Recuerdo, sin un orden concreto:
- la reluciente cara interior de una muñeca;
- el vapor que sube de un fregadero mojado cuando jocosamente se introduce en él una sartén caliente;
- gotas de esperma alrededor de un desagüe, antes de que las engullan las largas tuberías de la casa;
- un río que fluye absurdamente cauce arriba y los rayos de media docena de linternas que lo persiguen e iluminan su chapoteo y sus ondas;
- otro río, ancho y gris, y el viento recio que agita su superficie y encubre la dirección de su flujo;
- agua de bañera que se ha enfriado hace mucho detrás de una puerta cerrada con llave.
Esto último no lo vi realmente, pero lo que acabas recordando no es siempre lo mismo que lo que has presenciado.
Vivimos en el tiempo —nos contiene y nos moldea—, pero nunca he creído comprenderlo muy bien. Y no me refiero a las teorías sobre cómo se desvía y se desdobla, o a que pueda existir en otro lugar en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, cotidiano, que los relojes de pared y de pulsera nos aseguran que transcurre regularmente: tictac, clic-cloc. ¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja? Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la maleabilidad del tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo enlentecen; de vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de verdad y nunca vuelve. No me interesa mucho mi época escolar y no la añoro. Pero el colegio es donde comenzó todo y tengo que remontarme brevemente hasta unos incidentes que se han convertido en anécdotas, hasta algunos recuerdos aproximativos que el tiempo ha deformado y transformado en certeza. Aunque ya no tengo la seguridad de que algunos sucesos fueran reales, al menos recuerdo con claridad las impresiones que dejaron. Es lo más lejos que llego.
Éramos tres y él fue el cuarto. No esperábamos añadir a nadie más a nuestro apretado trío: desde mucho antes había habido camarillas y emparejamientos, y ya empezábamos a imaginar nuestra huida del colegio al mundo. Se llamaba Adrian Finn y era un chico alto y tímido que al principio mantenía los ojos bajos y no decía lo que pensaba. Los primeros días apenas nos fijamos en él: en nuestro colegio no se hacían ceremonias de bienvenida y no digamos lo opuesto, la iniciación punitiva. Simplemente tomamos nota de su presencia y aguardamos.
Los profesores se interesaron más por Adrian que nosotros. Tenían que valorar su inteligencia y su sentido de la disciplina, comprobar si hasta entonces había recibido una buena instrucción y si demostraría ser «candidato a una beca». La tercera mañana de aquel trimestre de otoño tuvimos una clase de historia con Old Joe Hunt, un profesor amablemente irónico que vestía un terno completo y cuyo sistema de control dependía de su capacidad de mantener un aburrimiento suficiente pero no excesivo.
—Bien… Recordaréis que os pedí que hicierais una lectura preliminar sobre el reinado de Enrique VIII.
Colin, Alex y yo nos miramos de reojo, confiando en que la pregunta, lanzada como la caña de un pescador, no nos aterrizara encima.
—¿Alguno quiere caracterizar la época? —Sacó su propia conclusión al ver que mirábamos hacia otro lado—. Bueno, quizá Marshall. ¿Cómo describirías el reinado de Enrique VIII?
Nuestro alivio fue mayor que nuestra curiosidad, porque Marshall era un ignorante cauteloso que carecía de la inventiva de la auténtica ignorancia. Buscó posibles complejidades ocultas en la pregunta antes de encontrar una respuesta.
—Había descontento, señor.
Una incipiente sonrisita apenas controlada; el propio Hunt casi sonrió.
—¿Podrías ser más preciso?
Marshall asintió lentamente, reflexionó un poco más y decidió que no era momento de cautelas.
—Yo diría que había un gran descontento, señor.
—Finn, entonces. ¿Tienes nociones sobre ese período?
El nuevo estaba sentado una fila delante de mí y a mi izquierda. No había reaccionado de un modo visible a las idioteces de Marshall.
—La verdad, me temo que no, señor. Pero hay una corriente de pensamiento según la cual lo único que se puede decir realmente de cualquier suceso histórico, incluso, por ejemplo, de la Primera Guerra Mundial, es que «ocurrió algo».
—¿Ah, sí, en serio? Bueno, eso me dejaría sin trabajo, ¿no?
Tras algunas risas aduladoras, Old Joe Hunt indultó nuestra festiva holganza y nos ilustró sobre el carnicero regio y polígamo.
En la pausa siguiente me acerqué a Finn.
—Soy Tony Webster. —Él me miró con prevención—. Una gran respuesta a Hunt. —Parecía que no sabía de qué le estaba hablando—. Lo de «ocurrió algo».
—Oh. Sí. Me ha decepcionado un poco que no lo haya suscrito.
Esto no era lo que se esperaba que dijera.
Otro detalle que recuerdo es que nosotros tres, como símbolo de nuestra unión, llevábamos la esfera del reloj en la cara interior de la muñeca. Era una afectación, desde luego, pero tal vez algo más. Convertía el tiempo en una cosa personal, hasta secreta. Esperábamos que Finn advirtiera esta costumbre y la imitara; pero no lo hizo.
Más tarde, aquel mismo día —o puede que otro día—, tuvimos una clase doble de inglés con Phil Dixon, un joven profesor recién salido de Cambridge. Le gustaba utilizar textos contemporáneos y lanzaba desafíos repentinos. «Nacimiento, copulación y muerte: así resume la vida T. S. Eliot. ¿Algún comentario?». Una vez comparó a un héroe de Shakespeare con Kirk Douglas en Espartaco. Y recuerdo que un día en que estábamos hablando de la poesía de Ted Hughes, ladeó la cabeza de modo profesoral y murmuró: «Naturalmente, todos nos preguntamos qué sucederá cuando se quede sin animales». En ocasiones, al dirigirse a nosotros, nos llamaba «caballeros». Por supuesto, le adorábamos.
Aquella tarde nos entregó un poema sin título, fecha ni nombre del autor, nos dio diez minutos para estudiarlo y luego nos pidió comentarios.
—¿Empezamos por ti, Finn? Sencillamente, ¿de qué te parece que trata el poema?
Adrian levantó la vista de su pupitre.
—De Eros y Tánatos, señor.
—Hum. Sigue.
—Del sexo y la muerte —prosiguió Finn, como si no sólo no entendieran griego los zoquetes de la última fila—. O del amor y la muerte, si lo prefiere. En cualquier caso, del conflicto que enfrenta el principio erótico con el principio de muerte. Y lo que se deriva de ese conflicto, señor.
Es probable que yo pareciese más impresionado de lo que Dixon consideraba saludable.
—Webster, acláranos más.
—Yo pensaba que sólo era un poema sobre una lechuza, señor.
En esto consistía una de las diferencias entre nosotros tres y nuestro nuevo amigo. Nosotros sobre todo nos cachondeábamos, excepto cuando hablábamos en serio. Él hablaba sobre todo en serio, menos cuando se cachondeaba. Nos costó un tiempo entenderlo.
Adrian se dejó absorber por nuestro grupo sin reconocer que era eso lo que pretendía. Quizá no lo pretendía. Ni tampoco modificó sus opiniones para adaptarlas a las nuestras. En las oraciones matutinas se le oía sumarse a las respuestas mientras Alex y yo nos limitábamos a mover los labios. Colin prefería la actitud satírica de berrear con el entusiasmo de un falso fanático. Los tres considerábamos los deportes escolares un plan criptofascista para reprimir nuestros impulsos sexuales; Adrian se inscribió en el club de esgrima y practicaba el salto de altura. Nosotros teníamos un mal oído beligerante; él venía a clase con su clarinete. Cuando Colin criticaba a la familia, yo me burlaba del sistema político y Alex formulaba objeciones filosóficas a la naturaleza de la realidad percibida, Adrian se reservaba su opinión; por lo menos al principio. Daba la impresión de que creía en cosas. Nosotros también, sólo que queríamos creer en nuestras cosas más que en las que otros habían decidido que creyéramos. De ahí lo que considerábamos nuestro escepticismo purificador.
El colegio estaba en el centro de Londres y todos los días nos desplazábamos hasta allí desde nuestros barrios distintos, atravesando un sistema de control tras otro. En aquel entonces las cosas eran más sencillas: había menos dinero, no existían aparatos electrónicos, la tiranía de la moda era ligera, no había novias. No había nada que nos distrajese de nuestro deber filial y humano, que consistía en estudiar, aprobar exámenes, utilizar nuestros títulos académicos para encontrar un empleo y después forjar un estilo de vida más completo, sin llegar a ser amenazador, que el de nuestros padres, que lo aprobarían mientras lo comparaban en privado con su propio pasado, que había sido más sencillo y por tanto superior. Nada de esto, por supuesto, se expresaba: el refinado darwinismo social de las clases medias británicas siempre estaba implícito.
—Son unos putos cabrones, los padres —se quejó Colin un lunes, a la hora del almuerzo—. Crees que son majos cuando eres pequeño, pero después te das cuenta de que son como…
—¿Enrique VIII, Col? —sugirió Adrian.
Empezábamos a habituarnos a su sentido de la ironía, así como al hecho de que también podía emplearla contra nosotros. Cuando se burlaba, o nos exhortaba a la seriedad, a mí me llamaba Anthony; Alex se convertía en Alexander y Colin, cuyo nombre no podía alargarse, se quedaba en Col.
—A mí me daría igual que mi padre tuviese media docena de mujeres.
—Y que fuera riquísimo.
—Y que le retratara Holbein.
—Y que mandara al Papa a tomar por el culo.
—¿Alguna razón concreta de que sean unos putos cabrones? —le preguntó Alex a Colin.
—Yo quería que fuéramos al parque de atracciones. Me dijeron que tenían que dedicar el fin de semana al jardín.
Pues eso: putos cabrones. Salvo para Adrian, que escuchaba nuestras denuncias pero rara vez se sumaba a ellas. Y, sin embargo, a nuestro entender tenía más motivos que la mayoría. Su madre se había marchado de casa hacía unos años y había dejado al marido a cargo de Adrian y de su hermana. Esto fue mucho antes de que se utilizara la expresión «familia monoparental»; entonces era «un hogar roto», y Adrian era la única persona que conocíamos que procedía de uno de ellos. El hecho debería haberle proporcionado un arsenal de rabia existencial, pero por alguna razón no era así; decía que quería a su madre y respetaba a su padre. Nosotros tres, en privado, examinamos su caso y elaboramos una teoría: que la clave para una vida familiar feliz era que no hubiese familia, o al menos no una familia que viviese bajo el mismo techo. Tras hacer este análisis, envidiamos aún más a Adrian.
En aquel tiempo nos sentíamos como si nos tuvieran encerrados en una especie de redil, esperando a que nos soltasen para entrar en la vida. Y cuando llegase el momento, la vida —y también el tiempo— se aceleraría. ¿Cómo íbamos a saber que nuestra vida ya había comenzado, que ya habíamos obtenido algún provecho, que ya nos habían infligido algún daño? Y que sólo nos soltarían para meternos en otro redil más grande, cuyos límites serían al principio indiscernibles.
Entretanto, estábamos hambrientos de libros y de sexo, éramos meritocráticos, anarquistas. Aunque todos los sistemas políticos y sociales nos parecían corruptos, nos negábamos a considerar otra alternativa que el caos hedonista. Adrian, sin embargo, nos empujó a creer en la aplicación del pensamiento a la vida, en el concepto de que los principios deben guiar las acciones. Previamente, Alex había pasado por ser el filósofo entre nosotros. Había leído cosas que los demás no habíamos leído y podía, por ejemplo, afirmar de repente: «Sobre lo que no podemos hablar, debemos guardar silencio». Colin y yo rumiábamos un rato esta idea en silencio y luego sonreíamos y seguíamos hablando. Pero la llegada de Adrian desalojó a Alex de su puesto o, más bien, nos dio la posibilidad de elegir filósofo. Si Alex había leído a Russell y a Wittgenstein, Adrian había leído a Camus y a Nietzsche. Yo había leído a George Orwell y Aldous Huxley; Colin, a Baudelaire y a Dostoyevski. Esto es sólo una ligera caricatura.
