La segunda ola, como una reacción nuclear en cadena, separó violentamente dos aspectos de nuestras vidas que siempre, hasta entonces, habían sido uno solo. Al hacerlo, introdujo una gigantesca e invisible cuña en nuestra economía, nuestras mentes e incluso en nuestra personalidad sexual.
A un nivel, la revolución industrial creó un sistema social maravillosamente integrado, con sus propias tecnologías distintivas, sus propias instituciones sociales y sus propios canales de información, todos ellos perfectamente ensamblados entre sí. Pero a otro nivel destruyó la unidad subyacente de la sociedad, creando una forma de vida llena de tensión económica, conflicto social y malestar psicológico. Sólo si comprendemos cómo ha moldeado nuestras vidas esta invisible cuña a lo largo de la Era de la segunda ola, podremos apreciar todo el impacto de la tercera ola, que está empezando ahora a remoldearnos.
Las dos mitades de la vida humana que la segunda ola separó fueron la producción y el consumo. Estamos acostumbrados, por ejemplo, a pensar en nosotros mismos como productores o consumidores. Esto no fue siempre cierto. Hasta la revolución industrial, la gran mayoría de todos los alimentos, bienes y servicios producidos por la especie humana, eran consumidos por los propios productores, sus familias o una pequeña élite, que recogía los excedentes para su propio uso.
En casi todas las sociedades agrícolas, la gran mayoría de las personas eran campesinos, que se agrupaban en pequeñas comunidades semiaisladas. Llevaban una vida de mera subsistencia, cultivando apenas lo suficiente para mantenerse ellos vivos, y a sus amos, contentos. Careciendo de medios para almacenar alimentos durante largos períodos de tiempo, careciendo de las carreteras necesarias para transportar sus productos a mercados lejanos, y conscientes de que cualquier aumento en sus rendimientos sería, probablemente, confiscado por el dueño de esclavos o señor feudal, carecían también de incentivos para mejorar la tecnología o incrementar la producción.
Existía el comercio, desde luego. Sabemos que un pequeño número de intrépidos mercaderes transportaban mercancías a lo largo de miles de kilómetros por medio de camellos, carretas o barcos. Sabemos que surgieron ciudades que dependían de los alimentos procedentes del campo. En 1519, cuando los españoles llegaron a México, quedaron asombrados al encontrar en Tlatelolco millares de personas dedicadas a comprar y vender joyas, metales preciosos, esclavos y sandalias, ropas, chocolate, cuerdas, pieles, pavos, verduras, conejos, perros y miles de variados y distintos objetos de cerámica. The Fugger Newsletter, despachos privados para banqueros alemanes en los siglos XVI y XVII, presenta una colorista evidencia de las dimensiones que entonces tenía el comercio. Una carta de Cochin, desde la India, describe con detalle las penalidades de un mercader europeo que llegó con cinco naves para comprar pimienta y transportarla a Europa. «Una tienda de pimienta es un buen negocio —explica—, pero requiere gran celo y perseverancia». Este mercader transportaba también clavo, nuez moscada, harina, canela, macis y especias diversas al mercado europeo.
Sin embargo, todo este comercio representaba sólo un elemento mínimo en la Historia, comparado con la extensión de la producción para el uso inmediato por el esclavo o siervo agrícola. Incluso en el siglo XVI, según Fernand Braudel, cuya investigación histórica sobre el período no ha sido mejorada por nadie, toda la región mediterránea —desde Francia y España, por un lado, hasta Turquía al otro— mantenía a una población de sesenta o setenta millones de personas, el 90% de las cuales vivía de los productos de la tierra, produciendo sólo una pequeña cantidad de mercancías para el comercio. Escribe Braudel: «El 60% o quizás el 70% de la producción total del Mediterráneo nunca entró en la economía de mercado». Y si esto ocurría en la región mediterránea, ¿qué debemos pensar de la Europa Septentrional, donde el suelo rocoso y los largos y fríos inviernos hacían más difícil aún para los campesinos extraer de la tierra un excedente de producción?
