Ya tenemos una concepción de desarrollo. El capítulo anterior nos ha servido para eso, para definir cuál es la idea del verdadero progreso que podemos aportar a partir de las enseñanzas sociales de la Iglesia. Ahora bien, para poder hacer que este objetivo sea realista precisamos de una manera de medirlo. Cuando avanzamos hacia una dirección, sabemos fácilmente si nos acercamos o no a nuestro objetivo midiendo la distancia que nos queda por recorrer, y si esta disminuye sabemos que vamos en la dirección correcta. Si no es así, ¿cómo podemos demostrar que estamos progresando o no? ¿En qué debemos fijarnos para saberlo? Esta cuestión no es baladí, no se puede dejar a una opinión subjetiva, debemos encontrar evidencias que nos digan que vamos o no hacia adelante. Gran parte del éxito del crecimiento económico como horizonte que guía la actuación de nuestras sociedades se debe, por un lado, a la existencia de un indicador sencillo, el Producto Interior Bruto (PIB), que nos permite conocer periódicamente sus avances o retrocesos, y, por otro, a un análisis económico que nos muestra —con mayor o menor acierto— cuáles son las medidas que debemos tomar para que este indicador crezca o no. Si acordamos que la dirección que queremos tomar no es la de tener más y nos planteamos una opción distinta, necesitaremos algún indicador que mida los avances realizados en esta dirección. Sin este estaremos condenados a seguir reflejándonos en el espejo de un crecimiento económico fácil de medir.
El PIB fue creado para saber qué cantidad de bienes y servicios se producen en un año en un país. Para hacerlo, toma el precio de todos los cortes de pelo, los balones, las entradas de cine, los automóviles, los viajes de autobús, los zapatos, la comida, la ropa y el resto de productos o servicios que se producen y se venden en un país en un año, y los suma para alcanzar una cifra que es el PIB. Esto puede parecer extraño, porque en nuestra más tierna infancia nos enseñaron que no se pueden sumar peras y manzanas —al menos este es el ejemplo que me pusieron a mí—, pero también nos mostraron que, si ponemos ambas con una misma denominación, frutas, el problema está resuelto. Lo mismo sucede con toda la producción de un país, se suman cosas que no tienen nada que ver unas con otras gracias a reducirlas todas a su precio. El PIB es una cifra contabilizada en euros que resulta de la suma de los precios de todos los bienes y servicios producidos y vendidos en una nación en un año. No obstante, en las noticias de periódico, en la televisión y en el resto de medios de comunicación no nos suelen hablar de una manera directa de este indicador, sino que nos describen cómo ha sido su crecimiento. Lo importante del PIB no es su cifra final, sino cuánto ha crecido o decrecido con respecto a la del año anterior, y si esta cifra es superior o inferior a la de los países de nuestro entorno. Esto es lo que se denomina crecimiento económico.
¿Qué mide realmente el PIB?
El PIB es un buen indicador de lo producido y vendido en un año en una nación. Sin embargo, con frecuencia hay confusión entre la producción y el bienestar. Debido a las ideas predominantes en nuestra sociedad se piensa que producir más, haber vendido más, es equivalente a estar mejor. Por eso muchas personas identifican el crecimiento de la producción con una mejora en el bienestar de las sociedades y de las personas que las componen. Sin embargo, el PIB y su crecimiento ni son medidas del bienestar ni nacieron como tales. No sirven para eso, y no se puede identificar de una manera rigurosa el crecimiento de este indicador con el del bienestar. Esto se debe a la misma estructura de este indicador. En los siguientes párrafos voy a aportar algunas de las limitaciones que tiene el PIB y que impiden que se pueda identificar crecimiento económico con mejora del bienestar de la sociedad en su conjunto.
PIB, igualdad y las condiciones de los más pobres
En primer lugar, el PIB no nos dice nada acerca de cómo se distribuye esta producción. Cuando el PIB se incrementa, no sabemos si los beneficiados de este aumento son unos pocos o toda la población, si se reparte de una manera equitativa o salen más beneficiados los que más tienen, los que menos tienen o los que se encuentran en unos niveles medios. Cuando hallamos el PIB por habitante —dividimos este entre el número de habitantes de una sociedad— tenemos una media que puede ser engañosa. En el clásico ejemplo que estudiábamos en la asignatura de estadística se nos decía que en una sociedad con un rico y un pobre, el rico come un pollo al día y el pobre no come nunca carne. Si hacemos la media, comen medio pollo al día los dos habitantes, pero esta media no refleja claramente la realidad del pobre ni de esta microsociedad. En el PIB, la información existente sobre la igualdad o desigualdad en el reparto es nula, no se nos dice nada acerca de este tema.
Olvidar las desigualdades cuando hablamos de la mejora de una sociedad puede parecer poco adecuado. Cuando yo era pequeño, mis padres tenían una idea clara de lo que era una sociedad que estuviese mejor o peor desde el punto de vista económico. Cuando ellos me señalaban hacia otros países de Europa, me indicaban que allí se vivía mejor porque no había pobres como aquí, en España. Aunque es probable que esta visión fuese demasiado optimista —también existían pobres en estos países, claro que sí—, lo que me interesa es que la causa que nos mostraba el nivel económico de un país no era si el PIB por habitante era mayor o menor, esto es, si las personas que estaban en un mismo nivel que mis progenitores en otros países ganaban más o menos que ellos, sino que los que peor estaban en esos países estaban mejor que nuestros pobres y excluidos, que otras naciones europeas habían conseguido reducir sus índices de pobreza más que nosotros.
