Toda civilización tiene un código oculto, un conjunto de reglas o principios que presiden todas sus actividades y las impregnan de un repetido diseño. Al extenderse el industrialismo por el Planeta, se hizo visible su diseño oculto. Se componía de seis principios interrelacionados que programaban el comportamiento de millones de personas. Surgidos naturalmente del divorcio entre producción y consumo, estos principios afectaron a todos los aspectos de la vida, desde el sexo y las diversiones, hasta el trabajo y la guerra.
Gran parte de los airados conflictos que actualmente tienen lugar en nuestras escuelas, empresas y Gobiernos se centran en esta media docena de principios, al aplicarlos y defenderlos instintivamente las personas de la segunda ola y desafiarlos y atacarlos los de la tercera ola. Pero eso es adelantarse a la Historia.
El más conocido de estos principios de la segunda ola es la uniformización. Todo el mundo sabe que las sociedades industriales crean millones de productos idénticos. Pero pocas personas han reparado en que, una vez que el mercado adquirió importancia, hicimos algo más que limitarnos a uniformizar botellas de «Coca-Cola», bombillas y mecanismos de transmisión para automóviles. Aplicamos el mismo principio a muchas otras cosas. Entre los primeros en captar la importancia de esta idea figuró Theodore Vail, quien, a principios de siglo, fundó la American Telephone & Telegraph Company, dándole unas dimensiones gigantescas[4]. Trabajando como empleado postal de ferrocarriles a finales de la década de 1860, Vail había advertido que dos cartas no siempre ni necesariamente iban a su destino por la misma ruta. Las sacas de correo iban de un lado a otro, y con frecuencia tardaban semanas o meses en llegar a su destino. Vail introdujo la idea del itinerario uniformado — todas las cartas que iban al mismo sitio seguirían el mismo camino — y ayudó a revolucionar el servicio de correos. Cuando, más tarde, fundó la AT&T, se propuso instalar un teléfono idéntico en cada hogar americano.
Vail uniformó no sólo el aparato telefónico individual y todos sus componentes, sino también los procedimientos comerciales y la administración. En un anuncio publicitario de 1908, justificó su absorción de pequeñas compañías telefónicas argumentando en favor de «una cámara de compensación uniformizadora» que proporcionaría economía en la «construcción de equipo, líneas e instalaciones, así como en los métodos de funcionamiento y servicios legales», por no mencionar «un sistema uniforme de administración y contabilidad». Lo que Vail comprendió es que para triunfar en el entorno de la segunda ola había que uniformizar el «material intelectual» —es decir, procedimientos y sistemas administrativos—, juntamente con el material físico.
Vail fue sólo uno de los grandes uniformizadores que moldearon la sociedad industrial. Otro fue Frederick Winslow Taylor, ingeniero convertido en cruzado, quien creía que se podía dar un carácter científico al trabajo haciendo que fuesen uniformes para todos los obreros cada uno de los pasos en que se realizaba el trabajo. En las primeras décadas de este siglo, Taylor decidió que había una forma mejor de realizar cada trabajo, una herramienta mejor con la que realizarlo y un tiempo estipulado en que terminarlo.
Armado con esta filosofía, se convirtió en el gurú organizativo del mundo. En su tiempo, y después, fue comparado con Freud, Marx y Franklin. Pero no fueron los patronos capitalistas, ansiosos por extraer de sus obreros hasta la última onza de productividad, los únicos en admirar el taylorismo, con sus expertos en productividad, sus esquemas de trabajo y sus controladores. Los comunistas compartieron su entusiasmo. De hecho, Lenin urgió a que se adaptaran los métodos de Taylor para su uso en la producción socialista. Industrializador primero y comunista después, también Lenin fue un ardiente partidario de la uniformización.
En las sociedades de la segunda ola, se fueron uniformizando también los procedimientos de contratación, además del trabajo. Se utilizaron tests uniformizados para identificar y descartar a los supuestamente ineptos, especialmente en el servicio civil. Las escalas de salarios fueron uniformizadas a todo lo largo de industrias enteras, junto con los beneficios marginales, horas para el almuerzo, fiestas y procedimientos para dilucidar quejas. A fin de preparar a los jóvenes para el mercado de trabajo, los educadores crearon cursos uniformizados. Hombres como Binet y Terman crearon tests de inteligencia uniformizados. Otro tanto se hizo con los sistemas de graduación escolar, procedimientos de admisión y reglas de acreditación. Surgió también el test de múltiple elección.