Podremos comprender mejor la tercera ola si concebimos la economía de la primera ola, antes de la revolución industrial, como compuesta de dos sectores. En el sector A, la gente producía para su propio uso. En el sector B producía para el comercio o el intercambio. El sector A era de dimensiones enormes; el sector B era muy reducido. Por tanto, para la mayoría de las personas, producción y consumo se fundían en una sola función sustentadora. Era tan completa esta unidad, que los griegos, los romanos y los europeos medievales no distinguían entre las dos. Carecían incluso de una palabra para designar al consumidor. A todo lo largo de la primera ola, sólo una mínima fracción de la población dependía del mercado; la mayoría de la gente vivía en gran parte fuera de él. En palabras del historiador R. H. Tawney, «las transacciones pecuniarias constituían una actividad marginal en un mundo de economía natural». La segunda ola modificó violentamente esta situación. En lugar de personas de comunidades esencialmente autosuficientes, creó por primera vez en la Historia una situación en que la inmensa mayoría de todos los alimentos, bienes y servicios, estaban destinados a la venta, el trueque o el cambio. Hizo desaparecer virtualmente por completo los bienes producidos para el propio consumo —para uso del productor o de su familia— y creó una civilización en la que casi nadie, ni siquiera el granjero, era ya autosuficiente. Todo el mundo pasó a ser casi totalmente dependiente de los alimentos, bienes o servicios producidos por algún otro.
En resumen, el industrialismo rompió la unión de producción y consumo y separó al productor del consumidor. La economía fundida de la primera ola se transformó en la economía dividida de la segunda ola.
Las consecuencias de esta fisión fueron trascendentales. Aun ahora se nos hace difícil comprenderlas. En primer lugar, la plaza del mercado —antes fenómeno secundario y periférico— penetró en el vórtice mismo de la vida. La economía se «mercatizó». Y esto sucedió tanto en las economías industriales capitalistas como en las socialistas.
Los economistas occidentales tienden a considerar el mercado como un hecho puramente capitalista y utilizan a menudo el término como si fuese sinónimo de «economía de beneficio». Sin embargo, según todo lo que sabemos de la Historia, el intercambio —y, por consiguiente, la plaza de mercado— surgió antes que el beneficio e independientemente de él. Pues el mercado, estrictamente hablando, no es más que una red de intercambio, un cuadro de distribución, como si dijéramos, a través del cual bienes o servicios, como mensajes, son encauzados a sus debidos destinos. No se trata de algo intrínsecamente capitalista. Un tal cuadro de distribución es tan esencial a una sociedad industrial socialista como a un industrialismo motivado por la idea de beneficio[3].
A lo largo de estas páginas, el término «mercado» se utiliza en su sentido genérico, más que en el habitual y restrictivo. Pero, dejando aun lado la semántica, subsiste la cuestión fundamental: cuando se separan productor y consumidor, es necesario algún mecanismo que medie entre ellos. Este mecanismo, cualquiera que sea su forma, es que yo llamo mercado.
En resumen, allá donde llegó la segunda ola y la finalidad de la producción se desplazó del uso al cambio, tenía que haber un mecanismo a cuyo través pudiera efectuarse el intercambio. Tenía que haber un mercado. Pero el mercado no era pasivo. El historiador económico Karl Polanyi nos ha mostrado cómo el mercado, que se hallaba subordinado a los objetivos sociales o religioso-culturales de las sociedades primitivas, pasó a fijar los objetivos de las sociedades industriales. La mayoría de las personas fueron absorbidas en el sistema del dinero. Los valores comerciales se convirtieron en centrales, el desarrollo económico (medido por las dimensiones del mercado) se transformó en el objetivo fundamental de los Gobiernos, fuesen capitalistas o socialistas.
El mercado era una institución expansiva y reforzadora de sí misma. Así como la antigua división del trabajo había estimulado ante todo el comercio, ahora la existencia misma de un mercado o cuadro de distribución estimuló una mayor división del trabajo y condujo a un extraordinario aumento de productividad. Se había puesto en movimiento un proceso autoamplificador.
