Es evidente que no podemos pensar en un nuevo objetivo de desarrollo sin replantearnos cuál es la función del sector público en nuestras economías y cuál es el papel que tiene que cumplir para que nuestro nuevo horizonte guíe de una manera inequívoca el camino económico de nuestras sociedades. En esta línea, la doctrina social de la Iglesia marca unos principios claros que deberían primar en la acción del sector público: la subsidiariedad, la solidaridad, la participación y la búsqueda del bien común. Este capítulo introduce, a partir de una descripción de la función económica del Estado y de las enseñanzas cristianas sobre este, cuáles podrían ser las líneas que deberían seguir las distintas Administraciones públicas para que el Estado colaborase de una manera práctica en una forma diferente de entender el desarrollo.
Toda sociedad debe solventar una serie de cuestiones económicas que los economistas solemos resumir en tres interrogantes sencillos: ¿qué producir?, ¿cómo producir? y ¿para quién producir? Las tribus primitivas que habitaron nuestro planeta ya tuvieron que contestar a estas tres preguntas. Debían decidir cuánto tiempo dedicaban a la caza, a la pesca o a la agricultura. Qué animales cazaban y pescaban o qué productos cultivaban y cuáles no. Cuáles eran las estrategias que utilizaban para cazar, ¿en grupo o en solitario? ¿Con trampas, lanzas o flechas? O para pescar, ¿con redes o con cañas? O para cultivar, ¿cuáles eran las mejores tierras? ¿Qué sistemas de riego utilizaban? ¿Cómo planificaban sus cultivos? ¿Qué criterios utilizaban para repartir su producción? ¿Cómo justificaban que algunos se llevaran más y otros menos o la igualdad en el reparto?
Del mismo modo, desde que las tribus se hicieron sedentarias, las sociedades articularon formas de poder a través de las cuales determinadas personas se erigían con una capacidad para tomar decisiones por y para el grupo, y para imponer su punto de vista a los demás. Esto servía para hacer que la tribu estuviese coordinada y pudiese perseguir un objetivo común, lo que podía redundar en un beneficio para el conjunto. Normalmente, estas estructuras sencillas se articulaban a través de un jefe, que, con relativa frecuencia, acumulaba lo que ahora conocemos como los tres poderes: la capacidad de poner las reglas que debían regir al grupo (poder legislativo), el poder de establecer las culpabilidades, de resolver los litigios y de castigar a aquellos que habían incurrido en algún delito (poder judicial), y de dirigir los trabajos y actividades que debían realizar conjuntamente los miembros de la tribu (poder ejecutivo).
Es evidente que las estructuras de poder no eran ni son ajenas a la manera en que cada grupo responde a las tres grandes preguntas económicas. Existe una relación entre ellas que no puede dejar de tenerse en cuenta. Así, a lo largo de la historia, el poder ha tenido un papel nada desdeñable en la organización económica de la sociedad, lo que nos lleva a preguntarnos cuál es su papel en la actualidad y cuál debería continuar siéndolo.
Qué es un mercado
En estos momentos de la historia, la organización económica que prima en la mayoría de las sociedades es lo que se denomina la economía mixta de mercado. Esto quiere decir que, a la hora de solucionar los problemas económicos que tenemos, utilizamos dos mecanismos complementarios: por un lado el libre mercado, y por otro la intervención del sector público. Cuando hablamos de mercado estamos refiriéndonos al libre juego de aquellas personas o empresas que tienen la intención de vender un bien o servicio (los oferentes) y de aquellas otras que lo que pretenden es comprarlo (demandantes). Dejar que tanto unos como otros tomen sus propias decisiones sobre lo que desean comprar y vender, para que luego lleguen a acuerdos de intercambio a cambio de un precio, es la esencia de este mecanismo. Las ventajas que tiene el mercado son múltiples, y por ello el comercio y el intercambio de los excedentes de producción es algo que se produce desde muy antiguo y que aparece en la práctica totalidad de las sociedades. Una u otra forma de mercado se observa en cualquier lugar y tiempo, y aquellas sociedades que han abolido de una manera absoluta esta posibilidad de intercambio han experimentado graves problemas económicos como consecuencia de esta prohibición (no hay más que pensar en algunas sociedades comunistas, en las que la completa abolición del mercado acabó en hambrunas y graves problemas económicos). La misma doctrina social de la Iglesia acepta la existencia del mercado y su utilidad como instrumento de intercambio. Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in veritate, afirma que el mercado es un instrumento útil y como tal debe ser entendido y orientado hacia los fines que creamos más convenientes.
Cómo se crea una economía de mercado
Ahora bien, no es lo mismo un mercado que una economía de mercado. Mientras que el primero es un simple instrumento para solventar cuestiones económicas, la segunda en una manera de organizar la economía que se sustenta en que la práctica totalidad de las cuestiones de índole económica debe ser resuelta a través de este mecanismo. Con frecuencia, además, en una economía de mercado, asuntos no estrictamente económicos son abordados a través de este mecanismo, haciendo que los criterios económicos sean los que primen sobre cualquier otra consideración.
Para que exista una economía de mercado, el Estado tiene que articular una serie de medidas que la sustenten. En primer lugar, el Estado tiene que reconocer la propiedad privada sobre los medios de producción, en especial sobre la tierra. Si las personas no podemos ser propietarias de la tierra o de los productos que de ella se extraen, difícilmente puede funcionar una economía de mercado. Este es el verdadero motivo que estuvo detrás de los esfuerzos desamortizadores del siglo XIX. Aunque algunos solamente quieren ver en la desamortización de Mendizábal unos propósitos anticlericales y de incremento de la recaudación de una hacienda con pocos ingresos —que también existieron, no hay que negarlo—, los objetivos no eran únicamente estos. De hecho, en el siguiente gobierno liberal se dio otra desamortización —la de Madoz— que hizo lo propio con los bienes comunales de los municipios… La idea de modernización que subyacía a estas dos desamortizaciones era que las tierras entrasen en el mercado y pudiesen ser utilizadas para que sus propietarios las pusiesen al servicio de una producción mayor, de una actividad económica que les reportase beneficios privados. Es significativo reseñar cómo cuando el imperio inglés colonizaba tierras africanas, una de las primeras medidas que tomaba era la de imponer un registro de la propiedad para que la tierra fuese de alguien, suprimiendo así el régimen de tierras libres o comunales que regía en el derecho indígena (donde los particulares no podían ser dueños de la tierra).
