¿Quién podrá gloriarse de dar a un niño su verdadero nombre?
Fausto, Goethe
Nací del vientre de una prostituta en Roma, allá por el año 1514. Mi padre, un noble que buscaba una liberación ocasional, quedó impresionado por los ojos pardos de mi madre (que más tarde heredé yo) y la escogió de entre todas las mujeres que se ofrecían en la calle por un par de monedas, a veces incluso por un pedazo de pan que poder llevarse a la boca.
Mi querido y muy bastardo padre, a pesar de su ilustre linaje, tenía la desafortunada costumbre de golpear a sus amantes. Así que al finalizar el acto, mi madre terminó conmigo en su vientre, con un ojo morado, diversas contusiones y cuatro monedas de oro como recompensa por sus impúdicos servicios.
Los golpes cicatrizaron y las monedas se acabaron; lo único que permaneció intacto fui yo, creciendo en el vientre de una mujer que consideraba un error de cálculo el haberse quedado en estado.
Con semejantes progenitores mi vida no podía ser buena, ni siquiera tuve un verdadero nombre hasta que el maestro me encontró, muerto de hambre y frío, a los siete años. Fue ese el momento en que mi vida se convirtió en la que es ahora. Sin embargo, antes de ese instante sufrí tanto que pagué por adelantado cada uno de mis extensos pecados.
Mi destino quedó sellado cuando mi madre supo que estaba embarazada. En dos ocasiones intentó terminar conmigo cuando todavía me gestaba en su vientre, pero mi tenacidad por nacer hizo que nada de lo que intentara tuviera efecto alguno sobre mí. Seguí nutriéndome de ella como el parásito que sería después.
Yo crecía mientras ella iba perdiendo la vida poco a poco. En su estado no podía trabajar y prácticamente no entraba alimento alguno en su cuerpo, lo que le debilitaba todavía más.
Cuando llegaron los dolores del parto, las prostitutas con las que malvivía se encargaron de atenderla. Lo que no esperaban era que yo me abriera paso al exterior desgarrando el cuerpo de la mujer que me había dado la vida, aún en contra de su voluntad.
Incapaces de detener las hemorragias internas que le había producido mi alumbramiento, mi querida madre murió desangrada dos horas después, ante la imposibilidad de conseguir un médico, principalmente por cuestiones monetarias, pero también porque ninguno de ellos estaba dispuesto a adentrarse en aquellas calles repletas de ladrones y sicarios en las que las prostitutas ejercían su trabajo. Eran los barrios más bajos y mugrientos de la ciudad, zonas tan dejadas de la mano de Dios que era casi un milagro respirar sin sentir arcadas, donde perder la bolsa, e incluso la vida, era el pan de cada día.
Las meretrices, que momentos antes se habían compadecido por mi situación, ahora me acusaban de vil diablo asesino por ser el causante de tal muerte.
Ni siquiera se molestaron en alimentarme. Deseosas de deshacerse de mí cuanto antes, me dejaron abandonado en la puerta de uno de los numerosos conventos que poblaban la ciudad. Las monjas, alertadas por mis gritos hambrientos, corrieron a socorrerme. No era la primera vez, ni la última, que recogían a un niño en sus puertas, abandonado por su madre, bien porque no podía alimentarlo, bien por motivos de otra índole menos drástica.
Durante siete años malviví con ellas. Yo era el burro de carga, el que se encargaba de los trabajos más pesados y degradantes y se llevaba los castigos más duros.
Mientras los otros huérfanos que iban llegando encontraban un hogar o eran acogidos por algún artesano que les enseñaba el oficio, yo permanecía allí sin posibilidad de escape. La hermana Honoria, superiora del convento, se había encaprichado del color de mis ojos y no me permitía optar a tener una vida fuera de aquellas opresivas paredes… Por aquel entonces era demasiado inocente como para comprender la totalidad de sus actos. No obstante, al mismo tiempo también era consciente de que había algo extraño en su manera de relacionarse conmigo. El desprecio con que me trataba en público se convertía en zalamerías y sonrisas comprensivas cuando me encontraba a solas trabajando en el patio o me encargaba de subirle el agua para su baño.
