Como hemos visto ya, el mercado no es ni malo ni bueno en sí mismo. Es un instrumento que nosotros utilizamos para solucionar una cuestión económica del mismo modo que podemos utilizar un ordenador, un hacha, una dinámica de grupos, etc. La bondad o maldad del instrumento no depende de sí mismo, sino de quien lo utiliza, cómo lo hace y qué fines pretende alcanzar. Nuestras sociedades se caracterizan hoy por poner el mercado al servicio del crecimiento económico. Como indicaba Alberto Alesina, profesor de la Harvard Business School[15], a propósito de las crisis financieras: «Ha habido crisis financieras desde antes del capitalismo, y sería una política equivocada adoptar medidas para no tener crisis financieras nunca más, porque, para conseguirlo, deberíamos establecer regulaciones tan estrictas que también prevendrían, o como mínimo restarían en gran medida, el crecimiento, de modo que sería más costoso que tener una crisis de vez en cuando». Por esta misma argumentación podríamos afirmar que como lo importante es crecer, si esto se consigue, da igual no solo que de vez en cuando haya alguna crisis, sino también que existan desigualdades, que no se ofrezcan bienes públicos, que el Estado de bienestar no garantice determinados derechos… Si cualquiera de estos elementos entorpece el crecimiento, debemos acostumbrarnos a convivir con ellos en aras a lograr nuestro objetivo final.
Además, como también hemos visto, este afán de crecimiento lleva finalmente a un afán individual de tener más. Facilitar el camino para que personas e instituciones puedan ganar más y más sin demasiadas trabas parece ser la mejor manera de que el mercado funcione y cumpla su misión de incrementar las tasas de crecimiento económico. Vuelve a suceder aquí lo ya descrito, poco importa quién se apropia del crecimiento o si alguien gana mucho a costa de que otros pierdan. Lo que importa no es eso, es que el PIB crezca y que todos tengamos la oportunidad de incrementar nuestras riquezas sin que se pongan trabas a este legítimo objetivo.
¿Crecimiento «versus» decrecimiento?
Ante esta orientación hacia el crecimiento y hacia el afán de riquezas, la opción que hay que contraponer no puede basarse solamente en el decrecimiento. Este puede ser un medio, pero no un objetivo en sí mismo. Cuando se habla de decrecer hay que preguntarse para qué, ¿qué pretendemos con ello? La importancia no está, pues, en lo que se hace, sino en el objetivo que perseguimos. Si este no existe, si no hay un algo más, si no existe un más allá, el decrecimiento como un fin en sí mismo es muy débil. No tiene la fuerza de seducción que tiene su contrario, y por ello difícilmente puede convencer a un gran número de ciudadanos. A igualdad de circunstancias, cualquier persona más o menos sensata preferirá tener más que tener menos. A nadie le amarga un dulce, y si la vida puede continuar igual, si podemos ser los mismos sin tener nuevas ataduras que atender, tener más cosas estará siempre mejor que tener menos, ¿no es así, amable lector?
Hay que mirar más allá
Por ello, a pesar de que, tal y como se indicó en el capítulo primero, las dos tesis sobre las que se asienta la idea del decrecimiento —cambiar los valores imperantes y la imposibilidad de crecer sin fin— son compartidas por la doctrina social de la Iglesia, el debate no está en crecer o decrecer, sino en cuál es el objetivo de nuestra sociedad, hacia dónde queremos dirigir nuestros pasos y qué debemos hacer para orientarnos hacia allí. El decrecimiento puede ser un medio para lograr un fin, pero no un fin en sí mismo. Si lo hacemos así, confundimos nuestros objetivos y caemos en el mismo error que hemos caído en la actualidad poniendo al crecimiento económico como finalidad única de nuestras economías. Nuestra libertad está basada en nuestra capacidad de tener voluntad, en que somos seres que podemos querer hacer algo que no viene determinado por nuestra naturaleza, sino por nuestra mente, en que podemos ir en contra de nuestros impulsos y orientar nuestras acciones en la dirección que deseemos. Por ello, es nuestra voluntad común la que puede determinar hacia dónde queremos ir, y el decrecimiento en sí mismo —lo mismo que el crecimiento— es mal orientador de la acción. Si planteamos el debate desde este punto de vista, siempre ganará el crecimiento, no hay nada que hacer…
Por ello he intentado en este libro dar este paso, ir un poco más allá, plantear el objetivo que deberíamos perseguir desde un ansia que tenemos todos de mejora para nosotros y para los nuestros, desde ese anhelo siempre presente en el ser humano de un progreso continuado, de un avance hacia alguna dirección, de tener unas pautas que determinen una orientación de nuestro caminar. Esto no significa rechazar el decrecimiento, sino ponerlo en su sitio. Puesto que crecer no es lo mejor para nuestras sociedades, no vamos a perseguir el decrecimiento per se, sino que buscamos otro horizonte y estamos dispuestos a decrecer si eso nos lleva a la consecución del mismo. Por ello situamos el decrecimiento en el nivel de los medios y no en el de los fines. Si se trata de un medio para alcanzar otro fin mayor, es mucho más convincente y creo que ahí es donde puede tener su fuerza.
