Si a alguno de nosotros nos preguntasen qué queremos para nuestra sociedad, la mayoría responderíamos que buscamos avances, mejoras, ir a más: deseamos que nuestros hijos estén mejor de lo que nosotros hemos estado, que el futuro sea siempre preferible al presente, que vayamos más allá, nadie quiere ir hacia detrás, a nadie le apetece retroceder… En nuestro diccionario existe una palabra que sintetiza esta idea: «progreso». El progreso está metido dentro de todos nosotros. Nuestra propia vida puede entenderse en esta clave, ya que desde nuestra más tierna infancia nos vemos inmersos en esta tarea de mejora: aprendemos a caminar, a balbucear palabras, a descubrir nuestro entorno, a reconocer a nuestra gente querida, perfeccionamos nuestros conocimientos y sabemos cada vez más, adquirimos diversas habilidades. La adolescencia y la juventud son etapas de aprendizaje que nos llevan hacia la madurez. A lo largo de nuestra vida seguimos un itinerario de perfeccionamiento personal que nos sigue dando pautas de mejora intelectual y humana. El progreso no es, por tanto, una idea que quepa aplicar tan solo a la organización colectiva de una sociedad determinada, sino que está inmerso en nuestra propia trayectoria vital. Muchas veces decimos que quisiéramos volver a nuestra juventud, pero es evidente que querríamos hacerlo sabiendo lo que sabemos ahora, no en las mismas condiciones de desconocimiento de la vida que teníamos entonces. ¿Nos imaginamos con 17 años y la experiencia y la sabiduría de los 40? Arrasaríamos…
Lo mismo que progresamos en nuestras vidas queremos que nuestras sociedades progresen. El objetivo común que nos planteamos cuando vivimos y nos asociamos con los otros es precisamente este, progresar, avanzar, ir a más. Volver al pasado aparece casi siempre como una opción reprobable. ¿Cómo vamos a ir hacia atrás? ¿Cómo vamos a desandar lo avanzado? Puede ser que añoremos alguna manera de afrontar problemas que se realizaba anteriormente, pero difícilmente vamos a querer regresar totalmente al pasado. Solamente queremos utilizarlo para ir hacia adelante. Una sociedad estancada, una sociedad que no mejora, parece condenada a empeorar, a ir hacia atrás.
Disidencias
Sin embargo, esta idea del progreso como algo intrínseco a las personas o a las sociedades y que nos lleva a creer que lo posterior es siempre mejor que lo anterior no es compartida por todos. Existen personas y escuelas de conocimiento que no ven la historia como una línea que va siempre hacia lo mejor. Por un lado tenemos aquellos que opinan lo contrario y analizan cómo algunas dinámicas no solo no llevan a una mejora, sino que nos abocan a un empeoramiento de la sociedad en su conjunto. El ejemplo clásico es el de Malthus, que opinaba que el crecimiento de la población iba a ser superior al de la producción de alimentos, y ello nos llevaría al colapso alimentario. En estos momentos existen otros teóricos que, partiendo de la situación de deterioro medioambiental que experimenta el planeta, advierten de la posibilidad de que este acabe con las sociedades y la vida tal y como las entendemos hasta ahora.
Por otro lado nos encontramos con aquellos que creen que el progreso no es una senda que se dirige siempre hacia adelante, sino un circuito circular en el que unos movimientos cíclicos de avance se ven seguidos por otros de retroceso. La historia no es entonces un camino de mejora progresiva, sino una repetición cíclica de situaciones que se han dado con anterioridad. Algunos autores han matizado esta idea de los ciclos afirmando que, si bien es verdad que existen mejoras y empeoramientos, cada nuevo ciclo comienza más allá de lo que lo hizo el anterior. Es decir, defienden una concepción de progreso a través de ciclos. Sería como aquella persona que quiere avanzar hacia algún lugar sin conocer el camino y se desorienta con frecuencia. Esto le obliga a desandar lo andado volviendo atrás para reorientarse y tomar otra vez la dirección correcta. Aunque esto se repite cíclicamente, nunca vuelve al punto de origen, sino que siempre comienza cada nuevo ciclo en un punto más cercano a su destino final.
El progreso y la religión
Un autor que ha dedicado parte de su quehacer intelectual a estudiar el concepto de progreso como es Robert Nisbet afirma que esta idea ha estado ligada históricamente a la religión o a teorías intelectuales derivadas de la religión. Han sido los entornos religiosos los que han generado esa fe en el progreso y ese afán por la mejora de la sociedad en su conjunto. La religión cristiana es uno de los ejemplos de la estrecha relación entre las ideas religiosas y la concepción del progreso. El cristianismo apoya esta idea de progreso desde la misma concepción teológica de nuestra existencia en la Tierra. Como podemos leer en el libro del Génesis (1,26), Dios nos ha creado a su imagen y semejanza para que dominemos el mundo. Nuestra misión en la Tierra es cumplir sus mandatos y sabemos cuál es el principal que nos ha encomendado: «Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Estamos en la Tierra para amar y para que sea el amor quien realmente reine en nuestras sociedades. Nuestra fe nos lleva a que toda actividad que despleguemos en nuestro día a día vaya orientada a colaborar en la acción creadora de Dios y conseguir que esta se perfeccione acercándonos a esa sociedad ideal en la que sea el amor la medida de todas las cosas. Como se puede observar, tenemos una utopía que guía nuestro caminar hacia la realización del reinado de Dios en la Tierra. Estamos ante una idea de progreso lineal.