Dando a esto una terminología más científica, El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)[1] afirma que los indicadores tipo PIB siguen un «enfoque conglomerativo», que considera que se da una mejora del global si la media de la población lo hace. Ante este enfoque se propone lo que el PNUD denomina «enfoque de la privación», esto es, considerar que el conjunto mejora no cuando lo hace la media, sino solo cuando lo hacen los que peor están. Como veremos luego, este enfoque resulta más adecuado desde una visión cristiana.
El PIB y las actividades gratuitas
Tal y como está contabilizado el PIB, básicamente recoge aquellas actividades que se venden en el mercado y por las que se paga un precio (con algunas excepciones, relacionadas sobre todo con la vivienda). Esto, que puede parecer lógico desde un punto de vista legal y funcional, tiene como consecuencia que determinados bienes o servicios económicos no se contabilicen, lo que repercute en que la información que tenemos sobre la producción real de un país sea inexacta. Actividades como el cuidado de los niños, la elaboración de las comidas o los trabajos domésticos solamente aparecen en el PIB si llevamos a los niños a la guardería o contratamos a alguien —legalmente, claro está— para que los cuide, si comemos fuera de casa o si tenemos servicio doméstico. Si efectuamos estas labores en el ámbito familiar, al no mediar transacción monetaria ni pago alguno, no se ven contabilizadas en el PIB, a pesar de haber sido realizadas.
Esto lleva a que una de las causas del crecimiento económico sea no que se produzca más, sino que actividades que antes se realizaban fuera del mercado y por las que no se pagaba nada ahora se realizan en el mercado y se abona un precio por ellas. Los ejemplos que antes he nombrado eran claros, pero no son los únicos. Cuando yo era pequeño salíamos a jugar a la calle y con un balón de fútbol nos lo pasábamos estupendamente un montón de amigos juntos. Ahora muchos niños se entretienen en locales habilitados para el juego, con grandes jaulas de plástico llenas de toboganes, bolas y demás diversiones, por las que hay que pagar durante el tiempo en el que se está jugando, o juegan solos en casa con sus respectivas videoconsolas o aparatos electrónicos, por los que hay que pagar y que hacen que el gasto por niño en entretenimiento haya crecido mucho en los últimos años. ¿Significa esto que los niños de hoy se divierten más que nosotros porque se gastan más dinero en su tiempo de ocio de lo que nos gastábamos nosotros? Lo mismo podríamos preguntarnos en el resto de actividades monetarizadas que hemos citado. ¿Se es más feliz por comer en un bar o restaurante que por comer en casa? ¿Mejora el bienestar de los niños si son cuidados en una escuela infantil en lugar de por sus padres o familiares? ¿Y un mayor? ¿Mejora su bienestar si va a una residencia para que se encarguen de él allí en lugar de quedarse en casa al cuidado de sus familiares? La respuesta en todos los casos es la misma: «No tiene por qué. Puede ser que sí o puede ser que no». No podemos afirmar que siempre que una actividad pasa de ofrecerse gratuitamente a hacerlo en el mercado empeora el bienestar, pero tampoco podemos afirmar lo contrario. Esto nos muestra que no podemos considerar de una manera generalizada que los incrementos del PIB derivados de la monetarización de actividades repercutan siempre en una mejora del bienestar.
¿Qué sucede con el medio ambiente?
Otra de las limitaciones del PIB es que este no contabiliza el deterioro ambiental o las pérdidas de infraestructuras públicas y privadas que puedan darse por desastres naturales o inducidos. Como ya he comentado en el capítulo anterior, los recursos que extraemos de la naturaleza son limitados, de modo que no podemos recurrir a ellos de una manera indefinida. Por eso, si quedan destruidos algunos de estos recursos —como puede ocurrir en un incendio forestal— podemos pensar que nuestra capacidad de producción futura se ve comprometida y que nuestro bienestar actual se ve reducido, ya que no podremos extraer sus productos ni disfrutar de los valores paisajísticos y de ocio del paraje quemado. Sin embargo, esto no aparece contabilizado en el PIB; en este nunca se incluyen partidas negativas, o se suma o no se suma, pero no se introducen las pérdidas que supone un desastre medioambiental.
Cuando escribo estas líneas, hace poco que se ha producido el gran terremoto y subsiguiente maremoto de Japón. Las consecuencias negativas para el bienestar de todos sus habitantes las hemos visto en las imágenes de televisión, lo mismo que la terrible devastación que produjo la gran ola que anegó parte del noreste del país. Ahora bien, las muertes de personas, la destrucción causada por el agua, no resta en el PIB del país. Es evidente que a corto plazo este se va a ver mermado, pero no porque se reflejen las pérdidas en el PIB, sino porque los destrozos reducen la capacidad de producir, porque las empresas producen menos y venden una cantidad menor debido a la desgracia. Es más, en un tiempo relativamente corto, el PIB podría crecer más si la sociedad japonesa acomete correctamente la labor de reconstrucción y esto sirve para incrementar la producción. Creo que es un ejemplo claro de un desastre natural que repercute de una manera muy importante en el bienestar de una sociedad y que se ve reflejado en el PIB y en el crecimiento económico de una manera incompleta.
