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LAS EMPRESAS EN EL SISTEMA ECONÓMICO

Las empresas forman parte del tejido económico de nuestras sociedades. La producción, la oferta y la venta de los productos que utilizamos se articulan a través de esta clase de organizaciones. La mayoría de nosotros trabajamos en una empresa y pasamos gran parte del día en sus instalaciones efectuando labores en su beneficio. Ahora bien, la tipología de las empresas no es homogénea, hay de muchas clases según el tamaño, la estructura, el sector a que se dediquen, su planteamiento empresarial, los objetivos que persiguen… A pesar de estas grandes diferencias existen tendencias predominantes en cada momento que empujan a todas las empresas en una u otra dirección, determinando la manera en la que se gestionan y dirigen.

1. El objetivo predominante en la gestión empresarial actual

La creación de valor

Desde hace unos años, el objetivo que parece primar sobre otros en la acción empresarial es lo que se denomina en el argot empresarial la creación de valor. Creo que, a estas alturas del libro, ningún lector se sorprenderá si digo que es una manera fina de expresar aquello que predomina como finalidad última de la totalidad del sistema de mercado: la búsqueda del máximo beneficio. Se pretende que el valor de la empresa —o, dicho de otro modo, el precio de las acciones— crezca constantemente para que las ganancias de los propietarios-accionistas se incrementen.

Desde este punto de vista, el éxito o el fracaso en la gestión de una empresa se mide solo por el crecimiento del precio de las acciones en bolsa (si es que cotizan allí) o por el aumento del valor de la empresa (si es que no se cotiza). Los directivos y gerentes son evaluados según su capacidad para crear valor, y por tanto buscan aplicar aquellas políticas empresariales que logren que esto suceda.

Factores que influyen en el precio de una acción

Hay que resaltar que el crecimiento del precio de una acción en bolsa no depende únicamente de cuál ha sido el resultado económico de una determinada gestión empresarial. Sin ánimo de describirlas todas, hay que recordar que el valor de una acción sube, por ejemplo, porque las perspectivas de la empresa mejoran: una empresa farmacéutica, que encuentra un nuevo medicamento que se cree va a venderse mucho en el futuro; un incremento de los precios del petróleo, que hará que la empresa de hidrocarburos tenga expectativas de ganar más dinero; una mejora de la renta de la población que pueda significar más ventas para una empresa, etc. Cualquier circunstancia que pueda hacer prever que la empresa va a ir mejor en el futuro, o que pueda hacer pensar que va a ir a peor, afecta al valor de la acción.

También puede influir en este precio el entorno económico en el que se mueve la empresa. Si las cosas van bien en la economía en general, si hay crecimiento económico, si se compran más bienes y no existen graves desequilibrios económicos, el valor de la acción puede crecer, y viceversa. Del mismo modo, una corriente alcista o bajista de la bolsa en su conjunto puede arrastrar el valor de una acción sin que sus subidas o bajadas tengan nada que ver con la gestión de la empresa, con su mejora de resultados o con las expectativas futuras que esta tenga.

Por último, aunque aquellos que opinan que la gestión empresarial debe buscar la creación de valor suelen defender que los precios de las acciones en bolsa reflejan correctamente el valor de sus empresas, la evidencia empírica parece demostrar que esto no siempre es así. La existencia de burbujas especulativas y de oscilaciones rápidas, que modifican el valor en bolsa de las acciones en breves espacios de tiempo, parecen mostrar que, en ocasiones, este viene determinado por elementos ajenos a la gestión de los directivos de las empresas.

El crecimiento del margen de beneficios

Ahora bien, la gestión empresarial también tiene una influencia directa sobre el incremento o la disminución del precio de la acción. El principal elemento que influye en esto es el margen de beneficios logrado por la empresa. Todo directivo que esté preocupado por el incremento del valor de las acciones va a tener que mantener un determinado margen de beneficios, que se convierte en una cifra de referencia a la hora de gestionar la empresa. Este margen no solo es importante por sí mismo —en cuanto a que debe ser positivo y alcanzar una cantidad aceptable—, sino que se compara con el que tienen empresas similares. Aparece aquí el mismo efecto que vimos en el anterior capítulo con respecto al crecimiento económico de una nación. Esto es, que para ser bueno no solo debe ser positivo y alto, sino que tiene que ser también superior al de las otras empresas similares a ella. Por muchos beneficios que tenga, si mi margen es inferior al de otras compañías similares a la mía, estoy realizando una gestión ineficaz.

