Hace trescientos años —medio siglo arriba o abajo— se oyó una explosión cuya onda expansiva recorrió la Tierra, demoliendo antiguas sociedades y creando una sociedad totalmente nueva. Esta explosión fue, naturalmente, la revolución industrial. Y la gigantesca fuerza de impetuosa marea que desató sobre el mundo —la segunda ola— chocó con todas las instituciones del pasado y cambió la forma de vida de millones de personas.
Durante los largos milenios en que la civilización de la primera ola ejerció su absoluta soberanía, la población del Planeta podría haberse dividido en dos categorías, los «primitivos» y los «civilizados». Las llamadas sociedades primitivas, que vivían en pequeñas bandas y tribus y subsistían mediante la caza o la pesca, eran las que habían sido dejadas de lado por la revolución agrícola.
Por el contrario, el mundo «civilizado» estaba constituido por aquella parte del Planeta en que la mayoría de la gente cultivaba el suelo. Pues dondequiera que surgió la agricultura, echó raíces la civilización. Desde China y la India hasta Benin y México, en Grecia y en Roma, las civilizaciones nacieron y murieron, lucharon y se fundieron en interminable y policroma mezcla.
Pero por debajo de sus diferencias existían similitudes fundamentales. En todas ellas, la tierra era la base de la economía, la vida, la cultura, la estructura familiar y la política. En todas ellas prevaleció una sencilla división del trabajo y surgieron unas cuantas clases y castas perfectamente definidas: una nobleza, un sacerdocio, guerreros, ilotas, esclavos o siervos. En todas ellas el poder era rígidamente autoritario. En todas ellas, el nacimiento determinaba la posición de cada persona en la vida. Y en todas ellas la economía estaba descentralizada, de tal modo que cada comunidad producía casi todo cuanto necesitaba.
Hubo excepciones… nada es simple en la Historia. Había culturas comerciales cuyos marineros cruzaban los mares, y reinos altamente centralizados, organizados en torno a gigantescos sistemas de riego. Pero, pese a tales diferencias, estamos justificados para considerar todas estas civilizaciones aparentemente distintas como casos especiales de un fenómeno único: la civilización agrícola, la civilización extendida por la primera ola.
Durante su dominación se dieron ocasionales indicios de cosas futuras. En las antiguas Grecia y Roma existieron embrionarias factorías de producción en masa. Se extrajo petróleo en una de las islas griegas en el año 400 a. de J.C., y en Birmania, en el 100 de nuestra Era. Florecieron grandes burocracias en Babilonia y en Egipto. Surgieron extensas metrópolis urbanas en Asia y América del Sur. Había dinero e intercambios comerciales. Rutas comerciales surcaban los desiertos, los océanos y las montañas, desde Catay hasta Calais. Existían corporaciones y naciones incipientes. Existió incluso, en la antigua Alejandría, un sorprendente precursor de la máquina de vapor.
Sin embargo, no hubo en ninguna parte nada que ni remotamente hubiera podido denominarse una civilización industrial. Estos atisbos del futuro, por así decirlo, fueron meras singularidades producidas aisladamente en la Historia, dispersas a lo largo de lugares y períodos distintos. Nunca se combinaron, ni hubieran podido combinarse, en un sistema coherente. Por tanto, hasta 1650-1750, podemos hablar de un mundo de la primera ola. Pese a los parches de primitivismo y a los indicios del futuro industrial, la civilización agrícola dominaba el Planeta y parecía destinada a dominarlo siempre.
Este era el mundo en que estalló la revolución industrial, desencadenando la segunda ola y creando una extraña, poderosa y febrilmente enérgica contracivilización. El industrialismo era algo más que chimeneas y cadenas de producción. Era un sistema social rico y multilateral que afectaba a todos los aspectos de la vida humana y combatía todas las características del pasado de la primera ola. Produjo la gran factoría Willow Run en las afueras de Detroit, pero puso también el tractor en la granja, la máquina de escribir en la oficina y el frigorífico en la cocina. Creó el periódico diario y el cine, el «Metro» y el «DC-3». Nos dio el cubismo y la música dodecafónica. Nos dio los edificios de Bauhaus y las sillas de Barcelona, huelgas de brazos caídos, píldoras vitamínicas y una vida más larga. Universalizó el reloj de pulsera y la urna electoral. Más importante, unió todas estas cosas —las ensambló como una máquina— para formar el sistema social más poderoso, cohesivo y expansivo que el mundo había conocido jamás: la civilización de la segunda ola.
Al extenderse a través de varias sociedades, la segunda ola encendió una sangrienta y prolongada guerra entre los defensores del pasado agrícola y los partidarios del futuro industrial. Las fuerzas de la primera y la segunda ola chocaron frontalmente, apañando a un lado y, a menudo, diezmando a los pueblos «agrícolas» que encontraban en su camino.