Entretanto, los medios de comunicación difundían una imaginería uniformada, de tal modo que millones de personas leían los mismos anuncios, las mismas noticias, los mismos relatos cortos. La represión de los idiomas minoritarios llevada a cabo por los Gobiernos centrales, junto con la influencia de los perfeccionados sistemas de transporte, condujo a la casi desaparición de dialectos locales y regionales e incluso idiomas enteros, tales como el gales y el alsaciano. Un francés, inglés, americano «uniformizados», y aun ruso, sustituyeron a idiomas «no uniformizados». Partes importantes del país empezaron a parecer idénticas, al paso que empezaban a surgir en todas partes surtidores de gasolina, carteleras y casas idénticas. El principio de uniformización penetraba en todos los aspectos de la vida cotidiana.
A un nivel más profundo aún, la civilización industrial necesitaba pesos y medidas uniformizados. No es casualidad que uno de los primeros actos de la Revolución francesa, que introdujo la Era del industrialismo en Francia, fuese un intento de sustituir la complicada tabla de unidades de medida, común en la Europa industrial, por el sistema métrico y un nuevo calendario. La segunda ola difundió medidas uniformes por gran parte del mundo.
Además, si la producción en serie requería la uniformización de máquinas, productos y procesos, el mercado en expansión exigía una correspondiente uniformización del dinero, e incluso de los precios. Históricamente, el dinero había sido emitido por Bancos y personas particulares, así como por reyes. Todavía en el siglo XIX, se seguía utilizando dinero de emisión privada en algunas partes de los Estados Unidos, y la práctica duró hasta 1935 en Canadá. Sin embargo, gradualmente las naciones que se iban industrializando fueron suprimiendo todas las monedas no gubernamentales y lograron imponer en su lugar una moneda única y uniforme.
Además, hasta el siglo XIX seguía siendo habitual que compradores y vendedores de los países industriales regatearan por cada transacción al tradicional estilo de un bazar de El Cairo. En 1825 llegó a Nueva York un joven emigrante de Irlanda del Norte llamado A. T. Stewart, que abrió una mercería y desconcertó a clientes y competidores por igual introduciendo un precio fijo para cada objeto. Esta política de precio único —uniformización de precios— convirtió a Stewart en uno de los magnates comerciales de su tiempo y despejó uno de los principales obstáculos que se oponían al desarrollo de la distribución en masa.
Con independencia de sus otras discrepancias, los pensadores avanzados de la segunda ola compartían la convicción de que la uniformización era eficaz. Por tanto, en muchos niveles la segunda ola produjo una nivelación de diferencias mediante una inexorable aplicación del principio de uniformización.
Un segundo gran principio impregnó el funcionamiento de todas las sociedades de la segunda ola: la especialización. Cuanta más diversidad eliminaba la segunda ola en materia de idioma, ocio y estilo de vida, más diversidad se necesitaba en la esfera del trabajo. Acelerando la división del trabajo, la segunda ola sustituyó al campesino más o menos habilidoso por el especialista concienzudo y el obrero que solamente realizaba una tarea repetida hasta el infinito a la manera preconizada por Taylor.
Ya en 1720, un informe británico sobre The Advantages of the East India Trade señalaba que la especialización podía conseguir que las tareas se efectuasen con «menos pérdida de tiempo y de trabajo». En 1776, Adam Smith iniciaba La riqueza de las naciones con la resonante afirmación de que «el mayor progreso en el poder productivo del trabajo… parece[n] haber sido los efectos de la división del trabajo».
En un pasaje ya clásico, Smith describió la fabricación de un alfiler. Un trabajador al viejo estilo, escribió, realizando por sí solo todas las operaciones necesarias, sólo podría producir un puñado de alfileres al día, no más de veinte y quizá ni siquiera uno. En contraste con ello, Smith describía una «manufactoría» que había visitado, en la que las 18 operaciones distintas requeridas para hacer un alfiler eran llevadas a cabo por diez obreros especializados, cada uno de los cuales efectuaba sólo unos cuantos pasos. Juntos, podían producir más de 48.000 alfileres al día… más de 4.800 por obrero.
Para el siglo XIX, al ir desplazándose cada vez más trabajo a la fábrica, la historia del alfiler fue repitiéndose una y otra vez a escala mayor aún. Y los costos humanos de la especialización aumentaron en consonancia. Los críticos del industrialismo formularon la acusación de que el trabajo repetitivo altamente especializado deshumanizaba progresivamente al obrero.