Sí, desde luego que éramos pretenciosos: ¿para qué otra cosa sirve la juventud? Usábamos términos como Weltanschauung y Sturm und Drang, nos gustaba decir «Eso es filosóficamente evidente» y nos asegurábamos unos a otros que el primer deber de la imaginación era el de ser transgresora. Nuestros padres veían las cosas de una manera distinta, y describían a sus hijos como inocentes súbitamente expuestos a influencias nocivas. Así, la madre de Colin, al hablar de mí, decía que yo era «el ángel oscuro» de su hijo; mi padre culpó a Alex cuando me descubrió leyendo El manifiesto comunista; los padres de Alex apuntaron hacia Colin cuando le pillaron leyendo una dura novela policíaca norteamericana. Y así sucesivamente. Ocurría lo mismo con el sexo. Nuestros padres pensaban que podíamos corrompernos mutuamente y convertirnos en lo que más temían: un masturbador incorregible, un homosexual encantador, un libertino temerariamente contagioso. Les preocupaba la estrecha amistad adolescente, la conducta predatoria de extraños en los trenes, el atractivo de una chica poco adecuada. Sus inquietudes sobrepasaron en gran medida nuestra experiencia.
Una tarde, Old Joe Hunt, como si recogiera el guante del primer reto de Adrian, nos pidió que debatiéramos sobre los orígenes de la Primera Guerra Mundial: concretamente, sobre la responsabilidad del asesino del archiduque Francisco Fernando en el estallido de la contienda. En aquel tiempo, casi todos éramos absolutistas. Nos gustaban el sí versus el no, el elogio versus la culpa, la culpabilidad versus la inocencia o, en el caso de Marshall, el descontento versus el gran descontento. Nos gustaban los juegos que terminaban en una victoria o una derrota, no en un empate. Y por eso, para algunos, el pistolero serbio cuyo nombre hace mucho que se borró de mi memoria tenía una responsabilidad individual del cien por cien: suprímelo de la ecuación y la guerra nunca se habría producido. Otros preferían atribuir el cien por cien de la responsabilidad a las fuerzas históricas, que habían introducido a los países antagónicos en un cauce de colisión inevitable: «Europa era un barril de pólvora a punto de estallar», y todo eso. Los más anárquicos, como Colin, argumentaban que todo dependía del azar, que el mundo existía en un estado de caos perpetuo y que únicamente un instinto narrativo primitivo, sin duda un efecto residual de la religión, confería un sentido retrospectivo a lo que podría o no podría haber sucedido. Hunt asintió brevemente ante la tentativa de Colin de minimizarlo todo, como si la incredulidad morbosa fuese un subproducto natural de la adolescencia, algo de lo que había que desprenderse. Maestros y padres solían recordarnos irritantemente que ellos también habían sido jóvenes y por tanto podían hablar con autoridad. Es sólo una fase, insistían. Se os pasará; la vida os enseñará realidad y realismo. Pero por entonces nos negábamos a reconocer que alguna vez habían sido como nosotros, y sabíamos que nuestra comprensión de la vida —y de la verdad, la moralidad y el arte— era mucho más clara que la de nuestros comprometidos mayores.
—Finn, has estado muy callado. Tú has sacado a colación el asunto. Eres, como si dijéramos, nuestro pistolero serbio. —Hunt hizo una pausa para que la alusión hiciera su efecto—. ¿Te importaría concedernos la merced de tus pensamientos?
—No lo sé, señor.
—¿Qué es lo que no sabes?
—Bueno, en un sentido no sé lo que no sé. Es filosóficamente evidente. —Se permitió una de aquellas breves pausas en las que nos preguntábamos si perpetraba una burla sutil o estaba sumido en una seriedad profunda, inaccesible para nosotros—. En realidad, ¿no es todo esto de atribuir responsabilidad un modo de escurrir el bulto? Queremos culpar a un individuo para exonerar a todos los demás. O culpamos a un proceso histórico para eximir a unos individuos. O todo es un caos anárquico, lo que produce la misma consecuencia. A mí me parece que hay, hubo, una cadena de responsabilidades individuales, todas ellas necesarias, pero no tan larga como para que todos puedan simplemente echar la culpa a todos los demás. Pero está claro que mi deseo de atribuir responsabilidad podría ser más bien un reflejo de mi mentalidad que un análisis correcto de lo que sucedió. Es uno de los problemas centrales de la historia, ¿no, señor? La cuestión de la interpretación subjetiva versus la objetiva, el hecho de que necesitamos conocer la historia del historiador para comprender la versión que nos expone.
Hubo un silencio. Y no, no se estaba cachondeando, ni lo más mínimo.
Old Joe Hunt miró su reloj y sonrió.
—Finn, me jubilo dentro de cinco años. Y con mucho gusto te daría referencias si te apetece ocupar mi puesto.
Y él tampoco estaba bromeando.
Una mañana, durante una asamblea, el director, con la voz triste que adoptaba para notificar expulsiones o una catastrófica derrota deportiva, anunció que era portador de una aciaga noticia, a saber, que Robson, de la rama de ciencias, había fallecido aquel fin de semana. Entre un susurro de murmullos sobrecogidos, nos informó de que Robson había muerto en la flor de la juventud y de que su muerte era una pérdida para todo el colegio, y de que todos asistiríamos simbólicamente a su funeral. En suma, nos lo dijo todo salvo lo que queríamos saber: cómo y por qué, y en el caso de que hubiera muerto asesinado, por quién.
—Eros y Tánatos —comentó Adrian, antes de la primera clase del día—. Tánatos gana otra vez.
—Robson no era precisamente materia de Eros y Tánatos —le dijo Alex.
Colin y yo lo corroboramos. Lo sabíamos porque Robson había estado en nuestra clase un par de años: era un chico formal, sin imaginación, seriamente desinteresado de las artes, que había pasado sin pena ni gloria y sin ofender a nadie. Ahora nos había ofendido al crearse la reputación de haber muerto a una edad temprana. La flor de la juventud, en efecto: el Robson que habíamos conocido era de materia vegetal.
No hubo mención de una enfermedad, un accidente de bicicleta ni una explosión de gas, y, días más tarde, un rumor (alias Brown, de matemáticas de sexto) difundió lo que las autoridades no podían o no querían comunicar. Robson había dejado embarazada a su novia y se había ahorcado en el desván; tardaron dos días en encontrarle.
—Nunca habría imaginado que supiese cómo ahorcarse.
—Estaba en ciencias.
—Pero hace falta un tipo especial de nudo corredizo.
—Eso es sólo en las películas. Y en las ejecuciones como es debido. Lo puedes hacer con un nudo normal. Sólo que tardas más en asfixiarte.
—¿Cómo pensamos que es su novia?
Sopesamos las opciones que conocíamos: virgen mojigata (ahora ex virgen), dependienta putilla, mujer mayor experimentada, ramera contaminada por una enfermedad venérea. Lo comentamos hasta que Adrian reorientó nuestra búsqueda.
—Camus dijo que el suicidio era la única cuestión realmente filosófica.
—Aparte de la ética y la política y la estética y la naturaleza de la realidad y todo lo demás.
Había cierto tonillo en la réplica de Alex.
—La única cuestión auténtica. La fundamental, de la que dependen todas las demás.
Tras un largo análisis del suicidio de Robson, llegamos a la conclusión de que sólo podía ser filosófica en el sentido aritmético del término: al estar a punto de causar un incremento de una unidad en la población humana, había decidido que su deber moral consistía en mantener constante el número de habitantes del planeta. Pero en todos los demás aspectos consideramos que Robson nos había dejado —a nosotros y al raciocinio serio— en la estacada. Su acción no había sido filosófica, sino autocompasiva y nada artística: en otras palabras, errónea. En cuanto a la nota que dejó, que según el rumor (de nuevo Brown) decía «Lo siento, mamá», pensamos que había desperdiciado una magnífica oportunidad pedagógica.
Tal vez no habríamos sido tan duros con Robson de no ser por un hecho crucial e insoslayable: era de nuestra edad, no era un chico excepcional a nuestro juicio, y sin embargo no sólo había conspirado para encontrar una novia, sino que además, incuestionablemente, había tenido relaciones sexuales con ella. ¡Cabronazo! ¿Por qué él y no nosotros? ¿Por qué ninguno de nosotros había tenido siquiera la experiencia de no haber podido encontrar una novia? Al menos la humillación subsiguiente habría acrecentado nuestros conocimientos generales, nos habría dado algo de lo que jactarnos negativamente («En realidad, “gilipollas pustuloso con el carisma de una zapatilla de deporte”, fueron las palabras textuales de ella»). Sabíamos por nuestras lecturas de la gran literatura que el amor entrañaba sufrimiento, y de buena gana habríamos adquirido cierta práctica en el sufrimiento si hubiera una promesa implícita, quizá incluso lógica, de que el amor podría estar caminando a nuestro encuentro.
Éste era otro de nuestros temores: que la vida no resultara ser como la literatura. Mirad a nuestros padres: ¿eran ellos material literario? A lo sumo podían aspirar a la categoría de espectadores o transeúntes, a formar parte de un telón de fondo contra el que podían acontecer cosas reales, auténticas, importantes. ¿Cómo qué? Como las cosas de las que trataba la literatura: el amor, el sexo, la moralidad, la amistad, la felicidad, el sufrimiento, la traición, el adulterio, el bien y el mal, los héroes y los villanos, la culpa y la inocencia, la ambición, el poder, la justicia, la revolución, la guerra, los padres y los hijos, las madres y las hijas, el individuo contra la sociedad, el éxito y el fracaso, el asesinato, el suicidio, la muerte, Dios. Y las lechuzas. Había, por supuesto, otras clases de literatura —teórica, autorreferencial, lacrimógenamente autobiográfica—, pero sólo eran pajas mentales. La auténtica literatura trataba de la verdad psicológica, emocional y social tal como la mostraban las acciones y reflexiones de sus protagonistas; la novela versaba sobre el carácter desarrollado a lo largo del tiempo. Esto es, por lo menos, lo que nos dijo Phil Dixon. Y la única persona —aparte de Robson— cuya vida hasta entonces contenía algo remotamente novelesco era Adrian.
—¿Por qué tu madre abandonó a tu padre?
—No lo sé muy bien.
—¿Tu madre tenía otro tío?
—¿Tu padre era un cornudo?
—¿Tenía tu padre una querida?
—No lo sé. Me dijeron que lo comprendería cuando fuera más mayor.
—Es lo que siempre prometen. Lo que yo digo es por qué no lo explican ahora.
Sólo que yo nunca había dicho esto. Y en nuestra familia, hasta donde puedo asegurarlo, no había misterios, para mi desilusión y vergüenza.
—¿Quizá tu madre tiene un amante joven?
—Cómo voy a saberlo. Nunca nos vemos allí. Ella viene siempre a Londres.
No había nada que hacer. En una novela, Adrian se habría limitado a aceptar las cosas como se las planteaban. ¿De qué servía vivir una situación digna de un relato si el protagonista no se comportaba como habría hecho en un libro? Adrian debería haberse puesto a husmear o a ahorrar de su dinero de bolsillo para contratar a un detective privado: quizá nosotros cuatro deberíamos haber emprendido una investigación para descubrir la verdad. ¿O eso habría sido menos parecido a la literatura y demasiado semejante a un cuento infantil?
En la última clase de historia del curso, Old Joe Hunt, que había guiado a sus letárgicos alumnos a través de los Tudor y los Estuardos, los victorianos y los eduardianos, el ascenso del Imperio y su posterior decadencia, nos invitó a echar una ojeada a todos aquellos siglos y a aventurar conclusiones.
—Podríamos empezar, por ejemplo, por la pregunta en apariencia más simple: ¿qué es la historia? ¿Alguna idea, Webster?
—La historia son las mentiras de los vencedores —contesté, precipitándome un poco.