En los Estados Unidos, esta colisión comenzó con la llegada de los europeos, resueltos a establecer una civilización agrícola, de primera ola. Una marea agrícola blanca avanzó inconteniblemente hacia el Oeste, despojando a los indios, dejando un sedimento de granjas y poblados agrícolas, en incesante progresión hacia el Pacífico.
Pero, pisándoles los talones a los granjeros, llegaron también los primeros industrializadores, agentes del futuro de la segunda ola. Fábricas y ciudades empezaron a surgir en Nueva Inglaterra y Estados de la costa atlántica. Para mediados del siglo XIX, el Nordeste tenía un sector industrial en rápida expansión que producía armas de fuego, relojes, aperos de labranza, hilaturas, máquinas de coser y otros artículos, mientras el resto del continente continuaba gobernado por los intereses agrícolas. Las tensiones económicas y sociales entre las fuerzas de la primera y la segunda ola crecieron en intensidad hasta 1861, año en que estallaron en violencia armada.
La guerra civil norteamericana no se libró exclusivamente, como muchos creían, por la cuestión moral de la esclavitud ni por cuestiones económicas tan mezquinas como la relativa a los aranceles. Se libró por una cuestión de alcance mucho mayor: ¿Iba a ser gobernado el Nuevo Continente por los granjeros o por los industrializadores, por las fuerzas de la primera ola o por las de la segunda? ¿Iba a ser la futura sociedad americana fundamentalmente agrícola o industrial? Cuando los ejércitos del Norte vencieron, la suerte quedó echada. La industrialización de los Estados Unidos estaba asegurada. A partir de ese momento, en política y en la vida social y cultural, la agricultura fue batiéndose en retirada y comenzó a ganar preponderancia la industria. La primera ola fue perdiendo ímpetu mientras avanzaba, pujante, la segunda.
En otros lugares se produjo también el mismo choque de civilizaciones. En Japón, la Restauración Meiji, iniciada en 1868, repitió, en términos inequívocamente japoneses, la misma lucha entre pasado agrícola y futuro industrial. La abolición del feudalismo hacia 1876, la rebelión del clan Satsuma en 1877, la adopción de una constitución de corte occidental en 1889, fueron reflejos de la colisión de las olas primera y segunda en el Japón… pasos en el camino que condujo al surgimiento del Japón como primera potencia industrial.
También en Rusia se produjo la misma colisión entre las fuerzas de la primera y la segunda ola. La revolución de 1917 fue la versión rusa de la guerra civil americana. No se libró fundamentalmente, como parecía, por el comunismo, sino, una vez más, por la cuestión de la industrialización. Cuando los bolcheviques borraron los últimos vestigios de servidumbre y monarquía feudal, relegaron a un segundo plano la agricultura y aceleraron conscientemente el industrialismo. Se convinieron en el partido de la segunda ola.
En un país tras otro fue estallando el mismo choque entre los intereses de la primera ola y los de la segunda, originando crisis políticas y agitaciones, huelgas, levantamientos, golpes de Estado y guerras. Sin embargo, para mediados del siglo XX, las fuerzas de la primera ola estaban desbaratadas, y la civilización de la segunda ola reinaba sobre la Tierra.
En la actualidad, un cinturón industrial ciñe el Globo entre los paralelos 25 y 65 del hemisferio Norte. En América del Norte, unos 250 millones de personas llevan una forma de vida industrial. En la Europa Occidental, desde Escandinavia hasta Italia, otros 250 millones de seres humanos viven bajo el industrialismo. Hacia el Este se halla situada la región industrial «eurorrusa» —Europa Oriental y la parte occidental de la Unión Soviética—, y allí encontramos otros 250 millones de personas que viven en sociedades industriales. Finalmente, llegamos a la región industrial asiática, que comprende Japón, Hong Kong, Singapur, Taiwan, Australia, Nueva Zelanda y partes de Corea del Sur y del continente chino, y allí hay otros 250 millones de personas en sociedades industriales. En total, la civilización industrial se extiende a unos mil millones de seres humanos, la cuarta parte de la población del Globo[1] .
Pese a las diferencias existentes en materia de idioma, cultura, historia y política —diferencias tan profundas que se libran guerras por ellas—, todas estas sociedades de la segunda ola participan de características comunes. De hecho, por debajo de las bien conocidas diferencias subyace un oculto cimiento de similitud.
Y para comprender las encontradas corrientes de cambio de hoy debemos poder identificar con claridad las estructuras paralelas de todas las naciones industriales, el oculto entramado de la civilización de la segunda ola. Pues es ese mismo entramado industrial lo que ahora está saltando en pedazos.