La contribución al progreso es algo intrínseco a nuestra fe
La constitución pastoral Gaudium et spes, uno de los frutos del Concilio Vaticano II, insiste en sus números 34 y 35 en que los esfuerzos que realizan los hombres para mejorar las condiciones de vida responden a la voluntad de Dios. Esto quiere decir que el progreso, la mejora de la condición humana, es algo intrínseco a nuestra fe. Es una manera de plasmar nuestro amor a los otros, de que este no sea abstracto, sino concreto. Cuando el evangelista Mateo describe el juicio final (Mt 25,32-46), la vara de medir que se utiliza para sentar a unos a la derecha y a otros a la izquierda consiste en si durante nuestra vida hemos dado de comer al hambriento, de beber al sediento, hemos acogido al emigrante o visitado al enfermo o al encarcelado. En este mismo evangelio (Mt 7,20), Jesucristo afirma que «por sus frutos los conoceréis». Son nuestros actos los que expresan nuestra fe, y estos actos se concretan también —tal y como indica la encíclica Populorum progressio en sus números 15, 16 y 17— en promover nuestro propio progreso personal y el progreso comunitario. Así, nuestro día a día colabora en que el reinado de Dios comience en nuestra Tierra ahora, en que el amor reine en nuestras relaciones sociales, en que creemos un mundo más justo y más fraterno. Los cristianos tenemos, pues, una idea clara del progreso. Dios nos encamina hacia un mundo mejor (Gaudium et spes 39) y nosotros somos colaboradores necesarios en la construcción de esa sociedad en la que reine el amor. Intentar que una sociedad mejore no es algo ajeno a nuestra fe, sino que es una parte esencial de ella.
Acabamos de ver que puede existir un consenso bastante generalizado en la pretensión de que nuestras sociedades progresen. Hemos visto cómo el cristianismo ha tenido una influencia clara en esto y entra de lleno en la idea de la búsqueda de progreso. Sin embargo, no todos entendemos lo mismo cuando hablamos de progreso. Nos referimos siempre a un avance, pero ¿hacia dónde? Desde mi pueblo, Almàssera —algunos kilómetros al norte de Valencia—, podría marchar hacia Castellón o hacia Alicante. Cualquier paso en una dirección o en otra supondría un progreso en nuestro camino hacia cualquiera de las dos ciudades. Sin embargo, en cada caso estaría moviéndome en una dirección opuesta a la otra, un avance hacia Castellón supondría un retroceso hacia Alicante y viceversa. Por ello no es baladí esta cuestión. Toda sociedad debe plantearse cuál es la dirección hacia la que quiere moverse, hacia dónde quiere dirigirse, y ese objetivo es el que marcará qué clase de progreso está experimentando.
Progresar es saber más
Si hiciésemos una encuesta a las personas que están en nuestro entorno y les preguntásemos qué entienden ellos por progreso de una sociedad, seguramente nos encontraríamos con dos ideas predominantes que coinciden con aquellas que se han repetido más a lo largo de la historia. La primera, y seguramente la más numerosa, sería la que concibe el progreso como el conjunto de avances científicos que observamos y experimentamos constantemente. Disfrutamos de nuevos inventos como la televisión plana, Internet, la quimioterapia, la radioterapia, los satélites de telecomunicaciones, los aviones… todos ellos son muestras palpables del progreso, de los avances de la humanidad en campos como la medicina, la conquista del espacio, las telecomunicaciones, etc. El progreso se entiende así como la acumulación de saberes científicos y técnicos que hacen que nuestra realidad cotidiana evolucione hacia otras maneras de vivir y de comunicarse con los demás y hacia una vida con mayores posibilidades y comodidades físicas, así como con una esperanza de vida superior.
Progresar es vivir en una sociedad mejor y más justa
La segunda concepción, que seguramente señalaría otra parte de los encuestados, sería la de entender el progreso como la mejora de la sociedad en el sentido de perfeccionamiento de la misma. La democracia, la abolición de la esclavitud o de la pena de muerte, la preocupación por la igualdad de la mujer, la defensa del medio ambiente, la igualdad ante la ley… Todo aquello que conforma una sociedad más justa y más fraterna, donde sea más fácil lograr a la vez las metas comunes junto con el perfeccionamiento personal de sus miembros, es otra de las ideas de progreso que podemos encontrar de una manera generalizada en nuestro entorno. Las dictaduras, la inseguridad jurídica, las torturas, los abusos de poder, la corrupción, pueden verse como defectos de sociedades menos avanzadas. El progreso tiende —o debería tender— hacia la superación de estas prácticas. Esta concepción no insiste tanto en la inteligencia o en los conocimientos, sino que se acerca a lo que podríamos denominar sabiduría, esto es, a la manera en la que afrontamos nuestro día a día logrando solucionar los problemas de convivencia de una manera más acertada.
Progresar es tener más
Existe una tercera idea sobre progreso que, si bien no ha sido generalizada a lo largo de la historia, creo que es la predominante para muchas personas y para la sociedad en su conjunto. Me refiero a la idea de progreso como mejora económica, como tener más, como el acceso a un número mayor de bienes y servicios o a unos ingresos monetarios más elevados: la posibilidad de comprar un coche, de tener en propiedad varias viviendas, de ir de vacaciones todos los años, de salir al cine o asistir a espectáculos, de no pasar hambre porque tenemos suficiente para comer… Todo ello es considerado como el auténtico progreso por muchos. Se trata de una concepción claramente económica del progreso y que, con frecuencia, aparece nombrada no con esta palabra, sino con uno de sus sinónimos: «desarrollo».
