Tal vez alguien se pueda preguntar por qué introducir un capítulo especialmente dedicado al sector financiero. Al fin y al cabo se trata de empresas que intentan sacar beneficios de su labor económica, y por ello el análisis realizado en el capítulo anterior es perfectamente válido para ellas. Sin embargo, creo que cualquiera puede coincidir conmigo en que el sector financiero tiene unas características peculiares que hacen que sea interesante tratarlo en un capítulo aparte. No solo porque es una actividad que está al servicio de todos los demás sectores económicos, sino porque, en estos últimos años, el sector financiero ha pasado de ser un elemento de apoyo al resto de la actividad económica a ser el centro de esta y convertirse en el elemento clave para comprender el devenir económico de nuestra sociedad.
¿Por qué es muy útil un buen sector financiero?
El sector financiero se coloca entre aquellos que quieren ahorrar y aquellos otros que lo que desean es pedir prestado, por ello a las empresas que se dedican a esta actividad se les denomina «intermediarios financieros». Esta es la principal de sus labores y el gran servicio que realizan al funcionamiento económico, mediar entre unos y otros para facilitar que el dinero que unos no quieren gastar por el momento pase a aquellos que lo necesitan y no lo tienen. Así, la empresa financiera se ajusta a los requerimientos de los ahorradores y les ofrece un rendimiento por su dinero. Al mismo tiempo ofrece a aquellos que quieren endeudarse unos productos que se ajustan a sus necesidades de fondos, a la cuantía que necesitan y a los plazos de devolución que le interesan. Por eso existen distintos productos para canalizar el ahorro como son las cuentas corrientes, los depósitos a plazo, la compra de acciones a las empresas emisoras, los fondos de inversión, las pólizas de seguro, etc. Y también se dan distintos tipos de financiación para quien la necesita: préstamos al consumo, hipotecarios, líneas de crédito, empresas de capital riesgo, préstamos sindicados, etc.
Si tuviésemos que destacar algunas de las ventajas de la existencia de un buen mercado financiero habría que centrarse en tres de ellas.
Un pasado de aburrimiento
Los más mayores de entre los lectores recordarán lo que suponía el sector financiero hace algunos años, y especialmente el bancario, que era el predominante en la actividad financiera de nuestro país. Los bancos realizaban una actividad rutinaria y aburrida, que en parte se sigue llevando a cabo y que consistía en recoger el ahorro por un lado y prestarlo por otro. Los tipos de interés que se pagaban a los ahorradores eran menores que los que se recogían de aquellos que habían recibido prestado, y este diferencial, junto con las comisiones que se cobraban, suponía el grueso de los ingresos del banco. Existía además una serie de controles de riesgos que, ya fuera de una manera científica o simplemente por cuestiones de afinidad personal y de conocimiento de aquellos que recibían los préstamos, les impedía asumir demasiados riesgos. Por ello, en la mayoría de los casos, la actividad bancaria se desarrollaba sin excesivos sobresaltos, el trabajo era el de un contable que administra el dinero que le dan y lo presta con la mayor prudencia posible, intentando asegurar su devolución.
Esta manera de trabajar no estaba exenta de los riesgos que siempre se dan en cualquier actividad económica, no hay más que recordar las quiebras de algunos bancos españoles en la década de los setenta del siglo pasado. Pero, si se seguían correctamente estas pautas, normalmente la actividad generaba ganancias y el nivel de impagos era asumible… Por todo ello, trabajar en un banco era una ocupación reconocida y atractiva para muchos. Suponía un horario bueno, unos ingresos interesantes y una labor rutinaria sin grandes sobresaltos. Los ahorradores confiaban en su director de banco o en el trabajador del mismo para saber cuál era la opción más ajustada a sus necesidades a la hora de ahorrar o de pedir un préstamo, por lo que estos ejercían de asesores de sus vecinos y tenían un cierto reconocimiento social. El negocio financiero era, pues, una actividad carente de emoción, una labor aburrida que precisaba de trabajadores organizados, pulcros, prudentes, que pudiesen ayudar a aquellos que se acercaban a una oficina bancaria y que les asegurasen que su dinero no iba a perderse.
