Una nueva civilización está emergiendo en nuestras vidas, y hombres ciegos están intentando en todas partes sofocarla. Esta nueva civilización trae consigo nuevos estilos familiares; formas distintas de trabajar, amar y vivir; una nueva economía; nuevos conflictos políticos; y, más allá de todo esto, una conciencia modificada también. Actualmente existen ya fragmentos de esta nueva civilización. Millones de personas están ya acompasando sus vidas a los ritmos del mañana. Otras, aterrorizadas ante el futuro, se entregan a una desesperada y vana huida al pasado e intentan reconstruir el agonizante mundo que les hizo nacer.
El amanecer de esta nueva civilización es el hecho más explosivo de nuestra vida.
Es el acontecimiento central, la clave para la comprensión de los años inmediatamente venideros. Es un acontecimiento tan profundo como aquella primera ola de cambio desencadenada hace diez mil años por la invención de la agricultura, o la sísmica segunda ola de cambio disparada por la revolución industrial. Nosotros somos los hijos de la transformación siguiente, la tercera ola.
Tratamos de encontrar palabras para describir toda la fuerza y el alcance de este extraordinario cambio. Algunos hablan de una emergente Era espacial, Era de la información, Era electrónica o Aldea global. Zbigniew Brzezinski nos ha dicho que nos hallamos ante una «era tecnetrónica». El sociólogo Daniel Bell describe el advenimiento de una «sociedad postindustrial». Los futuristas soviéticos hablan de la RCT, la «revolución cientificotecnológica». Yo mismo he escrito extensamente sobre el advenimiento de una «sociedad superindustrial». Pero ninguno de estos términos, incluido el mío, es adecuado.
Algunas de estas expresiones, al centrarse en un único factor, reducen más que amplían nuestra comprensión. Otras son estáticas, dando a entender que una nueva sociedad puede introducirse suavemente en nuestras vidas, sin conflicto ni tensiones. Ninguno de esos términos empieza siquiera a transmitir toda la fuerza, el alcance y el dinamismo de los cambios que se precipitan hacia nosotros ni las presiones y conflictos que suscitan.
La Humanidad se enfrenta a un salto cuántico hacia delante. Se enfrenta a la más profunda conmoción social y reestructuración creativa de todos los tiempos. Sin advertirlo claramente, estamos dedicados a construir una civilización extraordinariamente nueva. Este es el significado de la tercera ola.
La especie humana ha experimentado hasta ahora dos grandes olas de cambio, cada una de las cuales ha sepultado culturas o civilizaciones anteriores y las ha sustituido por formas de vida inconcebibles hasta entonces. La primera ola de cambio —la revolución agrícola— tardó miles de años en desplegarse. La segunda ola —el nacimiento de la civilización industrial— necesitó sólo trescientos años. La Historia avanza ahora con mayor aceleración aún, y es probable que la tercera ola inunde la Historia y se complete en unas pocas décadas. Nosotros, los que compartimos el Planeta en estos explosivos momentos, sentiremos, por tanto, todo el impacto de la tercera ola en el curso de nuestra vida.
Disgregando a nuestras familias, zarandeando a nuestra economía, paralizando nuestros sistemas políticos, haciendo saltar en pedazos nuestros valores, la tercera ola afecta a todos. Pone en cuestión todas las viejas relaciones de poder, los privilegios y prerrogativas de las comprometidas élites de hoy, y proporciona el trasfondo sobre el que se librarán mañana las luchas claves por el poder.
Muchas cosas de esta emergente civilización contradicen a la vieja civilización industrial tradicional. Es, al mismo tiempo, altamente tecnológica y antiindustrial.
La tercera ola trae consigo una forma de vida auténticamente nueva basada en fuentes de energía diversificadas y renovables; en métodos de producción que hacen resultar anticuadas las cadenas de montaje de la mayor parte de las fábricas; en nuevas familias no nucleares; en una nueva institución, que se podría denominar el «hogar electrónico»; y en escuelas y corporaciones del futuro radicalmente modificadas. La civilización naciente escribe para nosotros un nuevo código de conducta y nos lleva más allá de la uniformización, la sincronización y la centralización, más allá de la concentración de energía, dinero y poder.