La libertad, el tiempo libre y el PIB
El crecimiento del PIB puede ser muy elevado, pero ello no nos dice nada acerca de la libertad con la que vivimos. Podemos ser ricos y poco libres, y al contrario. Es más, con frecuencia, avances que se anuncian de manera pomposa como signos del progreso pueden resultar en reducciones, si ya no de la libertad, al menos de la libertad de elegir… El ejemplo del AVE resulta paradigmático. Un tren de alta velocidad entre Valencia y Madrid nos viene muy bien a un grupo de personas que debemos viajar con cierta asiduidad y que solemos hacerlo con los gastos pagados. Desde que existe este medio de comunicación con la capital viajo más a menudo a ella, y en ocasiones lo hago para actividades que en otro momento habría desechado por el esfuerzo que suponía el viaje. Ahora bien, para una gran parte de la población, el precio de este medio de transporte resulta prohibitivo, por lo que, si antes podía plantearse la opción de ir a Madrid en tren o en autobús, en estos momentos no tienen esa posibilidad de elección, y el autobús queda como la única opción posible para sus bolsillos. Las posibilidades de gran parte de la población se han reducido a la hora de plantearse este viaje.
Del mismo modo, la contabilidad del PIB tampoco nos dice nada sobre el tiempo libre, y sin embargo nosotros sabemos que esta es una parte esencial para nuestro bienestar. Poder gozar de un tiempo de asueto y que este sea de calidad, esto es, no solo físico o de cambio de actividad, sino también mental, es esencial para el bienestar de los individuos y de la población en su conjunto. Sin embargo, cabría pensar que, para obtener mayor crecimiento del PIB, lo mejor es tener poco tiempo libre. Recuerdo que hace unos años, en el fragor del debate sobre la reducción del tiempo de trabajo, uno de los grandes banqueros españoles proclamaba que para crecer más no había que reducir la jornada laboral, sino que lo que había que hacer era trabajar más… Su lógica era irrefutable: si quieres crecimiento económico, si quieres que la producción se incremente, trabaja más tiempo y lograrás este objetivo… Si tienes más tiempo libre, parece evidente que vas a producir menos. Casi todos tenemos la experiencia de trabajar demasiado, de llevar un ritmo que nos hace producir mucho, pero que disminuye nuestros niveles de bienestar. En este sentido, ¿es positivo para nuestro bienestar un mayor crecimiento económico que suponga una reducción del tiempo libre? Volvemos a contestar lo de siempre: no tiene por qué.
¿Incrementa nuestro bienestar todo lo que adquirimos?
Otro de los problemas que se produce en la contabilización del PIB es que siempre considera que la adquisición de cualquier bien o servicio va a incrementar nuestro bienestar, pero esto no tiene por qué ser así. Existen algunos bienes cuyo consumo no tiene por qué incrementar nuestro bienestar ni el de la sociedad en su conjunto. Un ejemplo paradigmático de esto es el tabaco. Fumar, ¿incrementa el bienestar de aquellos que lo hacen con asiduidad? ¿Y el de los que sufren el humo de los otros? Parece que la respuesta a la segunda pregunta es evidente, los no fumadores no incrementamos lo más mínimo nuestro bienestar cuando los otros fuman (salvo que se sea dueño de un estanco, trabajador de una empresa tabaquera o uno se dedique de forma privada a curar enfermedades derivadas del tabaquismo). Al contrario, la nueva ley nos permite entrar en espacios públicos cerrados sin volver a casa con un olor espantoso impregnado en nuestras ropas y nuestro pelo, por ejemplo. En cuanto a la primera pregunta, según todos los estudios médicos al respecto, el tabaquismo tampoco mejora el bienestar de aquel que lo practica. Por un lado le produce una adicción que le quita libertad, y por otro reduce su esperanza de vida. ¿Se puede considerar realmente que el incremento del PIB producido por el consumo de tabaco refleja una mejora del bienestar?
Del mismo modo existen gastos que se pueden clasificar —desde el punto de vista del bienestar— como defensivos o paliativos, esto es, que no se realizan para mejorar el bienestar, sino para evitar que este disminuya. Sirva de ejemplo gran parte de los gastos en salud o los gastos de protección y de seguridad (alarmas, guardas jurado, puertas de seguridad…). La mayoría de estos gastos no los realizamos por gusto o placer, sino obligados por unas circunstancias que han deteriorado nuestro bienestar y que nos fuerzan, o bien a afrontar un tratamiento médico, o bien a incrementar las medidas de seguridad en nuestra casa o en nuestra localidad. De hecho, si comparamos dos sociedades igualmente ricas, ¿en cuál creeremos que se vive mejor, en una que utilice gran parte de su gasto en medidas de seguridad para protegerse del delito o en otra en que estas medidas no sean necesarias? Creo que la mayoría preferiríamos vivir en la segunda, ya que nuestro nivel de vida podría ser utilizado en otros menesteres más placenteros que la protección contra el delito.