El segundo elemento necesario para que una economía de mercado funcione es una legislación que defienda de manera efectiva los derechos de las dos partes contratantes: el comprador y el vendedor. No puede existir un mercado si el comprador no tiene una cierta seguridad de que el vendedor le va a dar aquello que desea a cambio del precio, y al contrario, el vendedor no va a montar su negocio si no tiene claro que podrá exigir al comprador el dinero que le debe por el servicio o el producto vendido. Alguna clase de derecho mercantil se hace necesario para garantizar los intereses de ambas partes, y una fuerza coactiva —poder judicial, fuerzas de seguridad y capacidad para privar de la libertad o imponer multas— que garantice de una manera efectiva que todos van a cumplir las normas.
El mercado tiene sus problemas: los fallos del mercado
Aunque algunos defienden que debería ser el mercado el único que regulase las relaciones económicas y que, por tanto, el Estado debería limitarse a cumplir las dos funciones económicas indicadas en el anterior apartado, la realidad es que, cuando dejamos que el mercado funcione por sí solo en una sociedad, los resultados no son los óptimos. Algunas cuestiones clave no son solucionadas por el mercado, o las soluciones a las que llega no son las mejores. Estos problemas que tiene el mercado para solventar cuestiones económicas es lo que los economistas hemos denominado tradicionalmente los «fallos del mercado».
El mercado no produce todo lo necesario
El primer fallo del mercado tiene que ver con el qué producir. Existe una clase de bienes que, si dejamos que sean ofrecidos y vendidos solamente a través de los mecanismos del mercado, no se producirán nunca, o de hacerlo sería en una cuantía excesivamente reducida. Un ejemplo claro son las carreteras, el asfaltado de las calles, la iluminación pública… Supongamos que queremos iluminar cualquiera de nuestras calles y que para ello debemos pagarlo entre todos los vecinos cuyos portales dan a la misma calle. Podríamos pedir un presupuesto con los costes de la instalación de las farolas y el coste mensual de mantenerlas encendidas por la noche. Luego podríamos dividir esto a partes iguales entre las personas que vivimos en la zona e indicar el precio a pagar por cada vecino. Sin embargo, siempre podría aparecer el clásico gorrón que se negase a pagar. ¿Para qué pagar si, una vez puesta la iluminación, nadie le puede impedir que disfrute de ella cuando llegue de noche a su casa? Además, ¿qué sucede con los que pasan por la calle pero no viven en ella? ¿Por qué no pagan ellos si también se benefician de la iluminación? Si el vecino del quinto no paga, aunque va a disfrutar de la luz como cualquier otro, ¿por qué va a pagar el del tercero? ¿Y el del primero? Conozco casos de caminos de urbanizaciones privadas que se quedaron sin asfaltar porque un vecino se negaba a aportar su parte. Ante esta situación, el Estado interviene ofreciendo estos bienes, haciéndose cargo, o bien de su producción, o bien de que alguien los produzca. Para financiarlos cobra unos impuestos que le sirven para obtener los fondos necesarios para hacerlo y que son obligatorios para todos, evitando así el efecto gorrón.
El mercado potencia métodos de producción perjudiciales para el conjunto
Cuando, en un mercado, una empresa se plantea cuál es el método de producción que tiene que seguir para ser competitiva, incrementar sus ventas y tener más beneficios, normalmente utiliza aquellos que reducen sus costes al mínimo. Se buscan los sistemas de producción más baratos para lograr unos márgenes mayores o simplemente tener la posibilidad de poner sus productos más económicos que la competencia sin dejar de tener beneficios. Muchas veces estos métodos de producción afectan a terceros, es decir, a personas que no están involucradas ni en la compra ni en la venta del bien. El ejemplo más claro de este fenómeno es el deterioro ambiental. A una empresa puede salirle más barato no tener depuradora y verter las aguas sucias al río, o puede preferir no poner filtros y lanzar a la atmósfera los humos de su empresa, o no insonorizar su fábrica produciendo un ruido molesto para sus vecinos, etc. Los perjudicados por estos vertidos líquidos o gaseosos o por el ruido pueden no ser partes implicadas ni en la producción ni en la compra, sino terceros que se ven afectados por la contaminación generada por esta actividad económica. Estos efectos negativos sobre terceros hacen que el Estado intervenga, o bien prohibiendo esos vertidos y ruidos bajo la amenaza de multas o cierre de actividad, lo que obliga a la empresa a poner medios para evitarlos, o bien haciéndoles pagar unos impuestos altos que les obliguen a reducir los niveles de contaminación hasta una cuota tolerable y que permiten al Estado obtener ingresos con los que hacer frente a la descontaminación.
El mercado genera desigualdades
Una de las cuestiones más sangrantes del mercado es el efecto que tiene este cuando se trata de distribuir sus beneficios entre la población. Está demostrado que dejar solo al mercado como sistema para solventar las cuestiones económicas de una sociedad acaba incrementando las desigualdades entre personas y colectivos. El poder en el mercado se concentra siempre en aquellos que más tienen (quienes no pueden comprar no tienen ninguna influencia o fuerza en el mecanismo de mercado). Los más adinerados buscan sus propios intereses, lo que les lleva finalmente a anular o a imponerse a los demás. Al final, en el mercado, los más pudientes se enriquecen cada vez más, mientras que los más pobres se empobrecen cada vez más. Los siglos XVIII y XIX, en los que el mercado fue tomando posiciones en la economía europea, fueron una prueba palpable de esta circunstancia, y en unos mercados globalizados como los que tenemos ahora podemos observar que está sucediendo lo mismo a escala mundial.