El prerrequisito de cualquier civilización, vieja o nueva, es la energía. Las sociedades de la primera ola obtenían su energía de «baterías vivientes» —potencia muscular animal y humana— o del sol, el viento y el agua. Los bosques eran talados para tener leña con que preparar la comida y calentarse. Ruedas accionadas por corrientes de agua o por la fuerza de las mareas hacían girar piedras de molino. Los molinos de viento rechinaban en los campos. Los animales arrastraban el arado. Se ha calculado que, en la época, de la Revolución francesa, Europa obtenía energía de unos 14 millones de caballos y 24 millones de bueyes. Todas las sociedades de la primera ola explotaban, pues, fuentes renovables de energía. La Naturaleza podía reponer los bosques que tala el viento que hinchaba sus velas, los ríos que hacían girar sus ruedas de paletas. Incluso los animales y las personas eran «esclavos energéticos» renovables.
En contraste con ello, todas las sociedades de la segunda ola empezaron a obtener su energía del carbón, el gas y el petróleo… de combustibles fósiles irremplazables. Este revolucionario cambio, acaecido tras la invención por Newcomen de una máquina de vapor susceptible de explotación en 1712, significaba que, por primera vez, una civilización estaba consumiendo el capital de la Naturaleza, en vez de limitarse a vivir del interés que producía.
Este bucear en las reservas energéticas de la Tierra proporcionó una oculta ayuda a la civilización industrial, acelerando en gran medida su desarrollo económico. Y desde entonces hasta nuestros días, por dondequiera que pasó la segunda ola, las naciones edificaron elevadas estructuras tecnológicas y económicas, basadas en la presunción de que nunca dejarían de poder obtenerse combustibles fósiles baratos.
Tanto en las sociedades industriales capitalistas como en las comunistas, en Oriente como en Occidente, se ha operado este mismo cambio, de la energía dispersa a la concentrada, de la renovable a la no renovable, de muchas fuentes y combustibles diferentes, a unos pocos. Los combustibles fósiles formaron la base energética de todas las sociedades de la segunda ola.
Paralelamente al salto a un nuevo sistema de energía, se produjo un gigantesco avance en el campo de la tecnología. Las sociedades de la primera ola habían descansado en lo que hace dos mil años llamó Vitruvio «invenciones necesarias». Pero esas primitivas cabrias y cuñas, catapultas, lagares, palancas y grúas fueron utilizadas principalmente para amplificar los músculos humanos o animales.
La segunda ola llevó la tecnología a un nivel completamente nuevo. Creó gigantescas máquinas electromecánicas que movían piezas, correas de transmisión, cojinetes y resortes, en medio de constantes chirridos y martilleos. Y estas nuevas máquinas hicieron algo más que aumentar la fuerza del músculo. La civilización industrial dio órganos sensoriales tecnológicos, creando máquinas que podían oír, ver y tocar con mayor exactitud y precisión que los seres humanos. Dio a la tecnología una matriz al inventar máquinas destinadas a engendrar nuevas máquinas en progresión infinita, es decir, las máquinas-herramientas. Más importante: reunió varias máquinas en sistemas interconectados y bajo un mismo techo, creando la factoría y, finalmente, la cadena de montaje dentro de la factoría.
Sobre esta base tecnológica surgieron multitud de industrias, que dieron su sello definidor a la civilización de la segunda ola. Hubo al principio industrias del carbón, textiles y ferrocarriles, luego acerías, fabricación de automóviles, del aluminio, productos químicos y utensilios. Surgieron enormes ciudades fabriles: Lille y Manchester para la fabricación de productos textiles; Detroit para la de automóviles; Essen y —más tarde— Magnitogorsk para el acero, y muchas más.
De estos centros industriales fueron saliendo millones y millones de productos idénticos, camisas, zapatos, automóviles, relojes, juguetes, jabón, champú, cámaras fotográficas, ametralladoras y motores eléctricos. La nueva tecnología posibilitada por el nuevo sistema de energía abrió las puertas a la producción en serie.
Sin embargo, la producción en serie carecía de sentido si no se llevaban a cabo cambios paralelos en el sistema de distribución. En las sociedades de la primera ola, las mercancías se confeccionaban normalmente con métodos artesanos. Los productos eran creados de uno en uno sobre una base rutinaria. Otro tanto puede decirse de la distribución.
Es cierto que grandes y perfeccionadas Compañías comerciales habían sido constituidas por mercaderes en las grietas cada vez mayores del viejo orden feudal en Occidente. Estas compañías abrieron rutas comerciales por todo el mundo, organizaron convoyes de buques y caravanas de camellos. Vendían vidrio, papel, seda, nuez moscada, té, vino y lana, índigo y macis.