¿Puede haber otro horizonte?
Aunque existen más motivos que sirven para explicar que un incremento del PIB no tiene por qué ir acompañado de una mejora del bienestar de la población, no voy a seguir exponiéndolos, creo que con los comentados es suficiente para demostrar este aspecto. Lo que sí quiero señalar es que esta convicción de que el PIB no mide bien el bienestar está más extendida entre los estudiosos de las ciencias sociales de lo que podría parecer en un primer momento. Sus ecos han llegado ya a las autoridades políticas, de modo que gobiernos de signo político contrario como el laborista de Gordon Brown en Reino Unido y el conservador de Sarkozy en Francia se plantearon en su momento la necesidad de crear nuevos indicadores que guiasen la acción económica y política de las sociedades. Los títulos de sendos estudios realizados por ambos gobiernos son significativos por sí mismos: ¿Prosperidad sin crecimiento? (el británico) e Informe de la Comisión sobre la Medición del Rendimiento Económico y el Progreso Social (el francés)[2]. Prosperidad, progreso, crecimiento y rendimiento económico… La misma OCDE, en la que se encuentran los países más ricos del planeta, ha creado un indicador que se denomina Better Life Index («índice de vida mejor»), que intenta reflejar y medir el bienestar de los países y de las personas[3], consciente de que el PIB es un mal indicador para lograr este objetivo.
Todo esto nos muestra que buscar unidades de medida que nos permitan conocer si realmente estamos avanzando o si no lo estamos haciendo es una cuestión que se encuentra en la agenda política y en el debate económico. Mientras no existan alternativas creíbles y sólidas con un cierto consenso internacional, nuestra tentación va a ser seguir utilizando el crecimiento económico como el objetivo que perseguir en nuestras sociedades. Es preciso obtener otros indicadores que nos muestren mejor el camino que hay que seguir.
Complementar el PIB
Con la idea de que el PIB no mide bien el bienestar, las instituciones estadísticas que lo confeccionan han ideado indicadores que lo complementan para reflejar otras cuestiones diferentes de la producción anual, especialmente a través de aspectos medioambientales o sociales (en los que se suelen incluir el tema de la igualdad o desigualdad en la distribución de la renta). El resultado final es un PIB corregido que será superior al normal si los indicadores complementarios son positivos o inferior en el caso contrario. La pega más importante que se ve a estos indicadores es que los resultados finales que dan son tan parecidos a los que se tienen considerando solamente el PIB que parece inútil el esfuerzo de complementar este.
También se han configurado algunos índices que, si bien no siguen la línea de ofrecer un PIB mejorado, intentan contabilizar en unidades monetarias aspectos significativos del bienestar. Esto quiere decir que dan un valor en euros a aquellos aspectos que se quieren contabilizar: la estimación de cuántos euros cuesta un punto más de desigualdad en la distribución de la renta en un país, el precio de una hora de tiempo libre, el precio del aire contaminado, el valor monetario de un incremento en un punto del número de robos con fuerza, la cuantía en que se calcula un empeoramiento o mejora de un año en la esperanza de vida, etc. Una vez hecho esto, se toma la decisión de si lo suman o lo restan —dependiendo del efecto que tienen sobre el bienestar— a la cuantía total del índice. El resultado final es una cifra en euros —o en la moneda del país correspondiente— que intenta reflejar el valor total del bienestar por habitante. Parece evidente que dar valor monetario a muchas cuestiones que no lo tienen, como la seguridad, el medio ambiente, el tiempo libre, etc., es la cuestión más debatida que genera esta clase de índices.
El Índice de Desarrollo Humano
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo lleva ya unos cuantos años desarrollando un indicador denominado Índice de Desarrollo Humano (IDH) que le permite conocer cuáles son los niveles de desarrollo que tienen los distintos países del mundo. Este índice tiene una repercusión mediática importante, y es fácil encontrar referencias a él en los medios de comunicación. Además, es bastante utilizado cuando se quiere describir el nivel de desarrollo de algún país.
El enfoque que sigue este índice responde a las propuestas que realiza sobre el desarrollo el premio Nobel de economía Amartya Sen. La idea principal sobre la que se asienta el índice es que el bienestar social no depende tanto de aquello que ya tenemos, sino de las posibilidades que tenemos de elegir aquello que deseamos. El objetivo de desarrollo no se trata en este caso de tener más cosas, sino de tener capacidad para hacer más cosas y poder elegir. Un ejemplo paradigmático de esto es constatar la diferencia entre una persona que viva con unas rentas bajas porque no tiene otro remedio con otra que viva con unas rentas bajas porque ha elegido hacerlo. La pobreza elegida no tiene por qué representar un menor bienestar si resulta de una opción de vida, y alguien puede considerar un progreso tener la capacidad de tomar esta opción con libertad. El caso contrario sería el de aquel que gana mucho dinero, pero las obligaciones de su puesto de trabajo le reducen su capacidad de gastárselo en aquello que quiere o de tener tiempo libre para utilizarlo en sus entretenimientos favoritos. ¿De qué sirve entonces sus altas rentas si no puede hacer lo que desea? Este no sería un objetivo de progreso, ya que la riqueza se consigue a costa de reducir la capacidad para hacer cosas.