La intervención del Estado en este campo ha intentado amortiguar estas desigualdades. Esto lo ha hecho a través de dos caminos principales. El primero es el de la tributación, imponiendo impuestos superiores a aquellos que tienen más rentas e inferiores a aquellos que las tienen más reducidas. El segundo ha sido el denominado Estado del bienestar, que se ha centrado en el abastecimiento, de una manera gratuita —o con precios reducidos— a la totalidad de la población, de bienes y servicios sociales como son la sanidad, la educación, la vivienda, etc., y en la concesión de pensiones o ayudas a aquellos que por la circunstancia que fuese no podían lograr de una manera normal sus ingresos en el mercado (personas mayores, enfermas, paradas, etc.).
El libre mercado lleva al «no mercado»
Al igual que en una economía de mercado los más ricos acaban teniendo más posibilidades para enriquecerse y a los más pobres les es muy difícil salir de su situación, así las empresas de mayor tamaño suelen acabar con las más reducidas. Se da la paradoja de que, siendo la existencia de la competencia entre empresas un requisito indispensable para que exista un mercado, si dejamos libertad total, las empresas más grandes tienen capacidad para acabar con las pequeñas, y por tanto con la competencia. Por ejemplo, una gran empresa puede vender con pérdidas durante un tiempo sin que ello perjudique su cuenta de resultados, hacer mucha más publicidad que la pequeña, comprarla o emplear cualquier otra estrategia destinada a eliminarla y a tener más poder para obtener beneficios y forzar a que los potenciales clientes se vean obligados a comprarle a ella. Esto es malo para los consumidores en la medida en que no pueden elegir entre varias opciones y tienen que acabar comprando a esa empresa que trabaja en régimen de monopolio y aceptando sus condiciones comerciales, sean estas buenas o malas. Además, si existe una sola empresa, esta produce menor cantidad y a unos mayores precios que cuando existe la competencia, y si existen pocos competidores hay muchas posibilidades de que estos se pongan de acuerdo para actuar como una sola empresa.
Un ejemplo de esto es lo que sucedió hace unos años con las principales empresas farmacéuticas europeas. Aunque en teoría eran empresas competidoras, se reunían anualmente en un hotel suizo con el fin de fijar conjuntamente los precios de las vitaminas que vendían a las empresas de alimentación. ¿Qué precio le ponemos a la vitamina A? ¿Y a la C? Cuando salían de la reunión, estas vitaminas tenían un precio que era tres veces más elevado que el normal. Cuando sus clientes, las compañías alimentarias, querían enriquecer su leche o sus zumos con vitaminas, se encontraban con unos precios exageradamente altos y, aunque acudiesen a otros proveedores, estos no les ofrecían unos precios más bajos. Conocemos esta historia real porque el Estado, para evitar que la competencia desaparezca y que el mercado acabe consigo mismo, ha instaurado una legislación de defensa de la competencia y unos tribunales que, aplicando esta ley, impiden que esto suceda. Otra vez es el Estado el que interviene para evitar los problemas que genera el mercado.
El mercado se mueve por ciclos
Otra de las cuestiones que trae el mercado —muy a pesar de algunos economistas, que cada cierto tiempo afirman que estos no existen— son los ciclos económicos. El mercado no sigue una senda estable de crecimiento, sino que funciona de una manera cíclica, de modo que, a unos años en los que la economía marcha bien, en los que hay crecimiento económico, el desempleo se reduce y todo parece ir viento en popa, le siguen otros años en los que sucede exactamente lo contrario: la economía no funciona correctamente, no hay crecimiento económico, el desempleo se incrementa, etc. Ante este problema, el Estado interviene intentando reducir la extensión de estos ciclos, esto es, que las épocas de expansión no sean demasiado extensas, pero que, al mismo tiempo, las épocas de recesión tampoco duren demasiado. Tal vez algún lector más familiarizado con estos conceptos económicos pueda estar pensando que esto no se ha hecho durante los últimos años, en los que se han practicado unas políticas contrarias a esta filosofía. La preponderancia de economistas que negaban la existencia de estos ciclos explica que esta clase de políticas hayan sido menos practicadas por los Estados en los tiempos más recientes.
Más allá de los fallos del mercado
La función del Estado en la economía, en teoría, se limita a estas funciones explicadas hasta aquí. El Estado debe garantizar el funcionamiento del mercado y paliar en la medida de lo posible los fallos que este tiene para mejorar su comportamiento. Sin embargo, en estos momentos, al Estado se le exige algo más. La función del Estado parece que ya no se reduce a esto, sino que debe ser el garante del crecimiento económico. El Estado aparece como el responsable y el impulsor de que el PIB del país crezca cada vez más, de que cada vez tengamos más…
Esta circunstancia se puede observar, además, en todos los niveles de las Administraciones públicas. Los mejores alcaldes parece que son aquellos que han hecho más por el pueblo, ¿y qué es hacer más por el pueblo? Pues hacer más cosas: fuentes, centros de salud, polideportivos, asilos de ancianos… La fiebre inauguradora que se produce al finalizar un ciclo político en fechas cercanas a las elecciones no hace sino confirmar esto. Unos meses antes de escribir estas páginas, los políticos españoles entraron en esta vorágine y se dieron ejemplos tan ridículos como inaugurar un aeropuerto que no iba a entrar en funcionamiento hasta casi un año más tarde, invitando a la ciudadanía a que fuese a pasear por sus pistas, o un edificio que ni siquiera se había licitado —y por lo tanto no había ni fecha de comienzo de obras— y al que se había puesto ya la primera piedra dos años antes, o un recorrido para escolares que consistía en recomendar a los padres la ruta más conveniente para llegar al colegio a pie con menos peligro para los niños…
Ayuntamientos, Comunidades Autónomas y el Estado central entran en esta vorágine de hacer más cosas que nadie. La responsabilidad del sector público parece centrarse en el objetivo económico de la sociedad en su conjunto: hay que tener más. Con frecuencia oímos que las opciones de progreso son aquellas que pueden garantizar que el Estado va a ofrecer más servicios a la ciudadanía. El Estado debe atender a esta demanda social incrementando la cantidad de servicios que presta y asegurando que todos los ciudadanos tengan garantizados determinados bienes o servicios de una manera económica o gratuita. Todo parece seguir una senda que nos conduce al incremento de aquello de lo que podemos disfrutar.