Esta explosiva expansión del mercado contribuyó a la elevación de los niveles de vida más rápida que el mundo había experimentado jamás.
Sin embargo, en política, los Gobiernos de la segunda ola se encontraron crecientemente desgarrados por una nueva clase de conflicto nacido de la división entre producción y consumo. El énfasis marxista sobre la lucha de clases ha oscurecido sistemáticamente el conflicto, más amplio y profundo, que surgió entre las demandas de productores (tanto trabajadores como gestores) de salarios y beneficios más altos y la contrademanda de consumidores (incluyendo a esas mismas personas) de precios más bajos. El vaivén de la política económica se balanceaba sobre este fulcro.
El desarrollo del movimiento de consumidores en los Estados Unidos, los recientes levantamientos en Polonia contra las alzas de precios decretadas por el Gobierno, el enardecido y constante debate en Gran Bretaña sobre política de precios e ingresos, las mortales luchas ideológicas en la Unión Soviética sobre si debe darse prioridad a la industria pesada o a los bienes de consumo, constituyen aspectos del profundo conflicto engendrado en toda sociedad, capitalista o socialista, por la división abierta entre producción y consumo.
No sólo la política, también la cultura se vio afectada por esta división, pues produjo la civilización más calculadora, comercializada, codiciosa y metalizada de la Historia. No hace falta ser marxista para estar de acuerdo con la famosa acusación del Manifiesto comunista de que la nueva sociedad «no dejó más nexo entre hombre y hombre que el desnudo interés, que el inexorable "pago en metálico"». Relaciones personales, vínculos familiares, amor, amistad, lazos de vecindad y de comunidad, todo quedó teñido o corrompido por el lucro comercial.
Aunque acertó al identificar esta deshumanización de los lazos interpersonales, Marx se equivocó, sin embargo, al atribuirla al capitalismo. Naturalmente, escribía en una época en que la única sociedad industrial que él podía observar tenía forma capitalista. Actualmente, después de más de medio siglo de experiencia con sociedades industriales basadas en el socialismo de Estado, sabemos que la adquisividad agresiva, la corrupción comercial y la reducción de las relaciones humanas a términos fríamente económicos no son monopolio del sistema de beneficio.
Pues la obsesiva preocupación por el dinero, los bienes y las cosas no es un reflejo del capitalismo o del socialismo, sino del industrialismo, es un reflejo del papel central desempeñado por el mercado en todas las sociedades en las que la producción se separa del consumo, en las que todo el mundo depende del mercado, más que de sus propias capacidades productivas, para las necesidades de la vida.
En una sociedad así, cualquiera que sea su estructura política, no sólo se compra, vende y cambian productos, sino también trabajo, ideas, arte y almas. El agente de compras occidental que se embolsa una comisión ilegal no es tan diferente del editor soviético que recibe cantidades de los autores a cambio de aprobar la publicación de sus obras, o del fontanero que exige una botella de vodka para hacer aquello que se le paga por hacer. El artista francés, británico o americano que escribe o pinta exclusivamente por dinero, no es tan diferente del novelista, pintor o autor teatral polaco, checo o soviético que vende su libertad creativa por gajes económicos tales como una dacha, bonos, acceso a un automóvil nuevo u otros bienes de otro modo inalcanzables.
Esta corrupción es inherente al divorcio operado entre producción y consumo. La necesidad misma de un mercado o cuadro de distribución para reunir a productor y consumidor, para transportar bienes desde el productor hasta el consumidor, sitúa por fuerza a los que controlan el mercado en una posición de poder excesivo, con independencia de la retórica a que recurran para justificar ese poder.
Este divorcio entre producción y consumo, que se convirtió en característica definidora de todas las sociedades industriales de la segunda ola, afectó incluso a nuestras mentes y a nuestras suposiciones sobre la personalidad. Se llegó a considerar el comportamiento como una serie de transacciones. En lugar de una sociedad basada en la amistad, el parentesco o la lealtad feudal o tribal, al paso de la segunda ola surgió una civilización basada en lazos contractuales, reales o sobrentendidos. Incluso maridos y mujeres hablan hoy de contratos matrimoniales.