Esta nueva civilización, al desafiar a la antigua, derribará burocracias, reducirá el papel de la nación-Estado y dará nacimiento a economías semiautónomas en un mundo postimperialista. Exige Gobiernos que sean más sencillos, más eficaces y, sin embargo, más democráticos que ninguno de los que hoy conocemos. Es una civilización con su propia y característica perspectiva mundial, sus propias formas de entender el tiempo, el espacio, la lógica y la causalidad.
Por encima de todo, como veremos, la civilización de la tercera ola comienza a cerrar la brecha histórica abierta entre productor y consumidor, dando origen a la economía del «prosumidor» del mañana. Por esta razón, entre muchas otras, podría resultar —con un poco de ayuda inteligente por nuestra parte— la primera civilización verdaderamente humana de toda la Historia conocida.
Dos imágenes del futuro, aparentemente contradictorias, hacen presa en la imaginación popular actual. La mayoría de las personas —en la medida en que llegan a molestarse en pensar en el futuro— dan por supuesto que el mundo que conocen durará indefinidamente. Les resulta difícil imaginar una forma de vida verdaderamente diferente, cuanto más una civilización totalmente nueva. Por supuesto que se dan cuenta de que las cosas están cambiando. Pero dan por sentado que los cambios actuales no les afectarán y que nada hará vacilar el familiar entramado económico ni la estructura política que conocen. Esperan confiadamente que el futuro sea una continuación del presente.
Este pensamiento lineal adopta varios aspectos. En un nivel se presenta como una presunción no sometida a examen que subyace a las decisiones de hombres de negocios, maestros, padres y políticos. En un nivel más sofisticado, aparece envuelto en estadísticas, datos computadorizados y jerga de pronosticadores. En ambos casos contribuye a una visión de un mundo futuro que es, esencialmente, «más de lo mismo», industrialismo de la segunda ola mayor aún y extendido sobre una mayor superficie del Planeta.
Recientes acontecimientos han hecho tambalearse esta confiada imagen del futuro. A medida que las crisis crepitan una tras otra en los titulares periodísticos, mientras el Irán entraba en erupción, Mao era privado de su aureola divina, se disparaban los precios del petróleo y se desbocaba la inflación, una visión más sombría ha ido adquiriendo creciente popularidad. Así, gran número de personas —alimentadas por una continua dieta de malas noticias, películas de catástrofes, apocalípticos relatos bíblicos y dramas de pesadilla escritos por prestigiosos autores— parecen haber llegado a la conclusión de que la sociedad actual no puede ser proyectada en el futuro porque no existe futuro. Para ellas, Harmagedón está a sólo unos minutos de distancia. La Tierra camina aceleradamente hacia el estremecimiento de su último cataclismo.
Superficialmente, estas dos visiones del futuro parecen muy diferentes. Sin embargo, ambas producen efectos psicológicos y políticos similares. Pues ambas conducen a la parálisis de la imaginación y la voluntad.
Si la sociedad del mañana es, simplemente, una versión ampliada —como en cinerama— del presente, no necesitamos hacer gran cosa para prepararnos para ella. Si, por el contrario, la sociedad se halla inevitablemente abocada a la destrucción dentro del plazo de nuestras vidas, nada podemos hacer al respecto.
En resumen, ambas formas de contemplar el futuro engendran privatismo e inactividad. Ambas nos petrifican en la inacción.
Pero al tratar de comprender lo que nos está sucediendo, no nos hallamos limitados a esa simplista elección entre Harmagedón y «Más de lo mismo». Hay muchas más formas clarificadoras y constructivas de pensar en el mañana, formas que nos preparan para el futuro, y más importante, nos ayudan a cambiar el presente.