Tras recibir más golpes de los que puedo llegar a contar, aprendí que la bondad era una farsa. Una mentira tras la que la gente escondía sus depravados deseos de poder y lujuria. Los huérfanos que no eran obedientes y los enfermizos eran los criados de estas mujeres que se llenaban los labios pidiendo por el prójimo y se atiborraban de comida a base de diezmos y cobros por misas de difuntos mientras los más débiles se morían de hambre.
Tras siete años de penurias, en los que nunca recibí un gesto tierno o desinteresado, apareció ella, cuando mi vida estaba a punto de tocar fondo, cuando era incapaz de soportar nada más…
Tenía un año menos que yo y era mucho más inocente. A sus seis años había vivido protegida y querida, sabía menos que yo qué era habitual y qué no. Venía con su madre y con su hermana a Roma para ser presentada ante el pontífice León X. Su familia era una de las más influyentes de la Iglesia. De cada generación de Delacrosse, al menos uno de ellos era destinado al clero. En la generación de Céline, ella era la encargada de seguir esa tradición. Era la muchacha más hermosa que había visto jamás, su cabello negro caía en cascada sobre su espalda y llegaba casi hasta su cintura, brillante y liso, era delgada y casi tan alta como yo. Sus ojos eran cristalinos y tan luminosos que parecían gotas de rocío. Su voz era dulce y mucho más infantil que las de mis compañeras en el convento.
Se llamaba Céline Delacrosse y, en su bondad, en seguida se apiadó de mí. Mi primera reacción al verla acercarse a mi lado fue pensar que necesitaba de mi ayuda, estaba acostumbrado a que nadie me buscara solo para conversar.
Estaba cortando leña en el huerto, descalzo y con unos pantalones como único atuendo, y entonces se acercó. Se percató inmediatamente de las marcas de mi espalda, de los moretones de mis brazos…
—¿Cómo te llamas? —preguntó con una dulce voz que me hizo pensar en las imágenes de los ángeles que había en la capilla.
—No lo sé, las monjas me bautizaron Benedetto, pero creo que han cambiado de opinión por que ahora me llaman demone[1] —le dije con total naturalidad, perdido en la claridad cristalina de su mirada azul. Ni siquiera ahora comprendo cómo fui capaz de hablar.
Nunca había conocido a ningún noble. Sin embargo estaba seguro de que ella era un ser especial; era imposible que hubiera dos personas tan hermosas por dentro y por fuera. Su belleza interior parecía emanar de ella, haciendo que su mirada brillara como si un halo la protegiera de todo.
Entonces sonrió, y su risa fue la más auténtica que había escuchado en mi corta y miserable vida. Un sonido acampanado que hizo que por primera vez sintiera en mi pecho un dulce calor que serpenteó por toda mi piel.
—¿De qué te ríes? —pregunté, más asombrado que enfadado.
—Me gusta tu nuevo nombre, el primero no te quedaba bien —contestó arrugando el ceño al pensar en Benedetto.
—Gracias, supongo —respondí cabizbajo. Sentía cómo mis manos sudaban solo por mirarla a los ojos.
Entonces ella volvió a reír, sus ojos se rasgaron ante el gesto y dos perfectos hoyuelos aparecieron en sus mejillas.
—¿Eres una princesa? —pregunté perdido en su risa.
—No. Solo soy una niña —respondió ella amablemente.
—Pues a mí me pareces una princesa —rebatí con timidez.
—De acuerdo entonces, si tú quieres, seré tu princesa —me ofreció salomónica.
Sonreí feliz por su ofrecimiento. Iba a tener a mi propia princesa.
—¿Te pegan las monjas? —preguntó señalando mis cicatrices con unos dedos blancos y largos.
—Sí, ¿a ti no? —en mi inocencia creía que era algo normal, si no en la misma medida que lo hacían conmigo.
—No, a mi hermana y a mí nos dan pellizcos, pero nunca nos pegan. No quieren que nuestros padres vean las marcas —su comentario me puso sobre aviso de lo inteligente que era a sus seis años.