Unas enseñanzas de la Iglesia con vocación de universalidad
Las pistas de reflexión y de acción que he sugerido no han surgido de la nada, no han sido un ejercicio de originalidad o un intento de lucimiento, sino que he intentado en ellas recoger las enseñanzas sociales de la Iglesia a lo largo de la historia, para, a partir de ellas, forjar una propuesta que, como la propia Buena Nueva cristiana, no es solo para unos pocos, sino que pretende ser universal. Creo sinceramente que lo que los cristianos podemos aportar en el campo social es positivo para todos, sean de la religión que sean o tengan las ideas que tengan. En mi día a día me encuentro con personas que no se confiesan cristianas, pero que aprecian nuestro compromiso social, que les gusta que nuestra fe lleve irremediablemente a él, que están dispuestas a colaborar —y colaboran— con nosotros en lo que nosotros pensamos que es construir el reinado de Dios en la Tierra y ellos consideran que es construir un mundo mejor que es beneficioso para todos. Una propuesta como la nuestra, que va a favor de la persona, de la persona como tal, sin atender a su filiación, origen, condición o creencias, es una buena noticia para muchos, y así debemos proclamarla, sin vergüenza, aunque sin soberbia, con la seguridad de que vamos a encontrar muchos apoyos entre personas que no comparten nuestra fe.
Nuestro horizonte universal ve el desarrollo como una senda de progreso al servicio de la persona para crear una sociedad más humana, entendiendo que nuestra humanidad viene determinada por nuestra capacidad de amar, que somos más humanos cuanto más amamos, y que una sociedad es más humana cuando da más libertad para amar y favorece que sus ciudadanos tengan este como su criterio de actuación. A lo largo del libro he mostrado caminos que creo adecuados para lograr esta finalidad y que considero posibles de realizar sin violencia y a través de transiciones pacíficas. Ahora bien, no debemos caer en la ingenuidad de pensar que es un camino fácil. Como cualquier propuesta de cambio en el que alguien puede sentirse perjudicado, los que salen perdiendo van a intentar rebelarse, lucharán contra esas ideas diferentes que no les benefician, argumentarán que el cambio es peor y se defenderán ante él. Por ello hay que ir bien pertrechado de argumentos, de pruebas y evidencias de que la alternativa es posible y mejor para todos. Cambiar tendencias profundamente arraigadas en las sociedades es complicado, y para hacerlo se precisan muchas dotes de seducción, de perseverancia y una profunda convicción que alimente la acción.
La propuesta cristiana de desarrollo
He propuesto una concepción de progreso diferente, que no se centra en tener más, en el crecimiento económico, sino en que medren los que peor están, en que mejoren las condiciones de vida de la población en su conjunto, en que las condiciones de salud y la lucha contra las enfermedades avancen, en que se incremente la libertad, pero no cualquiera, sino la que podemos utilizar para hacer el bien a los demás, en que se eviten al máximo las crisis periódicas, ya sean estas económicas o bélicas, en que se de una verdadera paz…
Seguir la senda que marca este objetivo precisa de unidades de medida que nos permitan conocer si realmente estamos siguiendo el camino que nos planteamos o estamos orientándonos en otra dirección. Creo que las propuestas que hay en estos momentos y que intentan ir más allá del PIB como unidad de medida son insuficientes. Por ello animo a la creación de equipos interdisciplinares que creen un nuevo índice sintético que tenga en cuenta seis aspectos que deben ser medidos: la mejora de los que peor están, la libertad para amar, las mejoras en salud, la sostenibilidad en el largo plazo, la inseguridad actual y en el futuro, y el incremento de las capacidades de la población.