—Sí, ya me temía que dijeras eso. Bien, siempre que recuerdes que es también los autoengaños de los derrotados. ¿Simpson?
Colin estaba más preparado que yo.
—La historia es un bocadillo de cebolla cruda, señor.
—¿Por qué razón?
—Repite, señor. Eructa. Lo hemos visto una y otra vez este año. La misma historia de siempre, la misma oscilación entre tiranía y rebelión, guerra y paz, prosperidad y empobrecimiento.
—Demasiado para rellenar un bocadillo, ¿no crees?
Nos reímos mucho más de lo previsto, con una histeria de final de curso.
—¿Finn?
—«La historia es la certeza obtenida en el punto en que las imperfecciones de la memoria topan con las deficiencias de documentación».
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Dónde has encontrado eso?
—En Lagrange, señor. Patrick Lagrange. Es francés.
—Como era de suponer. ¿Te importaría darnos un ejemplo?
—El suicidio de Robson, señor.
Hubo una perceptible inhalación de aire y algunos imprudentes giros de cabeza. Pero Old Joe Hunt, al igual que los demás profesores, otorgaba a Adrian un estatus especial. Cuando los demás ensayábamos una provocación, la desestimaban como un cinismo pueril, algo de lo que también nos desprenderíamos. Las provocaciones de Adrian, por alguna razón, eran acogidas como torpes búsquedas de la verdad.
—¿Qué tiene que ver eso con nuestro asunto?
—Es un suceso histórico, señor, aunque menor. Pero reciente. Por tanto, debería comprenderse fácilmente como historia. Sabemos que ha muerto, sabemos que tenía novia, sabemos que está embarazada… o lo estaba. ¿Qué más datos tenemos? Una sola pieza documental, la nota que decía «Lo siento, mamá»; al menos, según cuenta Brown. ¿Esa nota existe todavía? ¿Fue destruida? ¿Tenía Robson otros motivos o razones, aparte de los obvios? ¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Podemos estar seguros de que el hijo era suyo? No podemos saberlo, señor, a pesar de que ha sucedido hace poco. Entonces ¿cómo podría alguien escribir la historia de Robson dentro de cincuenta años, cuando sus padres hayan muerto y su novia haya desaparecido y, de todos modos, no quiera recordarle? ¿Ve el problema, señor?
Todos miramos a Hunt y nos preguntamos si esta vez Adrian habría ido demasiado lejos. La simple palabra «embarazada» parecía suspendida en el aire como polvo de tiza. Y en cuanto a la audaz sugerencia de una paternidad distinta, de que Robson fuera el colegial cornudo… Al cabo de un rato, el profesor respondió.
—Veo el problema, Finn. Pero creo que subestimas la historia. Y, en realidad, a los historiadores. Pongamos por caso que el pobre Robson resultara ser de interés histórico. Los historiadores siempre han afrontado la falta de pruebas directas de los sucesos. Están acostumbrados. Y no olvides que en el caso presente habría habido una investigación y por consiguiente un informe del juez de instrucción. Puede ser que Robson llevara un diario o redactara cartas, que hiciera llamadas telefónicas cuyo contenido alguien recordase. Sus padres habrían contestado a las cartas de pésame que recibieron. Y dentro de cincuenta años, vista la actual expectativa de vida, se podría entrevistar a bastantes de sus condiscípulos. El problema podría no ser tan desalentador como supones.
—Pero nada puede suplir la falta del testimonio de Robson, señor.
—En un sentido, no. Pero igualmente los historiadores tienen que acoger con cierto escepticismo la explicación de los sucesos que dan los participantes. Muchas veces la declaración más sospechosa es la que se formula mirando al futuro.
—Si usted lo dice, señor.
—Y muchas veces los estados de ánimo se pueden deducir de las acciones. El tirano no suele mandar una nota manuscrita pidiendo la eliminación de un enemigo.
—Si usted lo dice, señor.
—Lo digo.
¿Fue éste el diálogo textual? Casi con seguridad, no. No obstante, es el mejor recuerdo que tengo del mismo.
Al acabar el colegio, nos prometimos amistad para toda la vida y cada uno siguió su camino. No sorprendió a nadie que Adrian obtuviera una beca para Cambridge. Yo estudié historia en Bristol; Colin fue a Sussex y Alex empezó a trabajar en el negocio de su padre. Nos carteábamos, como hacía la gente, incluso los jóvenes, en aquella época. Pero como teníamos poca experiencia de la forma, una cohibición extrema precedía a menudo a cualquier contenido urgente. Para empezar una carta, «Acuso recibo de tu epístola del día 17» no parecía, durante un tiempo, muy ocurrente.
Juramos reunirnos los tres cada vez que tuviéramos vacaciones en la universidad y volviéramos a casa; pero no siempre era posible. Y el correo parecía haber replanteado la dinámica de nuestra relación. Los tres del grupo original nos escribíamos con menor frecuencia y menos entusiasmo de lo que escribíamos a Adrian. Buscábamos su atención, su aprobación; le cortejábamos y era el primero al que contábamos nuestras mejores vivencias; los tres pensábamos que éramos, y merecíamos ser, su amigo más íntimo. Y aunque hacíamos nuevas amistades, de algún modo estábamos convencidos de que no era el caso de Adrian, de que los tres seguíamos siendo sus camaradas más próximos y de que dependía de nosotros. ¿Era sólo para encubrir el hecho de que nosotros dependíamos de él?
Y después la vida tomó las riendas y el tiempo se aceleró. En otras palabras, me busqué una novia. Claro está que había conocido antes a otras chicas, pero o bien su seguridad en sí mismas me hacía sentirme torpe o su nerviosismo agravaba el mío. Había, por lo visto, algún código secreto masculino, transmitido por veinteañeros con tacto a chicos temblorosos de dieciocho años que, una vez dominado, te facultaba para «ligar» con chicas y, en determinadas circunstancias, para «acostarte» con ellas. Pero yo nunca lo aprendí ni lo entendí, y probablemente sigo sin entenderlo. Mi «técnica» consistía en no poseer ninguna técnica; otros, sin duda con razón, lo denominaban ineptitud. Hasta la secuencia presuntamente sencilla de «¿te apetece beber algo, bailar, que te acompañe a casa, tomar un café?» entrañaba una bravata de la que yo era incapaz. Yo sólo sabía dejarme caer y tratar de hacer comentarios interesantes mientras esperaba echarlo todo a perder. Recuerdo que la bebida me entristeció un poco en una fiesta de mi primer trimestre, y cuando una chica que pasaba me preguntó compasiva si me encontraba bien, le respondí: «Creo que soy un maniaco depresivo», porque por entonces parecía revestir más carácter que decir: «Estoy un poco triste». Cuando ella respondió «Otro más no» y se escabulló rápidamente, comprendí que, lejos de distinguirme de la alegre concurrencia, yo había usado la frase menos ligona del mundo.
Mi novia se llamaba Verónica Mary Elizabeth Ford, información (me refiero a sus nombres de pila) que me costó dos meses obtener. Estudiaba español, le gustaba la poesía y su padre era funcionario. Medía alrededor de un metro cincuenta y cinco y tenía las pantorrillas redondas y musculosas, pelo semicastaño hasta los hombros, ojos azul grisáceo detrás de gafas de montura azul, y una sonrisa fácil pero contenida. Me pareció simpática. Bueno, seguramente me lo habría parecido cualquier chica que no huyera de mi lado. No intenté decirle que estaba triste porque no lo estaba. Ella tenía un tocadiscos Black Box en lugar de mi Dansette y mejor gusto musical que yo: es decir, ella despreciaba a Dvorák y a Chaikovski, a los que yo adoraba, y poseía algunos elepés de coros y lieder. Inspeccionó mi colección de discos con una ocasional sonrisa parpadeante y frunciendo el ceño cada vez más. No me salvó haber escondido la Obertura 1812 y la banda sonora de Un hombre y una mujer. Ya había suficiente material dudoso antes incluso de que ella llegara a mi amplia sección de pop: Elvis, los Beatles, los Stones (a ellos seguro que nadie les pondría reparos), pero también los Hollies, los Animals, los Moody Blues y un disco doble de Donovan titulado (en letra más pequeña) Un regalo de una flor a un jardín.
—¿Te gusta esta música? —me preguntó, con voz neutra.
—Es bailable —respondí, un poco a la defensiva.
—¿La pones para bailar? ¿Aquí? ¿En tu cuarto? ¿Solo?
—No, la verdad es que no.
Aunque, por supuesto, lo hacía.
—Yo no bailo —dijo ella, en parte antropóloga y en parte dictando normas para cualquier posible relación conmigo, en caso de que fuéramos a salir juntos.
Más vale que explique lo que significaba en aquel entonces el concepto de «salir» con alguien, porque ha cambiado con el tiempo. Hace poco estaba hablando con una amiga cuya hija, angustiada, le había pedido ayuda. Estaba en el segundo trimestre de la facultad y se acostaba con un chico que, abiertamente y sabiéndolo ella, se acostaba al mismo tiempo con otras chicas. Las estaba poniendo a prueba antes de decidir con cuál «saldría». La hija estaba disgustada, no tanto por el sistema —aunque percibía a medias su injusticia— como por el hecho de que finalmente no había sido la elegida.
Al oír esto me sentí como un superviviente de una cultura arcaica, obsoleta, cuyos miembros seguían utilizando nabos tallados a modo de moneda. En «mi época» —aunque entonces no reivindicaba la propiedad de la misma, y mucho menos ahora—, lo que ocurría era lo siguiente: conocías a una chica, te atraía, intentabas caerle en gracia, la invitabas a un par de actos sociales —por ejemplo, al pub—, luego le pedías que saliera contigo sola, y entonces, después de un beso de despedida de un ardor variable, estabas en cierto modo oficialmente «saliendo» con ella. Sólo descubrías cuál podía ser su política sexual cuando estabas semipúblicamente comprometido con ella. Y a veces esto significaba que custodiaba su cuerpo tan celosamente como una zona de exclusión pesquera.
Verónica no era muy distinta de otras chicas de su tiempo. Estaban físicamente cómodas contigo, te enlazaban del brazo en público, te besaban hasta que te salían los colores y quizá presionaban adrede los pechos contra ti como si hubiese unas cinco capas de ropa entre su piel y la tuya. Eran perfectamente conscientes de lo que ocurría dentro de tu pantalón sin mencionarlo nunca. Y ahí acababa todo, durante un buen rato. Algunas chicas te consentían más: oías hablar de unas que accedían a una masturbación mutua y de otras que permitían el «sexo integral», como se le llamaba. No podías apreciar la gravedad de ese «integral» si no habías conocido a un montón de «incompletas». Y luego, cuando la relación continuaba, había algunos trueques implícitos, basados en caprichos, en promesas o en compromisos, hasta lo que el poeta denominó «una disputa por un anillo».
Es posible que las generaciones posteriores atribuyeran todo esto a la religión o la gazmoñería. Pero las chicas —o las mujeres— con las que yo había practicado lo que cabría llamar infra-sexo (sí, no sólo fue Verónica) se sentían a gusto con su cuerpo. Y, si se cumplían determinados criterios, también con el mío. No pretendo insinuar, por cierto, que el infra-sexo no fuera excitante o incluso frustrante, excepto en su aspecto obvio. Además, aquellas chicas consentían mucho más de lo que habían consentido sus madres, y yo conseguía mucho más de lo que había conseguido mi padre. Al menos era lo que yo suponía. Y algo era mejor que nada. Sólo que entretanto Colin y Alex se habían agenciado novias que no practicaban una política de zonas de exclusión; o al menos eso insinuaban ellos. Pero entonces nadie decía toda la verdad en materia de sexo. Y en este sentido nada ha cambiado.
Yo no era exactamente virgen, por si los lectores se lo están preguntando. Entre el colegio y la universidad viví un par de episodios cuyas emociones fueron mayores que la huella que dejaron. De modo que lo que ocurrió más adelante me hizo sentirme tanto más extraño: al parecer, cuanto más te gustaba una chica y cuanto mejor te entendías con ella, tantas menos oportunidades de sexo. A no ser, por supuesto —y hasta más tarde no articulé este pensamiento—, que hubiera algo en mí que se sentía atraído por las mujeres que decían no. Pero ¿existe acaso un instinto tan perverso?