Sin embargo, la mayor parte de estos productos llegaba a los consumidores a través de pequeñas tiendas o sobre los hombros o en los carros de buhoneros, que se desperdigaban por las zonas rurales. Las malas comunicaciones y los primitivos medios de transporte limitaban drásticamente el mercado. Estos tenderos al por menor y vendedores ambulantes no podían ofrecer sino muy pocos surtidos catálogos, y a menudo se quedaban sin este o aquel artículo durante meses, incluso años, seguidos.
La segunda ola introdujo en este rechinante y sobrecargado sistema de distribución cambios que fueron tan radicales, a su manera, como los más conocidos progresos realizados en la producción. Ferrocarriles, carreteras y canales hicieron accesibles las zonas interiores, y con el industrialismo llegaron los «palacios del comercio», los primeros grandes almacenes. Surgieron complejas redes de intermediarios, vendedores al por mayor, comisionistas y representantes de los fabricantes, y en 1871 George Huntington Hartford, cuya primera tienda en Nueva York estaba pintada de color bermellón y su sección de Caja tenía forma de pagoda china, hizo por la distribución lo que más tarde hizo Henry Ford por la fabricación. La llevó a un estadio completamente nuevo, creando el primer sistema de cadena comercial del mundo: la Great Atlantic and Pacific Tea Company.
La distribución individual dejó paso a la distribución en masa y la comercialización en masa, que se convirtieron en elemento componente de todas las sociedades industriales tan familiar y fundamental como la máquina misma.
Lo que vemos, pues, si consideramos conjuntamente estos cambios, es una transformación de lo que podría denominarse la «tecnosfera». Todas las sociedades —primitivas, agrícolas o industriales— utilizan energía; hacen cosas; distribuyen cosas. En todas las sociedades, el sistema de energía, el sistema de producción y el sistema de distribución son partes interrelacionadas de algo más grande. Este sistema más grande es la tecnosfera, y adopta una forma característica en cada fase del desarrollo social.
Al extenderse sobre el Planeta la segunda ola, la tecnosfera agrícola fue remplazada por una tecnosfera industrial: las energías no renovables fueron directamente aplicadas a un sistema de producción en serie que, a su vez, vomitó mercancías sobre un sistema de distribución en serie altamente desarrollado.
Pero esta tecnosfera de la segunda ola necesitaba una «sociosfera» igualmente revolucionaria en que alojarse. Necesitaba formas radicalmente nuevas de organización social.
Antes de la revolución industrial, por ejemplo, las formas familiares variaban de un lugar a otro. Pero dondequiera que predominaba la agricultura, la gente tendía a vivir en grandes agrupaciones multigeneracionales, con tíos, tías, parientes políticos, abuelos o primos viviendo todos bajo el mismo techo, trabajando todos juntos como una unidad económica de producción, desde la «familia colectiva» de la India, hasta la «zadruga» en los Balcanes y la «familia extensa» en la Europa Occidental. Y la familia era inmóvil, enraizada en la tierra.
Al comenzar a moverse la segunda ola sobre las sociedades de la primera ola, las familias experimentaron la tensión del cambio. Dentro de cada una, la colisión de frentes de olas adoptó la forma de conflicto, ataques a la autoridad patriarcal, relaciones modificadas entre hijos y padres, nuevas nociones de decencia. Al desplazarse la producción económica del campo a la fábrica, la familia dejó de trabajar como una unidad. Con el fin de liberar trabajadores para la fábrica, las funciones clave de la familia fueron encomendadas a nuevas instituciones especializadas. La educación de los niños fue encomendada a las escuelas. El cuidado de los ancianos fue puesto en manos de casas de beneficencia o asilos. Por encima de todo, la nueva sociedad necesitaba movilidad. Necesitaba trabajadores que siguieran de un lugar a otro a los puestos de trabajo.
Agobiada bajo la carga de parientes ancianos, enfermos, incapacitados y gran número de hijos, la familia extensa era cualquier cosa menos móvil. Por tanto, empezó a cambiar, gradual y dolorosamente, la estructura familiar. Desgarradas por la emigración a las ciudades, vapuleadas por las tempestades económicas, las familias se deshicieron de parientes indeseados, se hicieron más pequeñas, más móviles y más adecuadas a las necesidades de la nueva tecnosfera.
La llamada familia nuclear —padre, madre y unos pocos hijos, sin parientes molestos— se convirtió en el modelo «moderno» standard, socialmente aprobado, de todas las sociedades industriales, tanto capitalistas como socialistas. Incluso en Japón, donde el culto a los antepasados otorgaba a los ancianos un papel excepcionalmente importante, la gran familia multigeneracional, estrechamente unida, empezó a derrumbarse a medida que avanzaba la segunda ola. Aparecieron más y más unidades nucleares. En resumen, la familia nuclear se convirtió en una identificable característica de todas las sociedades de la segunda ola, singularizándolas frente a las de la primera ola con tanta evidencia como los combustibles fósiles, las fábricas de acero o las cadenas de tiendas.