Cambia el objetivo de la sociedad y también el de los agentes económicos
Esta modificación del objetivo general de la sociedad debe ir acompañada por un cambio en el comportamiento cotidiano de los principales agentes económicos de la sociedad. Por ello ya escribí un libro anteriormente —Por una economía altruista— que indicaba el camino a seguir por parte de las economías familiares en su día a día. Aquí he intentado dar unas pautas para el comportamiento de otros agentes económicos como son las Administraciones públicas, las empresas y las entidades financieras. En todos los casos, el punto de partida sobre el que se basan las sugerencias aportadas es el de modificar el objetivo económico que se persigue. Abandonar la obsesión por tener más como un camino erróneo que trae más problemas que ventajas, introducir otras racionalidades diferentes a la del beneficio individual, recordar que la actividad económica, como toda actividad humana, debe estar al servicio de la persona y de la sociedad en su conjunto y no al servicio de otros intereses distintos.
Por ello, y en esta línea, propugnamos unas Administraciones públicas preocupadas por los más desfavorecidos y por proteger a estos de los riesgos del mercado, que actúen de una manera subsidiaria y potencien la participación ciudadana en su toma de decisiones, que eviten un endeudamiento exagerado para ser libres en su actuación y que con sus ahorros puedan impulsar al sector privado a lograr los objetivos comunes y no a la inversa, que utilicen criterios diferentes para sus contrataciones y que colaboren en el incremento de la libertad, pero no de la libertad para cualquier cosa, sino la libertad para amar garantizando al mismo tiempo la estabilidad.
En cuanto a las empresas, pensamos que no deben ser excusas para el mal. La búsqueda de beneficios, la consabida frase «los negocios son los negocios», no debe servir para ir en contra de las personas, para tomar decisiones en las que sabemos que estamos haciendo mal a la gente y de cuya injusticia somos conscientes. Por ello, la empresa debe tomar conciencia de todas sus implicaciones, y sobre todo priorizar el trabajo sobre el capital. La empresa es importante en el tejido económico y cumple un conjunto de funciones que van más allá de que sus propietarios tengan unos beneficios máximos. Recuperar estas funciones y dejar la necesaria rentabilidad en su punto justo es el camino adecuado.
Por último, los intermediarios financieros juegan un papel clave dentro de un sistema económico complejo como el nuestro. Ahora bien, en estos últimos tiempos parte de su cometido principal se ha visto truncado y los objetivos que tiene planteados han sido transformados a lo contrario: en lugar de estar al servicio de la economía real parece que esta se ha puesto al servicio de la financiera; en lugar de reducir los riesgos gracias a la intermediación financiera, estos se han incrementado; en lugar de colaborar en la reducción de los ciclos económicos, facilitando la financiación cuando las cosas van mal y limitándola cuando la economía se recalienta, todo ha sucedido al contrario; en lugar de ser un instrumento que facilite el acceso al crédito a los más desfavorecidos, reduciendo los comportamientos cercanos a la usura, los pobres han sido vistos como una posibilidad de lograr mayores rendimientos… Por todo ello es preciso mejorar el sistema financiero cambiando las estructuras para que estas se simplifiquen y cumplan mejor su labor de intermediación, para que se pongan realmente al servicio del desarrollo económico y no al servicio del afán de riquezas.
Hacia dónde queremos avanzar
Nuestra intención con este texto ha sido orientar la ciencia y el quehacer económico para ponerlo al servicio de las personas, y en especial de los más desfavorecidos. La tradición y la sabiduría cristiana nos han nutrido de los principios y sendas necesarias para hacerlo desde una visión universal compartida por muchos de los que no profesan esta fe. El resultado nos lleva a incidir en la esencia de todo nuestro comportamiento, hacia qué dirección queremos dirigirlo. El quehacer económico debe realizar un viraje que le permita mejorar su desempeño para que sea realmente constructor de una sociedad mejor para todos. Hay que recordar, por último, que este cambio no puede ser dejado únicamente a la buena voluntad de los agentes económicos —familias, empresas y Estado—, sino que hay que cambiar las estructuras para que el sistema lleve a estos a practicar esta clase de comportamiento y no aquellos que redundan en perjuicio del conjunto.
El medio, como se ha visto, pasa con frecuencia por tener menos. Como ya expliqué en el anterior libro, las familias podemos mejorar nuestro bienestar gracias a bajar nuestras pretensiones económicas y llevar una gestión económica que no vaya dirigida a tener siempre más. Lo mismo sucede, tal y como he indicado en este, con las empresas, el Estado y las entidades financieras. Emprender sendas por las que no se puede ganar tanto nos dirige mejor hacia ese progreso que pretendemos. El decrecimiento se convierte entonces no en nuestro horizonte, sino en el medio que nos permite avanzar en la dirección adecuada.