Una actividad que gana en emoción
Los tiempos han cambiado, y con ellos la actividad financiera. A pesar de que el núcleo del negocio bancario es el mismo, los parecidos con lo descrito anteriormente son pocos. La manera de plantearse el negocio bancario y el financiero en su conjunto se ha modificado radicalmente. El trabajador de la oficina bancaria, el director de la sucursal, ha pasado de ser asesor a ser comercial. Sus inmediatos superiores les marcan unos objetivos de venta que ellos deben cumplir. Por ello ya no se dedican a ayudar al ahorrador, sino a «colocarle» productos. Cuando un cliente pregunta por la mejor opción para su dinero, puede estar casi seguro de que la respuesta del trabajador va a encaminarle hacia aquellos productos que tiene que vender en el mes corriente (evidentemente hay excepciones).
Con frecuencia es el mismo director quien toma la iniciativa y llama al cliente para ofrecerle ese producto financiero que necesita vender para cumplir los objetivos de su oficina. Además, el banco ya no ofrece solo productos bancarios (depósitos, cuentas corrientes, préstamos…), sino que se convierte en una ventanilla de venta de otros productos financieros (inversión en bolsa, seguros de todas clases, fondos de inversión…) y con frecuencia de otros bienes y servicios que nada tienen que ver con el sector financiero (viajes, ordenadores, menaje del hogar…). El trabajador que se necesita ahora es alguien más agresivo, que arriesgue y sepa vender bien los productos, que pueda convencer con facilidad a los clientes y que logre los resultados económicos previstos al final de cada mes…
El perfil del trabajador bancario no es el único que ha cambiado. También los productos que se ofrecen. El producto estrella del sistema financiero ya no es ese depósito o esa cuenta corriente que remunera muy poco, pero da seguridad. Ahora tenemos una serie de opciones que pueden dar al ahorrador unos rendimientos mucho mayores. El atractivo de estos nuevos productos financieros es que permiten ganar más que un simple depósito; el problema es que es el cliente quien asume el riesgo de que esto no sea así. Por ello, estos productos son más emocionantes que un sencillo depósito. En este, aunque el banco tenga malos resultados, el depositante siempre tiene un rendimiento asegurado, el riesgo corre a cuenta de la entidad bancaria. Con los nuevos, si las cosas no van como el intermediario financiero pensaba, el ahorrador puede no ganar nada y hasta perder dinero. Sin embargo, la entidad financiera no deja de cobrar la gestión que realiza de su producto, por ello, aunque sus ingresos disminuyan, nunca deja de tenerlos. Cuando se gana, todos ganamos, cuando se pierde es el ahorrador quien asume las pérdidas, mientras la empresa mantiene un nivel de ingresos reducido por las gestiones realizadas.
Como siempre, se ha cambiado el objetivo económico
Parece evidente que una de las causas principales de este cambio de modos de ejercitar el negocio financiero se debe sobre todo a una modificación en el enfoque de las metas finales que hay que lograr en el desarrollo de la actividad. Lo importante ya no es realizar una labor económica correcta en la sociedad, y con ella ganar unos beneficios, sino que el acento está ahora en el crecimiento, en tener más, en lograr más cosas… Este enfoque hacia el crecimiento tiene al menos tres vertientes.
Todas estas vertientes del objetivo del crecimiento están muy ligadas entre sí. Dar más préstamos para alcanzar un mayor crecimiento lleva a que este genere a su vez mayores posibilidades de financiación. Es evidente que, cuanto más se preste, mayores ganancias se van a lograr. Las dos políticas se refuerzan: más crecimiento económico, mayor creación de valor. Para incrementar los flujos de financiación hay que dar pasos más allá del negocio tradicional. No es suficiente limitarse a realizar las operaciones que entran en la oficina de la entidad, hay que salir a buscar al cliente, hay que generar oportunidades de negocio, hay que lograr que aparezcan operaciones donde antes no existían, hay que inventar nuevos productos financieros que muevan el dinero…
La visión positiva del endeudamiento
Este afán de crecimiento ha llevado a que cambie la visión sobre el endeudamiento. Tradicionalmente, endeudarse no era lo mejor, y solo había que hacerlo de una manera muy prudente y cuando se daban unas determinadas circunstancias. Ahora, sin embargo, el endeudamiento ha pasado a ser algo deseable y aceptado. Las entidades financieras potencian que las personas se endeuden, las Administraciones públicas lo hacen habitualmente, y lo mismo sucede con las empresas. ¿Por qué ha cambiado esta manera de entender el rendimiento económico? Porque se prioriza el bienestar actual sobre el futuro y el crecimiento sobre la estabilidad. Los particulares justifican su tendencia a endeudarse en que les permite disfrutar ya de cosas para las que tendrían que esperar si tuviesen que ahorrar: un automóvil, unas espléndidas vacaciones, unos magníficos muebles, etc. Las Administraciones públicas también utilizan esta justificación, alegando que, gracias al endeudamiento, la población disfruta ya sea de un excelente polideportivo, o de un moderno centro de salud, o de una autovía, o de un rápido tren de alta velocidad… Obras que tardarían años en conseguirse si hubiese que esperar a tener los fondos suficientes para acometerlas. A este argumento añaden el hecho de que estas obras generan crecimiento económico actual, y esto beneficia a la sociedad en su conjunto.