Reducción de empleo

Por este motivo muchas empresas que van bien realizan recortes de empleo en sus plantillas. Cuando los beneficios son altos, pero peores que la media del sector, parte de sus accionistas van a querer vender sus acciones para adquirir las de aquellas empresas que tengan un margen de ganancias superior. Si un sector de los accionistas quiere vender, el precio de las acciones va a caer. Esto va en contra del objetivo perseguido, que es —como hemos visto— justamente el contrario. Por ello, los gestores de la empresa deben reaccionar y ofrecer garantías de que esto no va a volver a suceder. La medida más fácil es la reducción de costes: los directivos prometen reducir los gastos para garantizar que, aunque no se facture más en un futuro, al menos el margen de beneficios va a crecer. Sin crecimiento de ventas se logra ganar más…

Para reducir los costes, el camino más sencillo suele ser la reducción de plantilla. Los trabajadores son vistos por esta concepción de la empresa como un factor de producción más, y sus salarios son considerados como un coste. Por ello, si lo que se quiere es que aumente la diferencia entre ingresos y costes de la empresa, uno de los caminos más fáciles es realizando expedientes de regulación de empleo y despidiendo o prejubilando a una gran parte de los trabajadores, esto es, reduciendo la plantilla. El anuncio de esta clase de medidas por parte de una compañía suele incrementar la cotización de sus acciones. Los compradores interpretan que esto se va a traducir en mayores ganancias y demandan la acción de la empresa, provocando la subida de su precio. El objetivo de crear valor para el accionista se cumple. Puede ser que la empresa pierda unos trabajadores importantes que han sido los que le hayan permitido los altos niveles de facturación que tienen hasta ese momento, puede ser que esto comprometa su capacidad de generar ingresos futuros, pero eso no lo ven aquellos que negocian en el mercado de valores. Es una consideración a largo plazo que no tiene valor en el corto y en la oscilación del precio de las acciones.

El poder de los directivos

Otro de los factores importantes que estamos viendo en estos últimos tiempos es el gran poder que están acumulando los directivos de las empresas con respecto a los propietarios. En ocasiones, la propiedad y la gestión coinciden, y son los propietarios o parte de ellos los que llevan las riendas del negocio. En otras no sucede esto, y quienes dirigen la empresa son técnicos cualificados contratados por los propietarios. Las circunstancias de la gerencia son diferentes en ambos casos, pero tienen puntos en común que quiero resaltar aquí.

En primer lugar, las personas que llevan el día a día de la empresa, sus directivos, son los que tienen todas las claves para que esta funcione bien o mal, mejor o peor. El Consejo de Administración, que representa a los accionistas-propietarios y que teóricamente debe orientar, dirigir y pedir cuentas a los directivos, tiene unas posibilidades limitadas. Todos los que nos hemos sentado en alguno de ellos lo sabemos. Para poder juzgar y apreciar si la persona que está dirigiendo una empresa está haciendo lo que debería, hay que involucrarse mucho y utilizar mucho tiempo para saber realmente cómo es el día a día de la compañía. Al final, casi hay que convertirse en una sombra de la gerencia y acercarse mucho a ella para poder conocer bien lo que el directivo tiene muy claro. El esfuerzo es tal que puede compensar dedicarse a la gerencia por sí mismo… Si esta no es la opción, se debe dar un amplio margen de confianza a los directivos, permitiéndoles una capacidad de acción que utilizarán para realizar la gestión a su estilo y manera.

¿Cuál es el factor que determinará que se intervenga en su trabajo, que se le controle, que se acabe sustituyéndolo o que se le mantenga la confianza? Creo que la respuesta la comentó perfectamente el presidente de Coca Cola España en una conferencia en la que tuve que presentarlo. Comentaba que la rama española de esta empresa tenía un alto margen de independencia con respecto a su matriz en Estados Unidos porque les daba unos buenos resultados económicos año tras año. Él decía que se ganaba la libertad para tomar las medidas que considerase oportunas y para dirigir a su estilo la empresa a fuerza de margen de beneficios: más ganancias, más libertad… Con los directivos sucede lo mismo, si el Consejo de Administración observa que los resultados son buenos, que el precio de la acción está incrementándose y que el porcentaje de ganancias es igual o superior a los de la media del sector, entonces van a confiar en sus gestores y les van a dejar hacer. Si la cosa no funciona así, intentarán intervenir más en el día a día para indicar a sus directivos lo que tienen que hacer o buscarán un sustituto para que se haga cargo de las riendas del negocio.

Las grandes remuneraciones de los directivos

Ligado a este objetivo y al margen de maniobra que tienen los directivos se dan una serie de circunstancias que permiten y colaboran en que la remuneración de la alta dirección no pare de crecer a costa de los ingresos del resto de la plantilla, incrementándose así las diferencias salariales internas en las empresas. Si el directivo logra grandes beneficios y creación de valor a través de mejoras del precio de las acciones, ¿qué más da lo que haga? Todo está bien si es bueno para el objetivo previsto. A esto ayuda el hecho de que son los directivos los que tienen un contacto directo con el Consejo de Administración de la empresa —que representa a los propietarios—, cuando no son parte de él (si es un gerente-propietario). Esto les da la capacidad de mostrarse como los únicos responsables de los éxitos de la empresa, de señalar a los culpables cuando algo no va como debería y de reclamar aumentos de sueldo que recompensen su labor.