Este libro se basa en lo que yo llamo la «premisa revolucionaria». Da por supuesto que, aunque las décadas inmediatamente venideras hayan de estar, probablemente, llenas de agitaciones, turbulencia, quizás incluso de violencia generalizada, no nos destruiremos por completo a nosotros mismos. Parte de la idea de que los espasmódicos cambios que estamos ahora experimentando no son caóticos ni fruto de un ciego azar, sino que, de hecho, forman una pauta definida y claramente discernible. Da por sentado, además, que esos cambios son cumulativos, que contribuyen a una gigantesca transformación del modo en que vivimos, jugamos y pensamos, y que es posible un futuro cuerdo y deseable. En resumen, lo que sigue comienza con la premisa de que lo que ahora está sucediendo es, ni más ni menos, una auténtica revolución global, un salto cuántico en la Historia.
Dicho de otra manera: este libro deriva de la suposición de que nosotros somos la generación final de una vieja civilización y la primera generación de otra nueva, y de que gran parte de nuestra confusión, angustia y desorientación personales, tienen su origen directo en el conflicto que dentro de nosotros —y de nuestras instituciones políticas— existe entre la agonizante civilización de la segunda ola y la naciente civilización de la tercera ola, que avanza, tonante, para ocupar su puesto.
Cuando, finalmente, comprendemos esto, muchos acontecimientos, al parecer desprovistos de sentido, se hacen de pronto comprensibles. Las líneas generales del cambio empiezan a emerger con claridad. La acción por la supervivencia vuelve a tornarse posible y plausible. En resumen, la premisa revolucionaria libera nuestra inteligencia y nuestra voluntad.
Pero no es suficiente decir que los cambios a que nos enfrentamos serán revolucionarios. Antes de poder controlarlos o canalizarlos, necesitamos una nueva forma de identificarlos y analizarlos. Sin ello, estamos irremisiblemente perdidos.
Un nuevo y eficaz enfoque podría denominarse «análisis de oleaje». Considera la Historia como una sucesión de encrespadas olas de cambio y pregunta adonde nos lleva la línea de avance de cada ola. Centra nuestra atención no tanto en las continuidades de la Historia (importantes como son) cuanto en las discontinuidades… las innovaciones y puntos de ruptura. Identifica las pautas fundamentales de cambio a medida que van surgiendo, de que podemos influir sobre ellas.
Comenzando con la sencilla idea de que el nacimiento de la agricultura constituyó el primer punto de inflexión en el desarrollo social humano y de que la revolución industrial formó la segunda gran innovación, contempla cada una de ellas no como un acontecimiento instantáneo, sino como una ola de cambio desplazándose a una determinada velocidad.
Antes de la primera ola de cambio, la mayoría de los humanos vivían en grupos pequeños y, a menudo, migratorios, y se alimentaban de la caza, la pesca o la cría de rebaños. En algún momento, hace aproximadamente diez milenios, se inició la revolución agrícola y se difundió lentamente por el Planeta, extendiendo poblados, asentamientos, tierra cultivada y una nueva forma de vida.
Esta primera ola de cambio no se había extinguido aún a finales del siglo XVII, cuando la revolución industrial estalló sobre Europa y desencadenó la segunda gran ola de cambio planetario. Este nuevo proceso —industrialización— empezó moviéndose con mucha más rapidez a través de naciones y continentes. Así, pues, dos procesos de cambio separados y distintos recorrían simultáneamente la Tierra, a diferentes velocidades.
En la actualidad, la primera ola de cambio ha cesado virtualmente. Sólo unas pocas y diminutas poblaciones, en América del Sur o en la Nueva Guinea papú, por ejemplo, faltan para ser alcanzadas por la agricultura. Pero la fuerza de esta gran primera ola se ha disipado básicamente.
Entretanto, la segunda ola, tras haber revolucionado la vida en Europa, América del Norte y algunas otras partes del Globo en unos pocos siglos, continúa extendiéndose a medida que muchos países, hasta ahora fundamentalmente agrícolas, se esfuerzan apresuradamente en construir acerías, fábricas de automóviles, factorías textiles, ferrocarriles y plantas transformadoras de alimentos. Aún se percibe el impulso de la industrialización. La segunda ola no ha perdido por completo su fuerza.