—¿Por qué no? —preguntabas, mientras una mano represora te aferraba la muñeca.
—Porque no está bien.
Era un diálogo oído delante de muchos fuegos de gas entrecortados a los que servían de contrapunto muchas teteras con silbato. Y nada se podía aducir contra «sentimientos», porque las mujeres eran expertas en ellos y los hombres toscos principiantes. Así que «no está bien» tenía una fuerza persuasiva e irrefutable más grande que cualquier apelación a una doctrina religiosa o a un consejo materno. Puede que ustedes se digan: pero ¿no eran así los sesenta? Sí, pero sólo para alguna gente, sólo en determinadas partes del país.
Mi biblioteca tenía más éxito con Verónica que mis colecciones de discos. En aquella época, los libros en rústica tenían tapas de colores tradicionales: Penguins anaranjados para la narrativa, Pelicans azules para los ensayos. Tener más azul que anaranjado en tus estanterías indicaba seriedad. Y, en conjunto, tenía suficientes títulos correctos: Richard Hoggart, Steven Runciman, Huizinga, Eysenck, Empson…, además de Sincero para con Dios del obispo John Robinson al lado de mi colección de historietas de Larry. Verónica me obsequió con el cumplido de suponer que yo los había leído todos y no sospechó que la mayoría de los volúmenes desgastados los había comprado de segunda mano.
Su biblioteca contenía cantidad de poesía, en forma de volumen y de folletos: Eliot, Auden, MacNeice, Stevie Smith, Thom Gunn, Ted Hughes. Había ediciones de Orwell y Koestler del Left Book Club, algunas novelas decimonónicas encuadernadas en piel de becerro, un par de títulos de Arthur Rackham de la infancia y su libro de cabecera, El castillo soñado. Ni por un momento dudé de que los hubiese leído todos ni de que fueran los libros que uno debía tener. Además, parecían una continuación orgánica de su mente y su personalidad, mientras que los míos se me antojaban funcionalmente separados, se esforzaban en describir un carácter que yo aspiraba a poseer. Esta disparidad me produjo un ligero pánico, y mientras examinaba su anaquel de poesía recurrí a una frase de Phil Dixon.
—Claro que todo el mundo se pregunta qué hará Ted Hughes cuando se quede sin animales.
—¿Ah, sí?
—Eso me han dicho —dije débilmente.
En los labios de Dixon, la frase había parecido ingeniosa y sofisticada; en los míos meramente graciosa.
—Los poetas no se quedan sin material, como los novelistas —me ilustró—. Porque no dependen de él de la misma manera. Y hablas de Hughes como si fuera una especie de zoólogo, ¿no? Pero ni siquiera los zoólogos se cansan de los animales, ¿no?
Me miraba enarcando una ceja por encima de la montura de sus gafas. Era cinco meses mayor que yo y a veces me parecía que me llevaba cinco años.
—Es algo que dijo mi profesor de literatura.
—Pues ahora que estás en la universidad tenemos que empezar a pensar por nosotros mismos, ¿no crees?
Había algo en aquel «tenemos» que me hizo sospechar que yo lo había entendido todo mal. Ella sólo trataba de mejorarme… ¿y quién era yo para oponerme a ello? Una de las primeras cosas que me preguntó fue por qué yo llevaba la esfera del reloj en la cara interior de la muñeca. Como no pude justificarlo, le di la vuelta y puse la hora en la parte exterior, como hacía la gente normal y adulta.
Me habitué a una grata rutina de trabajo y pasaba el tiempo libre con Verónica y, al volver a mi habitación de estudiante, me hacía pajas explosivas evocando fantasías en las que ella estaba abierta de piernas debajo de mi cuerpo o arqueada encima. Gracias a la intimidad cotidiana, me enorgullecía de haber aprendido cosas sobre el maquillaje, la estrategia del vestuario, la cuchilla de afeitar femenina y el misterio y las consecuencias de la regla. Llegué a envidiar este recordatorio periódico de algo tan plenamente femenino y definitorio, tan vinculado con el gran ciclo de la naturaleza. Es posible que lo expresara tan mal como ahora cuando intenté explicar este sentimiento.
—Lo único que haces es idealizar lo que no tienes. Para lo único que sirve es para decirte que no estás embarazada.
Dada nuestra relación, sus palabras me parecieron un poco osadas.
—Bueno, espero que no estemos viviendo en Nazaret.
Siguió una de esas pausas en las que una pareja acuerda tácitamente no hablar de algo. ¿Y de qué íbamos a hablar? Sólo, quizá, de los términos no escritos de nuestro trueque. Desde mi punto de vista, el hecho de que no tuviéramos relaciones sexuales me autorizaba a pensar que nuestra amistad no era más que una estrecha complicidad con una mujer que, si cumplía su parte del pacto, no iba a preguntarle al hombre hacia dónde se encaminaba la relación mutua. A mi juicio, al menos, en eso consistía el pacto. Pero me equivocaba en casi todo, tanto entonces como ahora. Por ejemplo, ¿por qué di por sentado que era virgen? Nunca se lo pregunté y ella nunca me lo dijo. Supuse que por eso no se acostaba conmigo: ¿y qué lógica tenía esto?
Un fin de semana de las vacaciones me invitó a conocer a su familia. Vivían en Kent, en una estación de la línea de Orpington, en uno de esos barrios residenciales que la naturaleza había cesado de recubrir de cemento en el ultimísimo minuto y que desde entonces se ufanaba de un estatuto rural. En el tren desde Charing Cross, me preocupaba que mi maleta —la única que tenía— fuese tan grande que me diese aspecto de un ladrón potencial. En la estación, Verónica me presentó a su padre, que abrió el maletero de su coche, me cogió la maleta de la mano y se rio.
—Se diría que vienes a quedarte, chico.
Era un hombre grandote, rollizo y de cara colorada: me pareció zafio. ¿Le olía a cerveza el aliento? ¿A aquella hora del día? ¿Cómo podía aquel hombre haber engendrado una hija tan menuda y delicada?
Condujo su Humber Super Snipe con suspiros de impaciencia por las insensateces del prójimo. Yo iba en el asiento de atrás, solo. De vez en cuando él señalaba cosas, se suponía que a mí, aunque yo no sabría decir si esperaba mis respuestas. «St. Michaels, ladrillo y pedernal, muy mejorado por los restauradores Victorianos». «Nuestro personalísimo Café Royal, voilà!». «Fíjate en la elegante tienda de licores, con madera de época, a tu derecha». Miré el perfil de Verónica en busca de una pista, pero no recibí ninguna.
Vivían en una casa individual de ladrillo rojo y tejado de tejas, con un sendero de gravilla delante. El señor Ford abrió la puerta principal y gritó, a nadie en particular:
—El chico ha venido a pasar un mes.
Advertí el brillo intenso del mobiliario oscuro y el brillo intenso de las hojas en un tiesto desmesurado. El padre de Verónica me cogió la maleta como respondiendo a las leyes distantes de la hospitalidad y, exagerando cómicamente su peso, la llevó al cuarto del desván y la tiró encima de la cama. Señaló un pequeño lavabo aplomado.
—Haz pis aquí dentro por la noche, si quieres.
Asentí con un gesto. No sabría decir si me trataba con una camaradería masculina o como a una basura de una clase inferior.
El hermano de Verónica, Jack, era más fácil de conocer: uno de esos jóvenes saludables y deportivos que se ríen por todo y chinchan a su hermana pequeña. Conmigo se comportaba como si yo fuese un objeto de ligera curiosidad, y en absoluto el primero al que sometían a su valoración. La madre de Verónica hacía caso omiso de todo lo que sucedía a su alrededor, me preguntó por mis estudios y desapareció muchas veces en la cocina. Calculo que tendría poco más de cuarenta años, aunque por supuesto me pareció profundamente adentrada en la madurez, al igual que su marido. No se parecía mucho a Verónica: una cara más ancha, el pelo atado con una cinta sobre la frente despejada, un poco más alta que la media. Tenía cierto aire artístico, aunque a tanta distancia hoy no podría asegurar con precisión en qué consistía: en las bufandas de colores vistosos, el porte distraído, el tarareo de arias de ópera o las tres cosas.
Me sentía tan incómodo que pasé todo el fin de semana estreñido: es lo que más recuerdo de mi estancia. El resto se compone de impresiones y recuerdos a medias que, por consiguiente, pueden estar condicionados: por ejemplo, que Verónica, aunque me había invitado, al principio pareció que se refugiaba en su familia y se sumaba al examen que hacían de mí; no puedo, sin embargo, determinar aquí si esto era la causa o la consecuencia de mi inseguridad. Durante la cena de aquel viernes hubo un pequeño interrogatorio sobre mis credenciales sociales e intelectuales; me sentí como si compareciese ante un tribunal. Después vimos el noticiario de la televisión y hablamos no sin embarazo de los asuntos del mundo hasta la hora de acostarnos. De haber sido personajes de una novela, podría haber habido algunos arrumacos furtivos entre los distintos pisos después de que el pater familias cerrara la casa durante la noche. Pero no lo éramos; Verónica ni siquiera me dio un beso de despedida la primera noche, ni pretextó una excusa como ver si yo tenía toallas o todo lo necesario. Quizá temiese las burlas de su hermano. Así que me desvestí, me lavé, hice pis agresivamente en el lavabo, me puse el pijama y permanecí despierto un largo rato.
Cuando bajé a desayunar, sólo la madre estaba en la casa. Los demás habían salido a dar un paseo, porque Verónica había asegurado a todo el mundo que yo querría dormir hasta tarde. Estoy seguro de que no disimulé muy bien mi reacción, porque noté que la madre me observaba mientras me preparaba el beicon y los huevos, friendo cosas de un modo chapucero y rompiendo una de las yemas. Yo no tenía experiencia en hablar con las madres de mis novias.
—¿Hace mucho que viven aquí? —pregunté finalmente, aunque ya conocía la respuesta.
Ella hizo una pausa, se sirvió una taza de té, rompió otro huevo en la sartén, se recostó en un aparador lleno de vajilla y dijo:
—No dejes que Verónica se salga demasiado con la suya.
No supe qué responder. ¿Debía ofenderme aquella intromisión en nuestros asuntos o ceder a un impulso confidencial y «hablar de Verónica»? Así que dije, con cierta gazmoñería:
—¿Qué quiere decir, señora Ford?
Ella me miró, sonrió, sin condescendencia, sacudió la cabeza ligeramente y dijo:
—Hace diez años que vivimos aquí.
Así que al final me quedé tan in albis con ella como con el resto de la familia, aunque por lo menos a ella yo parecía gustarle. Deslizó otro huevo en mi plato, a pesar de que yo no lo quería ni lo había pedido. Los restos del que se había roto seguían en la sartén; los tiró despreocupadamente en el cubo de la basura y después introdujo la mitad de la sartén caliente en el fregadero mojado. El agua chisporroteó y se desprendió vapor al contacto, y ella se rio como si le divirtiese haber causado aquel pequeño estrago.
Cuando volvieron Verónica y los hombres, yo me esperaba un nuevo interrogatorio, quizá hasta alguna maña o juego, pero las preguntas fueron educadas y se interesaron por si había dormido bien y a gusto. Esto debería haberme inducido a creer que me aceptaban, pero fue más bien como si se hubieran cansado de mí y el fin de semana se hubiese convertido en algo que sobrellevar. Tal vez fuera simple paranoia, pero tuvo el lado positivo de que Verónica se volvió más afectuosa; a la hora del té, contenta, me enlazó en el brazo y jugueteó con mi pelo. Hubo un momento en que se dirigió a su hermano y dijo:
—Apto, ¿no crees?
Jack me guiñó un ojo; yo no le devolví el guiño. Por el contrario, me sentía como si estuviera robando unas toallas o manchando la alfombra de barro.