Además, siempre pueden amenazar con irse a otras empresas en el caso de que no logren sus pretensiones salariales. Su argumento es bien simple: si mi trabajo consiste en lograr grandes beneficios, o me recompensas bien por hacerlo, o me voy a otra empresa que lo haga y logro esos altos márgenes o esa creación de valor en ella en lugar de en esta. Parece entonces que la única manera de afianzar en la empresa a directivos que logren grandes ganancias es pagándoles unas remuneraciones más elevadas que la competencia. Por último, el Consejo de Administración puede ofrecer a los directivos sistemas de remuneración variable que vayan ligados a los incrementos de valor del precio de las acciones, al crecimiento de la facturación o a la venta de determinados productos. Si los directivos logran el cumplimiento de los objetivos marcados, consiguen unos incentivos sabrosos que incrementan sus remuneraciones (y que pocas veces benefician también al resto de trabajadores implicados en el cumplimiento de los mismos). Estos incentivos han tenido una cierta responsabilidad en la mala gestión financiera de las empresas antes del estallido de la crisis a principios del siglo XXI.

Todas estas circunstancias colaboran en que las diferencias salariales entre aquellos que cobran más en una empresa y aquellos que cobran menos no hagan más que aumentar. En que con frecuencia escuchemos remuneraciones millonarias para una persona mientras que en la misma empresa se realizan recortes de plantilla aduciendo que hay que ahorrar costes. Por ejemplo, los tres principales directivos de una multinacional española ganaron en 2010 una media de siete millones de euros. Si consideramos un salario bruto medio en España en 2011 de 21.511 € anuales para un trabajador, la remuneración anual del directivo equivale a la de 325 trabajadores suyos (975 entre los tres). Las cifras son escandalosas y tristes; aunque podemos entender los motivos anteriormente expuestos, nos cuesta ver la justicia de la pérdida de un montón de empleos al mismo tiempo que los directivos se llevan unas jugosas remuneraciones.

2. Una empresa es algo más

Esta concepción del funcionamiento de la empresa es verdaderamente limitada y olvida muchos de los aspectos de la misma, de sus funciones y de sus implicaciones. En este apartado quiero reflejar aquellas cosas que no se tienen en cuenta cuando se trabaja como he indicado en el apartado anterior. Quiero mostrar cómo la empresa es mucho más que la consecución de beneficios, cómo las implicaciones de su labor en la vida de las personas y en el entorno en el que esta se desarrolla hacen que no podamos verla solamente como una máquina de generación de ganancias para sus propietarios. La versión simplista de considerar que el único objetivo de una compañía es el de ganar más nos es útil cuando los economistas trabajamos con modelos económicos teóricos, pero puede ser bastante perjudicial cuando es el principal y en ocasiones único criterio que determina las políticas aplicadas a una realidad empresarial.

La función económica de la empresa

La empresa cumple dos funciones sociales esenciales en cualquier colectivo. Por un lado permite que las personas unan sus esfuerzos con un objetivo común y pongan su trabajo en conjunto de manera que el fruto del mismo se convierta en bienes y servicios que son útiles para el colectivo. Por otro ofrece estos bienes y servicios para que cualquiera que los necesite o los desee pueda adquirirlos y utilizarlos para provecho propio o el de los suyos. La sociedad necesita, por tanto, de las empresas. No puede producir vestidos, alimentos, electricidad, automóviles, libros, muebles… y hacer que estos lleguen a aquellos que los quieren utilizar si no es a través de organizaciones que coordinen los esfuerzos de varias personas para lograr que los procesos de producción y de distribución de estos bienes y servicios se lleven adelante. Estamos hablando, pues, de elementos clave en el funcionamiento de una economía, ya que sobre las empresas recae una parte importante del correcto desarrollo de los intercambios económicos.

Como se observa, la función económica de la empresa va más allá de la generación de beneficios. Queremos que existan empresas no porque necesitemos que haya organizaciones que permitan ganar dinero a aquellos que las crean o a sus propietarios, sino porque es un modo correcto de organizar a las personas con el fin de que produzcan, ofrezcan y hagan llegar los productos y servicios a las personas, el Estado y otras empresas que las demandan en el mercado, logrando así una mayor producción y unos menores costes que si estas no existiesen. ¿Dónde queda entonces la generación de beneficios? ¿Por qué parece que la empresa es solamente un sistema para ganar dinero y no una organización que busca otros objetivos sociales importantes?

La necesidad de una rentabilidad

Tal vez la clave esté en hablar de la rentabilidad. Las empresas, por su propia idiosincrasia y porque trabajan en un entorno competitivo y de mercado, se ven obligadas a ser rentables para asegurar su propia sostenibilidad en el tiempo. Cuando hablo de rentabilidad me refiero a que, para seguir funcionando, una empresa debe lograr de una manera estable que sus gastos —incluyendo los salarios de aquellos que trabajan en ella— no superen la cifra de sus ingresos. Esto es, no tener pérdidas. Si no sucede esto, es imposible seguir trabajando durante mucho tiempo. Si nos juntamos para producir relojes y, a pesar de todos los esfuerzos que realizamos, los ingresos que tenemos por las ventas que realizamos son menores que lo que cuesta nuestro trabajo y todo lo que hemos adquirido para poder fabricarlos, nos veremos obligados a cerrar nuestro negocio y a dedicarnos a otra actividad que nos permita ganar lo que necesitamos para vivir.