Pero mientras continúa este proceso, otro, más importante aún, ha comenzado ya. Pues con la culminación de la marea de industrialismo en las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial, una poco conocida tercera ola empezó a recorrer la Tierra, transformando todo cuanto tocaba.
Por tanto, muchos países están percibiendo el impacto simultáneo de dos e incluso tres olas de cambio completamente distintas, todas ellas moviéndose a velocidades diversas y con diferentes grados de fuerza tras sí.
A los efectos de este libro, consideraremos que la Era de la primera ola comenzó hacia el 8000 a. de J. C. y dominó en solitario la Tierra hasta los años 1650-1750 de nuestra Era. A partir de este momento, la primera ola fue perdiendo ímpetu a medida que lo iba cobrando la segunda. La civilización industrial, producto de esta segunda ola, dominó entonces, a su vez, el Planeta, hasta que también ella alcanzó su cresta culminante. Este último punto de inflexión histórico llegó a los Estados Unidos durante la década iniciada alrededor de 1955, la década en que el número de empleados y trabajadores de servicios superó por primera vez al de obreros manuales. Fue ésa la misma década que presenció la generalizada introducción del computador, los vuelos comerciales de reactores, la píldora para el control de la natalidad y muchas otras innovaciones de gran impacto. Fue precisamente durante esa década cuando la tercera ola empezó a cobrar fuerza en los Estados Unidos. Desde entonces ha llegado —con escasa diferencia en el tiempo— a la mayor parte de las demás naciones industriales, entre ellas, Gran Bretaña, Francia, Suecia, Alemania, Unión Soviética y Japón. En la actualidad, todas las naciones de alta tecnología experimentan los efectos de la colisión entre la tercera ola y las anticuadas economías e instituciones remanentes de la segunda.
Comprender esto es la clave para entender gran parte de los conflictos políticos y sociales que vemos en nuestro derredor.
Siempre que una ola de cambio predomina en una determinada sociedad, es relativamente fácil columbrar la pauta del desarrollo futuro. Escritores, artistas, periodistas y otros descubren la «ola del futuro». Así, en la Europa del siglo XIX, muchos pensadores, empresarios, políticos y gente corriente tenían una imagen clara y básicamente correcta del futuro. Percibían que la Historia caminaba hacia el triunfo final del industrialismo sobre la agricultura premecanizada y previeron, con notable exactitud, muchos de los cambios que traería consigo la segunda ola: tecnologías más poderosas, ciudades más grandes, transporte más rápido, educación en masa, etc.
Esta claridad de visión produjo efectos políticos directos. Partidos y movimientos políticos pudieron trazar sus planes con respecto al futuro. Los intereses agrícolas preindustriales organizaron una acción de retaguardia contra el industrialismo invasor, contra los «grandes negocios», contra los «cabecillas sindicales», contra las «ciudades pecaminosas». Trabajadores y empresarios se hicieron con el control de las principales palancas de la emergente sociedad industrial. Las minorías étnicas y raciales, definiendo sus derechos en términos de un mayor papel en el mundo industrial, exigieron acceso a los puestos de trabajo, posiciones sociales, viviendas urbanas, mejores salarios, educación pública general, etcétera.
Esta visión industrial del futuro produjo también efectos psicológicos importantes. Podían las gentes mostrarse en desacuerdo; podían entrar en vehementes e incluso sangrientos conflictos. Las épocas de depresión y de auge podían destrozar sus vidas. Pero, en general, la imagen compartida de un futuro industrial tendía a definir opciones, a dar a los individuos un sentido, no simplemente de quiénes o qué eran, sino de qué era probable que llegaran a ser. Proporcionaba un cierto grado de estabilidad y un sentido del propio yo, aun en medio de extremos cambios sociales.
Por el contrario, cuando una sociedad se ve asaltada por dos o más gigantescas olas de cambio, y ninguna de ellas es claramente dominante, la imagen del futuro queda rota. Se hace en extremo difícil identificar el significado de los cambios y conflictos que surgen. La colisión de frentes de olas crea un océano embravecido, lleno de corrientes entrecruzadas, vorágines y remolinos que ocultan las más profundas e importantes mareas históricas.