¿Qué mide el IDH?
Para hacer una aproximación a las capacidades que tienen las personas para poder desarrollar diferentes proyectos de vida, el IDH intenta medir las bases que permiten a una persona tener más capacidades. La primera es gozar de buena salud, la segunda haber accedido a una educación que le permita un nivel de conocimientos adecuado para desenvolverse de una manera fluida en la sociedad en la que vive, y la tercera unas rentas que le permitan llevar una vida digna en el entorno en el que se encuentra. Una persona con unos niveles deficientes de salud, educación y rentas tiene muy poca capacidad de elegir la vida que quiere llevar. El IDH construye un indicador único a partir de otros tres que recogen cada uno de estos aspectos.
Para medir si las personas de un país tienen un buen nivel de salud se utiliza el índice de esperanza de vida, que intenta reflejar cuál es el número de años que vivirá, por término medio, una persona que nazca en el país de referencia el año estudiado. La idea que subyace a esta elección es que una mayor esperanza de vida refleja unas mejores condiciones de salud en el país estudiado. En el ámbito educativo se construye un índice a partir de una combinación entre los porcentajes de adultos alfabetizados y el de niños y jóvenes matriculados en enseñanzas primaria, secundaria y terciaria. Por último, para medir el nivel de vida se utiliza el PIB por habitante, ajustado a los niveles de precios de cada país. El problema que tiene este índice es que los índices de esperanza de vida y de escolarización son tan altos en los países más ricos que difícilmente pueden aumentar mucho más. Ambos tienen un techo determinado por la esperanza de vida natural y por el 100 % de los niños y jóvenes escolarizados. Eso determina que, en esta clase de sociedades, este índice solamente pueda tener avances significativos por el incremento del PIB, lo que lleva a que la información que añade el IDH al PIB sea irrelevante cuando se trata de sociedades más ricas.
Indicadores de felicidad
Otra de las opciones que se han tomado para medir el progreso de las sociedades es la de utilizar indicadores de felicidad. Estos indicadores se extraen de encuestas realizadas a la población en las que se le pregunta sobre lo feliz que se siente con la vida que lleva en ese momento. La intención que tienen es la de reflejar de una manera cuantificada la apreciación que tienen las personas sobre su propio bienestar, si este crece o disminuye, si se encuentran mejor o peor y cuáles son las causas que determinan esta sensación de felicidad. Estos índices han sido utilizados por algunos para intentar reflejar la prosperidad de unas naciones frente a otras, pero presentan un problema importante: como las personas tenemos una elevada capacidad para adaptarnos a las circunstancias que nos toca vivir, puede suceder que unas sociedades extremadamente pobres y cuyas condiciones de vida son objetivamente peores tengan unos índices de felicidad superiores a otras cuyas condiciones de vida son objetivamente mucho mejores. Esta circunstancia hace que, sin negar la utilidad que tienen estos indicadores, veamos que difícilmente pueden utilizarse en exclusiva para conocer el progreso de una sociedad.
Indicadores sintéticos para el progreso
Cuando se recogen varios índices diferentes entre sí y se agregan de una manera no monetaria para formar un único indicador —tal y como sucede con el IDH o el Índice de Vida Mejor de la OCDE—, hablamos de indicadores sintéticos. Estos condensan en uno solo una cantidad —mayor o menor— de indicadores sociales, que tienen valor por si mismos para reflejar distintas realidades. Estos indicadores nos ofrecen por separado una gran riqueza de información a la hora de analizar los distintos aspectos que reflejan el progreso de una sociedad: las desigualdades sociales, la falta o no de cultura, la delincuencia y la seguridad, las enfermedades y la calidad de vida, la libertad, las discriminaciones, la privación de determinados bienes y servicios… La posibilidad de unir todos estos indicadores en uno nos aporta una referencia única que simplifica la medición del progreso y sirve como referencia sencilla de comprender para la población.
Para crear estos indicadores sintéticos es preciso elegir cuáles son los indicadores que tomamos como significativos y cuáles desechamos. En segundo lugar debemos escoger un sistema estadístico para introducirlos todos en el saco, es decir, para crear con ellos un solo índice. En tercer lugar hay que tener en cuenta que el indicador, por sí mismo, no aporta información relevante. Si digo que el Índice de Precios al Consumo (IPC) tiene un valor de 134 o que el IBEX35 tiene un valor de 8.354 sin ninguna otra referencia, el lector que no esté introducido en el campo económico, aun conociendo el significado del indicador, no va a recibir ninguna información significativa para él. El valor de estos índices solo tiene importancia cuando lo comparamos con sus cifras anteriores y posteriores, de manera que podamos determinar si están subiendo o bajando. Si digo que la tasa de inflación —la subida de los precios— es de un 5 % o que el IBEX ha bajado en un día un 6 %, eso sí que nos da información relevante. Lo importante no es el valor del índice, sino cómo evoluciona. Estos indicadores también nos permiten clasificar los países según sus niveles de progreso, lo que nos da una buena medida para comparar lo que sucede en unos lugares y en otros.