Las empresas —especialmente las grandes— aplican generalmente la justificación del tamaño. Esto es, parece que, para ser más competitivos y para poder ganar mayores beneficios, hay que ser más grandes, y hay que serlo lo antes posible. Es evidente que un crecimiento rápido necesita financiación, fondos con los que montar nuevas tiendas, hacer una nueva línea de producción, introducirse en nuevos mercados… Si este dinero no se puede sacar de los beneficios ya generados, no importa, para eso está el endeudamiento. Se pide prestado y ya se irá devolviendo lo prestado con los ingresos que genere la actividad económica.
La política monetaria respalda la política de endeudamiento
Es evidente que, para que los agentes económicos se endeuden más, es preciso el concurso de los bancos prestando más dinero. Esta colaboración es conveniente para los intermediarios financieros, ya que ellos, junto con los dueños de los ahorros, son los que más tienen que ganar con un incremento de la financiación: al fin y al cabo son ellos los que cobran los intereses y las comisiones. Ahora bien, una política de crédito fácil también necesita el apoyo del banco central correspondiente. Este es el que se encarga de crear el dinero y el que dota de un marco legislativo al sistema financiero. Por ello es el principal responsable de la cantidad de dinero que circula por la economía y de los tipos de interés que existen en ella. Si el banco central pone más dinero en circulación y rebaja los tipos de interés, eso potencia que haya más posibilidades de pedir prestado barato y que haya, por tanto, mayor crecimiento económico.
La política del banco central también puede ser la contraria —reducir la cantidad de dinero emitido y subir los tipos de interés—, lo que puede evitar que los agentes económicos —familias, empresas y Estado— se endeuden en exceso y que esto produzca crisis económicas. Cuando los agentes económicos se endeudan al mismo tiempo y en masa, se produce un gran crecimiento —debido a que se compran más cosas—, pero a costa de que, cuando llega la hora de devolver lo prestado, hay que reducir el consumo y la inversión. Esto conlleva un período de austeridad económica para el deudor.
La función de evitar los ciclos económicos, que debería ser esencial en la labor de los bancos centrales, con frecuencia no se está cumpliendo (la evidencia de la crisis de principio de este siglo es clara). Como los bancos centrales solamente están preocupados en controlar las subidas de precios, acaban potenciando el endeudamiento cuando todos se endeudan y restringiéndolo cuando se necesita estimular la economía. Estas actuaciones no reducen los ciclos, sino que los apoyan, produciendo efectos negativos para la economía en su conjunto.
El desarrollo de la ingeniería financiera
Paralelamente a los hechos que acabamos de ver se ha desarrollado lo que se denomina «ingeniería financiera». Cuando oímos hablar de ingeniería, aquellos que somos legos en ese tema pensamos en elementos sofisticados, tecnología punta, técnicas avanzadas, etc. Este es, decididamente, el perfume que parece emanar de la ingeniería financiera, y lo que hay detrás de ella no lo desdice en absoluto. Ahora bien, como también sucede en otros campos —como los electrodomésticos, los automóviles, las radios…—, estos aparentes avances técnicos pueden resultar en nuevas aplicaciones que no son prácticas y que complican sin embargo la utilización y reparación del aparato en cuestión. Pongo como ejemplo la última lavadora que hemos comprado en casa. Lleva un complejo panel de mandos electrónico que no nos aporta muchas más funciones que el panel mecánico tradicional y que ya se ha estropeado mientras la lavadora ha seguido funcionando correctamente. El panel no se ha podido reparar y la única solución ha sido reponerlo, lo que ha resultado mucho más caro que cualquier arreglo mecánico que hubiéramos tenido que hacer. Al final tenemos claro que la próxima lavadora la compraremos con un mecanismo tradicional… Algo parecido sucede con la ingeniería financiera. Los mercados financieros han creado nuevos instrumentos para poder financiar a los demás. Siguiendo la lógica de los mercados, podríamos pensar que estos deberían incrementar su seguridad y transparencia, y al mismo tiempo facilitar su acceso a los diversos agentes que operan en él. Sin embargo, esto no es siempre así.