En los Estados Unidos —como en muchos otros países—, la colisión de la segunda y la tercera olas crea actualmente tensiones sociales, peligrosos conflictos y extraños y nuevos frentes políticos de olas que anegan las usuales divisiones de clase, raza, sexo o partido. Esta colisión sumerge en la más absoluta confusión los tradicionales vocabularios políticos y hace muy difícil separar a los progresistas de los reaccionarios; a los amigos, de los enemigos. Saltan en pedazos todas las viejas polarizaciones y coaliciones. Sindicatos y patronos, pese a sus diferencias, se unen para luchar contra los ecologistas. Negros y judíos, antaño unidos en la batalla contra la discriminación, se tornan adversarios.
En muchas naciones, los trabajadores, que tradicionalmente han favorecido políticas «progresistas» tales como la redistribución de la renta, sostienen ahora con frecuencia posturas «reaccionarias» con respecto a los derechos de la mujer, códigos familiares, inmigración, aranceles o regionalismo. La «izquierda» tradicional es frecuentemente partidaria de la centralización, altamente nacionalista y antiecologista.
Al mismo tiempo vemos a políticos, desde Valéry Giscard d’Estaing hasta Jimmy Cárter o Jerry Brown, adoptar actitudes «conservadoras» hacia la economía y actitudes «liberales» hacia el arte, la moralidad sexual, los derechos de las mujeres o los controles ecológicos. No es extraño que la gente se halle confusa y renuncie a intentar entender su mundo.
Mientras tanto, los medios de información dan cuenta de una sucesión aparentemente interminable de innovaciones, contramarchas, acontecimientos extraños, asesinatos, secuestros, lanzamientos espaciales, derrumbamientos de Gobiernos, incursiones de comandos y escándalos, todo ello sin relación ostensible entre sí.
La aparente incoherencia de la vida política se refleja en la desintegración de la personalidad. Psicoterapeutas y gurús proliferan por doquier; las gentes vagan desorientadas entre terapias contrapuestas, desde el grito primordial hasta el est. Participan en cultos y aquelarres o, alternativamente, se refugian en un patológico privatismo, con la convicción de que la realidad es absurda, demente o desprovista de sentido. En efecto, la vida puede ser absurda en un sentido amplio, cósmico. Pero ello no prueba que no exista ninguna pauta en los acontecimientos actuales. De hecho, existe un orden oculto, que resulta claramente detectable en cuanto aprendemos a distinguir los cambios de la tercera ola, de los asociados con la menguante segunda ola.
La comprensión de los conflictos producidos por estos encontrados frentes de olas nos proporciona no sólo una imagen más clara de las alternativas futuras, sino también una radiografía de las fuerzas políticas y sociales que actúan sobre nosotros. Nos ofrece también la percepción de nuestros propios papeles privados en la Historia. Pues cada uno de nosotros, por poco importante que parezca, es un pedazo vivo de Historia.
Las entrecruzadas corrientes creadas por estas olas de cambio se reflejan en nuestro trabajo, nuestra vida familiar, nuestras actitudes sexuales y nuestra moralidad personal. Se muestran en nuestros estilos de vida y en nuestro comportamiento a la hora de depositar nuestro voto. Pues en nuestras vidas personales y en nuestros actos políticos, lo sepamos o no, la mayoría de los que vivimos en los países ricos somos esencialmente, o personas de la segunda ola comprometidas en el mantenimiento del orden agonizante, personas de la tercera ola empeñadas en la construcción de un mañana totalmente diferente, o una confusa y autoeliminadora mezcla de las dos.
El conflicto entre los grupos de la segunda y la tercera ola constituye, de hecho, la tensión política central que surca nuestra sociedad actual. Pese a lo que prediquen los partidos y candidatos de hoy, la lucha entre ellos apenas si es más que una disputa sobre quién obtendrá mayores beneficios de lo que queda del declinante sistema industrial. Dicho de otra manera: se hallan empeñados en una pugna por ocupar las proverbiales sillas de cubierta en un Titanic que se hunde.