Desarrollo y progreso: sinónimos
«Desarrollo» significa, según la Real Academia Española, «progresar, crecer económica, social, cultural o políticamente las sociedades humanas». Como se ve, una acepción similar a la de progreso y que tiene más aceptación y es utilizada con mayor asiduidad cuando nos referimos a los aspectos económicos del mismo. Los economistas utilizamos el concepto de desarrollo económico en lugar del de progreso económico. El Banco Mundial realiza unos informes anuales del «desarrollo mundial», y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo hace lo propio con sus «Informes de Desarrollo Humano». Para comparar las naciones que han progresado más y aquellas que parece que no han alcanzado los mismos niveles utilizamos la expresión «países más o menos desarrollados», etc. La palabra «progreso» queda arrinconada en los casos en los que prima el acento económico. Para el objetivo de este libro he comenzado este primer capítulo con el término más general, que es «progreso», pero en breve lo voy a dejar a un lado y comenzaré a sustituirlo por «desarrollo» cuando me centre más en las cuestiones económicas.
¿Son compatibles estas ideas de progreso?
Creo que todos podemos coincidir en que las tres concepciones de progreso son adecuadas y lógicas. Es más, si repasáramos las veces que hemos hablado sobre el progreso o hemos pensado sobre él, encontraríamos ocasiones en las que hemos utilizado o escuchado alguna de estas tres maneras de entender el progreso. Encontramos ejemplos sencillos para demostrar esto en la constatación de la multitud de inventos y avances científicos que hemos observado —o en los que hemos participado— a lo largo de nuestra vida; en cómo el ansia de progreso de una sociedad joven lleva a que se produzcan protestas y revoluciones contra regímenes dictatoriales, empujándolos de una manera irreversible hacia unos sistemas políticos más democráticos (la caída del Telón de acero o las más recientes revoluciones en los países musulmanes); en la comparación del nivel de vida actual y el que se daba hace unos cuantos años. En estos tres ejemplos subyace alguna de las tres ideas de progreso que hemos sintetizado en las líneas anteriores y que tenemos interiorizadas, de modo que las utilizamos casi sin pensarlas.
Las facetas del progreso pueden reforzarse entre sí
Podemos ver cómo en muchos momentos de la historia los desarrollos científico, social y material se han reforzado entre sí. La mejora económica ha venido acompañada de una lucha popular por diversos derechos y por un ansia de una sociedad más justa. Un ejemplo es la constatación de que cuando los salarios de los trabajadores son mayores han aparecido con mayor fuerza los sindicatos que luchan por defender sus derechos. Los avances tecnológicos han permitido una mejora económica de la sociedad en su conjunto. Cuando aparecieron las máquinas de tejer se pensó que esto empeoraría la situación de los artesanos que se dedicaban a la fabricación de telas, y hubo importantes protestas en la Inglaterra de la Revolución industrial. Sin embargo, el tiempo ha mostrado cómo el incremento de la productividad que aporta la maquinaria no tiene por qué derivar en un empeoramiento generalizado de las condiciones económicas de la población, sino que con frecuencia sucede al contrario. Además, muchos avances tecnológicos permiten mejorar la calidad de vida de las personas y acabar o paliar situaciones negativas —como determinadas enfermedades— que podemos considerar injustas. Las mejoras en el campo de la salud no solo han elevado la esperanza de vida, sino que han mejorado la calidad de vida de los enfermos. Esto evita muertes por enfermedades o minusvalías importantes que pueden derivar, por ejemplo, en situaciones dramáticas para los hijos de los afectados (y ante las que exclamamos con frecuencia: «¡No es justo!»). Esta mejora también permite que estas personas tengan mejores condiciones para trabajar, con las consecuencias económicas que de ello se derivan.
Las facetas del progreso no siempre se refuerzan entre sí
También podemos encontrar ejemplos de momentos históricos en que estas ideas sobre el progreso no se han reforzado entre sí. En la Alemania nazi corrían paralelos un progreso científico importante (no hay más que recordar la carrera que realizaron estadounidenses y soviéticos para capturar a destacados científicos alemanes al invadir el país al final de la Segunda Guerra Mundial) y una regresión social evidente. La ciencia no solo se puede poner al servicio del progreso social, sino también de situaciones injustas. Del mismo modo constatamos cómo el crecimiento económico actual puede perjudicar nuestro futuro, debido a la sobreexplotación de recursos. Algunos historiadores han situado el origen del colapso de civilizaciones como la maya o la de los indígenas de la isla de Pascua en crisis medioambientales derivadas de explotaciones abusivas de sus recursos. Del mismo modo constatamos cómo la búsqueda del progreso económico repercute negativamente en la mejora de la justicia y de las condiciones sociales de muchas sociedades al reducir las posibilidades de aquellos que quedan excluidos de sus beneficios.
Es evidente que ante esta diversidad de opciones hay que tomar partido. No podemos permanecer indiferentes ante las distintas concepciones de progreso que tenemos ante nosotros, ya que son estas las que al final orientan nuestras opciones societarias. Según hacia dónde queramos ir, avanzaremos en una dirección o en otra, tomaremos unas opciones u otras, pondremos una clase de progreso al servicio de otra… Para ello es bueno que analicemos primero la idea predominante de progreso que prima en la realidad actual. Debemos partir de aquí porque esta idea es la que determina las políticas económicas y sociales que se llevan a cabo en nuestro país y en la mayoría de los que pueblan nuestro orbe.