Cuando Henry Ford empezó a fabricar en 1908 los «modelos T» no se necesitaban 18 operaciones diferentes para terminar una unidad, sino 7.882. En su autobiografía, Ford indicó que de estos 7.882 trabajos especializados, 949 requerían «hombres fuertes, de complexión robusta y condiciones físicas casi perfectas», 3.338 necesitaban hombres de fuerza física simplemente «ordinaria»; la mayoría de los demás podían ser realizados por «mujeres o niños mayores» y, continuaba fríamente, «descubrimos que 670 podían ser realizados por hombres sin piernas, 2.637 por hombres de una sola pierna, dos por hombres sin brazos, 715 por hombres de un solo brazo y diez por ciegos». En resumen, el trabajo especializado requería, no una persona completa, sino sólo una parte. Nunca se ha aducido una prueba más vivida de que la superespecialización puede resultar embrutecedora.
Pero una práctica que los críticos atribuían al capitalismo se convirtió en característica inherente también al socialismo. Pues la extrema especialización del trabajo que era común a todas las sociedades de la segunda ola tenía sus raíces en el divorcio entre producción y consumo. La URSS, Polonia, Alemania Oriental o Hungría no tienen en la actualidad más posibilidades de dirigir una fábrica sin recurrir a una refinada especialización que el Japón o los Estados Unidos, cuyo Departamento de Trabajo publicó en 1977 una lista de veinte mil ocupaciones diferentes identificables.
Además, en los Estados industriales, tanto capitalistas como socialistas, la especialización fue acompañada por una creciente marea de profesionalización. Siempre que a un grupo de especialistas se les presentaba la oportunidad de monopolizar un conocimiento esotérico y mantener a los advenedizos fuera de su campo, surgían nuevas profesiones. Al avanzar la segunda ola, el mercado se interpuso entre poseedor de conocimientos y cliente, separándolos de forma tajante en productor y consumidor. Así, en las sociedades de la segunda ola la salud llegó a ser considerada como un producto suministrado por un médico y una burocracia sanitaria, más que como resultado de unos inteligentes cuidados dispensados a sí mismo por el paciente (producción para propio uso). La educación era supuestamente «producida» por el maestro en la escuela y «consumida» por el alumno.
Toda clase de grupos ocupacionales, desde bibliotecarios a viajantes de comercio, empezaron a reivindicar el derecho a llamarse a sí mismos profesionales… y la facultad de fijar normas, precios y condiciones para ingresar en sus especialidades. En la actualidad, según Michael Pertschuk, presidente de la U. S. Federal Trade Commision, «nuestra cultura está dominada por profesionales que nos llaman "clientes" y nos hablan de nuestras "necesidades"».
En las sociedades de la segunda ola, incluso la agitación política fue concebida como profesión. Así, Lenin afirmaba que las masas no podían provocar una revolución sin ayuda profesional. Lo que se necesitaba —decía— era una «organización de revolucionarios», de la que sólo podrían formar parte «personas cuya profesión es la de revolucionario».
Entre comunistas, capitalistas, ejecutivos, educadores, sacerdotes y políticos, la segunda ola produjo una mentalidad común y una tendencia hacia una división del trabajo más refinada aún. Como el príncipe Alberto en la gran Exposición del Palacio de Cristal de 1851, estaban convencidos de que la especialización era «la potencia impulsora de la civilización». Los grandes uniformizadores y los grandes especializadores marchaban tomados de la mano.
El cisma cada vez más amplio abierto entre producción y consumo impuso también un cambio en la forma en que las gentes de la segunda ola se enfrentaban al tiempo. En un sistema dependiente del mercado, ya se trate de una mercado dirigido o de un mercado libre, el tiempo equivale a dinero. No se puede permitir que máquinas costosas permanezcan ociosas, y funcionen a ritmos exclusivamente suyos. Esto produjo el tercer principio de la civilización industrial: la sincronización.
Incluso en las sociedades primitivas, el trabajo tenia que ser cuidadosamente organizado en el tiempo. Los guerreros tenían que actuar con frecuencia al unísono para atrapar su presa. Los pescadores tenían que coordinar sus esfuerzos para remar o halar sus redes. Hace muchos años, George Thomson mostró cómo diversos cantos reflejaban las exigencias del trabajo. Para los remeros, el tiempo se marcaba con un simple sonido de dos sílabas, como ¡o-op! La segunda sílaba indicada el momento de máximo esfuerzo, mientras que la primera señalaba la preparación. Tirar de un bote —observó— era un trabajo más duro que remar, «así que los momentos de esfuerzo se espacian a intervalos más largos», y vemos, como en el grito irlandés utilizado al halar, ¡ok-li-ho-htip!, una preparación mucho más larga para el esfuerzo final.