Además, al desplazarse el trabajo de los campos y el hogar, era necesario preparar a los niños para la vida de fábrica. Los primeros propietarios de minas, talleres y factorías de la Inglaterra en proceso de industrialización descubrieron, como escribió Andrew Ure en 1835, que era «casi imposible transformar a las personas que han rebasado la edad de la pubertad, ya procedan de ocupaciones rurales o artesanales, en buenos obreros de fábrica». Si se lograba encajar previamente a los jóvenes en el sistema industrial, ello facilitaría en gran medida la resolución posterior de los problemas de disciplina industrial. El resultado fue otra estructura central de todas las sociedades de la segunda ola: la educación general.
Construida sobre el modelo de la fábrica, la educación general enseñaba los fundamentos de la lectura, la escritura y la aritmética, un poco de Historia y otras materias. Esto era el «programa descubierto». Pero bajo él existía un «programa encubierto» o invisible, que era mucho más elemental. Se componía —y sigue componiéndose en la mayor parte de las naciones industriales— de tres clases: una, de puntualidad; otra, de obediencia y otra de trabajo mecánico y repetitivo. El trabajo de la fábrica exigía obreros que llegasen a la hora, especialmente peones de cadenas de producción. Exigía trabajadores que aceptasen sin discusión órdenes emanadas de una jerarquía directiva. Y exigía hombres y mujeres preparados para trabajar como esclavos en máquinas o en oficinas, realizando operaciones brutalmente repetitivas.
Así, pues, a partir de mediados del siglo XIX, mientras la segunda ola se extendía por un país tras otro, asistimos a una incesante progresión educacional: los niños empezaban a asistir a la escuela cada vez a menor edad, el curso escolar se iba haciendo cada vez más largo (en los Estados Unidos aumentó en un 35% entre 1878 y 1956), y el número de años de educación obligatoria creció irresistiblemente.
La educación pública general constituyó, evidentemente, un humanizador paso hacia delante. Como declaró en 1829 un grupo de obreros y artesanos de Nueva York: «Después de la vida y la libertad, consideramos que la educación es el mayor bien concedido a la Humanidad». Sin embargo, las escuelas de la segunda ola fueron convirtiendo a generación tras generación de jóvenes en una dócil y regimentada fuerza de trabajo del tipo requerido por la tecnología electromecánica y la cadena de producción.
Ambas juntas, la familia nuclear y la escuela de corte fabril, formaron parte de un único sistema integrado para la preparación de jóvenes con miras al desempeño de papeles en la sociedad industrial. También en este aspecto son idénticas todas las sociedades de la segunda ola, capitalistas o comunistas, del Norte o del Sur.
En todas las sociedades de la segunda ola surgió una institución que amplió el control social de las dos primeras. Fue la invención conocida con el nombre de corporación. Hasta entonces, la típica empresa comercial había sido propiedad de un individuo, una familia o una asociación. Las corporaciones existían, pero eran sumamente raras.
Incluso en la Revolución americana, según el historiador Arthur Dewing, «nadie podría haber concluido que la corporación —más que la asociación o la propiedad individual— fuera a convertirse en la principal forma organizativa». En fecha tan reciente como 1800 sólo había 335 corporaciones en los Estados Unidos. La mayor parte dedicadas a actividades semipúblicas tales como construir canales o administrar pasos de peaje.
El nacimiento de la producción en serie cambió todo esto. Las tecnologías de la segunda ola necesitaban grandes capitales, más de lo que podían aportar una persona individual o incluso un pequeño grupo. Mientras los propietarios o socios arriesgaban la totalidad de sus fortunas personales con cada inversión, se mostraron reacios a empeñar su dinero en empresas vastas o arriesgadas. Para animarles, se introdujo el concepto de responsabilidad limitada. Si una corporación se hundía, el inversor perdía sólo la suma invertida, y nada más. Esta innovación abrió las compuertas de la inversión.
Además, la corporación era tratada por los tribunales como un «ser inmortal», en cuanto que podía sobrevivir a sus inversores originales. Esto significaba, a su vez, que podía trazar planes a muy largo plazo y emprender proyectos de envergadura mucho mayores que nunca.