Ser rentable no significa buscar el máximo beneficio. Son cosas diferentes. Lo primero es una necesidad, sin hacerlo comprometemos la supervivencia de la empresa. Lo segundo es un añadido. Para que una empresa se mantenga en el mercado no necesita tener como principal finalidad esto, ni precisa ser año tras año la que más ganancias tenga. ¿De dónde proviene entonces la idea de que el objetivo de la empresa debe ser la máxima ganancia? La idea original —que ya expresó Adam Smith en su famoso libro La riqueza de las naciones— indica que la búsqueda del máximo beneficio obliga a las empresas a cumplir sus objetivos sociales de una manera óptima. Esto es, si yo quiero obtener beneficios y tengo una empresa de producción de electrodomésticos, voy a tener que esforzarme para hacerlo lo mejor posible, que mis artículos tengan una relación calidad-precio adecuada, que se puedan comprar fácilmente y que mi servicio de venta lo lleve a la casa y lo instale de una manera rápida, que se estropeen poco o nada, que, cuando esto suceda, tengan un buen servicio de reparaciones, que existan piezas de recambio, etc. Como empresa sé que, si no puedo ofrecer todo esto, los clientes acabarán abandonándome y adquiriendo electrodomésticos de otra marca. Por ello, buscar el máximo beneficio acaba repercutiendo en que las empresas cumplan bien su función social.

La búsqueda de ganancias no siempre redunda en beneficios económicos para la sociedad

Ahora bien, esta relación entre búsqueda de máximos beneficios y realización de la función económica no se da siempre de una manera tan automática. Para que esto sea así deben darse una serie de condiciones que, con relativa frecuencia, no se presentan tan fácilmente en la realidad que nos rodea. La primera es que debe haber competidores a los que el comprador pueda acudir, sustituyendo a aquella empresa que le ha decepcionado. Si la carnicería de mi pueblo es la única que hay y las demás están en poblaciones lo suficientemente alejadas de la mía como para que no recurra a ellas, el carnicero no necesitará ser especialmente bueno para asegurarse que yo le compre a él. Por tanto, no tendrá por qué hacer grandes esfuerzos para conseguir que siga adquiriendo las viandas en su carnicería. Su objetivo de ganar el máximo posible no tiene por qué pasar por una mejora en la calidad de la carne o del servicio que ofrece a sus clientes seguros.

En segundo lugar, los compradores deben tener una gran información sobre la calidad del producto. Si no es así, puedo comprar una casa y percatarme, al cabo de un tiempo, que tiene humedades, que la calidad que me prometieron no es la real, que el trabajo de albañilería realizado no era bueno… Si esto sucede así, ¿puedo volver atrás? ¿Puede ser que la empresa haya logrado más beneficios gracias a ofrecerme un producto de menor calidad de lo que yo he pagado? ¿Tengo siempre toda la información necesaria para evitar que esto suceda?

Además, la búsqueda de las máximas ganancias por parte de todos los competidores del mercado puede hacer que la calidad general de los productos disminuya. El hecho de que todos busquen ahorrar costes para lograr que con el mismo precio de venta los beneficios sean mayores puede llevar a que los distintos productos entre los que tengamos que elegir tengan unas características que no sean óptimas, lo que lleva a que tengamos que estar comprando bienes o servicios que no alcanzan las prestaciones que nosotros desearíamos. El deterioro en el servicio recibido por muchas empresas de telefonía podría ser un ejemplo claro de esta realidad.

Para que la búsqueda del propio interés repercuta en el beneficio del conjunto se necesitan tres condiciones. Por un lado, que exista una competencia real, de manera que, si no soy excelente y ofrezco el mejor producto, los demandantes puedan castigarme yéndose a comprar a otro. Por otro, que los oferentes tengan un comportamiento de excelencia moral, esto es, que no quieran engañar o lograr el máximo beneficio gracias a trampas. En tercer lugar, que las instituciones funcionen de manera que se vean penalizados aquellos que realizan trampas para lograr unos beneficios mayores. Las leyes y tribunales de defensa de la competencia son un ejemplo de este aspecto. Si no se conjugan estos tres elementos, siempre estamos expuestos a ser engañados y que no existan beneficios sociales derivados de la búsqueda del máximo beneficio.

Ahora bien, el aspecto clave de este tema radica en el objetivo perseguido. Ir detrás de una meta para conseguir otra parece una opción poco acertada. Si yo quiero ganar una carrera, tendré que entrenar mucho para lograrlo, pero mi objetivo no es realizar un magnífico programa de entrenamientos, esto solo es un medio, mi norte sigue siendo llegar a la meta en primer lugar. Por todo ello, si encuentro un medio que me permite ganar de una manera más fácil que a través del esfuerzo diario en los entrenamientos, tal vez lo utilice… Todas las historias de dopaje en el deporte tienen este trasfondo. En la empresa sucede lo mismo. Si un comportamiento socialmente responsable le sirve para lograr más beneficios, lo hará. Ahora bien, si hay otros caminos para que estos sean superiores, no tendrá problemas en elegir políticas que no sean positivas para la sociedad en su conjunto y aplicarlas para lograr su objetivo.