Aun así, la situación era casi normal. Aquella noche Verónica me acompañó arriba y me dio un beso de buenas noches como es debido. En el almuerzo del domingo hubo cordero asado con ramitas enormes de romero que asomaban como briznas de un árbol de Navidad. Como mis padres me habían enseñado modales, dije que estaba delicioso. Entonces sorprendí un guiño de Jack a su padre, como diciendo: qué pelotillero. Pero el padre se rio: «Oye, oye, apoyo la moción», mientras la madre me daba las gracias.
Cuando bajé para despedirme, el padre agarró mi maleta y le dijo a su mujer: «Supongo que habrás contado las cucharas, ¿eh, cariño?». Ella no se molestó en responder; se limitó a sonreírme, casi como si compartiéramos un secreto. Jack, el hermano, no se presentó para decirme adiós; Verónica y su padre se sentaron delante en el coche; yo ocupé de nuevo el asiento trasero. La madre estaba apoyada contra el porche y la luz del sol caía sobre una glicinia que escalaba la pared por encima de su cabeza. Cuando el padre metió la marcha y las ruedas giraron sobre la grava, hice un gesto de despedida con la mano y ella respondió, aunque no como hace la gente, con la palma en alto, sino con una especie de gesto horizontal a la altura de la cintura. Me habría gustado hablar más con ella.
Para impedir que el padre volviera a cantarme las maravillas de Chislehurst, le dije a Verónica:
—Me gusta tu madre.
—Parece que te ha salido una rival, Vero —dijo el padre, aspirando aire de un modo teatral—. Ahora que lo pienso, a mí también. ¿Pistolas al alba, jovencito?
Mi tren se retrasó, retenido por las usuales obras de un domingo. Llegué a casa a primera hora de la noche. Recuerdo que cagué puñeteramente bien un rato largo.
Más o menos una semana después, Verónica vino a la ciudad y pude presentarle a mi cuadrilla del colegio. Resultó un día sin rumbo del que nadie quería hacerse cargo. Dimos vueltas por la Tate, luego subimos hasta Buckingham Palace, entramos en Hyde Park y fuimos hacia el Speakers Corner. Pero no había ningún orador y recorrimos Oxford Street mirando escaparates, y acabamos entre los leones de Trafalgar Square. Cualquiera habría pensado que éramos turistas.
Al principio yo observaba la reacción de mis amigos con respecto a Verónica, pero enseguida me interesó más saber lo que ella pensaba de ellos. Se reía más de los chistes de Colin que de los míos, lo que me fastidiaba, y preguntó a Alex cómo se ganaba la vida su padre (él le dijo que vendía seguros náuticos, para mi sorpresa). Parecía contenta de dejar a Adrian para el final. Yo le había dicho que estaba en Cambridge, y ella probó una serie de nombres. Al oír un par de ellos él asintió y dijo:
—Sí, ya sé qué clase de gente son.
A mí me pareció bastante grosero, pero Verónica no se molestó. Al contrario, mencionó facultades y a profesores y salones de té de un modo que me pareció que me excluía.
—¿Cómo sabes tantas cosas de Cambridge? —le pregunté.
—Jack estudia allí.
—¿Jack?
—Mi hermano, ¿no te acuerdas?
—Déjame pensar…, ¿el que era más joven que tu padre?
Pensé que no era una mala réplica, pero ella ni siquiera sonrió.
—¿Qué estudia Jack? —pregunté, intentando recuperar terreno.
—Ética —contestó ella—. Como Adrian.
Ya sé la puñetera carrera que estudia Adrian, muchas gracias, tuve ganas de responderle. Pero me enfurruñé durante un rato y hablé de películas con Colin.
Hacia el final de la tarde sacamos unas fotos; ella pidió «una con tus amigos». Los tres se pusieron educadamente en fila y ella les colocó en otro orden: Adrian y Colin, los dos más altos, a ambos lados de ella, y Alex al costado de Colin. En la imagen resultante ella salía aún más delgada que en la realidad. Muchos años después, cuando volví a mirar esta foto, buscando respuestas, me extrañó que ella nunca llevara tacones. Había leído en alguna parte que si quieres que la gente preste atención a lo que dices no debes alzar la voz, sino bajarla: es lo que realmente atrae la atención. Quizá ella utilizaba el mismo truco con la estatura. Aunque todavía no he resuelto la cuestión de si ella utilizaba trucos. Cuando salíamos juntos, siempre tuve la impresión de que sus actos eran instintivos. Pero entonces me resistía a la idea de que las mujeres fueran o pudieran ser manipuladoras. Es posible que esto revele más de mí que de ella. Y aun cuando llegara a la conclusión, en esta etapa tardía, de que Verónica era y siempre había sido calculadora, no estoy seguro de que eso cambiara las cosas. Con lo cual quiero decir: auxilio.
La acompañamos a Charing Cross y la embarcamos hacia Chislehurst fingiendo una despedida heroica, como si viajara a Samarcanda. Después nos sentamos a beber cerveza y a sentirnos muy adultos en el bar del hotel de la estación.
—Una chica maja —dijo Colin.
—Muy maja —añadió Alex.
—¡Es filosóficamente evidente! —casi grité. Bueno, estaba un poco sobreexcitado. Me volví hacia Adrian—. ¿Algo mejor que «muy maja»?
—En realidad no necesitas que te felicite, ¿verdad, Anthony?
—Sí, ¿por qué cojones no voy a necesitarlo?
—Entonces te felicito, por supuesto.
Pero su actitud parecía criticar mi necesidad y a los demás por halagarme. Sentí un ligero pánico; no quería que el día se deshilachara. Aunque al mirar atrás, no fue el día, sino nosotros cuatro los que empezábamos a deshacernos.
—Entonces ¿te has encontrado con el hermano Jack en Cambridge?
—No, no le conozco y espero no conocerle. Está en último año. Pero he oído hablar de él, he leído sobre él en un artículo de revista. Y sobre la gente con la que trata, sí.
Estaba claro que no quería decir más, pero no se lo permití.
—¿Y qué piensas de él?
Adrian hizo una pausa. Dio un sorbo de cerveza y después dijo, con una vehemencia repentina:
—Detesto lo poco serios que son los ingleses respecto a la seriedad. Lo detesto de verdad.
En otro estado de ánimo, podría habérmelo tomado como un ataque contra nosotros tres. Pero sentí una punzada reivindicatoria.
Verónica y yo seguimos saliendo durante todo el segundo curso. Una noche, quizá un poco borracha, me permitió que le metiera la mano dentro de las bragas. Me sentí exageradamente orgulloso mientras hurgaba por allí dentro. No me consentía que le introdujera un dedo pero, sin decir palabra, durante los días siguientes desarrollamos una vía de placer. Nos besábamos tumbados en el suelo. Yo me quitaba el reloj, me remangaba la manga izquierda, le metía la mano en las bragas y poco a poco se las iba bajando hacia los muslos; después colocaba la mano plana en el suelo y ella se frotaba contra mi muñeca aplastada hasta que se corría. Durante unas semanas, esta práctica me proporcionó una sensación de dominio, pero al volver a mi cuarto mis pajas estaban a veces teñidas de rencor. ¿Y en qué clase de trueque participaba yo ahora? ¿En uno mejor o peor? Descubrí otra cosa que no comprendía: en teoría debía sentirme más cercano a ella, pero no era así.
—Entonces ¿alguna vez has pensado adónde nos lleva nuestra relación?
Ella lo dijo así, sin que viniera a cuento. Había venido a tomar el té y traía rebanadas de un bizcocho de fruta.
—¿Y tú?
—Yo he preguntado primero.
Pensé —y puede que no fuera una reacción galante—: ¿por eso has empezado a dejarme que te meta la mano en las bragas?
—¿Tiene que llevar a algún sitio?
—¿No es lo que pasa con las relaciones?
—No lo sé. No he tenido suficientes.
—Oye, Tony —dijo ella—. Yo no me estanco.
Lo pensé durante un rato, o intenté pensarlo. Pero seguía viendo una imagen de agua estancada, cubierta de una espesa capa sucia y sobrevolada por mosquitos. Comprendí que yo no era muy hábil hablando de estas cosas.
—¿O sea que tú piensas que nos estamos estancando?
Ella ejecutó aquel tic, que ya no me parecía tan bonito, de arquear una ceja sobre la montura de las gafas. Proseguí:
—¿No hay nada entre el estancamiento y el ir hacia alguna parte?
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, pasarlo bien. Disfrutar del presente y todo eso.
Bastó con decirlo para que yo mismo me preguntara si seguía disfrutando del presente. También pensé: ¿qué quiere ella que diga?
—¿Y crees que nos entendemos?
—Me estás haciendo preguntas como si conocieras las respuestas. O como si supieras la respuesta que quieres. Bueno, ¿por qué no me dices cuál es y yo te digo si es o no es la mía?
—Eres bastante cobarde, ¿no, Tony?
—Creo que más bien soy… plácido.
—Bueno, no quisiera perturbar la imagen que tienes de ti mismo.
Terminamos el té. Envolví las dos rebanadas de bizcocho que sobraban y las guardé en una lata. Verónica me besó más cerca de la comisura de los labios que del centro, y se marchó. Para mí, aquello fue el principio del fin de nuestra relación. ¿O sólo lo he rememorado de este modo para que lo parezca y repartir las culpas? Si me preguntaran en un juicio lo que sucedió y lo que se dijo, yo sólo podría ratificar las palabras «adonde», «estancando» y «plácido». Hasta entonces nunca me había considerado plácido, o su opuesto. También juraría que era cierto lo de la lata de galletas; era de un color burdeos, con el perfil sonriente de la reina en la tapa.
No quiero dar la impresión de que lo único que hice en Bristol fue estudiar y ver a Verónica. Pero, aparte de éstos, pocos recuerdos me vienen a la memoria. Uno que afluye —individual y nítido— fue el de la noche en que presencié el Severn Bore[1]. El periódico local publicaba un calendario que indicaba cuándo y dónde contemplarlo mejor. Pero la primera vez que lo intenté no pareció que el agua obedeciese sus instrucciones. Después, una noche en Minsterworth, unos cuantos de nosotros aguardamos en la orilla del río hasta pasada la medianoche y al final fuimos recompensados. Durante una o dos horas observamos el río que fluía suavemente hacia el mar, como hacen todos los buenos ríos. Las ocasionales exploraciones de unas linternas potentes reforzaban la luz intermitente de la luna. Entonces se oyó un susurro, los cuellos se estiraron y todas las sensaciones de humedad y frío se desvanecieron cuando el río simplemente cambió de opinión y una ola de entre sesenta y noventa centímetros de altura vino hacia nosotros y el agua rompió en toda la anchura del río, de una orilla a la otra. Este oleaje impetuoso llegó a nuestra altura, pasó de largo y se perdió culebreando en la distancia; algunos de mis compañeros lo persiguieron, gritando, maldiciendo y cayendo al suelo a medida que les rebasaba; yo me quedé solo en la orilla. Creo que no puedo expresar como es debido el efecto que me causó aquel momento. No era como un tornado o un terremoto (aunque no había presenciado ninguno): la naturaleza que se vuelve violenta y destructiva y nos pone en nuestro sitio. Era más perturbador porque daba la impresión y la sensación de un error silencioso, como si hubieran bajado una palanquita del universo y allí, durante aquellos minutos, hubieran invertido el curso de la naturaleza y a la vez del tiempo. Y presenciar aquel fenómeno de noche lo volvía aún más misterioso, más sobrenatural.
Después de la ruptura, se acostó conmigo.
Sí, ya sé. Supongo que los lectores están pensando: el pobre infeliz, ¿cómo no lo vio venir? Pues no lo vi. Creí que habíamos roto, y pensé que había otra chica (una chica de talla normal que llevaba tacones altos a las fiestas) que me interesaba. No lo vi venir en ningún momento: cuando Verónica y yo topamos en el pub (a ella no le gustaban los pubs), cuando me pidió que la acompañara a su casa, cuando se detuvo a medio camino y nos besamos, cuando llegamos a su habitación y yo encendí la luz y ella la apagó, cuando se quitó las bragas y me dio un paquete de Durex Fetherlite, y tampoco cuando cogió uno de mis manos desmañadas y me lo puso, ni tampoco durante el resto del rápido episodio.