Todo esto me lleva a afirmar que el objetivo económico primordial de la actuación económica del Estado ha cambiado. Ya no es corregir y limitar al mercado paliando sus fallos, esta concepción ha quedado atrás. De hecho, los nuevos libros de texto básicos de economía olvidan con frecuencia los fallos del mercado o hacen poco hincapié en ellos. Estos mismos textos dedican cada vez más páginas a hablar de los fallos de un Estado que aparece no como aquel que puede mejorar los resultados del mercado, sino como aquel que impide que este se desarrolle plenamente.
El verdadero objetivo económico del Estado debe ser, según esta concepción, permitir que siga habiendo crecimiento económico y potenciarlo. Hay que avivar siempre el fuego del crecimiento, intentando, eso sí, que no se desequilibren excesivamente los precios, el déficit público o el déficit exterior. Para lograr que produzcamos cada vez más se constata que el mercado es el sistema económico que garantiza una mayor rapidez en la consecución de este objetivo —olvidando con frecuencia la presencia de los ciclos—, por lo que el Estado no tiene que corregir el funcionamiento del mercado, sino permitir que este funcione de la manera más libre posible.
Privatizar y liberalizar
En esta concepción, el verdadero motor del mercado es la búsqueda del propio beneficio. Las compraventas, los avances y el progreso económico visto como crecimiento se dan porque hay personas egoístas que solamente piensan en su propio beneficio y que, en unas condiciones de libertad, realizan actividades económicas que repercuten en su propio provecho. El Estado no debe poner coto a esta búsqueda del propio beneficio, al contrario, debe potenciar que aquellos que lo intentan lo puedan lograr sin trabas.
La confianza en el mercado —y consecuente desconfianza en el Estado— y en la legitimación de la búsqueda egoísta del beneficio propio —con la consiguiente desconfianza hacia la búsqueda del bien común— llevan a los dos tipos de medidas que aparecen siempre que hay que reformar la economía: reducir el tamaño del Estado y modificar las leyes para permitir que todo aquel que lo desee pueda ganar dinero de una manera fácil y sin grandes trabas. Estas recetas podemos resumirlas en dos palabras: privatización y liberalización. Privatizar para que sea el sector privado el que asuma los servicios y los bienes que hasta ahora hacía el sector público, y liberalizar para que no haya trabas adicionales a las posibilidades de ganar dinero rápido y abundante, ya que esto es el verdadero estímulo del mercado.
La crisis económica de principios del siglo XXI que se está viviendo mientras escribo estas palabras es una clara muestra de estas dos políticas. Los planes de ajuste que se han impuesto a los países del euro que han tenido más problemas a la hora de devolver su deuda, y que en el momento en que escribo estas líneas son Portugal, Irlanda y Grecia, han ido por estos caminos. En los años noventa, con la crisis de la deuda externa, estas fueron también las recetas que impuso el Fondo Monetario Internacional a aquellos países que no podían hacer frente a sus pagos externos. Al final, el objetivo de estas medidas es, además de los anteriormente indicados, lograr que los Estados devuelvan lo que pidieron prestado, que los prestamistas no pierdan el dinero que prestaron, garantizarles que tienen los beneficios que buscaban cuando financiaron con sus fondos a los Estados.
El Estado limita los riesgos
El mercado es un generador de riesgos, cuando acudimos a él siempre los corremos. El riesgo es intrínseco al mecanismo de mercado. Si una empresa produce naranjas y las ofrece en el mercado, se arriesga a no tener compradores y que el esfuerzo realizado y los costes asumidos caigan en saco roto. Una persona puede ser un excelente operario de una determinada máquina, pero si una nueva tecnología introduce una más avanzada que este no controla, se ve expulsado del mercado laboral y sin empleo. Un accidente de tráfico de un comercial puede truncar su carrera e impedirle desarrollar su trabajo en un futuro. Podemos quedarnos sin el dinero prestado si la empresa en la que lo hemos invertido quiebra… Podría estar todo el día dando ejemplos que nos muestran la inseguridad del mercado y diversas situaciones en las que podemos vernos afectados por ella.
Esta inseguridad es una de las bases sobre las que se asienta la labor del Estado en la economía. Tanto cuando el Estado busca paliar los fallos del mercado como cuando quiere estimular el crecimiento, una de las principales labores que realiza el sector público es la de reducir los riesgos implícitos del mercado. Ahora bien, la manera en la que reduce la inseguridad en ambos casos es diferente. Si el Estado busca paliar los fallos del mercado, habitualmente los protegidos contra la inseguridad del mercado son los más débiles. Conseguir que se ofrezcan todos los bienes necesarios, evitar los efectos perniciosos de la actividad económica sobre terceros, reducir las desigualdades inherentes al mercado, disminuir el poder de los monopolistas y grandes empresas o amortiguar los ciclos, suele beneficiar a los más desfavorecidos de la sociedad. Su riesgo de caer en la pobreza, de verse perjudicados por actuaciones de empresas, de quedarse sin trabajo en un momento malo del ciclo, de tener menos oportunidades para encontrar un buen empleo, se ve reducido gracias a la actuación del Estado.