Hasta que la segunda ola introdujo la maquinaría y silenció los cantos del trabajador, la mayor parte de esta sincronización del esfuerzo era orgánica o natural. Dimanaba del ritmo de las estaciones y de procesos biológicos, de la rotación de la Tierra y de los latidos del corazón. En cambio, las sociedades de la segunda ola se movían al compás de la máquina.
Al extenderse la producción fabril, el elevado coste de la maquinaria y la estrecha interdependencia del trabajo exigían una sincronización mucho más refinada. Si un grupo de trabajadores de una sección se demoraba en la terminación de una tarea, otros situados más adelante en la cadena de producción se retrasarían también. Así, la puntualidad, nunca más importante en las comunidades agrícolas, se convirtió en una necesidad social. Y empezaron a proliferar los relojes de pared y de bolsillo. Para la década de 1790 eran ya de utilización habitual en Gran Bretaña. Su difusión llegó —en palabras del historiador británico E. P. Thompson— «en el momento exacto en que la revolución industrial exigió una mayor sincronización del trabajo».
No fue una coincidencia el que en las culturas industriales se les enseñara a los niños ya desde temprana edad a tener conciencia del tiempo. Se condicionaba a los alumnos a llegar a la escuela cuando sonaba la campana, a fin de que, más tarde, pudiera confiarse en que llegaran a la fábrica o a la oficina cuando sonase la sirena. Los trabajos fueron cronometrados y divididos en secuencias medidas en fracciones de segundo. «De nueve a cinco» formaba el marco temporal para millones de trabajadores.
No era sólo la vida laboral la que quedó sincronizada. En todas las sociedades de la segunda ola, con independencia de consideraciones políticas o de beneficio, también la vida social quedó supeditada al reloj y adaptada a exigencias de máquina. Ciertas horas quedaron reservadas para el ocio. Vacaciones, fiestas o descansos de duración uniforme se entreveraban en los calendarios de trabajo.
Los niños empezaban y terminaban el año escolar en épocas uniformes. Los hospitales despertaban simultáneamente a todos sus pacientes para el desayuno. Los sistemas de transpone se bamboleaban bajo las horas punta. Las emisoras de radio transmitían programas ligeros a horas especiales. Toda actividad comercial tenía sus horas o temporadas culminantes, sincronizadas con las de sus proveedores y distribuidores. Surgieron especialistas en sincronización, desde programadores y controladores de fábrica, hasta policías de tráfico y cronometradores.
En contraste con todo ello, algunas personas mostraron resistencia al nuevo sistema industrial de tiempo. Y también aquí se manifestaron diferencias sexuales. Los que participaban en el trabajo de la segunda ola —principalmente, hombres— fueron quienes más condicionados quedaron por el reloj.
Los maridos de la segunda ola se quejaban continuamente de que sus esposas les hacían esperar, de que no prestaban atención a la hora, de que tardaban una eternidad en vestirse, de que siempre llegaban tarde a las citas. Las mujeres, dedicadas fundamentalmente a labores caseras no interdependientes, trabajaban conforme a ritmos no mecánicos. Por razones similares, las poblaciones urbanas tendían a considerar lentos y poco formales a los habitantes del campo. «¡Nunca llegan a la hora! ¡Nunca se sabe si acudirán a una cita!». El origen directo de tales quejas radicaba en la diferencia entre el trabajo de la segunda ola, basado en una acentuada interdependencia, y el trabajo de la primera ola, centrado en el campo y en el hogar.
Una vez que la segunda ola extendió su predominio, incluso las más íntimas rutinas de la vida quedaron comprendidas en el sistema de ritmo industrial. En los Estados Unidos y la Unión Soviética, en Singapur y en Suecia, en Francia y en Dinamarca, Alemania y Japón, las familias se levantaban simultáneamente, Comían al mismo tiempo, salían al trabajo, trabajaban, regresaban a casa, se acostaban, dormían e incluso hacían el amor más o menos al unísono, al paso que la civilización entera, además de la uniformización y la especialización, aplicaba el principio de sincronización.
El auge del mercado dio origen a otra regla de la civilización de la segunda ola: el principio de concentración.
Las sociedades de la primera ola vivían de fuentes muy dispersas de energía. Las sociedades de la segunda ola se hicieron casi por completo dependientes de depósitos altamente concentrados de combustible fósil.