La brecha abierta entre estas dos funciones —productor y consumidor— creó al mismo tiempo una personalidad dual. La misma persona que (como productor) era aleccionada por la familia, la escuela y el jefe a renunciar a la gratificación, a ser disciplinada, controlada, morigerada, obediente, a ser un jugador de equipo, era simultáneamente aleccionada (como consumidor) a buscar la gratificación instantánea, a ser hedonista, más que calculadora, a prescindir de la disciplina, a perseguir su placer individual… en resumen, a ser una clase totalmente distinta de persona. En Occidente, sobre todo, se dirigió sobre el consumidor toda la potencia de la publicidad, urgiéndole a pedir prestado, a comprar sin reflexión, a «vuele ahora, pague después», y, con ello, a realizar un servicio patriótico por mantener en funcionamiento las ruedas de la economía.
Finalmente, la misma gigantesca cuña que separó al productor del consumidor en las sociedades de la segunda ola, separó también el trabajo en dos clases. Esto ejerció un enorme impacto sobre la vida familiar, sobre los papeles sexuales y sobre nuestras vidas interiores en cuanto individuos.
Uno de los estereotipos sexuales más comunes de la sociedad industrial define a los hombres como «objetivos» en orientación, y a las mujeres, como «subjetivas». Si hay en esto un núcleo de verdad, ello se debe probablemente no a alguna realidad biológica permanente, sino a los efectos psicológicos de la cuña invisible.
En las sociedades de la primera ola, la mayor parte del trabajo se realizaba en los campos o en el hogar, con el esfuerzo conjunto de la familia a manera de unidad económica y estando destinada la mayor parte de la producción al consumo dentro del poblado o de la hacienda. La vida de trabajo y la vida de hogar estaban fundidas y entremezcladas. Y como cada poblado era en gran medida autosuficiente, el éxito de los campesinos en un lugar no dependía de lo que ocurriese en otro. Incluso dentro de la unidad de producción, la mayoría de los trabajadores realizaba una gran variedad de tareas, intercambiando y modificando sus papeles por exigencias derivadas de la estación climatológica o relativas a enfermedad, o por elección. La división preindustrial del trabajo era muy primitiva. Como consecuencia, el trabajo en las sociedades agrícolas de la primera ola se caracterizaba por bajos niveles de interdependencia.
La segunda ola, al extenderse por Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros países, desplazó el trabajo desde el campo y el hogar a la fábrica, e introdujo un nivel mucho más elevado de interdependencia. El trabajo exigía ahora un esfuerzo colectivo, división del trabajo, coordinación, integración de muchas habilidades diferentes. Su éxito dependía del comportamiento cooperativo cuidadosamente planeado de miles de personas separadas entre sí, muchas de las cuales jamás se habían visto las unas a las otras. Si una gran acería o una fábrica de vidrio no servía los suministros necesarios a una fábrica de automóviles, ello podría, en determinadas circunstancias, producir repercusiones a través de toda una industria o una economía regional.
La colisión de trabajos de baja y de alta interdependencia originó un grave conflicto en relación con funciones, responsabilidades y remuneraciones. Los primeros propietarios de fábricas, por ejemplo, se quejaban de que sus obreros eran irresponsables, de que no les importaba la eficacia de la fábrica, de que se iban a pescar cuando más se les necesitaba, hacían payasadas o se emborrachaban. De hecho, la mayoría de los primeros obreros industriales eran gentes de origen rural, acostumbradas a una muy débil interdependencia, y tenían poco o ningún conocimiento de su propia función en el proceso de producción general ni de los fallos, averías y disfunciones ocasionados por su «irresponsabilidad». Además, como la mayoría de ellos ganaba salarios misérrimos, carecían de incentivos para preocuparse.
En el choque entre estos dos sistemas de trabajo parecieron triunfar las nuevas formas de trabajo. Se fue transfiriendo un volumen cada vez mayor de producción a la fábrica y la oficina. El campo se vio despojado de población. Millones de obreros se convirtieron en parte de redes de elevada interdependencia. El trabajo de la segunda ola oscureció a la vieja y atrasada forma asociada con la primera ola.