Sin embargo, con mucha frecuencia, cuando el Estado lo que quiere es garantizar el crecimiento económico, lo que hace es reducir el riesgo de aquellos inversores y de aquellas empresas que tienen la oportunidad de ganar mucho dinero. En estos últimos años de crisis lo hemos visto claramente. La gran preocupación ha sido que los bancos no quebraran, que los prestamistas no dejasen de cobrar sus préstamos, que los mercados de capitales no tuviesen unas grandes pérdidas. Hemos visto cómo entidades e inversores que ganaron mucho en las épocas de bonanza —y evidentemente se quedaron con esos beneficios— han sido salvados por el Estado cuando las cosas han ido mal. Dejar caer a estas entidades podía producir un colapso en el mercado financiero que acabaría perjudicando a todos… En los momentos en los que escribo estas líneas, la gran preocupación es lograr que estos mercados financieros sigan funcionando correctamente, para lo que se reducen las garantías de los más desfavorecidos en aras a reducir el riesgo de aquellos que tienen más oportunidades de ganar en el mercado.
Las enseñanzas de la Iglesia
Ante estas dos maneras de entender la función económica del Estado y sus consiguientes consecuencias, la doctrina social de la Iglesia lo tiene bastante claro. El Catecismo afirma sin lugar a dudas que «el bien común es la razón de ser de la autoridad política»[7], por lo que este debe ser el principal objetivo de su actuación. Este bien común tiene una trascendencia que va más allá del simple bienestar material y de los intereses de la mayoría, ya que debe atender a todos, incluidas las minorías existentes en cualquier nación. El bien común debe buscar que las personas alcancen sus fines últimos de una manera individual, pero también colectiva. Esto incluye, claro está, sus objetivos económicos. La labor económica del Estado debe estar al servicio de las personas y no de otros intereses (como sucede frecuentemente). Lo importante es que sus actuaciones acaben siendo positivas para todos y cada uno de sus ciudadanos.
Esta opción por el bien común no puede entenderse adecuadamente sin apuntar a otro elemento que la doctrina social de la Iglesia considera vertebrador de la labor de las instituciones públicas: la solidaridad. La Sollicitudo rei socialis (n. 46) habla de la solidaridad como «el amor y servicio al prójimo, particularmente a los más pobres». Un Estado que busca el bien común lo debe hacer de una manera solidaria. Por ello pone sus poderes al servicio de las personas, y en especial de los más pobres. El bien común, la solidaridad y la opción preferencial por los pobres están íntimamente ligados y determinan todos una manera de estar por parte de los poderes públicos, que les hace trabajar al servicio de las personas y no de otra clase de intereses.
Una opción clara por el Estado social
Es evidente que estos principios de la doctrina social de la Iglesia están apuntando hacia un modelo de Estado y no hacia otro. Un Estado que potencie las partes del mercado que ayudan a la promoción de las personas como tales y que reduzca los riesgos que este conlleva para sus participantes más débiles. Un Estado que se preocupe por aquellos que tienen peores condiciones ante las circunstancias y riesgos del mercado y no un Estado que potencie a aquellos que por sí mismos están más preparados para beneficiarse de las oportunidades que genera el mercado. Todo esto nos lleva sin remedio hacia un modelo de Estado que está más cerca de ese Estado social que pretende paliar los fallos del mercado que hacia ese otro que colabora más con los triunfadores del mismo y les garantiza a estos que puedan apropiarse de una manera privada de los beneficios que consiguen gracias al mercado.
Además, el Estado social no es algo que esté en contra del sistema de mercado, sino todo lo contrario, es el que ha permitido que este se afiance en nuestras sociedades y que podamos haber tenido tantos años de relativa tranquilidad. Hay que recordar que el Estado social nace a finales del siglo XIX porque los efectos que está teniendo la economía de mercado sobre extensas capas de la sociedad son tales que comprometen la misma continuidad del sistema. Estos problemas provienen de tres aspectos principales. Por un lado del deterioro de las condiciones de vida que estaban sufriendo los trabajadores —y especialmente los niños y jóvenes—, que debían dedicar jornadas de más de diez horas, con períodos de descanso muy reducidos, a actividades insalubres en fábricas, minas, explotaciones agrícolas o industriales, lo que mermaba considerablemente su salud y los embrutecía (ante la falta de educación). Otro elemento que influyó fue cómo la ideología socialista fue ganando adeptos no solo entre los sectores más desfavorecidos, sino también entre personas que se encontraban en el sector privilegiado de las sociedades de mercado y a las que su conocimiento de los problemas que generaba la industrialización les llevaba a acercarse a estas ideas para intentar articular cauces alternativos que beneficiasen a los más perjudicados. Esta ideología y algunas otras anexas estaban produciendo tensión social, protestas y problemas que el poder público quería evitar. Por último, los productores se dieron cuenta de que necesitaban a personas a las que poder vender sus productos. Si la pobreza es grande en la mayoría de los ciudadanos, y estos no son capaces de actuar como consumidores de los bienes producidos, las perspectivas de negocio se reducen y las posibilidades de obtención de beneficios bajan. Por ello podemos afirmar que el Estado social no es contrario al sistema de mercado, sino que es precisamente el que garantiza su continuidad. Sin Estado social, el sistema de mercado no habría sobrevivido tanto tiempo. Cualquier intento de acabar con este está condenando al sistema económico en su conjunto.