Pero la segunda ola no concentró solamente la energía. Concentró también la población, desplazando los habitantes de las zonas rurales y reinstalándolos en centros urbanos gigantescos. Concentró incluso el trabajo. Mientras que en las sociedades de la primera ola el trabajo se desarrollaba en todas partes —en el hogar, en la aldea, en los campos—, en las sociedades de la segunda ola gran parte del trabajo se realizaba en fábricas en las que se congregaban miles de trabajadores bajo un mismo techo.
Y no sólo se concentraron la energía y el trabajo. En un artículo inserto en la publicación de ciencias sociales británica New Society, Stan Cohén ha señalado que, con pequeñas excepciones, antes del industrialismo «los pobres permanecían en el hogar o con algunos parientes; los delincuentes eran multados, azotados o expulsados de un poblado a otro; los locos permanecían con sus familias o eran mantenidos por la comunidad, si eran pobres». Todos estos grupos se hallaban, pues, dispersos a todo lo largo de la comunidad.
El industrialismo revolucionó la situación. De hecho, se ha denominado a los comienzos del siglo XIX la «época de los grandes encarcelamientos…», los delincuentes eran concentrados en cárceles, los enfermos mentales eran concentrados en manicomios y los niños lo eran en escuelas del mismo modo que los obreros eran concentrados en fábricas.
La concentración se dio también en las aportaciones de capital, con lo cual la civilización de la segunda ola dio nacimiento a la corporación gigante y, por encima de ella, al trust o monopolio. Para mediados de la década de los 60, las tres grandes compañías automovilísticas de los Estados Unidos producían el 94% de todos los automóviles americanos. En Alemania, cuatro compañías —Volkswagen, Daimler-Benz, Opel (GM) y Ford-Werke— fabricaban, entre ellas solas, el 91% de la producción. En Francia, Renault, Citroen, Simca y Peugeot fabricaban virtualmente el ciento por ciento. En Italia, Fiat producía por sí sola el 90% de todos los coches.
De forma similar, en los Estados Unidos el 80% o más del aluminio, la cerveza, los cigarrillos y los alimentos para el desayuno eran producidos por cuatro o cinco Compañías en cada terreno. En Alemania, el 92% de todos los tintes y pinturas, el 98% de los carretes fotográficos, el 91% de las máquinas de coser industriales, eran producidas por cuatro o menos Compañías en cada una de las respectivas categorías. Es larguísima la lista de industrias altamente concentradas.
Los administradores socialistas estaban convencidos también de que la concentración de la producción era «eficiente». De hecho, muchos ideólogos marxistas de los países capitalistas acogieron con satisfacción la creciente concentración de la industria en los países capitalistas como paso necesario en el camino que conduciría a la definitiva concentración total de la industria bajo los auspicios del Estado. Lenin hablaba de la «conversión de todos ciudadanos en obreros y empleados de un solo y enorme "sindicato", el Estado entero». Medio siglo más tarde, el economista soviético N. Lelyujina podía informar, en Voprosy Ekonomiki, que «la URSS posee la industria más concentrada del mundo».
Ya fuera en energía, población, trabajo, educación u organización económica, el principio concentrador de la civilización de la segunda ola tenía unas raíces profundas, más profundas que cualesquiera diferencias ideológicas existentes entre Moscú y Occidente.
La escisión provocada entre producción y consumo creó también en todas las sociedades de la segunda ola un caso de «macrofilia» obsesiva, una especie de apasionamiento tejano por las grandes dimensiones y el desarrollo. Si era cierto que series mayores de producción en la fábrica determinarían costes unitarios más bajos, entonces, por analogía, los aumentos de escala producirían también economías en otras actividades. «Grande» se convirtió en sinónimo de «eficiente», y la maximización se transformó en el quinto principio fundamental.
Ciudades y naciones se jactaban de poseer el rascacielos más alto, el embalse más grande o el campo de golf en miniatura mayor del mundo. Como, además, la grandeza era consecuencia del desarrollo, la mayoría de los Gobiernos, corporaciones y otras organizaciones industriales, perseguían frenéticamente el ideal del desarrollo y el crecimiento.
Obreros y gerentes japoneses de la Matsushita Electric Company cantaban juntos cada día:
…esforzándonos al máximo por aumentar la producción,
enviando nuestros artículos a los pueblos del mundo,
interminable y continuamente,
como el agua que brota de un manantial.
¡Crece, industria! ¡Crece, crece, crece!
¡Armonía y sinceridad!
¡Matsushita Electric!