La respuesta a esta cuestión no es complicada, y nos viene a la mente fácilmente. La idea de progreso predominante en nuestra sociedad actual es la de crecimiento económico; según ella, el desarrollo es tener más. Cuando hace unos años el presidente de nuestra nación afirmaba con rotundidad: «España va bien», se estaba refiriendo sobre todo a que nuestro crecimiento económico era alto. Cuando el siguiente presidente, de signo político contrario, seguía afirmando —mientras pudo— la bonanza de nuestro sistema económico, lo basaba también en el alto crecimiento que teníamos. Cuando llegó la crisis de finales de la primera década el siglo XXI, la cuestión clave que definió la profundidad de la misma fue la bajada del crecimiento económico, que llegó a alcanzar cifras negativas no vistas desde el período de nuestra Guerra Civil y la posguerra, y el tiempo en que se mantuvo la atonía del crecimiento.
No se trata solo de crecer más, sino de crecer más que los otros
La finalidad de nuestras economías se centra en el crecimiento económico, hay que producir más y más para seguir creciendo. Sin embargo, aquello que se observa no es solamente la cuantía en la que crecemos o el tiempo durante el que lo hacemos, sino que también se insiste en que hay que crecer más que el otro. Escuchamos hace tiempo a uno de nuestros presidentes declarar que el Producto Interior Bruto (PIB) por habitante de España había superado al de Italia. Tener más que nuestros vecinos mediterráneos se entendía como algo por lo que podíamos estar orgullosos, algo que debía alegrarnos a todos. Ya no solo crecemos, sino que superamos a los vecinos. Del mismo modo, las afirmaciones que he explicado en el párrafo anterior no solamente se basaban en nuestro crecimiento, sino que la idea clave estaba en: «Estamos bien porque crecemos más que los otros países europeos»; con la crisis sucedió lo contrario: «Estamos mal porque crecemos menos que nuestros vecinos». ¿Nos imaginamos a algunos de nosotros luciéndonos en público porque ganamos más que nuestros vecinos de escalera? ¿Qué pensarían de nosotros las personas prudentes que nos escuchasen? Esto que puede parecer reprobable en un nivel particular se convierte sin embargo en un motivo de orgullo nacional, ya que, en el fondo, refleja esa idea generalizada en nuestra sociedad de querer ser más que el otro.
Quiero añadir que pongo el ejemplo nacional, pero que esto no solamente sucede en nuestro país. Cuando se dio el caso del presidente español afirmando nuestro adelantamiento a Italia, las autoridades de esa nación reaccionaron rápidamente diciendo que no era cierto, y que se habían utilizado mal los datos, y que realmente Italia seguía siendo más rica que España…
El origen de la preocupación por el crecimiento
A la espera de que en el próximo capítulo analicemos con más profundidad cómo se mide el crecimiento económico, cabe describir cuál es la idea que subyace detrás de este objetivo económico. Cuando el que algunos han llamado padre de la economía moderna, Adam Smith, defendió la búsqueda de la riqueza como objetivo que perseguir por las naciones, el razonamiento que subyacía a esta idea era que, si los países consiguen que su producción se incremente, eso evitaría que hubiera personas que pasaran hambre o que vivieran en unas condiciones de tanta pobreza que les impidiera desarrollarse convenientemente o vivir con un mínimo de dignidad. Incrementar la riqueza del país es un medio para mejorar al conjunto de la sociedad. Este razonamiento nos sirve con frecuencia cuando analizamos las sociedades más pobres. Sus condiciones de vida podrían mejorarse con una agricultura más productiva o con una organización económica que permitiese incrementar la producción para que todos tuviesen una calidad de vida más elevada. En sociedades parecidas a la contemporánea de Adam Smith, donde hay altos niveles de desnutrición, de pobreza y grandes desigualdades, parece que esta receta funciona. Tener más se ve como un camino en pos del progreso social.
¿Más es mejor que menos?
Ahora bien, esta idea del crecimiento económico se ha sublimado. El principio de no saturación —«más siempre es mejor que menos»— se ha convertido en una verdad indiscutible sobre la que se asienta la mayoría de la teoría económica actual. El nombre que se le da a este principio es muy acertado ¿Quién no se ha visto alguna vez saturado por alguien que no para de hablar? ¿O por comer demasiado? ¿O quién no ha sufrido alguna vez una carretera saturada que le ha obligado a circular a paso de tortuga? A pesar de que tenemos experiencias cotidianas de situaciones que nos saturan —como las nombradas—, la corriente principal de la economía basa gran parte de sus estudios y sus apreciaciones de la realidad en negar la existencia de esta experiencia. Por este motivo hay que crecer sin parar. No se puede entender una mejora si no es a través de tener más. Existen otras corrientes económicas que basan sus aportaciones en supuestos más cercanos a la realidad, como es que más no siempre es mejor que menos. Ahora bien, estas son minoritarias e ignoradas por la corriente principal, que identifica el desarrollo con el crecimiento económico.