Las desigualdades y el crecimiento sostenido
En estos últimos años están surgiendo estudios que demuestran, por un lado, que las desigualdades en nuestros países —y en un nivel global— están aumentando, y que este incremento de las desigualdades resulta perjudicial para la confianza en el mercado, y por tanto para su buen funcionamiento[8]. Si esto es consecuencia o no de una legislación que defiende los intereses de los más pudientes perjudicando a los que más tienen que perder en el mercado[9], ahora no importa demasiado. La cuestión es que el olvido de los más desfavorecidos por parte del sistema de mercado supone no solo comprometer la continuidad del mismo sistema, sino que además reduce e impide la sostenibilidad del principal objetivo que este se plantea: el crecimiento económico. Es más, algunos autores[10] argumentan que la crisis de principios de este siglo se ha podido dar precisamente porque las desigualdades y el nivel de endeudamiento de las familias se habían incrementando demasiado, por ejemplo en Estados Unidos —aunque es un fenómeno que también se ha producido en otros países occidentales— hasta alcanzar niveles similares a los de los años veinte del siglo pasado. Esto es, a los de antes de una de las grandes crisis económicas del siglo XX. Estos autores afirman que, sin estas desigualdades tan grandes, difícilmente se habrían dado las condiciones que llevaron a los problemas económicos y financieros de los que todavía estamos viviendo las consecuencias.
Por todo ello, la opción preferencial por los pobres que tiene la doctrina social de la Iglesia, la necesidad de solidaridad y de búsqueda del bien común, no es solamente algo que se deriva de nuestra fe y que podría ser visto desde fuera como una cuestión ideológica, sino que se demuestra con una consistencia teórica basada en la evidencia. Las sociedades que han articulado medidas que han ido en esta dirección han resultado exitosas y han logrado unos niveles de paz y de confianza elevados. El mercado es tributario de estos sistemas que aseguran de sus riesgos a los más desfavorecidos.
Ahora bien, defender que debe existir un Estado social no significa que la manera en la que este se lleva adelante en estos momentos sea la más adecuada. El modelo existente puede y debe ser mejorado. La vida social es algo que evoluciona y, al no darse soluciones perfectas para nada, las medidas que han sido buenas durante años pueden haberse viciado o deteriorado de manera que en estos momentos sean una rémora más que una ventaja. En este sentido, la doctrina social de la Iglesia aporta dos principios que pueden ayudar a la hora de abrir caminos que mejoren el Estado social y eviten algunos de los problemas que el desarrollo que ha tenido este ha generado en estos últimos tiempos: la subsidiariedad y la participación.
El Estado subsidiario
La idea clave sobre la que pivotan todas las ideas de la doctrina social de la Iglesia sobre la función del Estado es la subsidiariedad. Este principio quiere matizar que la función del Estado es ponerse al servicio de la sociedad civil, esto es, no se trata de sustituir a esta o de imponerle las cosas que hay que hacer, sino de potenciar el asociacionismo, el dinamismo de la sociedad y la responsabilidad de sus miembros para poder avanzar en la dirección que estos se proponen. Esto supone estar en contra de los Estados autoritarios, aquellos que imponen su voluntad a sus súbditos, obligándoles a hacer aquello que el Estado cree conveniente bajo la amenaza de ser sancionados en caso de oposición o disidencia. También supone estar en contra del Estado excesivamente benefactor, que soluciona de tal manera cualquier problema de sus ciudadanos que estos no se ven incentivados a tomar sus propias responsabilidades, porque saben que hagan lo que hagan el Estado va a venir en su ayuda y les va a solventar sus problemas. Estas dos posturas extremas van en contra de la persona, porque impiden que seamos los dueños de nuestro propio futuro y que tomemos responsabilidades propias sobre nuestra existencia.
Un Estado participativo
La consecuencia directa que se desprende de este principio de subsidiariedad y que debería ser tenida en cuenta a la hora de replantear el funcionamiento del Estado es la participación. Si el Estado no decide por los ciudadanos, ya sea de una manera dictatorial o democrática, ni los somete, ni los sojuzga, ni trata de dirigirlos de un modo paternalista, deberá contar con ellos a la hora de tomar las decisiones, de ver hacia qué dirección debe dirigirse la sociedad. La función del Estado debe tener en cuenta entonces el sentir de la población, aquello que sus ciudadanos apoyan. Se trata, pues, de algo que está en las antípodas de las posturas que toman gran parte de los gobiernos que conocemos. Sus miembros, consciente o inconscientemente, se instalan en sus despachos y en sus foros de gobernantes para tomar decisiones en una dirección o en otra, y pocas veces se escucha a aquellos que son afectados o beneficiados. Solamente los sondeos de opinión o las encuestas consiguen transmitir algo de lo que los ciudadanos piensan sobre las decisiones de los políticos en el poder. Subsidiariedad y participación son, por tanto, las dos bases procedimentales sobre las que debería pivotar cualquier planteamiento que intentase mejorar el funcionamiento del Estado.
El primer elemento que creo que es esencial para poder abordar los demás es que el Estado debe continuar realizando su función complementaria al mercado. Si creemos que el mercado es un buen instrumento, necesitamos de un Estado que no solo lo corrija y lo mejore, sino también que lo oriente hacia los objetivos que creemos son buenos para el conjunto de la población. Esto supone cambiar el objetivo económico hacia el que se orienta. Hay que dejar de buscar denodadamente el crecimiento económico para pasar a tomar como norte el objetivo de desarrollo que hemos introducido en el capítulo anterior. El índice al que habrá que estar atento para orientar la acción del Estado no debe ser el PIB —que seguiremos utilizando, evidentemente, para conocer el grado de rendimiento económico que realizamos—, sino ese indicador sintético que intenta reflejar el progreso de la sociedad. Si logramos esto, nos encontraremos ante un cambio cultural importante que tendrá consecuencias claras en las acciones realizadas por el Estado. Creo, además, que las distintas Administraciones no deben esperar a que sea la central la que comience a cambiar el criterio, un Gobierno local o regional podría tomar esta decisión por su cuenta y utilizar estas medidas para mostrar a la ciudadanía la bondad de sus actuaciones públicas.
