de ideas, imágenes y presunciones —y las analogías que derivaban de ellas— formó el más poderoso sistema cultural de la Historia.
Finalmente, la indusrealidad, el aspecto cultural del industrialismo, conformó la sociedad que ayudó a construir. Ayudó a crear la sociedad de grandes organizaciones, grandes ciudades, centralizadas burocracias y el mercado que todo lo penetraba, ya fuese capitalista o socialista. Ensambló a la perfección con los nuevos sistemas energéticos, sistemas familiares, sistemas económicos, sistemas tecnológicos, sistemas políticos y de valores que, juntos, formaban la civilización de la segunda ola.
En toda esa civilización en su conjunto, y en unión con sus instituciones, sus tecnologías y su cultura, lo que ahora se está desintegrando bajo un alud de cambio mientras la tercera ola se extiende, a su vez, por el Planeta. Vivimos en la fase final e irrecuperable del industrialismo. Y, mientras la Era industrial pasa a la Historia, nace una Era nueva.