Sí, puede que ustedes se repitan: pobre infeliz. ¿Y seguiste creyendo que era virgen cuando te desenrollaba un condón en la polla? De un modo extraño, la verdad es que sí. Pensé que podría ser una de esas intuitivas habilidades femeninas de las que yo inevitablemente carecía. Bueno, puede que lo fuera.
—Tienes que sujetártelo cuando tires hacia fuera —susurró (¿pensaba ella, quizá, que yo era virgen?).
Después me levanté y fui al cuarto de baño, y el condón lleno chocaba a intervalos contra la cara interior de mis muslos. Al desprenderme de él llegué a una decisión y una conclusión: no, era no.
—Cabrón egoísta —me dijo ella, la siguiente vez que nos vimos.
—Sí, bueno, así son las cosas.
—Eso lo convierte prácticamente en una violación.
—Creo que en absoluto puede decirse eso.
—Bueno, podrías haber tenido la decencia de decírmelo antes.
—No lo sabía antes.
—Oh, ¿tan malo fue, entonces?
—No, fue bueno. Sólo que…
—¿Qué?
—Siempre me decías que pensara en nuestra relación y ahora quizá lo haya hecho. Lo hice.
—Bravo. Debe de haber sido difícil.
Yo pensé: y en todo este tiempo ni siquiera le he visto los pechos. Los he tocado, pero no los he visto. Además, está completamente equivocada sobre Dvorák y Chaikovski. Es más, podré poner mi LP de Un hombre y una mujer todas las veces que quiera. A la luz del día.
—¿Perdón?
—Dios, Tony, ni siquiera puedes concentrarte ahora. Mi hermano tenía razón sobre ti.
Yo sabía que debía preguntarle qué había dicho el hermano Jack, pero no quise darle ese gusto. Como yo seguía callado, ella continuó:
—Y no digas eso.
La vida parecía más un juego de adivinanzas que de costumbre.
—¿Qué?
—Lo de que podemos seguir siendo amigos.
—¿Es eso lo que tengo que decir?
—Lo que tienes que decir es lo que piensas, lo que sientes, por el amor de Dios, lo que quieres.
—Muy bien. En tal caso no diré lo que se supone que debo decir. Porque no creo que podamos seguir siendo amigos.
—Bravo —dijo ella, sarcásticamente—. Bravo.
—Pero déjame que te haga una pregunta. ¿Te has acostado conmigo para recuperarme?
—Ya no tengo que responder a tus preguntas.
—En cuyo caso, ¿por qué no te acostabas conmigo cuando salíamos juntos?
No hubo respuesta.
—¿Por qué no lo necesitabas?
—Quizá no quería.
—Quizá no querías porque no lo necesitabas.
—Bueno, puedes creer lo que te convenga.
Al día siguiente, llevé a la tienda de Oxfam una jarra de leche que ella me había regalado. Esperaba que ella la viese en el escaparate. Pero cuando me paré a comprobarlo, había otra cosa expuesta: una pequeña litografía coloreada de Chislehurst que yo le había regalado a ella en Navidad.
Menos mal que estudiábamos asignaturas distintas, y Bristol es una ciudad lo bastante grande para que sólo nos topáramos de vez en cuando. Cuando lo hacíamos, me asaltaba una sensación de lo que sólo podría denominar preculpa: la expectativa de que ella iba a decir o hacer algo que me hiciera sentirme debidamente culpable. Pero esta aprensión se fue borrando porque ella nunca se dignaba dirigirme la palabra. Y yo me decía que no había nada de lo que sentirme culpable: los dos éramos casi adultos, responsables de nuestros actos, y habíamos iniciado libremente una relación que no había funcionado.
Ninguno se había quedado embarazado, ninguno de los dos se había muerto.
La segunda semana de las vacaciones de verano me llegó una carta con matasellos de Chislehurst. Examiné la letra desconocida en el sobre, ondulada y ligeramente descuidada. Una letra de mujer: su madre, sin duda. Otra punzada de preculpa: quizá Verónica hubiese sufrido un colapso nervioso y estaba debilitada y se parecía aún más a una niña abandonada. O quizá tuviera peritonitis y me llamaba desde su cama de hospital. O quizá…, pero hasta yo me daba cuenta de que eran fantasías propias de un engreído. La carta, en efecto, era de la madre de Verónica; era breve y, para mi sorpresa, en absoluto acusatoria. Lamentaba enterarse de que habíamos roto y estaba segura de que yo encontraría a alguien más conveniente. Pero no parecía decirlo en el sentido de que yo era un granuja que merecía una persona de una catadura moral tan baja como la mía. Más bien daba a entender lo contrario: que yo había salido de un atolladero y me deseaba lo mejor. Ojalá hubiera guardado aquella carta porque habría constituido una prueba, una confirmación. La única que tengo procede de mi recuerdo de una mujer despreocupada, vital, que rompía un huevo, me freía otro y me decía que no me dejara liar por su hija.
Volví a Bristol para mi último curso. La chica de estatura normal que llevaba tacones estaba menos interesada de lo que yo imaginaba, y me concentré en los estudios. Dudaba de que tuviera el tipo de cerebro adecuado para un sobresaliente, pero estaba resuelto a obtener un notable. Los viernes por la noche me concedía el respiro de una velada en el pub. En una ocasión, una chica con la que había estado charlando vino a mi casa conmigo y se quedó a dormir. Todo fue placenteramente emocionante y efectivo, pero después no volvimos a vernos. Pensé menos en esto entonces de lo que pienso ahora. Me figuro que esta conducta recreativa parecerá bastante normal y corriente a las generaciones posteriores, tanto hoy día como en aquella época: al fin y al cabo, ¿«aquella época» no eran los sesenta? Sí, lo eran, pero como he dicho dependía de dónde estuvieras y de quién fueras. Si me permiten una breve lección de historia: mucha gente no vivió «los sesenta» hasta los setenta. Lo que quería decir, lógicamente, que la mayoría de la gente en los sesenta estaba experimentando los cincuenta o, en mi caso, fragmentos contiguos de ambas décadas. Lo cual embrollaba bastante las cosas.
Lógico: sí, ¿dónde está la lógica? ¿Dónde está, por ejemplo, en el momento siguiente de mi relato? Hacia la mitad de mi último año recibí una carta de Adrian. Recibirlas era cada vez más infrecuente, ya que los dos estudiábamos de firme para los exámenes finales. De él se esperaba, por supuesto, que obtuviera un sobresaliente. ¿Y después qué? Trabajo de posgraduado, seguramente, seguido del mundo académico o de algún empleo en el sector público donde fueran de provecho su cerebro y su sentido de la responsabilidad. Alguien me dijo en una ocasión que el funcionariado (o, cuando menos, sus escalones más altos) era un puesto laboral fascinante porque siempre tenías que tomar decisiones morales. Tal vez le hubiera convenido a Adrian. Yo, desde luego, no lo veía como una persona mundana o aventurera, excepto intelectualmente, claro. No era de esas personas cuyo nombre o cuya cara aparece en los periódicos.
Es probable que supongan que estoy postergando la narración del siguiente fragmento. De acuerdo: Adrian decía que el motivo de su carta era pedirme permiso para salir con Verónica.
Sí, por qué ella y por qué entonces; además, ¿por qué pedir permiso? En realidad, para ser fiel a mi recuerdo, en la medida en que esto es posible (y tampoco conservé esta carta), lo que me decía era que él y Verónica ya salían juntos, una situación de la que yo me enteraría tarde o temprano, y por lo tanto parecía mejor que lo supiese por él. Además, que aunque esta noticia pudiera parecerme una sorpresa, confiaba en que yo lo entendiese y lo aceptara, pues de lo contrario, en nombre de nuestra amistad tendría que reconsiderar sus acciones y decisiones. Y por último, que Verónica había estado de acuerdo en que él me escribiera; de hecho, en parte se lo había sugerido ella.
Como podrán imaginar, disfruté con el fragmento relativo a los escrúpulos morales de Adrian, dando a entender que si yo pensaba que se habían infringido algunos venerables códigos caballerescos o, mejor aún, algunos principios éticos modernos, él, natural y lógicamente, dejaría de follar con ella. En el supuesto de que ella no le estuviese embaucando como había hecho conmigo. También me gustó la hipocresía de una carta cuyo objetivo no era sólo comunicarme algo que yo quizá no hubiera descubierto (al menos durante una temporada), sino revelarme que Verónica me había cambiado por él: por mi amigo más inteligente y, lo que es más, por un chico de Cambridge como el hermano Jack. Además, para advertirme de que ella estaría rondando si yo proyectaba ver a Adrian, lo que producía el efecto deseado de que yo desistiera de verle. No estaba mal para un día o una noche de trabajo. Una vez más, debo recalcar que ésta es mi lectura actual de lo que sucedió entonces. O, mejor dicho, mi recuerdo ahora de la lectura que hice entonces de lo que estaba sucediendo.
Pero creo que poseo un instinto de conservación, de supervivencia. Quizá fuese lo que Verónica llamaba cobardía y yo denominaba placidez. De todos modos, algo me advirtió de que no me implicara; no ahora, al menos. Cogí la postal más a mano —una del puente suspendido de Clifton— y escribí algo parecido a esto: «Acusando recibo de tu epístola del 21 de los corrientes, el abajo firmante ruega poder expresar su felicitación y desea dejar constancia de que no hay problema por mi parte, compadre», idiota, pero inequívoco; y por el momento serviría. Fingiría —sobre todo ante mí mismo— que me importaba un bledo. Estudiaría de firme, contendría mis emociones, no me llevaría a casa a nadie que acabara de conocer en el pub, me masturbaría cómo y cuando fuera necesario y me aseguraría de obtener el diploma que merecía. Hice todo esto (y sí, saqué un notable).
Me quedé en Bristol unas semanas después de terminar los exámenes, trabé amistad con un grupo distinto, bebí sistemáticamente, fumé un poco de droga y pensé muy poco en el asunto. Aparte de imaginar lo que Verónica le habría dicho de mí a Adrian. («Me desfloró e inmediatamente me dejó plantada. Así que en realidad, fue como una violación, ¿entiendes?»). Me la imaginé dándole jabón —había presenciado el comienzo de esta táctica— y halagándolo, explotando las expectativas de Adrian. Como he dicho, él no era una persona mundana, a pesar de todos sus éxitos académicos. De ahí el tono mojigato de su carta, que durante un tiempo releí con una frecuencia autocompasiva. Cuando, por fin, respondí debidamente, no empleé nada del lenguaje de la «epístola» idiota. Que yo recuerde, le dije no poco de lo que pensaba de sus escrúpulos morales compartidos. También le aconsejé que fuera prudente porque, en mi opinión, habían abusado de Verónica mucho tiempo antes. Después le deseé buena suerte, quemé su carta en una chimenea vacía (melodramático, lo reconozco, pero alego juventud como circunstancia atenuante) y decidí que los dos habían salido de mi vida para siempre.
¿A qué me refería con eso de los «abusos»? Era sólo una conjetura; no tenía ninguna prueba fehaciente. Pero cada vez que rememoraba aquel fin de semana infeliz, comprendía que no sólo había sido la situación de un muchacho bastante ingenuo que se encontraba incómodo con una familia más pija y con una experiencia social más grande que la suya. Esto también era cierto, por supuesto. Pero pude intuir una complicidad entre Verónica y su padre, torpe y patoso, que me trató como a un inferior. Y también entre Verónica y el hermano Jack, cuya vida y conducta ella claramente consideraba insuperables: le erigió en juez al consultarle en público sobre mí —y la consulta se vuelve más condescendiente cada vez que se repite—: «Apto, ¿no crees?». Por otra parte, no vi ninguna complicidad con su madre, que sin duda la conocía muy bien. ¿Cómo tuvo la madre la ocasión de ponerme en guardia contra su hija desde el principio? Porque aquella mañana —la primera después de mi llegada— Verónica había dicho a todo el mundo que yo quería dormir hasta tarde y se había marchado con su padre y su hermano. Ninguna conversación entre nosotros dos justificaba esta invención. A mí nunca se me pegaban las sábanas. Ni siquiera ahora.