Pongamos el ejemplo de los préstamos hipotecarios. La manera más sencilla de gestionarlos es a través de depósitos que se reciben de los ahorradores. Con este dinero se presta a otros particulares o empresas, que compran apartamentos, oficinas o edificios. El sistema tiene poco riesgo, porque la cuantía de los depósitos suele ser bastante estable a medio y largo plazo, y los préstamos tienen una devolución que se alarga en el tiempo. Ahora bien, si la entidad financiera quiere incrementar sus préstamos hipotecarios, pongamos en 1.000 millones de euros, y no puede obtener más depósitos, divide esta cantidad en un millón de bonos de 1.000 € y los pone en el mercado para que otros intermediarios financieros se los compren. Estos bonos son a corto plazo —tres o cinco años habitualmente—, con lo que tendrá que devolverlos antes de haber recuperado los préstamos realizados (que suelen tener unos plazos superiores a quince años). Esto supone que tendrá que volver a pedir prestado en el mercado ese dinero cuando pase el plazo convenido para devolverlo. Esto repercute en un incremento del riesgo del negocio bancario, porque, ¿qué sucede si hay que devolver pero no me prestan el dinero y todavía no he cobrado todo el dinero de la hipoteca? Además, esto provoca que el porcentaje de endeudamiento de las entidades financieras aumente también, lo que evidentemente eleva los riesgos…
Se incrementa la separación entre financiador y financiado
Estos bonos, además, no suelen ser vendidos a particulares, sino a otras entidades financieras. Estas los compran, por ejemplo, a través de un fondo de inversión. Este fondo de inversión puede estar participado directamente por particulares, pero también puede serlo por otras entidades financieras que a su vez hayan recibido el dinero de otros particulares o de otras entidades… Las consecuencias finales de este incremento de la complejidad de los mercados financieros es la separación entre el ahorrador final y quien recibe la financiación. Entre uno y otro puede haber fácilmente tres o cuatro intermediarios: un particular puede haber confiado su dinero a un intermediario financiero (1º), que ha adquirido en su nombre una participación de un fondo de inversión (2º), que ha utilizado este dinero para comprar renta fija de otra empresa financiera (3º), que a su vez ha utilizado estos fondos para adquirir bonos hipotecarios de un cuarto intermediario (4º), que es quien finalmente ha prestado el dinero a un particular que quería comprarse una casa (5º)… Esta inflación de intermediarios supone que la diferencia entre los intereses que paga quien recibe el dinero finalmente y los que gana quien lo presta inicialmente se incrementa. El financiado ve encarecida su financiación y el ahorrador ve menos remunerada su inversión. Quienes más ganan con esta ingeniería financiera no son los ahorradores y quienes se endeudan, sino los intermediarios financieros.
En el caso de los préstamos hipotecarios, el riesgo se incrementó más, si cabe, debido a la creación de unos instrumentos que se denominaban CDO. Estos instrumentos partían de la idea de que la entidad que presta el dinero al comprador de la casa vende el derecho de recibir la devolución y los intereses a otra institución financiera diferente. De este modo, si el hipotecado no paga, el problema ya no es para quien ha prestado, sino para quien ha comprado el derecho a recibir el rendimiento del préstamo. Esto incentiva a realizar más préstamos hipotecarios, aunque se sepa que se dan a personas insolventes. Como, si no paga, el problema lo tendrá otro, yo presto, vendo mi derecho y recojo el dinero, y que otros carguen con las consecuencias si el deudor no paga…
La espiral del riesgo en la actividad financiera
Pero estas no son las únicas tendencias que ha generado la sofisticación del sistema financiero, su ingeniería ha derivado en una espiral de riesgo que algunos definen como la «economía de casino». Hace ya mucho tiempo que surgieron en los mercados de materias primas —petróleo, cereales, productos mineros, productos alimentarios, etc.— unos productos denominados «derivados financieros». Su objetivo era protegerse de los cambios bruscos de precio que experimentan las materias primas. Supongamos que tengo claro que quiero comprar varias toneladas de trigo de la próxima cosecha (pongamos dentro de tres meses). Sé la cantidad que quiero comprar, pero desconozco el precio que tendrá en ese momento (que dependerá sobre todo de si se ha recogido más o menos producto). Los derivados me permiten asegurarme cuánto voy a pagar en ese momento comprando hoy la cantidad que quiero a un precio invariable. Dentro de tres meses recibo las toneladas de trigo y pago el precio que fijé en el momento en el que hice el contrato, independientemente del precio de mercado que exista en la actualidad.
