Con esta frase lapidaria, interpretada de múltiples maneras a lo largo de la historia, dejaba claro Jesucristo dónde tenía puesto su corazón y cómo su misión en el mundo era cumplir la voluntad de Dios con el anuncio de la llegada del Reino de los cielos. Toda su vida estaba íntimamente vinculada a ese anuncio: su tiempo, sus amistades, su trabajo, su palabra, sus bienes y pertenencias… Todo al servicio de la misión, reflejando que lo primordial en la vida no son los logros y títulos meramente humanos, sino que la dicha más grande pasaba por el don de la fe y el encuentro personal con Dios.
Siempre me ha impresionado el evangelio de la expulsión del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20), donde Jesucristo no tiene reparo en despilfarrar un gran bien económico por la salvación de un hombre. Nos cuenta san Marcos que los espíritus inmundos salieron del hombre poseído y entraron en una piara de unos dos mil cerdos. Si estimamos lo que puede costar hoy en día ese animal, entenderemos por qué los habitantes de esa comarca le rogaban al Señor que se marchase. Tal vez hicieron cálculos económicos de lo que costó la conversión de ese hombre y pensaron: «Si uno solo cuesta esto, ¿cuánto costará la salvación de todos?». Por eso le rogaban que se marchase. Pero Jesús supo supeditar el bien de una persona por encima de otros bienes. Parecido a este Evangelio ocurre en el de la unción en Betania, donde Judas criticará otro despilfarro: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselo a los pobres?» (Jn 12,5), manifestando Jesús —al permitir esa unción de María— que los gestos de amor superan las previsiones económicas o meramente materiales.
Así pues, todo en la Iglesia debe moverse en orden a este interés de buscar el bien de la persona, siendo esta siempre la que hay que salvaguardar. Jesucristo pone a la persona en el centro de la historia. El papa Benedicto XVI lo dijo muy claro en su carta encíclica Caritas in veritate: «Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan de dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: “Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social”» (n. 25). La persona es lo primero, y todo lo demás, secundario. Por desgracia, en nuestra cultura no está muy claro este orden, y en ocasiones priman más otros valores o intereses antes que la persona.
Espero que la presente obra, Más allá del decrecimiento, de D. Enrique Lluch Frechina, ponga luz en el mundo de la economía e ilumine las conciencias, tanto en el nivel particular como en el colectivo, para intentar humanizar desde la antropología cristiana el complejo mundo de las finanzas y las inversiones. Un número designa una cantidad, pero no califica lo que numera. No es lo mismo cuatro plantas, cuatro piedras o cuatro personas. Es la misma cantidad, pero no tienen la misma calificación y cualificación, y, sin duda alguna, entre todo lo numerable, la persona es la de mayor rango y dignidad.
Vivimos en la época del desarrollo y bienestar, hemos alcanzado logros inimaginables, la ciencia y la técnica cada vez abren nuevas perspectivas, todo está globalizado, pero todas estas realidades caen por su propio peso ante las injusticias y sufrimientos de la humanidad. La economía es una ciencia importante en el desarrollo de la humanidad. Pero hace falta que la economía esté sumergida en el amor misericordioso y, por supuesto, en la justicia. Estoy convencido de que otros datos saldrían en los resultados finales. Si no es así, vaciaremos los conceptos de progreso, desarrollo y bienestar.
Que esta obra que presentamos sea un instrumento al servicio del Evangelio y al verdadero desarrollo de la persona.
Con gran afecto y mi bendición.
+ Carlos, arzobispo de Valencia
septiembre de 2011