Los agentes implicados

La concepción de la empresa como maximizadora de beneficios olvida con frecuencia no solo cuál es la función social de la empresa como tal, sino también los agentes que están implicados en el funcionamiento de la misma: los propietarios, los trabajadores, los clientes, los suministradores y la sociedad en su conjunto. Los propietarios se ven beneficiados por las ganancias de la empresa porque han sido quienes han arriesgado, quienes han puesto su dinero, sus esfuerzos y sus ganas para que la empresa vaya adelante. Son aquellos que organizan la actividad y que ponen un montón de elementos en común con el objetivo de alcanzar un fin económico. Su intervención en la vida de la empresa es clave para el funcionamiento de la misma, y no pueden ser menospreciados o ignorados.

Los trabajadores son colaboradores necesarios para que la empresa funcione. Por mucho que los propietarios tengan una idea y la visualicen en sus mentes e intenten que esta vaya adelante para crear la empresa, no lo pueden hacer sin el concurso de personas que pongan sus dones al servicio de la idea, y estos son los trabajadores. Los clientes también tienen su importancia en el proyecto empresarial. Ellos son los que ponen su confianza en la empresa a la que compran algo y esperan ver esa confianza recompensada en forma de un producto que tenga las características que esperan recibir de él. La empresa deposita también su confianza en sus suministradores, y estos deben responderle. Ahora bien, la empresa también tiene la obligación de realizar sus pagos en fecha y hacer frente a las obligaciones que ha contraído.

Por último, las decisiones sobre los sistemas de producción pueden afectar a terceros. Esta influencia tiene dos componentes, el medioambiental y el social. El primero tiene que ver con la contaminación que puede generar la producción de bienes y servicios a mediana o a gran escala. Es un tema del que ya hemos hablado en el capítulo anterior al hablar de los fallos del mercado. En cuanto a los efectos sociales, estos tienen que ver con los salarios que se pagan a los trabajadores, la cantidad de estos que se tienen contratados, la reinversión que se realiza de los beneficios en el área en la que se lleva adelante la actividad económica, etc.

La prioridad del trabajo

El trabajo es uno de los cauces a través de los cuales las personas colaboramos en la construcción de la sociedad y en la mejora de la misma. El trabajo es también una manera de realizarnos como personas, de madurar, de perfeccionarnos. Estas dos dimensiones llevan a que la doctrina social de la Iglesia piense que el trabajo «es superior a cualquier otro factor de producción. Este principio vale, en particular, con respecto al capital»[11]. Por tanto, los cristianos entendemos que la empresa debe estar, desde una clave interna, al servicio de los trabajadores, y en todo caso estos deben tener prioridad sobre los propietarios-accionistas (es decir, los ostentadores del capital). Esta prioridad es tan clara que el beato Juan Pablo II llegó a dedicar una encíclica —Laborem exercens— al trabajo humano.

Esta afirmación tan rotunda puede mostrar con claridad cómo uno de los razonamientos más generalizados en las empresas actuales, y que hemos esbozado en el primer apartado de este capítulo, está totalmente enfrente de la concepción cristiana de la vida, y en especial de la vida económica. Me refiero a ese hábito que tienen muchas empresas de reducir plantillas tan solo porque el porcentaje de beneficios no es tan alto como el que cabría esperar. Una multinacional española decidió en 2011 reducir su plantilla en 8.500 trabajadores después de haber obtenido unos beneficios netos de 10.167 millones de euros en 2010[12]. Considerando —como ya hemos hecho con anterioridad— que el salario medio de estos trabajadores fuese de 21.511 €, el coste anual de estos trabajadores sería de casi 183 millones de euros. ¿A quién está priorizando esta compañía? Creo que es claro, y ya hemos hablado sobre ello: las cifras son elocuentes.

Desde el punto de vista cristiano, este planteamiento está desenfocado. ¿Acaso el valor más importante de la empresa no son sus trabajadores? Si esto es así, cuando una empresa obtiene beneficios, no cabe reducir el número de los trabajadores, no tiene sentido hacerlo. Al contrario, si creemos firmemente que la empresa es un medio no para que algunos obtengan beneficios, sino para que las personas puedan juntarse y trabajar en equipo en pos de un objetivo, si priorizamos junto a la función económica de la empresa su función social, si damos la importancia debida al trabajo considerándolo una fuente de sustento para las familias, un medio para la realización personal del trabajador y su manera de colaborar en la mejora de la sociedad, los empleos serán lo último que se modifique en una empresa. Así, la reducción de plantilla pasará de ser la primera medida para casi todo a considerarse el último resorte, al que habrá que recurrir solamente cuando la situación no permita otra opción.