En 1901 apareció en escena la primera corporación de mil millones de dólares —la United States Steel—, una concentración de fondos inimaginable en ningún período anterior. Para 1919 había media docena de estos monstruos. De hecho, las grandes corporaciones se convirtieron en una característica intrínseca de la vida económica en todas las naciones industriales, incluyendo las sociedades socialistas y comunistas, donde la forma variaba, pero la sustancia (en términos de organización) seguía siendo muy semejante. Estas tres juntas —la familia nuclear, escuela de corte fabril y la corporación gigante— se convirtieron en las instituciones sociales definidoras de todas las sociedades de la segunda ola.
Y, a todo lo largo del mundo de la segunda ola —tanto en Japón como en Suiza, Gran Bretaña, Polonia, los Estados Unidos y la Unión Soviética—, la mayoría de las personas seguían una trayectoria vital estereotipada: criadas en una familia nuclear, pasaban en masa por escuelas de tipo fabril y entraban luego al servicio de una gran corporación, privada o pública. Una institución clave de la segunda ola dominaba cada fase del estilo vital.
Alrededor de estas tres instituciones fundamentales surgió una multitud de otras organizaciones. Servicios gubernamentales, clubs deportivos, iglesias, cámaras de comercio, sindicatos, organizaciones profesionales, partidos políticos, bibliotecas, asociaciones étnicas, grupos recreativos y miles más brotaron en la estela de la segunda ola, creando una complicada ecología organizativa en la que cada grupo servía, coordinaba o contrapesaba a otro.
A primera vista, la variedad de estos grupos sugiere una idea de azar o caos. Pero un examen más detenido revela una pauta oculta. En un país tras otro de la segunda ola, inventores sociales, creyendo que la fábrica era el órgano más avanzado y eficaz de producción, trataron de incorporar también sus principios a otras organizaciones. Escuelas, hospitales, cárceles, burocracias gubernamentales y otras organizaciones asumieron, así, muchas de las características de la fábrica, su división del trabajo, su estructura jerárquica y su metálica impersonalidad.
Incluso en las artes encontramos algunos de los principios de la fábrica. En vez de trabajar para un patrono, como era habitual durante el largo reinado de la civilización agrícola, músicos, artistas, compositores y escritores fueron siendo crecientemente arrojados a merced del mercado. De forma progresiva, acabaron por convertirse en «productos» para consumidores anónimos. Y, a medida que este cambio se producía en todo país de la segunda ola, fue cambiando la estructura misma de la producción artística.
La música proporciona un notable ejemplo. Al llegar la segunda ola empezaron a surgir salas de concierto en Londres, Viena, París y otros lugares. Con ellas llegaron la taquilla y el empresario, la persona que financiaba la producción y luego vendía entradas a consumidores de cultura.
Naturalmente, cuantas más entradas pudiera vender, tanto más dinero podría ganar. Fueron añadiéndose más butacas. Pero, a su vez, unas salas de concierto más grandes requerían sonidos más fuertes, música que pudiera oírse con claridad incluso desde la última fila. El resultado fue un cambio desde la música de cámara a formas sinfónicas.
Dice Curt Sachs en su autorizada History of Musical Instruments: «El paso de una cultura aristocrática a una cultura democrática, operado en el siglo XVIII, sustituyó los pequeños salones por salas de concierto de dimensiones mucho mayores, que exigían un mayor volumen de sonido». Como no existía aún tecnología que hiciera esto posible, se añadieron más instrumentos e intérpretes para producir el volumen de sonido necesario. El resultado fue la moderna orquesta sinfónica, y fue para esta institución industrial para la que Beethoven, Mendelssohn, Schubert y Brahms escribieron sus magníficas sinfonías.
La orquesta reflejaba incluso, en su estructura interna, ciertas características de la fábrica. Al principio, la orquesta sinfónica carecía de director, o la dirección era desempeñada sucesivamente por diversos intérpretes. Más tarde, los intérpretes, exactamente igual que los trabajadores de una fábrica o de una oficina burocrática, fueron divididos en departamentos (secciones instrumentales), cada uno de los cuales contribuía al resultado final (la música), cada uno de ellos coordinado desde arriba por un gerente (el director) o incluso, finalmente, un subjefe situado en un punto más bajo de la jerarquía de mando (el primer violinista o el jefe de sección). La institución vendía su producto a un mercado masivo y, más tarde, añadió discos fonográficos a su rendimiento. Había nacido la fábrica de música.
La historia de la orquesta ofrece sólo una ilustración de la forma en que surgió la sociosfera de la segunda ola, con sus tres instituciones centrales y sus millares de diversas organizaciones, todas ellas adaptadas a las necesidades y al estilo de la tecnosfera industrial. Pero una civilización no se reduce simplemente a una tecnosfera y a una sociosfera ajustada a ella. Todas las civilizaciones requieren también una «infosfera» para producir y distribuir información, y también fueron notables los cambios introducidos por la segunda ola.