El «Better Life Index» (Índice de Vida Mejor)
El índice que ha creado la OCDE sigue la estructura aquí indicada. Utiliza once aspectos que tienen que ver con el bienestar de un país: la vivienda, la renta, el empleo, las relaciones sociales, la educación, el medio ambiente, la gobernanza, la salud, la satisfacción con la vida que se lleva (felicidad), la seguridad y el tiempo libre (conciliación entre vida familiar y laboral). A través de indicadores de cada uno de estos elementos, y haciendo una agregación de todos ellos, consigue un índice que permite comparar los niveles de bienestar de unos países y otros. Las principales limitaciones que tiene este índice —reconocidas por la misma OCDE— son, en primer lugar, que le da la misma importancia a todos los aspectos estudiados. La institución es consciente de que no todo tiene por qué tener la misma valoración, por ello anima a los internautas a que entren en su página web para que construyan su propio índice, dando la importancia relativa que creen que tiene cada uno de los aspectos incluidos. En segundo lugar, no refleja las desigualdades de bienestar que se encuentran en el propio país, ya que carece de los datos necesarios. Por ello, un elemento crucial para hablar de bienestar, como el de su distribución, no aparece aquí.
¿Se utilizan como objetivo político?
A pesar de la variedad de indicadores sintéticos de bienestar existentes y de la batería de indicadores sociales o indicadores de felicidad que ofrecen distintas instituciones estadísticas, pocos de ellos se utilizan como guía de la acción política. La mayoría se limitan a ejercicios de investigación social que pueden orientar determinadas acciones concretas, pero quedan lejos de las intenciones de mejora o de progreso de la sociedad en su conjunto. Quizá la única excepción a esto sea el IDH, utilizado con frecuencia en los países más pobres y que poco a poco se va introduciendo en los países más ricos[4], aunque con las limitaciones ya expuestas con anterioridad.
Parece claro que, si queremos plantear nuestro rendimiento económico de otra manera, deberemos cambiar el objetivo hacia el que dirigimos nuestros pasos. Si estamos de acuerdo en que la idea de progreso que tenemos no coincide con la predominante, que desarrollarse es algo más que tener más o tener menos, debemos buscar un indicador diferente al PIB. A la hora de optar por una u otra posibilidad, coincido totalmente con las cuatro consideraciones que hace María de las Mercedes Molpeceres[5].
La primera es que el crecimiento económico no refleja todo lo que necesitamos saber sobre el desarrollo de una nación. Por lo tanto, no nos sirve y debemos buscar otros objetivos que guíen nuestra actuación. La segunda es que el progreso tiene varias facetas distintas, por lo que debemos utilizar una batería de indicadores que nos aporten información desglosada de cada uno de los aspectos que nos muestran el desarrollo de una nación. La tercera es que, para difundir los resultados al gran público y tener una referencia fácil de comprender, es necesario resumir la información en un único indicador. Por último, considero, al igual que hace esta autora, que debemos introducir medidas subjetivas de la felicidad o el bienestar para conocer la impresión que tienen las personas de su propio bienestar y del progreso que se está alcanzando o no.
El alcance de nuestras sugerencias es limitado
El alcance de las sugerencias que vamos a realizar en este texto es bastante limitado. No tengo la pretensión de construir aquí un nuevo indicador con sus distintas partes, sino tan solo sugerir cuál debería ser la información relevante que debería incluirse en él. Es evidente que toda elección de un indicador para colocarlo no como simple descriptor de la realidad ante la que nos encontramos, sino además como referencia cuya mejora nos marca el progreso de toda la sociedad y como objetivo que perseguir, es una opción política, una opción que poco tiene de objetiva. Creo que nadie puede poner esto en duda. El que hoy en día persigamos el crecimiento económico como norte de nuestro desempeño económico es, evidentemente, una opción política. No puede decirse que obedezca a criterios objetivos o que estén por encima de las opiniones de unos u otros. Lo mismo sucede con cualquier alternativa que realicemos. Siempre se basará en criterios éticos, en maneras de pensar, en opiniones sobre qué es lo importante y qué lo accesorio o en intereses más o menos explicitados.
Cómo medir la concepción cristiana del desarrollo
Lo que pretendo aportar aquí es una visión que, desde la concepción de desarrollo presentada en el capítulo primero, nos diga cuáles son los posibles indicadores que nos darían la pauta que habría que seguir. Hago esta propuesta desde la convicción de que una idea cristiana del desarrollo se puede quedar en agua de borrajas si no proponemos al mismo tiempo un indicador que permita conocer y cuantificar sus avances o retrocesos, y que pueda ser utilizado como objetivo a seguir. Es evidente que para que la sociedad siguiese este u otro camino necesitamos de un debate público que permita aunar diferentes sensibilidades y avanzar hacia una postura común que nos permita obtener ese indicador que guíe nuestra acción. Ahora bien, nuestra responsabilidad como cristianos es la de aportar sugerencias serias que apunten e influyan en una dirección o en otra.