La empresa como excusa para el mal

Esto nos lleva directamente a la última cuestión que quiero abordar en este apartado, que es la utilización que se hace con relativa frecuencia de la empresa como excusa para hacer el mal. En la novela Las uvas de la ira —del premio Nobel John Steinbeck, y que parte de un hecho real sucedido en los Estados Unidos de los años treinta del siglo pasado— se ve cómo una fuerte sequía sirve como excusa para expulsar a un gran número de personas de sus granjas, dejándolas en la calle y sin medios para subsistir. Las compañías que hacen esto se amparan en que no pueden pagarles las deudas que adquirieron para sobrevivir a las malas cosechas y en que así pueden racionalizar las explotaciones agrícolas, obteniendo más beneficios. La eficiencia y los beneficios se convierten en excusas perfectas para dejar en la ruina a familias enteras sin compensarlas de manera alguna (se calcula que más de 400.000 personas se vieron afectadas por esta circunstancia). ¿Cuántas veces seguimos escuchando argumentos como estos para justificar actuaciones poco éticas? ¿Deben las leyes del mercado estar siempre por encima de las personas? ¿Quién crea las reglas del mercado y quién prioriza los beneficios sobre cualquier otra consideración?

No podemos pensar que priorizar al accionista y al propietario a costa de los demás componentes de la empresa es algo irremediable. No debemos engañarnos afirmando que ponerse al servicio de los beneficios dejando en segundo lugar a las personas es la única opción posible. No, hacer esto es una opción, pero no es la única (y los cristianos pensamos que no es la mejor). Si como sociedad optamos por caminos que nos obligan a descuidar lo más importante que tenemos, que somos las personas, estamos errando en nuestro caminar. Debemos transitar por otras veredas que no nos inclinen a hacer el mal, sino que nos potencien las actitudes positivas y permitan construir humanidad. La concepción de la empresa debe cambiar, y para ello no es necesaria una revolución ni un cambio sustancial de sistema, tan solo redirigir las prioridades.

3. Otra manera de plantearse la empresa

El planteamiento que voy a exponer aquí no es ajeno a la realidad empresarial. Existen muchas empresas que lo llevan adelante, que priorizan el trabajo y su función social sobre un punto arriba o abajo en su cuenta de beneficios[13]. No se trata, por tanto, de una concepción de la empresa imposible o irreal, sino de una manera más adecuada no solo para la realidad económica, sino también para la realidad social y para la mejora de nuestras sociedades.

Una visión integral de la empresa

El objetivo de una empresa no puede ser único. A pesar de la facilidad que tiene simplificar este —en especial con fines teóricos y de análisis económico—, las consecuencias de esta opción tienen más peros que ventajas (como acabamos de ver). Considerando los distintos agentes que están implicados en el funcionamiento de una empresa, podemos estructurar los siguientes objetivos:

  1. Un producto que realmente esté al servicio de la sociedad. El primer objetivo sería lograr que el producto de la empresa, ya fuese este un bien o un servicio, fuese adecuado para la sociedad en su conjunto y se tratase de una aportación válida para la mejora de todos. Esto implica conseguir atender bien los deseos y apetencias de los demandantes produciendo un bien o servicio adecuado y estimado por aquellos que lo utilizan.
  2. El segundo tiene que ver con sus trabajadores. Lograr un espacio en los que estos puedan aportar sus dones para coordinarlos con otros y conseguir así producir bienes y servicios que mejoren el entorno en el que nos encontramos; facilitar que los empleados tengan unos ingresos que sean suficiente para que ellos y sus familias vivan con dignidad en el entorno en el que se encuentran; ayudar a que su labor diaria sea para ellos una manera de perfeccionamiento y de maduración personal.
  3. Otro objetivo es el de colaborar en la mejora del entorno utilizando sistemas de producción que no deterioren el medio ambiente y reinvirtiendo parte de los beneficios en el desarrollo del área.
  4. Por último, las empresas también tienen que remunerar a los propietarios que han arriesgado su dinero para poder realizar esta actividad. La labor del accionista es importante, ya que sin su intervención, su inversión, su trabajo y su asunción de riesgos difícilmente puede desarrollarse todo lo demás.

La remuneración de los trabajadores

Quiero insistir aquí en la parte sobre la que la doctrina social de la Iglesia hace más hincapié, esto es, el trabajo, los trabajadores y sus condiciones de trabajo. Creo que, en primer lugar, hay que nombrar el tema de sus remuneraciones. Las enseñanzas de la Iglesia han insistido mucho en que estas deben ser suficientes para garantizar una vida digna, no solo al trabajador, sino también a toda su familia. Esto permite que se dé entrada a complementos salariales que no dependan del cargo desempeñado o de la productividad de la empresa, sino de las cargas familiares del trabajador. Tener en cuenta este aspecto no significa excluir los otros, esto es, la productividad del puesto de trabajo y la responsabilidad que asume el trabajador, sino introducir elementos adicionales que complementen estos últimos. La manera de hacerlo debería asemejarse a los trienios que se acumulan por antigüedad, de modo que se articulasen complementos variables de acuerdo con las cargas familiares. Al contrario que en la antigüedad, deberían ser complementos reversibles, de modo que si los familiares a cargo del trabajador se redujesen, también lo hiciesen los complementos por este tema.