Este producto, que aparentemente es razonable y que permite a los compradores asegurarse el precio y a los vendedores saber previamente el dinero que van a ganar con su venta, ha dejado de utilizarse para asegurarse riesgos y ha pasado a ser una manera de tomar riesgos. La mayoría de las operaciones que se realizan en este momento ya no conllevan una transacción real de aquello que sirve de referencia. Yo quiero comprar un millón de barriles de petróleo dentro de tres meses. Realizo un derivado por el que fijo el precio de compra a 120 $ el barril. Llega la fecha y el precio del barril es de 130 $. Los contratantes del futuro ya no realizan el intercambio a ese precio, sino que se intercambian los beneficios generados. Esto es, el que compra a 120 $ podría venderlo inmediatamente en el mercado a 130 $ y ganar 10 $ por barril, esto es, 10 millones de dólares. ¿Para qué intercambiar los barriles? El que acordó el derivado para vender los barriles paga directamente estos 10 millones de dólares al que acordó comprarlos, y así uno recoge directamente sus ganancias y el otro paga sus pérdidas. El millón de barriles de petróleo es lo de menos, es solo la excusa para que uno de los dos gane dinero… Los derivados se convierten entonces en un mecanismo de apuestas. A través de ellos apuesto a que el precio de un bien va a subir o bajar, a que la bolsa va a evolucionar en una u otra dirección, al valor de los tipos de interés en un futuro… La emoción de la apuesta, de adelantarse a lo que va a suceder y adivinarlo para beneficiarse de ello se introduce en los mercados financieros.
Las consecuencias de esta ingeniería sobre los mercados financieros
Las consecuencias de este desarrollo de los mercados financieros son evidentes. Aunque las crisis financieras no son algo nuevo y se han dado desde hace siglos, la frecuencia con la que se producen en la actualidad es mucho mayor. El incremento de intermediarios reduce la transparencia en el mercado y facilita la opacidad. Cuando las cosas van mal —como ha sucedido al principio de este siglo—, esto deriva en una falta de confianza que impide el funcionamiento normal de los mercados. Del mismo modo, el que los productos derivados se utilicen para arriesgarse hace que estos dependan de los impulsos o de las impresiones de los agentes del mercado. Si a esto juntamos las operaciones que solamente buscan el beneficio a corto plazo —de las que hablaré más adelante— y la rapidez que los sistemas informáticos imprimen a las transacciones financieras, nos da una conjunción que favorece la creación de burbujas especulativas que provocan grandes oscilaciones sin causas reales. Todo ello logra un incremento de beneficios para aquellos que se dedican a esta actividad. Por último, un mayor crecimiento económico, sustentado sobre todo en el endeudamiento excesivo —lo que supone una base endeble y provisional—, se logra a costa de una mayor inestabilidad y un sistema con bases poco sólidas.
La clave a la hora de plantear cómo podemos reformar el sistema financiero en su conjunto estriba en «redescubrir el fundamento ético de la actividad financiera», tal y como afirmaba Benedicto XVI en su encíclica Caritas in veritate 65. Esto no supone ir en contra de esta clase de actividad, sino todo lo contrario, respaldarla y apoyarla para que cumpla correctamente sus funciones en la economía. Las finanzas no surgen como un quehacer pensado para enriquecer a aquellos que lo ofrecen, sino como una labor encaminada a poner en contacto a aquellos que ahorran y a aquellos que quieren endeudarse, facilitando que el dinero fluya de unos a otros, reduciendo los riesgos inherentes a cualquier préstamo y posibilitando así la creación de riqueza y el desarrollo económico. Por ello hay que recuperar y priorizar esta función. El sistema financiero no debe incrementar los riesgos inherentes a cualquier operación de financiación, sino reducirlos, no debe complicar la labor de financiación, sino simplificarla y facilitarla, no debe alejar a ahorradores y endeudados, sino acercarlos.