Poner el mercado al servicio de las personas
El Estado debe intentar que el mercado se ponga al servicio de las personas. Paliar los fallos del mercado ya es una manera de hacerlo, ya que suele resultar en un beneficio para la parte más débil en los mecanismos de mercado, y suele perjudicar a la más fuerte: la redistribución de la renta, la lucha contra los monopolios y las prácticas contrarias al mercado, etc. Sin embargo, estas actuaciones no son siempre suficientes. Para que realmente el mercado se ponga al servicio de las personas es preciso hablar de la libertad de mercado. Al igual que las personas necesitan ser libres para poder realizarse y poder desarrollarse como personas, el mercado necesita de un grado de libertad para poder cumplir bien sus funciones. Ahora bien, libertad no significa libertinaje. Como ya apunté en su momento, la libertad personal tiene que apuntar a que podamos tomar decisiones por nuestra cuenta, y la más importante apunta a la libertad para amar al otro, para comportarse con aquello que nos caracteriza como personas, que es la capacidad de dar sin esperar nada a cambio. Esto quiere decir que no debemos confundir la posibilidad de hacer algo con la libertad para hacerlo. Esto lo entendemos bien cuando estamos analizando otros ámbitos: no somos libres para poner la música a gran volumen a las tres de la madrugada en un edificio lleno de personas durmiendo, ni para coger una escopeta y herir o matar a los clientes de un supermercado, ni para circular a 110 kilómetros por hora cuando atravesamos las céntricas calles de un casco urbano, ni para presentar un partido político a las elecciones si este apoya a los terroristas que asesinan a sus contrincantes… Estos límites a mi libertad de acción no significan que las personas que vivamos en una sociedad así no seamos «libres», la concepción básica e importante de nuestra libertad no queda cercenada por estas limitaciones. Los límites impiden que la libertad se convierta en libertinaje y amenace el funcionamiento de la sociedad. Sin ellos es imposible lograr una sociedad en la que sus miembros sean realmente libres…
Lo mismo sucede con el mercado. Un mercado libre no significa un mercado en el que todo esté permitido. El Estado debe poner límites a determinadas actuaciones económicas, sin que esto suponga atentar contra la libertad de mercado. Si no es así, el sistema económico puede volverse contra las personas a las que tiene que servir, como por desgracia hemos visto en demasiadas ocasiones. Estos límites a los que estamos acostumbrados cuando hablamos de temas políticos o sociales deberían ser normales también en el ámbito económico. Así, el Estado, por ejemplo, podría poner límites a las diferencias salariales exageradas que se dan en algunas empresas. Estas incrementan las desigualdades —con los problemas que esto trae y el perjuicio para un gran número de trabajadores que reciben unas remuneraciones menores— y no incrementa la efectividad de las economías que las permiten (durante años, las diferencias salariales en un país como Alemania han sido mucho menores que las estadounidenses, y eso no ha significado que la economía alemana funcionase peor). Otra sugerencia sería la de poner coto a la utilización de determinados derivados financieros y otras actuaciones de esta índole que incrementan la inestabilidad del sistema y no aportan nada a la principal función del sistema financiero, que es intermediar entre los ahorradores y los prestatarios.
Alguna de las sugerencias que realizo en los siguientes párrafos siguen en esta línea, pero la idea principal que introduzco es la indicada: limitar algunas actuaciones del mercado no solo no supone reducir la libertad de mercado, sino que con frecuencia supone garantizar su sostenibilidad económica en el tiempo, así como ayudar a ponerlo al servicio de las personas. Hay que olvidarse de esa idea de que un mercado libre es aquel que permite que una persona o un grupo de ellas o de empresas puedan ganar mucho dinero de una manera fácil y en un breve espacio de tiempo. No, un mercado libre es aquel en el que sus componentes pueden decidir sobre sus actividades económicas y ponerse de acuerdo con otros sin presiones, de manera que puedan conseguir los medios para vivir de una manera digna, tanto ellos como el resto de la sociedad. El Estado debe potenciar un mercado libre que esté al servicio de las personas y no un mercado libertino donde algunos puedan ganar mucho dinero a costa de que otros tengan menos posibilidades de hacerlo.
La contratación pública
En la misma línea apuntada, creo que el Estado debería tener una línea clara de criterios de contratación pública que fuese más allá del estrictamente económico. Las distintas administraciones territoriales son unos demandantes de bienes y servicios importantes. La ejecución de las carreteras, los contratos de suministro de electricidad o agua, las compras de ordenadores, papel o muebles, la utilización de medios de transporte para ir de un lugar a otro, etc., resultan en una cuantía de dinero importante movida por el conjunto de Administraciones públicas. El criterio que prima en estos temas de contratación es el de lograr adquirir el bien o servicio al precio más económico posible. La opción más barata es la que suele llevarse estos contratos, con la idea de que gastar menos para hacer lo mismo permite adquirir más bienes y servicios con el mismo presupuesto.
Es evidente que esta visión de la contratación pública solamente tiene en cuenta el objetivo economicista de la función pública, pero olvida todos los otros objetivos a los que estamos haciendo mención en este libro. Es necesario, pues, que la contratación pública se convierta en un instrumento para potenciar determinadas actitudes económicas. Criterios como el número de trabajadores que se van a beneficiar, los salarios que estos perciben, la localización de la empresa en la zona de la que la Administración es responsable, así como la promoción económica del área, el número de empleados que posee con algún tipo de discapacidad, las medidas de conciliación entre el trabajo y la vida familiar, las políticas de igualdad de la empresa, la cantidad de proveedores locales que utiliza, la sostenibilidad ambiental de sus actividades, etc., deberían ser tenidos en cuenta por la Administración a la hora de optar por una propuesta en lugar de por otra. Podríamos resumir esta política diciendo que se trataría de introducir criterios de consumo responsable en todas las Administraciones públicas. Esto —que ya se hace en algunas ocasiones— debería ganar en importancia y lograría que las empresas que quisieran contratar con estas instituciones se viesen obligadas a llevar adelante prácticas que benefician a la sociedad en su conjunto.