Cuando escribí a Adrian, ni yo mismo sabía claramente a qué me refería con lo de los «abusos». Y sólo lo tengo un poco más claro casi una vida entera después. Mi suegra (que felizmente no figura en este relato) no me tenía en gran concepto, pero al menos fue sincera conmigo, como era en la mayoría de las cosas. Una vez comentó —cuando salió en la prensa y en los telediarios otro caso más de abuso sexual infantil—: «Creo que abusaron de todos nosotros». ¿Estoy insinuando que Verónica fue víctima de lo que hoy día llamamos «conducta inadecuada»: de miradas lascivas con aliento a cerveza a la hora del baño o de acostarse, de algo más que unas caricias fraternales con su hermano? ¿Cómo podría saberlo? ¿Hubo algún momento primario de pérdida, alguna privación de amor cuando más lo necesitaba, algunas palabras entreoídas de las que la niña dedujo que…? Tampoco puedo saberlo. No tengo indicios documentales ni deducidos de anécdotas. Pero recuerdo lo que dijo Old Joe Hunt cuando discutió con Adrian: que los estados de ánimo podían deducirse de los actos. Esto sucede en la historia: Enrique VIII y demás. En la vida privada, en cambio, creo que lo cierto es lo contrario: que se pueden deducir actos pretéritos de estados de ánimo actuales.
Creo, desde luego, que de un modo u otro todos sufrimos abusos. ¿Cómo no sufrirlos, salvo en un mundo de padres, hermanos, vecinos y compañeros perfectos? Y luego está la cuestión, de la que tanto depende, de cómo reaccionamos ante ellos: si los confesamos o los reprimimos, y la forma en que esto afecta a nuestra relación con el prójimo. Algunos reconocen los abusos y tratan de mitigarlos; otros se pasan la vida intentando ayudar a otros que los han sufrido; y hay otros cuya preocupación principal es evitar a toda costa que vuelvan a abusar de ellos. Y estos últimos son los despiadados, y de los que hay que cuidarse.
Los lectores podrían pensar que esto son patrañas, patrañas de sermón y justificaciones de uno mismo. Podría pensarse que me porté con Verónica como un típico macho inmaduro, y que todas mis «conclusiones» son reversibles. Por ejemplo: «Después de que rompiéramos, se acostó conmigo» se transforma fácilmente en «Después de que se acostara conmigo, rompí con ella». También se podría concluir que los Ford eran una familia normal de clase media inglesa a la que yo aviesamente le estaba endilgando falsas teorías de abusos; y que la señora Ford, en vez de tacto al inquietarse por mí, estuviera mostrando unos celos indecentes de su propia hija. Hasta podrían pedirme que me aplicara la «teoría» a mí mismo y explicase los abusos que había sufrido mucho tiempo atrás y cuáles podrían haber sido sus consecuencias: por ejemplo, en qué medida habrían afectado a mi capacidad de ser fiable y veraz. Para ser sincero, no sabría muy bien qué responder a esta objeción.
No esperaba que Adrian me contestase y no lo hizo. Y entonces la perspectiva de ver a Colin y a Alex a solas se volvió menos atractiva. Habiendo sido tres, y después cuatro, ¿cómo era posible volver a ser tres? Si los demás querían formar su propio grupo, muy bien, adelante. Yo tenía que continuar mi vida. Y fue lo que hice.
Algunos de mis contemporáneos se alistaron en el servicio voluntario en ultramar y se fueron a África, donde instruyeron a niños y construyeron paredes de barro; yo no era tan altruista. Además, por entonces uno daba por sentado en cierto modo que una licenciatura decente te garantizaba tarde o temprano un empleo digno. «Ti-yi-yi-yime is on my side, yes it is», canturreaba yo, a dúo con Mick Jagger mientras giraba solo en mi cuarto de estudiante. Así que mientras otros empezaban a ejercer de médicos y abogados y se examinaban para funcionarios, yo me largué a Estados Unidos y anduve vagando durante seis meses. Serví mesas, pinté vallas, trabajé de jardinero y trasladé coches de un estado para entregarlos en otro. En aquellos años anteriores a los móviles, el correo electrónico y el Skype, los viajeros dependían del rudimentario sistema de comunicación conocido como la postal. Otros métodos —las conferencias de larga distancia, el telegrama— ostentaban la etiqueta de «Sólo en caso de emergencia». De modo que mis padres me despidieron en mi camino hacia lo desconocido y sus boletines de noticias sobre mí se limitaban a «Sí, ha llegado sin percances» y «Lo último que hemos sabido es que estaba en Oregón», y «Le esperamos dentro de unas semanas». No estoy diciendo que esto fuera necesariamente mejor, y mucho menos que formara el carácter; sólo digo que en mi caso es probable que ayudara no tener a mis padres a dos pasos, expresando temores y pronósticos sobre el tiempo a largo plazo, y advirtiéndome de inundaciones, epidemias y psicópatas que elegían a mochileros como víctimas.
Conocí a una chica durante mi estancia: Annie. Era norteamericana y viajaba como yo por el país. Nos liamos, como dijo ella, y pasamos tres meses juntos. Llevaba faldas escocesas, tenía los ojos verdigrises y un natural amistoso; nos hicimos amantes fácil y rápidamente; yo no daba crédito a mi suerte. Tampoco conseguía creer lo sencillo que era: ser amigos y compañeros de cama, reír y beber y fumar un poco de hierba juntos, ver un pedazo del mundo juntos y después separarnos sin recriminación ni culpa. Tal como viene se va, dijo, y lo dijo en serio. Más tarde, mirando atrás, me pregunté si en parte no me escandalizaba esta soltura, y no hacían falta complicaciones para demostrar… ¿qué? ¿Profundidad, seriedad? Aunque bien sabe Dios que se pueden tener complicaciones y dificultades sin ninguna profundidad ni seriedad compensatorias. Mucho más adelante también me interrogué sobre si «Tal como viene se va» no sería una forma de hacer una pregunta buscando una respuesta concreta que no pude dar. Aun así, eso fue todo, dicho sea de pasada. Annie formó parte de mi historia, pero no de la que cuento.
Mis padres quisieron localizarme cuando sucedió, pero no sabían dónde estaba. En una verdadera emergencia —se requiere tu presencia en el lecho de muerte de tu madre—, me imagino que el Foreign Office se habría puesto en contacto con la embajada británica en Washington, que a su vez habría informado a las autoridades norteamericanas, que a su vez habrían pedido a las fuerzas de policía de todo el país que buscaran a un inglés alegre y quemado por el sol que tenía un aplomo algo mayor del que había tenido cuando llegó al país. En la actualidad lo único que hace falta es un mensaje de texto.
Cuando llegué a mi casa, mi madre me dio un abrazo con la cara empolvada y el brazo rígido, me mandó a bañarme y me cocinó lo que todavía llamaban mi «comida favorita», y que acepté como si lo fuese, porque hacía tiempo que no la ponía al día con respecto a mis papilas gustativas. Después, me entregó las poquísimas cartas que habían llegado en mi ausencia.
—Mejor que abras primero estas dos.
La de arriba contenía una breve nota de Alex. «Querido Tony —decía— Adrian ha muerto. Se suicidó. Llamé a tu madre, que dice que no sabe dónde estás. Alex».
—Mierda —dije, jurando por primera vez en presencia de mis padres.
—Lo siento, chico.
El comentario de mi padre no pareció precisamente atinado. Lo miré y de pronto me pregunté si la calvicie era hereditaria; si yo la heredaría.
Después de una de esas pausas domésticas que cada familia hace de un modo distinto, mi madre preguntó:
—¿Crees que lo ha hecho porque era demasiado inteligente?
—No tengo estadísticas que vinculen la inteligencia con el suicidio —contesté.
—Sí, Tony, pero ya sabes lo que quiero decir.
—No, la verdad. No lo sé.
—Bueno, pongámoslo así: tú eres un chico inteligente, pero no tanto como para hacer algo semejante.
La miré sin pensar. Erróneamente alentada, ella prosiguió:
—Pero si eres muy inteligente, creo que si no andas con cuidado algo puede desquiciarte.
Para no entrar en esta línea teórica, abrí la segunda carta de Alex. Decía que Adrian lo había hecho todo de un modo muy eficaz y había dejado una explicación completa de sus motivos. «Nos vemos y hablamos. ¿En el bar del hotel Charing Cross? Llámame. Alex».
Deshice el equipaje, me readapté, informé de mis viajes, me familiaricé con las rutinas y los olores, los pequeños placeres y la gran monotonía del hogar. Pero mi mente evocaba una y otra vez las conversaciones fervientemente inocentes que habíamos mantenido cuando Robson se ahorcó en el desván, antes de que nuestras vidas comenzaran. Habíamos juzgado filosóficamente evidente que el suicidio era un derecho de cualquier persona libre: un acto lógico frente a una enfermedad terminal o la senilidad; una acción heroica frente a la tortura o la muerte evitable de otros; un acto elegante en la rabia del amor contrariado (véase: la gran literatura). Ninguna de estas categorías había sido aplicable en la acción mediocre y sórdida de Robson.
Ni tampoco se podían aplicar a Adrian. En la carta que dejó al juez de instrucción había explicado su razonamiento: que la vida es un don otorgado sin que nadie lo pida; que una persona racional tiene el deber filosófico de examinar tanto la naturaleza de la vida como las condiciones en que se presenta; y que si esa persona decide renunciar al don que nadie ha pedido, es un deber moral y humano aceptar las consecuencias de tal decisión. Al final era prácticamente un quod erat demonstrandum. Adrian había pedido al juez que hiciera público este argumento, y el funcionario le había complacido.
Finalmente pregunté:
—¿Cómo lo hizo?
—Se cortó las muñecas en la bañera.
—Dios. Es como… griego, ¿no? ¿O era cicuta?
—Más bien como el romano ejemplar, diría yo. Abrirse las venas. Y sabía cómo hacerlo. Tienes que cortar en diagonal. Si cortas recto, puedes perder el conocimiento, la herida se cierra y la has pifiado.
—Quizá sólo te ahogas.
—Aun así: segundo premio —dijo Alex—. Adrian habría querido el primero.
Tenía razón: sobresaliente en estudios, sobresaliente en suicidio.
Se había suicidado en un piso que compartía con dos condiscípulos licenciados. Ellos se habían ido a pasar el fin de semana fuera y Adrian tuvo tiempo de sobra para los preparativos. Había escrito la carta al juez, había clavado un aviso en la puerta del cuarto de baño que decía: «NO ENTRAR. LLAMAR A LA POLICÍA. Adrian», había abierto el grifo de la bañera y cerrado la puerta con llave, se había cortado las muñecas en el agua caliente y se había desangrado. Lo encontraron un día y medio después.
Alex me mostró un recorte del Cambridge Evening News. «Trágica muerte de un joven “prometedor”.» Probablemente mantuvieron compuesto este titular de forma permanente. El veredicto de la investigación judicial había sido que Adrian Finn (veintidós años) se había suicidado «en circunstancias de desequilibrio mental». Recuerdo lo furioso que me puso esta expresión convencional: yo habría declarado bajo juramento que la mente de Adrian era la única que nunca perdería el equilibrio. Pero, desde el punto de vista de la ley, si te suicidabas estabas, por definición, loco, al menos en el momento en que cometías el acto. La ley y la sociedad y la religión decían que era imposible estar cuerdo, sano, y matarte. ¿Quizá estas autoridades temían que el razonamiento de un suicida pudiera impugnar la naturaleza y el valor de la vida tal como la organizaba el Estado que pagaba al juez de instrucción? Y puesto que te habían declarado transitoriamente loco, se daba por sentado que los motivos de tu suicidio eran asimismo demenciales. Dudo, por tanto, de que alguien prestara mucha atención a los argumentos de Adrian, con sus referencias a filósofos antiguos y modernos, sobre la superioridad del acto de intervenir sobre la indigna pasividad de limitarse a permitir que la vida te aconteciera.