En 1960, cuando los Estados Unidos concluían la etapa de industrialismo tradicional y empezaban a sentir los primeros efectos de la tercera ola de cambio, sus cincuenta corporaciones industriales más grandes habían crecido hasta el punto de dar empleo a un promedio de 80.000 obreros cada una. La General Motors empleaba por sí sola a 595.000 personas, y una empresa pública, la AT&T de Vail, daba trabajo a 736.000 hombres y mujeres. Esto significaba, al promedio de 3,3 personas por familia de aquel año, que bastante más de dos millones de seres dependían de los salarios que pagaba esta sola Compañía, cifra igual a la mitad de la población de todo el país cuando Hamilton y Washington estaban configurándolo como una nación. (Desde entonces, la AT&T ha adquirido proporciones aún más gigantescas. Para 1970, daba ya trabajo a 956.000 personas, habiendo añadido 136.000 empleados a su fuerza de trabajo en un período de sólo doce meses).
AT&T era un caso especial, y, desde luego, los americanos eran peculiarmente adictos a lo grande. Pero la macrofilia no era monopolio de los americanos. En Francia, 1.400 firmas —un mero 0,0025% de todas las Compañías— empleaban al 38% de toda la fuerza del trabajo. Los Gobiernos de Alemania, Gran Bretaña y otros países estimulaban activamente las fusiones para crear Compañías aún mayores, en la creencia de que una mayor escala les ayudaría a competir con los gigantes americanos.
Y tampoco esta maximización de escala era un simple reflejo de la maximización del beneficio. Marx había asociado la «creciente escala de los establecimientos industriales» con el «más amplio desarrollo de sus poderes materiales». A su vez, Lenin afirmó que «las grandes empresas, trusts y asociaciones empresariales habían llevado a su más alto grado de desarrollo la técnica de la producción en serie». Su primera orden después de la Revolución soviética fue consolidar la vida económica rusa en el menor número posible de las más grandes unidades posibles. Stalin insistió más aún en este sentido y construyó nuevos y grandes proyectos: el complejo siderúrgico de Magnitogorsk, otro en Zaporozhstal, la fundición de cobre de Baljash, las fábricas de tractores de Jarkof y Stalingrado. Preguntaba cuan grande era una instalación norteamericana, y luego ordenaba la construcción de una mayor.
En The Cult of Bigness in Soviet Economic Planning, el doctor León M. Hermán escribe: «En diversas partes de la URSS, los políticos locales se enzarzaron en una carrera por atraer los "más grandes proyectos del mundo"». En 1938, el partido comunista prevenía contra la «gigantomanía», pero con poco efecto. Incluso en la actualidad los dirigentes comunistas soviéticos y del Este de Europa son víctimas de lo que Hermán llama «la devoción al gigantismo».
Esta fe en la pura escala derivaba de las suposiciones de la segunda ola sobre la naturaleza de la «eficiencia». Pero la macrofilia del industrialismo iba más allá de las simples fábricas. Se reflejaba en la agregación de muchas clases distintas de datos en el instrumento estadístico conocido como producto nacional bruto (PNB), que medía la «escala» de una economía totalizando el valor de los bienes y servicios producidos en ella. Este instrumento de los economistas de la segunda ola tenía muchos fallos. Desde el punto de vista del PNB, era indiferente que la producción se refiriese a alimentos, educación y servicios sanitarios o municiones. La contratación de una cuadrilla de obreros para construir una casa aumentaba el PNB tanto como si se la contrataba para demolerla, aunque en el primer caso se incrementaba el número de viviendas, y en el segundo, se disminuía. Y también, al medir sólo actividad de mercado o intercambios, el PNB relegaba a la insignificancia a todo un sector de la economía basado en producción no remunerada, la educación de los hijos y las faenas domésticas, por ejemplo.
Pese a tales defectos, los Gobiernos de la segunda ola se lanzaron en todo el mundo a una ciega carrera por aumentar a toda costa el PNB, maximizando el «crecimiento» aun a riesgo de un desastre ecológico y social. El principio macrofílico estaba tan profundamente arraigado en la mentalidad industrial, que nada parecía más razonable. La maximización si situó junto a la uniformización, la especialización y las otras normas industriales fundamentales.
Finalmente, todas las naciones industriales convirtieron la centralización en un bello arte. Si bien la Iglesia y muchos gobernantes de la primera ola sabían perfectamente cómo centralizar el poder, actuaban con sociedades mucho menos complejas y eran toscos aficionados en comparación con los hombres y mujeres que centralizaban las sociedades industriales a partir de su misma base.