Creo que la prioridad del trabajo también debería tenerse en cuenta a la hora de que este fuese beneficiado cuando la empresa funcionase bien y tuviese unas buenas ganancias. La remuneración de los empleados debería tener una cierta flexibilidad que les permitiese ganar más dinero cuando la empresa fuese bien e ingresar menos cuando los negocios funcionasen peor y los resultados empresariales empeorasen. Esto se hace habitualmente en las empresas que tienen forma de cooperativas, y uno de los principales efectos que tiene es que en momentos de vacas flacas, en lugar de reducir el número de trabajadores, lo que bajan son los salarios, manteniendo el empleo. Esta manera de afrontar momentos de crisis parece mejor que la de que el porcentaje de parados se incremente enormemente a consecuencia de los despidos masivos propiciados por el empeoramiento de la situación económica.

Las desigualdades excesivas en los salarios

El tema de las cargas familiares y de la remuneración flexible tiene una relación directa con el asunto de los salarios y la productividad. Los economistas estudiamos que no se puede pagar una remuneración que sea superior a la productividad marginal del empleado. Esto quiere decir que si este consigue con su trabajo que los ingresos de la empresa aumenten en 2.000 € al mes, la empresa no va a poder pagarle un sueldo superior a este, ya que, si lo hace, esta contratación sería un negocio ruinoso. El salario aparece entonces limitado por la capacidad que tiene el nuevo empleado de generar mayores ingresos. Ahora bien, esto no es tan fácil de medir. ¿Cuánto incrementa los ingresos de una empresa la persona que se dedica a la limpieza de las instalaciones? Es difícil de calcular… ¿Por qué? Porque esta clase de trabajo puede no aumentar los ingresos de la empresa, pero es necesaria para que otros lo hagan. No hace falta nada más que imaginar qué sucedería si nadie limpiase las instalaciones en las que realizamos nuestra labor diaria…

Las enseñanzas de la Iglesia nos dicen aquí que esta norma tiene que tener un límite: los ingresos que permitan que el trabajador pueda desarrollar una vida digna. Esto se traduce en que tiene que haber una solidaridad dentro de la empresa y que si una serie de labores no incrementa los ingresos demasiado, esto no debe suponer que quienes las realizan reciban unos salarios indignos mientras otros están recibiendo unos salarios muy altos. Es más, con frecuencia son los trabajadores menos cualificados los que producen más beneficios para la empresa, ya que, al haber una gran cantidad de personas capaces de realizar esta clase de trabajos, se puede pagar un salario muy bajo por ellos. Sin embargo, con las labores más cualificadas esto no suele suceder, de manera que se les pagan salarios muy altos, lo que hace que no generen beneficios para la empresa.

Para mejorar esta situación, las empresas deberían articular sistemas que permitiesen que parte del salario de aquellos que desempeñan labores más productivas pudiera utilizarse para evitar que los que se encuentran en puestos menos productivos recibieran unas remuneraciones indignas. Por ello, el cálculo individual de la productividad debe ser complementado por el colectivo del conjunto de la empresa y evitar así situaciones de clara injusticia hacia los puestos de trabajo menos productivos aparentemente, pero sin los cuales no podrían sustentarse los que parecen más productivos.

Estas medidas se tienen que tomar sin que esto suponga un desincentivo para el trabajo bien hecho, por ello me he referido siempre a los salarios de diferentes puestos de trabajo y no de diferentes trabajadores. Permitir diferencias salariales en el mismo puesto para incentivar la labor bien hecha es compatible con todo lo anteriormente expuesto. Mientras estos incentivos se dediquen a potenciar la labor excelente y no supongan unas diferencias de salarios exageradas para el mismo puesto de trabajo, serán vistas como un premio y potenciarán el celo en el desempeño de la actividad laboral.

La responsabilidad y los salarios

Parece claro que asumir un puesto de responsabilidad supone un esfuerzo mayor para la persona que lo hace, y es justo remunerarla con un salario superior al que se tenía cuando no existía esta responsabilidad. Todos los que en alguna ocasión hemos estado en uno de estos puestos —y muchos de los que no los han tenido— comprendemos que, si no fuese así, muy pocas personas estarían dispuestas a asumirlos. Ahora bien, ¿justifica esto las exageradas diferencias que vemos en las empresas de los países anglosajones y que se están importando en las empresas españolas? Creo que no. Cuando un directivo está ganando 325 veces más que un empleado de su empresa, o, dicho de otra manera, cobra lo mismo en un año que 325 de sus empleados, creo que se han superado unos límites más allá de lo razonable (el ejemplo es el de una empresa española, pero en los países anglosajones las diferencias pueden ser superiores). Los suplementos salariales para los puestos de responsabilidad creo que están justificados y que suponen un incentivo para que las personas los asuman. Ahora bien, si las diferencias son exageradas, pueden crear una competencia feroz por tomar posiciones en los puestos directivos que no tiene por qué ser positiva ni para la empresa ni para los mismos trabajadores. Estas remuneraciones excesivamente altas son vividas por la población como injustas, cuando con frecuencia se dan al mismo tiempo que el resto de empleados experimenta una reducción de salarios y una precarización de los puestos de trabajo.