Sin embargo, el Romano Pontífice no solo se queda aquí cuando habla sobre el fundamento ético de las finanzas, sino que va un poco más allá afirmando que estas deben «salvaguardar a los sujetos más débiles e impedir escandalosas especulaciones» (Caritas in veritate 65). Esto es, el sistema financiero debe ponerse al servicio del más débil y necesitado, y no al de la ganancia fácil y especulativa. Esto coincide con la denuncia que de la usura ha realizado la sabiduría cristiana a lo largo de los tiempos. El préstamo a los más necesitados no puede convertirse en una excusa para tener más beneficios a su costa, sino que debe ser un instrumento que les ayude y les estimule para mejorar su situación y para realizar actividades que reviertan en su promoción. Creo que es importante recordar aquí cómo un prestigioso economista como Raghuram G. Rajan[14] cree que uno de los motivos de la crisis actual ha sido el de intentar solucionar los problemas generados por el incremento de las desigualdades a través de incentivar el crédito fácil a los más pobres. Unos préstamos con unas condiciones difíciles de cumplir por parte de estos y en los que debían pagar unos elevados intereses debido precisamente al riesgo que tienen por tener unos ingresos bajos. Todo lo contrario de lo que la doctrina social de la Iglesia anima a hacer.
Renovar las estructuras
En Caritas in veritate (n. 65) también se insiste en la necesidad de renovar las estructuras y los modos de funcionamiento del sistema financiero. Esta es la consecuencia directa de la recuperación de su función ética. El objetivo que nos planteamos con la actividad financiera determina de una manera clara la forma en la que organizamos esta. Las estructuras que montamos están al servicio de unos objetivos u otros. Por ello no se puede dejar la renovación ética solamente a la voluntad de los agentes que trabajan en los mercados financieros, sino que esta debe llevar necesariamente a un cambio en las estructuras con las que se trabaja. Esto implica, como ya hemos visto en otros casos, que el mercado financiero precisa de un marco de actuación adecuado que ponga restricciones encaminadas a orientar su acción hacia el fin perseguido. Como en toda actividad, deben existir límites que circunscriban las actuaciones de sus agentes y que penalicen aquellas que son negativas para su correcto funcionamiento. Liberalizar todas las actividades, permitirlo todo, incrementa los riesgos, las posibilidades de crisis, los problemas con el conjunto y convierte al mercado libre en un mercado libertario del que solamente se benefician los más fuertes. La actual crisis está propiciando que se tomen medidas en esta dirección. Aunque la dirección es correcta, pecan de timoratas y se realizan sin demasiada convicción.
Reducción de intermediarios
Caritas in veritate invita a llevar adelante una simplificación de las finanzas y aboga por la transparencia y la recta intención de los productos financieros. Uno de los asuntos clave en este sentido y que mejoraría las estructuras financieras existentes es la reducción de intermediarios. A raíz de la crisis, algunas entidades financieras ya han desarrollado una política de esta clase para dar un mejor servicio a sus clientes y para controlar mejor los riesgos que estaban asumiendo (ya que en la crisis los agentes financieros adquirieron bonos que tenían más riesgos de los que aparentaban tener). Sin embargo, considero que no es suficiente dejarlo todo al buen hacer o a la voluntad de los mismos intermediarios financieros. Una normativa que limitase el número de instrumentos financieros que pueda haber entre el ahorrador y el prestatario último no iría en contra de la libertad de mercado y facilitaría mucho su funcionamiento así como su transparencia. Un número máximo de dos intermediarios entre el ahorrador y el financiado sería adecuado para este fin.
Dirigir las inversiones
La principal consecuencia de esta reducción de intermediarios sería lograr que los ahorradores pudiesen conocer para qué se están utilizando sus ahorros. Esto es lo que podríamos denominar finanzas éticas o responsables (que son apoyadas también de una manera explícita por Caritas in veritate, en especial en su modalidad de microcréditos). La poca información que recibimos sobre dónde van nuestros ahorros hace que desconozcamos si estos se están dirigiendo a financiar actuaciones que son acordes o contrarias a nuestras ideas. La reducción de intermediarios puede ayudar a proporcionar fácilmente esta información y a que el ahorrador responsable pueda seleccionar a quién confiar sus ahorros según como se están utilizando los fondos que presta. Se trataría, pues, de generalizar al resto del mercado aquello que ya están haciendo los productos financieros éticos y la banca ética.