Todas las sociedades complicadas requieren una mezcla de operaciones centralizadas y descentralizadas. Pero el cambio de una economía de primera ola básicamente descentralizada —en la que cada localidad era, en gran medida, responsable de la producción adecuada para satisfacer sus propias necesidades— a las economías nacionales integradas de la segunda ola, condujo a métodos completamente nuevos para centralizar el poder. Éstos entraron en funcionamiento al nivel de compañías individuales, industrias y de la economía como un todo.
Los primeros ferrocarriles constituyen una ilustración clásica. Comparados con otros negocios, eran los gigantes de su tiempo. En los Estados Unidos, sólo 41 fábricas tenían en 1850 una capitalización de 250.000 dólares o más. Por el contrario, el New York Central Railroad se jactaba, ya en 1860, de una capitalización de treinta millones de dólares. Para dirigir tan gigantesca empresa te necesitaban nuevos métodos de administración.
Por tanto, los primitivos directores de ferrocarriles, como los directores del programa espacial en nuestros tiempos, tuvieron que inventar nuevas técnicas. Uniformizaron tecnologías, pasajes y horarios. Sincronizaron operaciones a lo largo de miles de kilómetros. Crearon nuevas ocupaciones y departamentos especializados. Concentraron capital, energía y personas. Lucharon por maximizar la escala de sus redes. Y para lograr todo esto crearon nuevas formas de organización, basadas en la centralización de la información y el mando.
Los empleados fueron divididos en «explotación» y «administración». Se iniciaron informes diarios para proporcionar datos sobre movimientos de trenes, cargamentos, daños, mercancías perdidas, reparaciones, kilómetros por máquina, etc. Toda esta información ascendía por una cadena centralizada de mando hasta llegar al superintendente general, que tomaba las decisiones y transmitía las órdenes.
Los ferrocarriles, como ha puesto de manifiesto el historiador comercial Alfred D. Chandler, no tardaron en convertirse en modelo para otras grandes organizaciones, y en todas las naciones de la segunda ola se llegó a considerar la dirección centralizada como un avanzado y refinado instrumento.
También en política estimuló la segunda ola la centralización. Ya a finales de la década de 1780, esto quedó ilustrado en los Estados Unidos por la batalla para sustituir las no centralistas cláusulas de la Confederación por una constitución más centralista. En general, los intereses rurales de la primera ola se resistieron a la concentración de poder en el Gobierno nacional, mientras que los intereses comerciales de la segunda ola, encabezados por Hamilton, argüían, en The Federalist y otros lugares, que un fuerte Gobierno central era esencial no sólo por razones militares y de política exterior, sino también para favorecer el crecimiento económico.
La Constitución resultante de 1787 fue un ingenioso compromiso entre ambas posturas. Como las fuerzas de la primera ola eran todavía poderosas, la Constitución reservó importantes facultades a los Estados, en vez de limitarlas al Gobierno central. Para impedir ostensiblemente un fuerte poder central, estableció también una singular separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Pero la Constitución contenía también un lenguaje elástico, que acabaría por permitir al Gobierno federal ampliar drásticamente su radio de acción.
A medida que la industrialización empujaba al sistema político hacia una mayor centralización, el Gobierno de Washington fue asumiendo un creciente número de poderes y responsabilidades y monopolizando cada vez más los centros de decisión. Mientras tanto, dentro del Gobierno federal, el poder se desplazó desde el Congreso y los tribunales hasta la más centralista de las tres ramas: el Ejecutivo. Para la época de Nixon, el historiador Arthur Schlesinger (en otro tiempo ardiente centralizador) atacaba ya la «presidencia imperial».
Las presiones hacia la centralización política eran más fuertes aún fuera de los Estados Unidos. Una rápida ojeada a Suecia, Japón, Gran Bretaña o Francia, basta para hacer que el sistema de los Estados Unidos parezca, en comparación, descentralizado. Jean-Francois Revel, autor de Ni Marx ni Jesús, así lo muestra al describir cómo reaccionan los Gobiernos ante la protesta política: «Cuando en Francia se prohibe una manifestación, nunca existe la menor duda sobre el origen de la prohibición. Si se trata de una manifestación política importante, es el Gobierno (central) —dice—. Sin embargo, en los Estados Unidos, cuando es prohibida una manifestación, la primera pregunta que todo el mundo se hace es: «¿Por quién?». Revel señala que, de ordinario, es alguna autoridad local que opera autónomamente.