Priorizar a los más pobres (enfoque de la privación)
Creo que el primer punto que tenemos que tener en cuenta a la hora de medir el desarrollo de la sociedad es que debemos cambiar de enfoque. Aunque ya lo nombré en el primer capítulo, quiero recordar que debemos ir hacia el enfoque de la privación en lugar de partir de un enfoque conglomerativo. Esto quiere decir que el desarrollo de nuestras sociedades debe centrarse en cómo evolucionan los que peor están, los más desfavorecidos. En la medida en que estos mejoran, la sociedad en su conjunto lo hace, y en la medida en que estos empeoran, empeoramos todos. Cuando esto sucede en el interior de una familia, tenemos bastante claro que el bienestar de la misma funciona de esta manera. Cuando en una familia hay un miembro que tiene una enfermedad grave, el bienestar del conjunto depende de cómo está él (el más débil de la familia). La mejora de uno de los que no están enfermos, aunque haga mejorar la media de todos, no repercute en una mejora del bienestar general de la familia, es algo que tiene una importancia menor. Lo que todos quieren para que se incremente el bienestar común es que quien peor esté mejore, y el avance del conjunto depende de esto. La mejora del eslabón más débil es el que hace que progrese el conjunto en el ámbito familiar. ¿Acaso la sociedad no es como una gran familia o nosotros queremos que lo sea? El capítulo 15 del evangelio de Lucas nos conduce hacia la misma conclusión. La preocupación por el más desvalido, por la oveja perdida, por el hijo menor… No importa la mejora de los que no se han perdido, de los que no pecan, para incrementar el gozo del conjunto. Es la vuelta al redil del animal extraviado, la recuperación de la moneda perdida, la vuelta a casa del hijo perdido lo que genera la alegría y el gozo.
La doctrina social de la Iglesia define esto como la opción preferencial por los pobres, que, tal y como indica SRS en su número 42, no solamente está profundamente ligada a la tradición de la Iglesia e incumbe a todo cristiano como tal, sino que se aplica también a las responsabilidades sociales que tenemos por nuestra vida en común. Nuestra acción preferencial se centra en aquellos que pasan necesidad, en los más débiles. Por ello, nuestros indicadores de progreso deben centrarse en su evolución y no en la de los que mejor estamos. Utilizar una media —el enfoque conglomerativo— que no nos proporciona información sobre quién ha mejorado y no nos dice nada sobre aquellos que están peor no es nuestra opción. Cualquier indicador que quiera reflejar un progreso cristiano de la sociedad deberá incluir medidas de distribución, de pobreza, de exclusión y de privación. Deberá tener en cuenta la evolución de los que peor están en la sociedad, para que no pueda decirse que una sociedad progresa si los más desfavorecidos no lo hacen.
Medir la libertad para amar
Medir la libertad que tenemos los ciudadanos es complicado. Si nuestra libertad dependiese solamente de las leyes, podríamos hacerlo fácilmente. Sin embargo, esto no sucede siempre. Aunque es evidente que sin una legislación que defienda la libertad es difícil que los ciudadanos gocen de ella, también es cierto que la existencia de la ley no siempre garantiza —desgraciadamente— que esta se cumpla. En Togo, un pequeño país africano en la que llevo un tiempo trabajando en un proyecto de mi universidad, existe una legislación civil de derecho familiar. Cuando uno la estudia, la defensa de los derechos de los niños o la condena de la poligamia están en el nivel que puede darse en España o en cualquier otro país europeo. Sin embargo, cuando uno conoce la realidad del día a día de gran parte del país, se da cuenta de que la poligamia es un hecho generalizado y de la existencia de niños de la calle o de las acusaciones de brujería que sufren muchos de ellos y que acaban, normalmente, en su muerte. Sin necesidad de irnos tan lejos, podemos ver ejemplos de la diferencia entre la ley y la realidad sin rebasar las fronteras de nuestro país. El ámbito del trabajo y de las relaciones económicas es uno en los que sucede esto con mayor asiduidad. Conocemos nuestros derechos laborales, y en ocasiones nos encontramos con injusticias flagrantes en nuestros lugares de trabajo. Sin embargo, con frecuencia, estas ni se denuncian ni se hace nada por corregirlas; el hecho de que hacerlo pueda suponer perder el empleo o una complicación de vida elevada hace que las personas no sean libres para hacer lo que creen que se debería hacer. De este modo, las leyes quedan vacías de contenido real.
Por este motivo, para contabilizar la libertad para amar no podemos limitarnos a indicadores objetivos que midan derechos o libertades incluidas en el ordenamiento jurídico. Esta parte debe ser complementada a través de encuestas subjetivas que intenten detectar si las personas se sienten libres o no para hacer aquello que creen que es lo correcto. Si pueden tomar las opciones que creen que son más justas o, por el contrario, se ven obligadas con frecuencia a tomar aquellas que creen que son más injustas. Un sistema de medición subjetivo es necesario para conocer mejor si la sociedad nos proporciona la suficiente libertad para amar.