Puede serlo cuando partimos de muy poco
El principio de no saturación nos lleva a afirmar que el hecho de que produzcamos más nos está llevando siempre a mejorar, y esa mejora puede no circunscribirse al aspecto material, sino ir más allá. Pongamos el ejemplo de una sociedad muy pobre; el incremento de los ingresos comunes puede llevar a una mejora de la comunidad, logrando que esta sea también más justa y más fraterna. Si los avances materiales se traducen en que la población deja de morir de hambre o de enfermedades fáciles de curar, que las personas ingieren más nutrientes evitando que su salud se deteriore por desnutrición y que, en general, la población no vea mermada sus posibilidades de mejora debido a una debilidad en las condiciones físicas derivada de la pobreza, entonces podemos estar de acuerdo en que mayor riqueza hace que la sociedad mejore en otros sentidos. Si el crecimiento económico eleva el nivel cultural de las personas capacitándolas para tener unos trabajos mejores, si el acceso a la formación básica se generaliza posibilitando la alfabetización de la población, si en general también mejoran las condiciones culturales de modo que sea posible afrontar con mayores garantías los desafíos del día a día, podemos establecer esta relación por la cual tener más significa estar mejor.
No tiene por qué ser así cuando partimos de bastante
Sin embargo, cuando se ha alcanzado una situación en la que la mayoría de la población tiene unas condiciones de vida razonablemente dignas, ¿tener más equivale siempre a estar mejor? ¿Tener más equivale siempre a una sociedad más justa y más fraterna?
Algunos economistas aducen que esto es así. Robert J. Barro afirma en su obra El poder del razonamiento económico que «los países occidentales industrializados ayudarían más a los países pobres exportándoles sus sistemas económicos, en especial el libre mercado y los derechos de propiedad, que exportando sus sistemas políticos». Su teoría indica que el libre mercado y la libertad económica van a llevar más pronto o más tarde a la democracia. Este autor defiende un sistema económico de mercado que se ve como el mejor para alcanzar el crecimiento, y afirma a su vez que este va a llevar al perfeccionamiento de la sociedad a través de una posterior democratización de la nación que lo ponga en práctica. Esto le lleva a justificar la existencia de regímenes no democráticos si estos logran crear las condiciones adecuadas en un país para que haya crecimiento económico.
Es evidente que esta concepción no es compartida por todos los economistas. Un premio Nobel como Amartya Sen cree que la libertad política, la democracia y la capacidad para elegir a aquellos que van a ser nuestros gobernantes son valores en sí mismos y tienen tanta importancia o más para las personas y para la sociedad que unos euros más o menos de ingresos por habitante. Por ello, sacrificar estas libertades con el objetivo de lograr un punto más de crecimiento económico no solo no es deseable, sino que se trata de un concepto de progreso o de desarrollo equivocado. Es evidente que este autor, cuando habla de progreso, no está pensando en la concepción dominante, sino que se está centrando más en una idea del progreso como perfeccionamiento o mejora del bienestar individual y colectivo.
Finalmente, los estudios realizados muestran que el crecimiento económico puede ayudar a mejorar el bienestar, la equidad y la democracia en sociedades pobres si este se complementa con otras medidas políticas. Sin embargo, demuestran que esta relación positiva no se da en las sociedades ricas. Un crecimiento económico mayor o menor no colabora necesariamente en la mejora del bienestar de las personas, de la democracia y la justicia en estas naciones. Los logros alcanzados en este sentido son independientes de los objetivos de crecimiento económico.
La llegada de la saturación
Nuestras sociedades ricas están llegando —o han llegado ya, como afirman algunos autores— a un punto de saturación. Los niveles de renta que hemos alcanzado gran parte de la población de estos países —que no toda— es tal que tener más ya no supone necesariamente estar mejor. Un gran número de personas de nuestras sociedades se ha dado cuenta de que, además, el crecimiento económico no lleva necesariamente al progreso democrático ni a que la sociedad sea más justa (en ocasiones más bien al contrario). También ha percibido que la obsesión por tener más, por ganar un punto más de crecimiento económico, por justificar todas aquellas actuaciones que repercutan positivamente en el incremento del PIB a pesar de ser contrarias a la ética tradicional, no tienen por qué tener repercusiones positivas ni sobre nuestras vidas ni sobre nuestra sociedad. Ya analicé en mi libro Por una economía altruista cómo las opciones individuales conducentes a sustentar la obsesión por tener más son negativas para el bienestar individual, y aquí vamos a ver cómo sucede lo mismo en el nivel comunitario. Nos sucede lo mismo que a una persona que está saturada de comida. Si se ha comido demasiado, llega un momento en el que comer más no solamente no produce más placer, sino que puede llegar a reducir el bienestar provocando una indigestión, vómitos o un malestar generalizado. Parece que las sociedades ricas estamos llegando a ese punto en el que más no solo no es mejor, sino que pasa a ser peor.
Quizá un ejemplo nos sirva para comprender este asunto. El PIB por habitante en España pasó de 15.720 $ en 1997 a 31.130 $ en 2008 (según las cifras del Banco Mundial, ajustadas a la subida de precios). Ello quiere decir que la renta media de los españoles se duplicó en este período. ¿Realmente hemos experimentado una mejora tal que podamos afirmar que se vivía el doble de mejor en 2008 que en 1997? ¿Pensamos que aquellos que tenían en 2008 la edad con la que contábamos nosotros en 1997 estaban entonces muchísimo mejor que nosotros once años antes? Las respuestas a estas preguntas pueden ser tantas como lectores tiene este libro, pero creo que casi todas compartirían alguno de estos tres elementos: 1) La mejora —si es que la ha habido— no ha sido tan espectacular como para afirmar que en estos diez años hemos duplicado nuestros niveles de desarrollo o bienestar. 2) Las mejoras se han debido con frecuencia a circunstancias particulares que poco tienen que ver con el nivel de renta por habitante: se ha encontrado al hombre o a la mujer de su vida, se tiene un trabajo muchísimo mejor en el que se encuentra más realizado y con un ambiente más agradable, el paso de los años le han hecho madurar y tiene las cosas mucho más claras… 3) Algunos pueden pensar que la situación en el último año no solo no era mejor, sino que era peor que en 1997, porque los jóvenes lo tienen más difícil para medrar, porque ahora se tiene muchísima más presión en cualquier circunstancia de la vida, porque existe menos tiempo libre, etc. Esto es lo que hemos descrito como el punto de saturación, aquel en el cual un incremento de la renta por habitante no tiene por qué traducirse en una mejora del desarrollo y del bienestar.