Los extremos de la centralización política se dieron, naturalmente, en las naciones industriales marxistas. En 1850 Marx pedía una «decisiva centralización del poder en manos del Estado». Engels, como antes Hamilton, atacó las confederaciones descentralizadas como «un enorme paso hacia atrás». Más tarde, los soviets, ansiosos por acelerar la industrialización, se dedicaron a construir la estructura política y económica más altamente centralizada de todas, sometiendo incluso las más nimias decisiones relativas a la producción, al control de los planificadores centrales.
La gradual centralización de una economía antes descentralizada se vio ayudada, además, por un crucial invento cuyo mismo nombre revela su finalidad: el Banco Central.
En 1694, en los albores mismos de la Era industrial, mientras Newcomen frangollaba todavía con la máquina de vapor, William Paterson organizó el Banco de Inglaterra, que se convirtió en un modelo para instituciones centralistas similares en todos los países de la segunda ola. Ningún país podía completar su fase de la segunda ola sin construir su propio equivalente de esta máquina destinada al control central del dinero y el crédito.
El Banco de Paterson vendía bonos del Gobierno; emitía moneda con el respaldo del Gobierno; más tarde empezó a regular las actividades de préstamos de otros Bancos. Finalmente, asumió la función fundamental de todos los Bancos centrales en la actualidad: el control central de las existencias de dinero. En 1800 se formó el Banco de Francia con finalidades similares. A éste siguió la creación del Reichsbank en 1875.
En los Estados Unidos, el choque entre las fuerzas de la primera y la segunda ola condujo, poco después de adoptada la Constitución, a una importante batalla en torno a la Banca central. Hamilton, el más brillante defensor de las políticas de la segunda ola, propugnaba la creación de un Banco nacional según el modelo inglés. Se oponían el Sur y el fronterizo Oeste, todavía apegados a la agricultura. Sin embargo, con el apoyo del Nordeste, en vías de industrialización, logró imponer la legislación que creó el Banco de los Estados Unidos, precursor del actual Sistema Federal de Reserva.
Utilizados por los Gobiernos para regular el ritmo y el nivel de la actividad del mercado, los Bancos centrales introdujeron en las economías capitalistas —por la puerta trasera, por así decirlo— cierto grado de planificación extraoficial a corto plazo. El dinero fluía por todas las arterias en las sociedades de la segunda ola, tanto capitalistas como socialistas. Ambas necesitaban —y, por tanto, crearon— una centralizada estación bombeadora de dinero. Banca central y Gobierno centralizado marchaban de la mano. La centralización fue otro principio dominante de la civilización de la segunda ola.
Por tanto, lo que vemos es un conjunto de seis principios o líneas directrices, un «programa» que, en mayor o menor medida, operó en todos los países de la segunda ola. Esta media docena de principios —uniformización, especialización, sincronización, concentración, maximización y centralización— se aplicaron por igual en los sectores capitalista y socialista de la sociedad industrial porque dimanaban, ineludiblemente, de la brecha abierta entre productor y consumidor y de la cada vez más extensa función del mercado.
A su vez, estos principios, reforzándose mutuamente, acabaron por conducir al auge de la burocracia. Produjeron algunas de las más grandes, rígidas y poderosas organizaciones burocráticas que el mundo ha conocido jamás, dejando al individuo extraviado en un universo kafkiano de megaorganizaciones. Si hoy nos sentimos oprimidos y abrumados por ellas, podemos hallar el origen de nuestros problemas en el oculto código que programó la civilización de la segunda ola.
Los seis principios que formaron ese código prestaron un sello distintivo a la civilización de la segunda ola. Actualmente —como no tardaremos en ver—, todos y cada uno de esos principios fundamentales están siendo atacados por las fuerzas de la tercera ola.
Porque, en efecto, son las élites de la segunda ola las que están aplicando todavía estas reglas… en los negocios, en la Banca, en las relaciones laborales, en el Gobierno, en la educación, en los medios de comunicación. Pues el nacimiento de una nueva civilización constituye un desafío a todos los intereses de la antigua.
En los levantamientos que se avecinan, las élites de todas las sociedades industriales —tan acostumbradas a fijar las reglas— seguirán probablemente el camino de los señores feudales del pasado. Unas se verán desbordadas. Otras serán destronadas. Otras quedarán reducidas a la impotencia o a un penoso esfuerzo por conservar las apariencias. Algunas —las más inteligentes y capaces de adaptación— acabarán por transformarse y emergerán como dirigentes de la civilización de la tercera ola.
Para comprender quién gobernará mañana las cosas, cuando domine por entero la tercera ola, debemos primero conocer exactamente quién gobierna las cosas hoy.