Adrian se había disculpado ante la policía por causarles molestias, y agradecía al juez que hiciera públicas sus últimas palabras. También pedía que le incinerasen y que dispersaran sus cenizas, ya que la rápida destrucción del cuerpo era asimismo una filosófica elección activa, y preferible a la espera supina de la descomposición natural en la tierra.
—¿Fuiste al entierro?
—No me invitaron. Tampoco fue Colin. Sólo la familia, y todo eso.
—¿Qué pensamos nosotros?
—Bueno, es un derecho de la familia, supongo.
—No, no de eso. De sus motivos.
Alex dio un sorbo de cerveza.
—Yo no tenía claro si era un puto acto admirable o un puto y terrible desperdicio.
—¿Y? ¿Te has aclarado?
—Bueno, podrían ser las dos cosas.
—Lo que no logro entender —dije— es si es algo completo en sí mismo. No me refiero a si concierne sólo a uno mismo sino, verás, si sólo concernía a Adrian…, o si era algo que encierra una crítica implícita de todos los demás. De nosotros.
Miré a Alex.
—Bueno, podrían ser las dos cosas.
—No sigas diciendo eso.
—Me pregunto qué pensarían sus tutores de filosofía. Si se sintieron responsables de algún modo. Era su cerebro el que instruían, al fin y al cabo.
—¿Cuándo le viste por última vez?
—Unos tres meses antes de que muriera. Ahí mismo, donde estás sentado. Por eso he propuesto este sitio.
—Así que él se iba a Chislehurst. ¿Qué impresión te dio?
—Estaba alegre, feliz. Como era él, sólo que más. Cuando nos despedimos me dijo que estaba enamorado.
La zorra, pensé. Si había una mujer en todo el mundo de la que un hombre podía enamorarse y seguir pensando que la vida no merecía la pena, esa mujer era Verónica.
—¿Qué dijo de ella?
—Nada. Ya sabes cómo era.
—¿Te dijo que le escribí una carta diciéndole que se la podía meter por donde quisiera?
—No, pero no me sorprende.
—¿Qué, que se la escribiese o que no te lo dijera?
—Bueno, podrían ser las dos cosas.
Le asesté un puñetazo con la fuerza suficiente para que se le derramara la cerveza.
En casa, sin apenas tiempo para reflexionar sobre lo que habíamos hablado, tuve que esquivar las preguntas de mi madre.
—¿Qué has sabido?
Le hablé un poco del modo.
—Debió de ser muy desagradable para los pobres policías. Las cosas que tienen que hacer. ¿Tuvo problemas con alguna chica?
En parte tuve ganas de decirle: por supuesto; salía con Verónica. Pero me limité a responder:
—Alex dice que estaba feliz la última vez que le vio.
—Entonces ¿por qué lo hizo?
Le di la versión breve de la versión breve, sin mencionar los nombres de los filósofos pertinentes. Intenté explicarle lo de rechazar un don no solicitado, lo de la acción contrapuesta a la pasividad. Mi madre desestimó todo esto con un gesto mientras lo iba asimilando.
—Ya ves, yo tenía razón.
—¿En qué, mamá?
—Era demasiado inteligente. Si eres tan listo puedes convencerte de cualquier cosa. Prescindes del sentido común. Fue su cerebro lo que le trastornó, por eso lo hizo.
—Sí, mamá.
—¿Es lo único que se te ocurre decir? ¿Significa que estás de acuerdo?
No contestar era la única manera de conservar la calma.
Pasé los siguientes días tratando de analizar todas las aristas y resquicios de la muerte de Adrian. Aunque difícilmente podría haber esperado una carta suya, me decepcionó que no escribiera tampoco a Colin ni a Alex. ¿Y qué debía pensar yo ahora de Verónica? Adrian la amaba y sin embargo se había suicidado: ¿cómo se explicaba? Para la mayoría de nosotros, la primera experiencia del amor, aunque fracase —quizá especialmente cuando fracasa—, promete que es eso lo que valida, lo que reivindica la vida. Y aunque los años posteriores puedan alterar esta idea, hasta que algunos de nosotros la repudien totalmente, cuando el amor hiere por primera vez no hay nada igual, ¿verdad? ¿Concedido?
Pero Adrian no lo admitía. Quizá si hubiera sido una mujer distinta…, o quizá no: Alex daba testimonio de la exaltación de Adrian la última vez que se vieron. ¿Habría sucedido algo terrible en los meses intermedios? Pero en tal caso Adrian, sin duda, habría dado indicios. Era el filósofo y el buscador de la verdad entre nosotros: los motivos que había declarado eran, por fuerza, los motivos auténticos.
Respecto a Verónica, pasé de culparla a compadecerla por no haber conseguido salvar a Adrian: tras el trueque triunfal de un novio por otro, mirad lo que había ocurrido. ¿Debería darle el pésame? Pero ella me juzgaría hipócrita. Si intentaba ponerme en contacto con ella, o bien no me respondería o retorcería de algún modo las cosas para que al final yo no pudiera pensar con claridad.
A la larga sí conseguí hacerlo. Es decir, comprendí las razones de Adrian, las respeté y le admiré. Tenía un cerebro mejor y un temperamento más riguroso que yo; pensaba lógicamente y después actuaba en consonancia con las conclusiones del pensamiento lógico. Mientras que casi todos los demás, sospecho, hacíamos lo contrario: tomábamos una decisión instintiva y luego construíamos una infraestructura racional para justificarla. Y llamábamos sentido común al resultado. ¿Pensaba yo que el acto de Adrian entrañaba una crítica de nosotros tres? No. O, por lo menos, estoy seguro de que no la pretendió como tal. Adrian podía atraer a la gente, pero nunca se comportaba como si quisiera discípulos; creía que nosotros pensábamos por nuestra cuenta. De haber vivido, ¿habría «disfrutado de la vida», como la mayoría hacemos o intentamos hacer? Quizá; o tal vez habría albergado culpa y remordimiento por no haber sabido acoplar sus actos con sus argumentos.
Y nada de lo que he dicho hasta ahora modifica el hecho de que aquello seguía siendo, como expresó Alex, un puto y terrible desperdicio.
Un año después, Colin y Alex propusieron una reunión. El aniversario de la muerte de Adrian, los tres nos reunimos para beber algo en el hotel Charing Cross, y después fuimos a cenar a un restaurante indio. Tratamos de evocar y de conmemorar a nuestro amigo. Recordamos cuando le dijo a Old Joe Hunt que se quedaba sin trabajo, y cuando ilustró a Phil Dixon sobre Eros y Tánatos. Ya estábamos convirtiendo el pasado en anécdota. Rememoramos el momento en que aplaudimos la noticia de que Adrian había obtenido una beca para estudiar en Cambridge. Caímos en la cuenta de que si bien él había estado en la casa de los tres, ninguno de nosotros había estado en la suya; y de que no sabíamos —¿alguna vez se lo preguntamos?— en qué trabajaba su padre. Brindamos por él con vino en el bar del hotel y con cerveza al final de la cena. En la calle, nos dimos mutuas palmadas en los hombros y juramos repetir la conmemoración todos los años. Pero nuestras vidas seguían ya rumbos distintos, y el recuerdo compartido de Adrian no bastaba para mantenernos unidos. Quizá la falta de misterio de su muerte significaba que era más fácil dar carpetazo a su caso. Le recordaríamos durante toda la vida, por supuesto. Pero su muerte fue más ejemplar que «trágica» —como el periódico de Cambridge había insistido maquinalmente—, y se alejó de nosotros con bastante rapidez, encajado entre el tiempo y la historia.
Por entonces yo ya me había marchado de casa y empecé mis prácticas en administración de las artes. Entonces conocí a Margaret; nos casamos, y tres años más tarde nació Susie. Compramos una casita con una gran hipoteca; yo iba en tren a Londres todos los días. Mi período de prácticas se convirtió en una larga carrera. La vida seguía su curso. Algún inglés dijo una vez que el matrimonio es una larga comida insulsa en que te sirven primero el postre. Me parece una frase excesivamente cínica. Disfruté de mi matrimonio, aunque quizá fuese demasiado tranquilo —demasiado plácido— para mi propio bien. Al cabo de doce años, Margaret se lió con un tipo que regentaba un restaurante. Él no me caía muy bien —ni tampoco su comida, en realidad—, pero era normal, ¿no? Compartimos la custodia de Susie. Por suerte la niña no pareció muy afectada por la separación: y ahora me percato de que a ella nunca le apliqué mi teoría del abuso.
Después del divorcio tuve varias aventuras, pero nada serio. Siempre le contaba a Margaret lo de mi nueva amiga. En aquel tiempo parecía lo más natural. Ahora me pregunto a veces si era una tentativa de darle celos; o quizá una forma de protegerme, un modo de prevenir que la nueva relación se volviera demasiado seria. Además, en mi vida más vacía, surgían diversas ideas que yo llamaba «proyectos», quizá para que pareciesen factibles. Ninguno de ellos llegó a realizarse. Bueno, esto no viene a cuento, ni forma parte de mi relato.
Susie creció y la gente empezó a llamarla Susan. Cuando tenía veinticuatro años, la acompañé por el pasillo de un juzgado. Ken es médico; tienen ya dos hijos, un chico y una chica. Sus fotos, que siempre llevo en mi cartera, siempre les muestran más jóvenes de lo que son. Es normal, supongo, por no decir «filosóficamente evidente». Pero uno se repite: «Qué rápido crecen, ¿no?», cuando lo que realmente quiere decir es: el tiempo ahora transcurre más deprisa para mí.
El segundo marido de Margaret resultó no ser suficientemente plácido: se fugó con alguien que se parecía a ella, pero que era diez años cruciales más joven. Margaret y yo mantenemos buenas relaciones; nos vemos en las celebraciones familiares y a veces comemos juntos. Una vez, después de un par de copas, se puso sentimental y me propuso que volviéramos a vivir juntos. «Cosas más extrañas han sucedido», fue así como lo dijo. No hay duda de que es verdad, pero para entonces yo estaba acostumbrado a mis rutinas y me gustaba mi soledad. O quizá no soy lo bastante raro para hacer algo así. En una o dos ocasiones hemos hablado de pasar las vacaciones juntos, pero creo que cada uno esperaba que el otro las organizara y reservase los pasajes y hoteles. Total, que nunca se hizo.
Ahora estoy jubilado. Tengo mi piso con mis pertenencias. Mantengo la relación con unos cuantos amigos de copas y tengo algunas amigas, platónicas, por supuesto. (Y que tampoco forman parte de esta historia). Soy miembro de la sociedad local de historia, aunque me emociona menos que a otros lo que descubren los detectores de metales. Hace algún tiempo, me ofrecí voluntario para dirigir la biblioteca del hospital local; recorro los pabellones entregando, recogiendo, recomendando. Me obliga a salir de casa y es bueno hacer algo útil; además, conozco a gente. Gente enferma, claro, y también moribundos. Pero al menos sabré moverme por el hospital cuando llegue mi turno.
Y así es una vida, ¿no? Algunos logros y algunos desengaños. La mía ha sido interesante para mí, aunque no protestaré ni me asombraré de que otros juzguen que no lo ha sido tanto. Quizá, en cierto sentido, Adrian sabía lo que se hacía. Tampoco es que yo echara de menos algo en mi vida, ya me entienden.
Sobreviví. «Sobrevivió para contarlo», es lo que dice la gente, ¿no? La historia no son las mentiras de los vencedores, como con mucha labia le aseguré una vez a Old Joe Hunt; ahora lo sé. Son más los recuerdos de los supervivientes, muchos de los cuales no son vencedores ni vencidos.