La oposición al crecimiento más en boga en este momento es lo que se ha llamado decrecimiento. El aumento de libros en cuyo título aparece este término —incluido este mismo— es similar al que se dio hace unos años cuando se comenzó a hablar de globalización. De ser un vocablo poco conocido o prácticamente inexistente hace muy poco tiempo ha pasado a estar en boca de muchos y a entrar en el debate económico, en especial desde determinadas posturas ideológicas, que ven en él la manera de canalizar unas expectativas que no han visto colmadas a través de otros movimientos en contra del sistema económico actual.
¿Qué se entiende por decrecimiento?
Creo que, para analizar algo más esta idea, debemos remitirnos a lo que sus ideólogos dicen sobre él. Serge Latouche afirma en su libro La apuesta por el decrecimiento que «el decrecimiento es simplemente un estandarte tras el cual se agrupan aquellos que han procedido a una crítica radical del desarrollo y que quieren diseñar los contornos de un proyecto alternativo para una política del posdesarrollo». Carlos Taibo afirma en el prólogo del libro colectivo que dirige, Decrecimientos. Sobre lo que hay que cambiar en la vida cotidiana, que un programa de decrecimiento busca «reconfigurar nuestras sociedades sobre la base de valores y principios diametralmente diferentes a los hoy imperantes». La idea básica que sustenta la apuesta por el decrecimiento se encuentra, pues, en ver que los valores imperantes en nuestra economía actual no son los que traen los mejores resultados para las personas y las sociedades en su conjunto, y que, por tanto, estos deben modificarse y reemplazarse por otros. Como su propio nombre indica, el decrecimiento nace como oposición frontal y con el objetivo de acabar con la ideología del crecimiento, que es la predominante en estos momentos. Las dos ideas principales que están detrás de esta alternativa al orden establecido son: que la relación entre crecimiento económico y bienestar no es lineal, esto es, que tener más no siempre equivale a estar mejor; y que los recursos de que disponemos en el planeta Tierra son limitados.
No podemos crecer sin fin, la naturaleza nos impone límites
La primera idea sobre la que se sustenta el decrecimiento la hemos descrito en el anterior apartado, por lo que no vamos a insistir en ella. La segunda tiene que ver con la limitación de recursos naturales ante la que nos encontramos, con la finitud de la Tierra y todo lo que podemos extraer de ella. Sabemos que para producir cualquier bien o servicio necesitamos combinar tres factores: el trabajo de las personas, las herramientas, infraestructuras o la maquinaria que hemos fabricado, y los recursos naturales que extraemos de la naturaleza. Sin estos últimos —lo mismo que sin cualquiera de los otros dos— es imposible producir algo. El crecimiento se nos ofrece como una opción infinita, sin fin, hay que crecer más y más sin freno alguno. Esto solamente se podría lograr si los recursos para hacerlo también fuesen ilimitados, pero esto no es así. Además, el crecimiento de la producción conlleva el incremento de los desechos y basuras, que hay que acumular o reciclar, y la naturaleza también tiene sus límites en este sentido. La proliferación de desechos puede comprometer la producción de aquello que nos ofrece la naturaleza para vivir: agua potable, aire puro, clima estable, etc., lo que compromete nuestra capacidad de desarrollo presente y futuro. El planeta parece que no está preparado para un crecimiento infinito sin que se vea gravemente afectado. La opción de crecer sin freno no tiene en cuenta la realidad finita en la que nos movemos y deteriora esta por varios flancos, haciendo que cada vez contemos con menos recursos.
Contra la falsa utopía del crecimiento
Como se observa, ya no solo el nombre, sino también las bases sobre las que se asientan las propuestas decrecentistas son las de negar la línea predominante actual. Si la prioridad de nuestras sociedades es el crecimiento, se apuesta por lo contrario, el decrecimiento. En ocasiones parece que el decrecimiento solo es una variación de la lucha contra el sistema económico liberal, vista ahora desde otro punto de vista. Carlos Taibo es explícito y claro en este tema cuando afirma —en el prólogo del libro anteriormente citado— que «el decrecimiento no es una respuesta global que sirva para resolver, mágicamente, todos nuestros problemas: es, antes bien, un agregado —eso sí, importantísimo— que hay que realizar al discurso y a las prácticas del anticapitalismo de siempre». Este autor enclava, pues, el decrecimiento en el anticapitalismo, un movimiento que se define como la negación de algo, que encuentra su sentido en ir en contra del capitalismo. Sin embargo, no todos los defensores de las propuestas decrecentistas se encuentran cómodos en esta posición o se consideran anticapitalistas. Estos grupos y personas asumen como correcta la postura que va en contra del objetivo económico predominante y sus dos premisas básicas, pero no creen que el cambio de valores signifique en sí mismo un movimiento anticapitalista ni una negación per se del mercado.