Llamar a las cosas por su nombre
También habría que separar una parte del mercado de productos derivados de los mercados de financiación normal. Todos aquellos productos derivados que no están ligados a la compra o venta última de un producto —ya sea este una materia prima, una divisa, una acción, un bono o un préstamo— deberían realizarse en mercados separados y por entidades que no tuviesen una relación directa con otros intermediarios financieros. Las casas de juego o de apuestas serían las que mejor podrían realizar esta función, ya que, como ya he descrito, cuando no hay ninguna transacción real detrás, estos instrumentos se convierten en apuestas a que determinado precio sube o baja y por las que se gana o se pierde según se haya acertado o fallado en la previsión. Por tanto, creo que deberían pagar los impuestos que pagan los juegos de azar, y la conjunción de todo ello podría desincentivar su uso sin que estos instrumentos desapareciesen ni dejasen de cumplir su función en los mercados de materias primas y divisas. Separar el juego de azar financiero de las operaciones financieras creo que es más acertado que prohibir esta clase de instrumentos financieros. Se pueden mantener, pero hay que darles el nombre correcto y no ocultar su naturaleza a través de denominaciones engañosas. De este modo, quien quiera arriesgarse, que lo haga, pero sin mezclar al sistema financiero en ello.
Dificultar las operaciones meramente especulativas y a muy corto plazo
Tal y como sugirió en su momento el premio Nobel de economía J. Tobin, creo que hay que poner trabas a las operaciones especulativas que intentan lograr ingresos a través de compras y ventas en un plazo de tiempo muy corto (con frecuencia en menos de veinticuatro horas). Estas operaciones incrementan muchísimo la volatilidad de los mercados sin mejorar su funcionamiento. Su objetivo es únicamente el de sacar unos rendimientos mínimos que, acumulados durante varios días, pueden resultar en unos grandes beneficios al final del mes. Vendiendo, por ejemplo, una cantidad de acciones a primera hora de la mañana y comprándolas más baratas más tarde. De este modo se acaba el día con el mismo número de acciones, pero con dinero en el bolsillo. Los caminos a seguir para desincentivar esta clase de operaciones son muy variados —tasas o impuestos, limitaciones o prohibiciones, sistemas de compraventa más lentos y menos inmediatos, etc.— y este no es el lugar para abordar las ventajas e inconvenientes que tiene cada uno de ellos, pero sí para señalar que este es otro de los caminos que facilitaría la reducción del riesgo del sistema y que este cumpliese bien su verdadera función.
Reducir la exposición al riesgo
El sistema de intermediación financiera debe servir para reducir el riesgo de aquellos que trabajan en él y no para incrementarlo. Por ello habría que reforzar las normas que intentan que la exposición al riesgo por parte de estos intermediarios sea mínima. Esto no solo hay que hacerlo a través de guardar fondos por si se da un impago. Este camino es válido, pero, tal y como ha demostrado la crisis de principio de siglo, es claramente insuficiente. Se hace necesario restringir determinadas operaciones, determinados niveles de endeudamiento, exposiciones al riesgo elevadas. Algunos podrían decir que esto es el mercado, que si alguien quiere arriesgarse, lo hace sabiendo que si le sale bien ganará mucho, pero si no es así perderá… Esto está muy bien cuando lo haces con tu propio dinero, si lo que acabas perdiendo era tuyo y has sido tú quien se ha metido en ese berenjenal. Pero si lo haces con el dinero de otros, el asunto es diferente. Las consecuencias de tus actuaciones recaen sobre personas que no tienen nada que ver con estas actividades.