La prioridad del trabajo y el gobierno de la empresa

Cuando la doctrina social de la Iglesia habla de la prioridad del trabajo dentro de las empresas nos introduce en el tema de la participación en el gobierno de la empresa. La Laborem exercens trata precisamente este tema y afirma, en su número 14, que el ser trabajador de una empresa es título legítimo para considerarse copropietario de la organización en la que trabaja. Por ello anima a potenciar sistemas de participación de los trabajadores en el gobierno de la empresa. El apoyo que ha recibido el movimiento cooperativista desde siempre por parte de las enseñanzas sociales de la Iglesia no es sino otra muestra de esta convicción. La doctrina social de la Iglesia va un poco más allá y considera que la propiedad de una empresa «resulta ilegítima cuando sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral» (Centesimus annus 43). La posesión de los medios de producción debe estar, pues, al servicio del trabajo y de los trabajadores, y estos tienen, por su propio trabajo, un título legítimo para participar en el gobierno y la gestión de las empresas. Debemos, pues, profundizar en los modos existentes para que los trabajadores participen en la gestión de la empresa.

Conclusiones

Tal y como indica la encíclica Caritas in veritate en su número 40, «la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa». Al igual que hemos dicho con respecto a la sociedad en su conjunto y a la labor del Estado, debemos utilizar unidades de medida para calibrar la bondad en la gestión de la empresa que sean diferentes al del porcentaje de beneficios para sus propietarios. Esta nueva manera de evaluar la gestión empresarial debe tener una prioridad en el trabajo, por lo que la cantidad de puestos de trabajo generados, los salarios pagados a los empleados o los índices de satisfacción de estos deben ser colocados en lugares preponderantes. La articulación de sistemas a través de los cuales los trabajadores participen en la gestión de la empresa también deberían ser tenidos en cuenta. Las relaciones de la empresa con sus clientes y proveedores, así como su impacto en el entorno medioambiental y social en el que mueven, deberían ser también indicadores que fijasen los objetivos de la empresa. De este modo, sin impedir que los propietarios vean recompensados los riesgos que han asumido al crear una empresa o los fondos invertidos, la finalidad última de la empresa debe ir más allá de este único objetivo.

Para ello no solo son necesarios empresarios o directivos que tengan el suficiente coraje moral para ir en contra de las tendencias dominantes, sino que también precisamos, por un lado, de un apoyo por parte de las instituciones públicas para que faciliten un entorno legislativo que potencie esta manera de enfocar la empresa y penalice aquella que solamente tiene en cuenta los resultados de los propietarios. Por otro lado, los medios de comunicación deberían hacerse eco de aquellas empresas, directivos o instituciones que logran estos objetivos empresariales, para que el prestigio en el mundo empresarial no sea obtenido únicamente por la capacidad de generar beneficios, sino por la capacidad de mantener empresas que creen empleo estable y que realicen una función positiva en el entorno en el que se mueven.

Un apunte sobre la responsabilidad social de la empresa

Quizá algún lector más avezado se esté preguntando cómo es que no he nombrado en ningún momento este concepto que está tan de moda como es el de la «responsabilidad social corporativa». Para quien no les suene el tema, en estos momentos gran cantidad de empresas realizan y presentan públicamente sus memorias de responsabilidad social (que se encuentran a disposición del público) y en las que se consignan los avances de la empresa en algunos de los campos que he descrito en este apartado: actuaciones en favor del medio ambiente, responsabilidad con respecto a los trabajadores, medidas en favor de la conciliación de la vida familiar y laboral, apoyo a colectivos más desfavorecidos, ayuda al desarrollo local, regional o de países o zonas más desfavorecidos…

El hecho de no nombrarlo hasta aquí tiene un motivo principal. Creo que, siendo positivos, hay que ir más allá de todos los avances que se han hecho en este tema (y los apoyo sin titubeos). No se trata de que mi objetivo sea tener el máximo beneficio solo para los propietarios y además me preocupo por la responsabilidad social que tengo como empresa, sino de que el centro de mi trabajo sea precisamente mi compromiso social para con todos los participantes en la vida de la empresa —sean estos internos, como los trabajadores, o externos, como los clientes— y para con la sociedad en su conjunto. La responsabilidad social no puede quedar en una opción que me sirva para mejorar mis resultados o en una postura estética que mejora mi imagen, sino que debe ser el corazón de la empresa. Hay que cambiar para que lo accesorio pase a ser lo principal, y viceversa.