Como veremos, la cuestión política fundamental no es quién controla los últimos días de la sociedad industrial, sino quién configura la nueva civilización que está surgiendo rápidamente para remplazaría. Mientras escaramuzas políticas de cierto alcance agotan nuestra energía y nuestra atención, una batalla mucho más profunda se desarrolla ya bajo la superficie. A un lado están los partidarios del pasado industrial; al otro, millones de personas —cuyo número no cesa de aumentar—, que comprenden que los más urgentes problemas del mundo —alimentación, energía, control de armamentos, población, pobreza, recursos, ecología, clima, los problemas de los ancianos, el derrumbamiento de la comunidad urbana, la necesidad de un trabajo productivo y remunerador— no pueden resolverse ya dentro de la estructura del orden industrial.
Este conflicto es la «superlucha» por el mañana.
Esta confrontación entre los intereses de la segunda ola y las gentes de la tercera ola atraviesa ya como una comente eléctrica la vida política de todas las naciones. Incluso en los países no industriales del mundo, todas las viejas líneas de combate han debido ser objeto de un nuevo trazado a causa de la llegada de la tercera ola. La vieja guerra de los intereses agrícolas, a menudo feudales, contra las élites industrializadoras, capitalistas o socialistas, adquiere una nueva dimensión a la luz del próximo abandono del industrialismo. Ahora que la civilización de la tercera ola está haciendo su aparición, se plantea la cuestión de si la rápida industrialización implica una liberación respecto al neocolonialismo y la pobreza o si, en realidad, garantiza una dependencia permanente.
Sólo sobre este amplio telón de fondo podernos empezar a extraer algún sentido de los titulares, a clasificar las prioridades, a estructurar estrategias adecuadas para el control del cambio que se opera en nuestras vidas.
Mientras escribo esto, las primeras páginas de los periódicos informan sobre histeria y rehenes en Irán, asesinatos en Corea del Sur, desatada especulación sobre el oro, fricción entre negros y judíos en los Estados Unidos, grandes incrementos en los gastos militares de Alemania Occidental, cruces ardiendo en Long Island, un gigantesco derrame de petróleo en el Golfo de México, la mayor manifestación antinuclear de la Historia y una batalla entre las naciones ricas y las pobres por el control de las frecuencias radiofónicas. Olas de renacimiento religioso rompen sobre Libia, Siria y los Estados Unidos; fanáticos neofascistas reivindican un asesinato político en París. Y la General Motors informa de un avance tecnológico necesario para la fabricación de automóviles eléctricos. Todas estas noticias inconexas exigen una integración o síntesis.
Una vez comprendemos que se está librando una encarnizada lucha entre quienes tratan de preservar el industrialismo y quienes tratan de sustituirlo, nos encontramos en posesión de una nueva y eficaz clave para comprender el mundo. Más importante aún —ya estemos fijando la política a seguir por una nación, la estrategia a desarrollar por una corporación o los objetivos de nuestra propia vida personal—, nos hallamos en posesión de un nuevo instrumento para cambiar el mundo.
Sin embargo, para utilizar este instrumento debemos poder distinguir con claridad los cambios que prolongan la vieja civilización industrial de aquellos otros que facilitan la llegada de la nueva. En resumen, debemos comprender tanto lo viejo como lo nuevo, el sistema industrial de la segunda ola en el que tantos de nosotros hemos nacido y la civilización de la tercera ola, en la que viviremos nosotros y nuestros hijos.
En los capítulos siguientes examinamos con más detenimiento las dos primeras olas de cambio como preparación para nuestra exploración de la tercera. Veremos que la civilización de la segunda ola no fue un revoltijo accidental de componentes, sino un sistema con partes que actuaban en mutua interrelación en maneras más o menos previsibles, y que las pautas fundamentales de la vida industrial eran las mismas en todos los países, con independencia de su herencia cultural o de sus diferencias políticas. Esta es la civilización que los «reaccionarios» de hoy —tanto de «izquierda» como de «derecha»— están luchando por preservar. Este es el mundo que se ve amenazado por la tercera ola de cambio de civilización sobrevenida en la Historia.