Las distintas entidades financieras están todas conectadas entre sí, de manera que una exposición elevada al riesgo puede provocar una situación como la que hemos visto a principios de nuestro siglo con la crisis financiera. Los intermediarios financieros que se han arriesgado mucho han ganado dinero mientras se estaba en época de bonanza. Sin embargo, cuando esta se acabó, el agujero que se generó podía ser tan grande que los dineros públicos tuvieron que salir en su ayuda para prestarles el dinero que el mercado no les ofrecía. Entre todos hemos tenido que ayudar a aquellos que han tenido graves problemas por el alto riesgo asumido, de modo que, cuando las cosas fueron bien, ganaron mucho gracias a su exposición al riesgo, pero cuando fueron mal no perdieron, ya que entre todos salimos en su ayuda. Saber que cuando las cosas van bien puedo apropiarme de los beneficios, pero cuando van mal el problema es tal que van a venir a ayudarme, lleva a situaciones que los economistas denominamos de riesgo moral, en las que vale la pena arriesgarse porque se puede ganar mucho, pero no hay tanto que perder… Ante esta situación, creo que la prudencia y la reducción de riesgos pueden traer menos beneficios a corto plazo, pero ayudan a que los mercados financieros funcionen mejor a medio y largo plazo. Por lo tanto, tomar medidas que reduzcan la asunción de riesgos en el conjunto del sistema financiero se hace necesario.
Apelar a la responsabilidad de los agentes
Todos estos cambios necesitan también de la responsabilidad de los agentes que intervienen en las operaciones, desde el ahorrador que confía sus fondos a una entidad financiera hasta el deudor que los recibe para hacer un buen uso de ellos y poder así devolverlos y pagar sus rentas, pasando por todos los trabajadores que intervienen en estas operaciones. Es evidente que esta responsabilidad pasa por que se cambie la filosofía de trabajo. Es decir, que el objetivo final de todas las actuaciones financieras deje de ser el excesivo afán de lucro. Que los agentes se percaten de que la actividad financiera es un servicio al desarrollo económico y a los más desfavorecidos. Evidentemente, este cambio de mentalidad debe ir ligado al cambio de estructuras del que hemos hablado ya. En estos momentos, pensar y actuar con esta filosofía se convierte en patrimonio de unos pocos que tienen el suficiente coraje moral para nadar contra corriente. Tenemos por delante el camino de modificar esta corriente principal para que lo normal y lo fácil sea trabajar buscando dar un servicio a la sociedad, y tengan que ser aquellos que lo único que quieren es sacar beneficios quienes deban bregar contra corriente y quienes realmente lo tengan difícil. Para ello, y no me casaré de insistir en este aspecto, es necesario que cambien las reglas del juego y se aborden reformas estructurales del sistema financiero.
Mejores mercados financieros
Como se ha podido observar, las propuestas que se presentan aquí —que están inspiradas en aquello que dijo Caritas in veritate después de varios años de crisis financiera— no pretenden ir en contra de los mercados financieros, sino orientarlos en una dirección de servicio a la sociedad y no de servicio al afán de lucro. Los límites que se proponen no ahogan el mercado, no impiden la libertad de las personas y de los agentes del mercado, sino todo lo contrario. Quieren pasar de unos mercados financieros casi libertarios —en los que se pretende que todo esté permitido—, y que con frecuencia pasan a ser mercados liberticidas —porque matan la libertad de mercado (al ser el más fuerte quien más posibilidades tiene) y la de muchas personas, que se ven ahogadas por deudas imposibles de pagar y condiciones económicas que no dejan de empeorar—, a unos mercados financieros verdaderamente libres que estén al servicio de la sociedad y su desarrollo económico, al servicio de las personas, y especialmente de los más necesitados, a los que proporcionen financiación barata que les permita promocionar económicamente. Todas las medidas abogan por mejorar unos mercados financieros necesarios para un normal desenvolvimiento de nuestra sociedad.
Creo necesario hacer un último apunte sobre cuál es la escala a la que se deben realizar estos cambios. Debido a que los mercados financieros actúan de una manera global en estos momentos, las medidas de cambio en el sistema financiero no pueden abordarse a escala nacional o regional. El hecho de que no existan barreras a los movimientos de capital hace que el dinero pueda irse a aquellos lugares en los que se puede ganar más dinero sin trabas. Cualquier modificación en un sistema nacional puede ser eludida por los agentes financieros operando desde otro país o paraíso fiscal que no aplique esos cambios. Por ello, cualquier reforma del sistema financiero debería realizarse a escala global. De otro modo no funcionaría, salvo que volviésemos a poner límites a los movimientos internacionales de capital y creásemos otra vez mercados aislados de dinero en cada nación o región. Volveríamos a oír hablar entonces de las evasiones de capitales, actuaciones que pasaron a la historia cuando se liberalizaron los movimientos de dinero y dejó de ser delito llevarte tu dinero a otro país sin pasar por aduana…