Un Estado social que vaya más allá de las subvenciones
Como ya he indicado con anterioridad, un Estado social demasiado asistencialista puede repercutir negativamente sobre la responsabilidad y la iniciativa de los ciudadanos suprimiéndola. Sin embargo, también he alertado contra los peligros de la inexistencia del Estado social, que es el que realmente permite la supervivencia del mercado y su buen funcionamiento. Por ello creo que es nuestro deber apoyar la existencia de un Estado social desarrollado, pero al mismo tiempo tener la flexibilidad y la amplitud de miras que permita constatar que el modelo actual puede ser modificado hacia otros caminos, sin que esto suponga suprimirlo. Es evidente que supera el objetivo de este libro ofrecer una relación de por dónde podrían ir estas sugerencias de cambio del Estado social que no comprometiesen su propia viabilidad, pero podemos apuntar hacia alguna dirección.
Tal vez uno de los temas importantes es ligar las ayudas al esfuerzo realizado. En el campo de la educación, esto podría tener una aplicación importante en los estudios superiores. ¿Debe el Estado seguir subvencionando a aquellos universitarios cuyos resultados académicos son penosos? Como se ve, no hablo de pagar más a los mejores ni de dejar de subvencionar la enseñanza básica, sino de dejar de subvencionar a aquellos que objetivamente no realizan esfuerzo alguno en sus estudios. En el campo del subsidio de desempleo creo que también podrían mejorarse las cosas con fórmulas imaginativas. El desempleado, además de tener el problema de la falta de ingresos que le produce su situación, vive con la frustración de no poder aportar nada a la sociedad, de que se siente inútil y la sociedad sigue funcionando a pesar de su inactividad. ¿Podríamos articular sistemas en los que aquellos que durante su desempleo realizan actividades de formación o de servicio para la sociedad pudieran recibir un incentivo a su subsidio? Creo que esto ayudaría a mejorar no solo la dignidad del desempleado, sino también el ambiente social y el entorno en el que nos movemos.
Otro de los temas tiene que ver con la familia. En ocasiones invito a mis estudiantes a que se imaginen qué sucedería si, al acabar la carrera, sus padres les sentasen en el sillón del salón y les comentasen que han calculado todas las horas que han ocupado en su educación y cuidado desde que nacieron, que las han multiplicado por lo que ganan ellos por una hora de trabajo y le han sumado el resto de gastos que han hecho para beneficiarlos a ellos directamente. Seguro que la cuantía resultante sería importante. Pero si acto seguido los padres les dicen que ahora tienen que empezar a devolverles el montante global invertido en ellos, la perplejidad inicial podría transformarse en una situación realmente tensa… Con esto quiero llamar la atención sobre la labor callada que realizan las familias para mejorar el entorno social —no solo con la educación y cuidado de los jóvenes, sino también de los mayores— y que no solo no es reconocida con frecuencia por el Estado y la sociedad, sino que recibe penalizaciones en forma de desprestigio social y de falta de posibilidades para incrementar los ingresos. Algo parecido sucede con la labor educativa de tantos y tantos centros y profesores, con el asociacionismo juvenil y adulto, que tanto colabora al buen funcionamiento de la sociedad, o con la labor de organizaciones que intentan llegar a aquellas personas desfavorecidas que no reciben ayudas del Estado. El Estado social debería incluir entre sus políticas el apoyo explícito a familias, asociaciones y organizaciones sociales.
Ser libre para tomar las decisiones que se creen más oportunas
Antes de acabar este apartado, creo que hay que hacer mención de algo que es importante tener en cuenta. Para tomar esta clase de decisiones imaginativas que mantengan el Estado social, las Administraciones deben ser libres para hacerlo, y esto no es posible cuando se está excesivamente endeudado. Cuando el volumen de la deuda es muy elevado, los pagos de intereses también lo son, y eso supone una cuantía de dinero que hay que dejar de gastar en otra clase de fines, como pueden ser los sociales. Ahora bien, las restricciones que impone el excesivo endeudamiento al Estado no provienen únicamente de la merma de capacidad de gastar debido a la necesidad de devolver y pagar intereses, sino sobre todo porque obligan al Estado a realizar las políticas que sus prestamistas ven como correctas. Si no es así, estos dejarían de financiarle o le exigirán para hacerlo unos intereses muy elevados. Cualquier medida que se salga de la ortodoxia que marcan los mercados financieros puede provocar esta falta de confianza en el país y el corte de los flujos de dinero para financiarlo.
Por ello podría resultar positivo para la sociedad en su conjunto que el sector público generase sus propios ahorros. Estos tendrían dos funciones esenciales. La primera sería que la Administración los pudiese utilizar como colchón financiero que le permitiese tener déficit los años malos sin necesidad de pedir prestado a los mercados financieros. En segundo lugar, estos ahorros podría prestarlos el Estado de una manera directa o a través de un intermediario financiero a aquellos que lo necesitasen. En este caso sería el Estado el prestamista, con lo que sería él el que pondría las condiciones que quisiese a la hora de prestar ese dinero. Esto ya lo hace en estos momentos a través de instituciones como el Instituto de Crédito Oficial (ICO) o el Banco Europeo de Inversiones (BEI), que prestan dinero siempre que vaya destinado a proyectos que promocionen el bien común o los objetivos del sector público. Se trata de cambiar a los jugadores y en lugar de ser el Estado el que deba actuar según le manden los mercados financieros —ya que es él el que necesita el préstamo—, que fuesen las empresas y los prestatarios los que recibiesen dinero público solo si desarrollasen proyectos que colaborasen a mejorar la sociedad en la que estamos y persiguiesen los objetivos públicos.