Las condiciones de salud
Otro de los elementos que debería incluir este indicador es aquel que habla de las condiciones de salud que tenemos. Esto supone ir más allá de la esperanza de vida. Por un lado, para saber si la mejora de la salud está favoreciendo nuestra capacidad de ser más persona y de mejorar la sociedad en su conjunto hay que tener en cuenta el porcentaje de personas que padecen enfermedades mentales. Sabemos que, en nuestras sociedades occidentales, esta proporción se ha incrementado muchísimo en los últimos años, y los motivos no pueden reducirse únicamente al incremento de los casos diagnosticados por una mayor atención médica. Las adicciones —alcohol, drogas, juego, sexo, etc.—, el estrés provocado por nuestra organización de la sociedad, la fuerte competitividad en la que estamos inmersos, que conlleva una gran exigencia, etc., provocan problemas de salud mental que deterioran nuestra capacidad para ser libres. Otro aspecto que hay que tener en cuenta es la calidad de vida de los enfermos. Cuando esta es muy mala puede suceder que se alargue la vida en unas condiciones tales que imposibiliten a la persona desarrollar su capacidad de amar y de realizar actividades para los demás. Aunque la vida es un valor en sí misma, la posibilidad de utilizar esta para poder amar a los demás y mejorar el entorno es un signo de mejora evidente. Por ello, introducir indicadores que incidan en esta calidad de vida del enfermo también nos ayuda a cuantificar las condiciones de salud.
La sostenibilidad del progreso
Una de las cuestiones importantes que hemos estudiado a la hora de introducir el horizonte cristiano en el concepto de desarrollo es la visión a largo plazo que tiene esta. No queremos mejorar para nosotros, sino para nosotros y todos los que nos siguen. Por ello, el aspecto de la sostenibilidad debería jugar un papel esencial en este indicador. Si las mejoras en todos los aspectos solo son para nosotros, pero no van a llegar a nuestros hijos o nietos, no sirven para nada. Como indica la encíclica Caritas in veritate en su número 48, el desarrollo debe caracterizarse por su solidaridad y justicia intergeneracional, tanto en los aspectos ecológico, económico y jurídico como en el político y el cultural. En este aspecto tiene una especial importancia la cuestión medioambiental, y el magisterio de la Iglesia insiste en «la responsabilidad humana de preservar un ambiente íntegro y sano para todos»[6]. Incluir indicadores que nos muestren la sostenibilidad ambiental se hace necesario para que el indicador refleje este importante aspecto.
Crisis políticas y económicas
El desarrollo también implica estabilidad política y económica. La inseguridad y la falta de confianza en el futuro reducen nuestro bienestar, impiden que podamos tomar las opciones que deseamos y nos obligan a estar previendo las situaciones adversas que tememos. Por ello, el índice debería incluir indicadores que nos ayudasen a mostrar esta realidad, como la tasa de desempleo, índices de violencia y delincuencia, la posibilidad de caer en exclusión social, el período de vida medio de las empresas, etc. Todo ello nos serviría para reflejar la inseguridad política y económica en la que vivimos.
Formación para aumentar las capacidades
Otro de los elementos clave para el desarrollo de las personas y de las sociedades es el nivel de formación de sus habitantes. Normalmente este se mide por índices medios que nos aportan información desde el punto de vista conglomerativo. Esto significa que una mejora formativa de aquellos que están muy bien, por ejemplo del porcentaje de universitarios que acaban el doctorado, podría incrementar la media a pesar de que el resto de la población no hubiese mejorado lo más mínimo. Si bien es verdad que la mayoría de los estudios realizados en nuestro país parecen demostrar que una formación más elevada incrementa las posibilidades de encontrar un trabajo en el que las rentas sean superiores, también lo es que, para tener suficientes oportunidades, no necesitamos tener los niveles de cualificación más elevados. Por ello creo que los índices educativos que deberíamos utilizar tendrían que centrarse en el sector menos educado, esto es, seguir el enfoque de la privación, midiendo las mejoras en los índices de fracaso escolar, el incremento de los niveles educativos de la población más pobre, etc.
Construir un nuevo indicador de desarrollo
Quiero acabar este capítulo llamando a construir un nuevo indicador que refleje lo mejor posible ese desarrollo integral que sea «de todo el hombre y para todos los hombres» (PP 42), y que se ajuste a la idea cristiana de lo que es el verdadero desarrollo. Recapitulo los elementos esenciales que debería tener:
Como se puede observar, este indicador no reflejaría de una manera directa la producción por habitante —PIB per cápita—, aunque este aparecería reflejado de manera indirecta (indicadores de pobreza, de salud, de desempleo, de educación…). Así podríamos dar importancia al ser sobre el tener, al desarrollo sobre el crecimiento económico.
El camino para hacerlo pasa por la creación de grupos de trabajo interdisciplinares que busquen este objetivo y que, una vez hecho, lo cuantifiquen para mostrar a nuestra sociedad si la evolución que sigue va en la dirección deseada o no. Lo expresado en este apartado puede servir como punto de partida, y la gran cantidad de estudios existentes acerca de estos aspectos sirve como base teórica para desarrollar esta labor.