El decrecimiento desarrolla ideas dignas de tener en cuenta y que pueden ayudar mucho a mejorar nuestra sociedad. Esto es lo importante y lo que debemos tener en cuenta, y no quedarnos en debates ideológicos que pueden resultar estériles y generar un rechazo no fundamentado hacia las ideas decrecentistas. Como se puede deducir del título del libro, este no es un texto que vaya a hablar solamente de decrecimiento, sino que quiere ir más allá. Las bases de este son compartidas por el pensamiento cristiano, pero este no se queda ahí. Los cristianos queremos colaborar en la mejora de nuestras sociedades desde nuestra fe y nuestras convicciones, que no buscan otra cosa que construir un mundo en el que el amor de Dios —que, este sí, es infinito— reine entre los hombres. Queremos aportar un horizonte de destino que vaya más allá del decrecimiento para ofrecer una alternativa de progreso o desarrollo que se convierta en el norte hacia el que avanzar, en un camino diferente por el que caminar hacia una sociedad mejor.
Las enseñanzas cristianas y las bases del decrecimiento
La Iglesia comparte las dos bases sobre las que se asienta el decrecimiento. La declaración que hizo en 1967 la encíclica Populorum progressio: «El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico» (n. 14) no deja lugar a dudas. Veinte años más tarde, otra encíclica —la Sollicitudo rei socialis (SRS)— abundó en el tema, y la Caritas in veritate (CV) no ha dejado pasar la ocasión de volver a incidir en él. Nuestra idea de desarrollo no es la de «tener más», esto no basta ni para la felicidad de las personas ni para la mejora de la sociedad en el ámbito social, cultural y espiritual. La concepción predominante resulta, pues, reduccionista e inadecuada, según nos enseña la doctrina social de la Iglesia.
También alerta la Iglesia sobre esa idea de desarrollo que solamente mira las consecuencias del mismo sobre nosotros y nuestra generación. El progreso pasado enlaza con el de las generaciones futuras, de manera que avanzamos pensando también en las personas que vendrán detrás de nosotros (PP 17). Somos parte de la naturaleza, y por tanto no podemos utilizar esta como productos de usar y tirar, sino como un regalo que debemos cultivar y cuidar (CV 48). La explotación abusiva, el uso indiscriminado y la idea de que la utilización de los recursos no tiene límite ponen en peligro su disponibilidad presente y futura (SRS 34) y el propio desarrollo de las sociedades venideras.
¿Es el decrecimiento el verdadero desarrollo?
Si bien es cierto que las enseñanzas de la Iglesia coinciden en los elementos básicos de la crítica al concepto de progreso predominante, también lo es que ofrecen una alternativa de desarrollo. La definición más citada de este es la de que el desarrollo debe «ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre» (PP 14). La prioridad es la mejora del hombre como tal y de todos los hombres en su conjunto, el progreso económico y científico está subordinado a una mayor justicia, fraternidad y humanidad. Esto se traduce en que el desarrollo no solo no puede dejar al margen conceptos como la libertad o los derechos de las personas, sino que estos pasan a tener un valor esencial como verdaderos objetivos de un desarrollo que debe promover los derechos humanos, personales y sociales, económicos y políticos (SRS 33). El hombre es, pues, el verdadero objetivo del desarrollo.
Progreso económico o científico para lograr un verdadero desarrollo
Es evidente que esto ni es incompatible con los avances científicos ni con el crecimiento económico, sino que solamente los pone en su debido lugar. Ambos son positivos y deseables si están al servicio de todos los hombres y de cada uno en particular. Creo que esto lo podemos comprender fácilmente si pensamos cómo la miseria económica puede ser —y en muchos casos es— una importante cortapisa para vivir con libertad y para ejercer o disfrutar de derechos teóricos. Una persona que pasa hambre, que tiene enfermedades debido a la desnutrición, cuya vivienda tiene unas condiciones deplorables o sufre otras carencias o privaciones, y que no sabe leer ni escribir, cuenta con unas limitaciones importantes a la hora de ejercer sus derechos, a la hora de llevar una vida digna que le permita tener capacidad para vivir la vida que desearía, para comportarse como querría o para hacer el bien a los demás. Las mejoras económicas o científicas que permitan mejorar las condiciones de vida de estas personas no pueden sino verse como aportaciones positivas al verdadero desarrollo: la lucha contra la pobreza, los avances que permiten curar más fácilmente enfermedades graves, la generalización de los servicios sociales, etc.
Un paso más allá
Es necesario avanzar ahora un paso más. Cuando la doctrina social de la Iglesia define la dimensión integral —para el hombre— y la solidaria —para todos los hombres— del desarrollo, afirmando que este nos permite pasar «para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas» (PP 20), cabe preguntarse: ¿cuándo somos más humanos? ¿Qué implicaciones tiene un desarrollo que busque humanizar nuestra sociedad y a nosotros mismos?