Pero esta victoria de la interdependencia sobre autosuficiencia nunca se consumó por completo. Hubo un lugar en que la antigua forma de trabajo se mantuvo obstinadamente. Ese lugar era el hogar.
Cada hogar subsistió como una unidad descentralizada dedicada a la reproducción biológica, la educación de los hijos y la transmisión cultural. Si una familia no se reproducía o no preparaba bien a sus hijos para vivir en el sistema de trabajo, sus fracasos no ponían necesariamente en peligro la realización de esas tareas por la familia vecina. En otras palabras el trabajo doméstico seguía siendo una actividad de baja interdependencia.
El ama de casa continuaba, como siempre, realizando una serie de cruciales funciones económicas. «Producía». Pero producía para el sector A —para su propia familia—, no para el mercado.
Mientras el marido, por regla general, salía a realizar el trabajo económico directo, la esposa se quedaba de ordinario para realizar el trabajo económico indirecto. El hombre asumía la responsabilidad de la forma históricamente más avanzada de trabajo; la mujer quedaba atrás para ocuparse de la forma más antigua y atrasada de trabajo. Él entraba, como si dijéramos, en el futuro; ella permanecía en el pasado.
Esta división produjo una escisión en la personalidad y la vida interior. La naturaleza pública o colectiva de la fábrica y la oficina, la necesidad de coordinación o integración, trajeron consigo un énfasis en el análisis objetivo y las relaciones objetivas. Los hombres, preparados desde la niñez para su papel en el taller, donde se desenvolverían en un mundo de interdependencias, eran incitados a tornarse «objetivos». Las mujeres, preparadas desde el nacimiento para las tareas de reproducción, cuidado de los hijos y labores domésticas, realizadas en considerable medida en completo aislamiento social, eran aleccionadas para ser «subjetivas»… y se las consideraba frecuentemente incapaces de la clase de pensamiento racional y analítico que, supuestamente, acompañaba a la objetividad.
Nada sorprendentemente, las mujeres que abandonaban el relativo aislamiento del hogar para dedicarse a una producción interdependiente eran a menudo acusadas de haberse desfeminizado, de haberse vuelto frías, duras y… objetivas.
Además, las diferencias sexuales y los estereotipos de función sexual se vieron agudizadas por la engañosa identificación de los hombres con la producción y de las mujeres con el consumo, aunque también los hombres consumían y las mujeres producían. En resumen, si bien las mujeres se hallaban oprimidas mucho antes de que la segunda ola comenzase a recorrer la Tierra, se puede en gran medida encontrar el origen de la moderna «batalla de los sexos» en el conflicto surgido entre dos estilos de trabajo, y, más lejos aún, en el divorcio entre producción y consumo. La economía dividida profundizó también la división sexual.
Por tanto, lo que hemos visto hasta ahora, es que, una vez fue incrustada la cuña invisible que separó al productor del consumidor, se produjeron varios y profundos cambios: Fue preciso formar o extender un mercado que conectase a los dos; surgieron nuevos conflictos políticos y sociales; se definieron nuevos papeles sexuales. Pero la división entrañaba mucho más que esto. Significaba también que las sociedades de la segunda ola tendrían que operar de forma similar… que tendrían que cumplir ciertos requisitos básicos. Era indiferente que el objeto de la producción fuese o no el beneficio, que los «medios de producción» fuesen públicos o privados, que el mercado fuese «libre» o «dirigido», que la retórica fuese capitalista o socialista.
Mientras la producción estuviese destinada al intercambio, en lugar de al uso; mientras tuviese que circular a través del cuadro de distribución económico o mercado, era preciso seguir ciertos principios de la segunda ola.
Una vez identificados esos principios, queda al descubierto la dinámica oculta de todas las sociedades industriales. Además, podemos prever la forma típica de pensar de las gentes de la segunda ola. Pues esos principios contribuyeron a crear las reglas básicas, el código de comportamiento, de la civilización de la segunda ola.