Todos los grupos humanos, desde los tiempos primitivos hasta la actualidad, dependen de la comunicación cara a cara, persona a persona. Pero se necesitaban también sistemas para enviar mensajes a través del tiempo y el espacio. Se dice que los antiguos persas levantaron torres o «postas de llamada», en lo alto de las cuales situaban hombres de voz potente con la misión de transmitir mensajes gritándolos de una torre a la siguiente. Los romanos pusieron en funcionamiento un vasto servicio de mensajes llamado el cursas publicus. Entre 1305 y primeros años del siglo XIX, la Cámara de Postas dirigió por toda Europa una forma de pony express. En 1628 daba empleo a veinte mil hombres. Sus correos, vestidos con uniformes azul y plata, surcaban el continente llevando mensajes entre príncipes y generales, mercaderes y prestamistas.
Durante la civilización de la primera ola, todos estos canales estaban reservados exclusivamente a los ricos y poderosos. La gente corriente no tenía acceso a ellos. Como dice el historiador Laurin Zilliacus, incluso «los intentos de enviar cartas por otros medios eran mirados con recelo o… prohibidos» por las autoridades. En resumen, mientras que el intercambio de información cara a cara estaba abierto a todos, los sistemas más nuevos utilizados para llevar información más allá de los confines de una familia o un poblado eran esencialmente cerrados y empleados con fines de control social o político. En realidad, eran armas de la élite.
La segunda ola, al avanzar sobre un país tras otro, destruyó este monopolio de las comunicaciones. No ocurrió esto porque los ricos y poderosos se volvieran súbitamente altruistas, sino porque la tecnología de la segunda ola y la producción en serie de las fábricas necesitaban movimientos masivos de información, que los viejos canales no podían ya manejar.
La información necesaria para la producción económica en las sociedades primitivas y en las de la primera ola es relativamente sencilla, y en general, se puede obtener de alguien cercano. Su forma es principalmente oral o gesticular. Por el contrario, las economías de la segunda ola requerían la estrecha coordinación de un trabajo realizado en muchos lugares. No sólo materias primas, sino también grandes cantidades de información debían ser producidas y cuidadosamente distribuidas.
Por esta razón, al crecer el ímpetu de la segunda ola, todos los países se apresuraron a crear un servicio postal. La oficina de Correos fue un invento tan imaginativo y socialmente útil como lo fueron la desmotadora de algodón o la máquina de hilar, y, en un grado hoy olvidado, despertó un arrebatado entusiasmo. El orador norteamericano Edward Everett declaró: «No puedo por menos de considerar la oficina de Correos, junta al cristianismo, como el brazo derecho de nuestra moderna civilización».
Pues la oficina de Correos proporcionaba el primer canal enteramente abierto para las comunicaciones de la Era industrial. Hacia 1837, la Administración de Correos británica transportaba no simplemente mensajes para una élite, sino unos 88 millones de objetos postales al año… un verdadero alud de comunicaciones para la época. Para 1960, aproximadamente en el momento en que la tercera ola comenzó su movimiento, ese número había aumentado ya a diez mil millones. Ese mismo año, los servicios postales de los Estados Unidos distribuían 355 objetos de correo interior por cada hombre, mujer y niño de la nación[2].
Pero el incremento en el número de mensajes postales que acompañó a la revolución industrial no hace sino insinuar el auténtico volumen de información que empezó a fluir tras la segunda ola. Un número mayor aún de mensajes circuló a través de lo que cabría denominar «sistemas micropostales» existentes en el seno de grandes organizaciones. Los memorándums son cartas que nunca llegan a los canales públicos de comunicaciones. En 1955, mientras la segunda ola se encrespaba en los Estados Unidos, la Comisión Hoover investigó los archivos de tres grandes corporaciones. Descubrió, respectivamente, ¡34.000, 56.000 y 64.000 documentos y memorándums archivados por cada empleado en nómina!
Y las crecientes necesidades de información que asediaban a las sociedades industriales tampoco podían ser satisfechas solamente por medios escritos. Así, el teléfono y el telégrafo fueron inventados en el siglo XIX para llevar su parte de la carga —en constante aumento— de comunicaciones. En 1960, los norteamericanos celebraron unos 256 millones de conversaciones telefónicas por día —más de 93.000 millones al año—, y aun los sistemas y redes telefónicas más avanzados del mundo se veían con frecuencia sobrecargados.