Es evidente que, para contestar estas cuestiones, necesitamos pensar en el concepto de hombre que tiene nuestra fe cristiana, y para profundizar en este concepto me gusta utilizar la que podemos considerar la idea contraria a ser más hombre, a ser más humano: la de ser más animal. En mi región —y creo que sucede lo mismo en todo el ámbito del español—, cuando decimos que alguien es un animal o que ha hecho una animalada estamos refiriéndonos a un comportamiento que se sale de lo normal y que se caracteriza en especial por faltar a una lógica humana. Los nazis eran unos animales, el que rompe las farolas de las calles también lo es, el que le pega una paliza a otro se comporta como un animal, el que injuria de una manera obscena a los otros o el que abusa de un niño es clasificado también como animal, la guerra es una animalada… En la práctica totalidad de los comportamientos que clasificamos así falta el elemento que nos hace diferentes a los animales, que nos caracteriza como personas, que nos hace más cercanos a Dios: la capacidad de amar desinteresadamente, de querer a los demás, de sacrificarse por los otros, de renunciar a algo mío para que otro salga ganando… Cuando una persona realiza alguno de estos comportamientos, nunca se ve calificada como animal, muy al contrario será puesta como ejemplo para otros, ensalzada como persona íntegra y alabada por sus acciones.
Amar nos hace más persona
Esta es nuestra idea de lo humano y tiene una relación directa con la cuestión social (tal y como ha reflejado la encíclica Caritas in veritate). Una persona es más persona, es más humana, cuanto más ama. Así se parece más a Dios —que nos ha creado a su imagen y semejanza—, y ya sabemos que Dios es amor. Este amor no se puede entender sin el otro, de manera que, cuando decimos que el progreso o el desarrollo intentan lograr unas condiciones más humanas, nos estamos refiriendo a construir sociedades, grupos o familias en los que las personas puedan amar fácilmente al que tienen al lado y a aquellos que están más alejados para crear relaciones fraternas entre ellos. Este es el norte que debe guiar el progreso, construir sociedades en las que sea fácil amar, ese es el verdadero desarrollo.
Si mejoramos la libertad, esta libertad será real cuando sea libertad para poder hacer el bien, para poder querer a los demás. ¿Quién no ha sufrido alguna situación en la que se ha visto impedido a hacer lo que creía que era mejor para los demás? Nuestras opciones de amor hacia alguien, ¿no se han visto truncadas en ocasiones por intereses económicos, por el poder de otros, por las convenciones sociales o por otras circunstancias? ¿Somos libres realmente si tenemos trabas para querer a los otros? ¿De qué sirve ser libre para votar a quien se prefiera si luego no nos es posible cuidar a nuestros seres queridos?
Lo mismo sucede con las mejoras económicas o científicas. Serán positivas en la medida en que nos ayuden a amar más. ¿No hemos contemplado y experimentado situaciones continuadas en las que intereses económicos o la necesidad de trabajar más nos han impedido amar a nuestros semejantes? Si tener más supone descuidar a nuestros hijos, a nuestros mayores, dedicarnos más a acumular que a estar con aquellos que nos necesitan, no estaremos hablando de un desarrollo cristiano. Si el nivel de vida alcanzado por los países ricos nos impide acompañar a los países que menos tienen por miedo a que comprometan nuestra riqueza o realizamos políticas económicas que garantizan nuestro mantenimiento a fuerza de empeorar a otros, tampoco podemos considerar esto un desarrollo cristiano. Si se incrementa nuestra libertad para elegir unos productos u otros, pero no tenemos libertad para dedicar más tiempo a los nuestros o para ajustar nuestro horario de trabajo a las necesidades de nuestra familia, tampoco podremos hablar de desarrollo cristiano. La libertad, la riqueza, la democracia, tienen que incrementar nuestras facilidades para amar. Este es el verdadero rostro del desarrollo cristiano.
La alegoría del tobogán
Tenía un profesor de antropología que, cuando tuvo que describirme el significado del pecado original —el de Adán y Eva en el paraíso— y cómo este nos inclinaba por naturaleza a hacer el mal, me comentó que su funcionamiento se podía asimilar al de un plano inclinado. Prefiero utilizar la imagen de un tobogán infinito, que puede resultar más gráfica y fácil de comprender. Si nosotros viviésemos siempre sobre un tobogán y nuestro objetivo en la vida fuese alcanzar su parte más alta, deberíamos realizar un esfuerzo constante en la subida. Es más, cada vez que nos descuidásemos o quisiésemos estar cómodos, acabaríamos dejándonos caer por él y alejándonos consecuentemente de nuestro objetivo. Así también nuestra vida transcurre sobre un tobogán en el que la parte inferior es el comportamiento negativo, erróneo, falto de amor, inhumano, y la parte superior es la perfección. De esta manera, subir supone ganar en amor y humanidad, mientras que bajar significa pecar, ser menos persona, alejarnos de Dios. Este tobogán puede tener diferentes pendientes; la sociedad, su cultura, sus objetivos, sus comportamientos, hacen que su inclinación sea más o menos pronunciada. El verdadero desarrollo busca como objetivo primordial que este tobogán se allane, que su pendiente sea menor o que se invierta, para facilitar los comportamientos de amor en las personas que viven en esa sociedad.
Concretemos qué son opciones más o menos humanas
¿Cómo concretamos esto? ¿Cuáles son las opciones que nos acercan a una sociedad más humana, al verdadero desarrollo? A partir de la concepción de condiciones de vida más o menos humanas que aparecen en el n. 21 de la encíclica Populorum progressio podemos concluir que un verdadero desarrollo busca:
Como podemos observar, el verdadero desarrollo desde el punto de vista cristiano va más allá del crecimiento y del decrecimiento, más allá del progreso técnico y científico, más allá del progreso político. Aporta un horizonte hacia el que dirigir todos los esfuerzos en estos campos, un objetivo superior que orienta estas acciones hacia una única dirección.