Todos éstos eran esencialmente sistemas para la transmisión de mensajes de un remitente a un solo destinatario. Pero una sociedad que desarrollaba sistemas de producción y consumo en masa necesitaba también medios para enviar mensajes en masa, comunicaciones de un solo remitente a muchos destinatarios a la vez. A diferencia del patrono preindustrial, que podía visitar personalmente a su puñado de empleados en sus propias casas si era preciso, el patrono industrial no podía comunicarse con sus miles de obreros individualmente. Menos aún podía el vendedor o distribuidor en masa comunicarse con sus clientes uno a uno. La sociedad de la segunda ola necesitaba —y, nada sorprendentemente, inventó— poderosos medios para enviar el mismo mensaje a muchas personas a la vez, de una manera barata, rápida y segura.
Los servicios postales podían llevar el mismo mensaje a millones de personas, pero no rápidamente. Los teléfonos podían transmitir mensajes rápidamente, pero no a millones de personas al mismo tiempo. Este vacío hubo de ser llenado con los medios de comunicación de masas.
Naturalmente, en la actualidad el periódico y la revista de circulación masiva constituyen una parte tan habitual de la vida cotidiana de todos, que no se les concede mayor importancia. Sin embargo, el aumento de estas publicaciones a nivel nacional reflejaba el convergente desarrollo de muchas nuevas tecnologías industriales y formas sociales. Así —escribe Jean-Jacques Servan-Schreiber— fueron hechas posibles por la combinación de «trenes para transportar en un solo día las publicaciones a través de todo un país (de dimensiones europeas); rotativas capaces de sacar docenas de millones de ejemplares en unas horas; una red de telégrafo y teléfonos… sobre todo, un público al que la educación obligatoria había enseñado a leer e industrias que necesitaban una distribución masiva de sus productos».
En los medios de comunicación de masas, desde los periódicos y la Radio hasta el cine y la Televisión, encontramos también una encarnación del principio básico de la fábrica. Todos ellos estampan mensajes idénticos en millones de cerebros, del mismo modo que la fábrica crea productos idénticos para su uso en millones de hogares. «Hechos» estandardizados, fabricados en serie, fluyen desde unas cuantas y concentradas factorías de imagen hacia millones de consumidores. Sin este vasto y poderoso sistema para canalizar información, la civilización industrial no habría podido tomar forma ni funcionar debidamente.
Así, pues, en todas las sociedades industriales, tanto capitalistas como comunistas, surgió una refinada infosfera, canales de comunicación a cuyo través podían distribuirse mensajes individuales y colectivos tan eficazmente como mercancías o materias primas. Esta infosfera se entrelazaba con la tecnosfera y la sociosfera, ayudando a integrar la producción económica con el comportamiento privado.
Cada una de estas esferas desempeñaba una función clave en el sistema y no habría podido existir sin las otras. La tecnosfera producía y asignaba riqueza; la sociosfera, con sus miles de organizaciones interrelacionadas, asignaba determinados papeles a los individuos integrados en el sistema. Y la inosfera asignaba la información necesaria para el funcionamiento de todo el sistema. Juntas, formaban la arquitectura básica de la sociedad.
Por tanto, vemos aquí esbozadas las estructuras comunes de todas las naciones de la segunda ola, con independencia de sus diferencias culturales o climáticas, con independencia de su herencia étnica y religiosa, con independencia de que se autotitulen capitalistas o comunistas.
Estas estructuras paralelas, tan fundamentales en la Unión Soviética y Hungría como en la Alemania Occidental, Francia o Canadá, fijaron los límites dentro de los que se expresaban las diferencias políticas, sociales y culturales. Surgieron por todas partes sólo después de encarnizadas batallas políticas, culturales y económicas entre los que intentaban preservar las estructuras de la primera ola y los que comprendían que sólo una nueva civilización podría resolver los difíciles problemas de la vieja.
La segunda ola trajo consigo una fantástica ampliación de la esperanza humana. Por primera vez, hombres y mujeres se atrevieron a creer que podrían ser vencidas la pobreza, el hambre, la enfermedad y la tiranía. Escritores utópicos y filósofos, desde Abbe Morelly y Robert Owen hasta Saint-Simon, Fourier, Proudhon, Louis Blanc, Edward Bellamy y decenas de otros, vieron en la naciente civilización industrial la potencialidad de lograr paz, armonía, pleno empleo, igualdad de riqueza o de oportunidades, el fin de los privilegios basados en el nacimiento, el fin de todas aquellas condiciones que parecieron inmutables o eternas durante los centenares de miles de años de existencia primitiva y los millares de años de civilización agrícola.
Si hoy la civilización industrial nos parece algo menos que utópica —si parece, de hecho, ser opresiva, sombría, ecológicamente precaria, inclinada hacia la guerra y psicológicamente represiva—, necesitamos saber por qué. Y sólo podremos responder a esta pregunta si volvemos nuestra mirada hacia la gigantesca cuña que dividió la mente de la segunda ola en dos partes en conflicto.