—Yo no tengo padres, así que les da igual —dije encogiéndome de hombros.
—¿Qué les paso? ¿Murieron? —preguntó interesada.
—No lo sé. Nunca les conocí. Aunque he escuchado a las monjas hablar sobre ellos.
Durante unos instantes nos miramos en silencio, evaluándonos el uno al otro.
—Podrías venir conmigo cuando regrese a Florencia. Mi padre es muy bueno conmigo y me consiente todo lo que quiero. Podría pedirle que te diera trabajo en nuestra casa, podrías trabajar en la cocina y jugar conmigo a la vez. Laura nunca quiere estar a mi lado, ni correr por el jardín, porque dice que no es educado ni propio de una dama.
Me reí de la ocurrencia de su hermana, la niña rubia y mayor que había venido con ella y su madre. ¿Correr no era educado?
Céline era tan confiada y tenía un corazón tan grande, que realmente pensaba que iba a poder salvarme. Durante las semanas que duró su estancia en el convento, a la espera que el pontífice las recibiera, llegué incluso a olvidarme de mis penas y conseguí ser feliz. Por la mañana me levantaba horas antes de despuntar el alba, cuando aún era noche cerrada, para ocuparme de mis tareas y terminarlas lo más pronto posible. En cuanto lo hacía, corría a la parte de atrás del huerto para encontrarme con ella. Céline siempre estaba entretenida con un libro en las manos. La primera vez que le pregunté, le sorprendió que yo no supiera leer ni escribir. No obstante, calló, no queriendo avergonzarme. Cuando fui a su encuentro al día siguiente había traído consigo los instrumentos necesarios para instruirme. Al fin y al cabo el Papa era un Médici, un erudito versado en muchas artes, y como Céline estaba destinada al clero se le había dado una formación mucho más amplia que a la mayoría de jóvenes de su edad, incluyendo a los varones.
La última tarde que pasamos juntos, yo que aún era un niño inocente a pesar de lo que había sido mi vida hasta entonces, le prometí buscarla. Abandonaría Roma y a las monjas y viajaría hasta Florencia, donde ella y su padre me acogerían en su casa, donde por fin tendría un hogar. Una vez que estuviéramos juntos encontraríamos la forma de que Céline no fuera enviada al convento.
Como despedida nos dimos un casto beso en los labios, tal y como Céline me dijo que había visto a su padre besar a las jóvenes criadas. Noté su cálida boca y por primera vez en mi vida sentí que de verdad podía cambiar mi suerte. El sueño me duró muy poco.
Esa misma noche, cuando Céline, su madre y su hermana ya habían abandonado la ciudad, la madre superiora volvió a reclamarme para que me ocupara de su baño. Pero esta vez no solo pretendía de mí que acarreara con los cubos de agua, sino que esperaba mucho más… La obsesión que tenía conmigo era enfermiza y cruel.
—Demone. No te vayas, voy a necesitar de tus servicios para que me frotes la espalda —comentó con una voz falsamente jovial.
—Lo que usted diga, madre —contesté casi mecánicamente. Había aprendido que esa era la única manera de evitarme los golpes.
—No te hagas el buenecito conmigo. Te he visto esta tarde con la hija loca del conde de Delacrosse. La has besado, eres un niño muy espabilado para tener solo siete años y la verdad, me alegra saberlo. He estado esperando mucho tiempo por ti, sin embargo, por lo que he visto ya eres lo bastante mayor para ser amable conmigo —sus ojos brillaban expectantes, ansiosos de algo que se escapaba de mi poco conocimiento sobre las relaciones humanas.
Su boca era una mueca que pretendía ser una sonrisa tranquilizadora. Pero algo en su voz y en su expresión me asustaban profundamente.
—No —fue lo único que alcancé a decir. Fuera lo que fuese lo que esa mujer esperaba de mí, no iba a tenerlo.
Me asustó el brillo enfermizo en sus ojos oscuros, la determinación que se leía en su rostro.
—¿No? Te alimento, te doy cobijo, ¿y eso es lo único que sabes decir? —me espetó gritando al tiempo que salía de la tina.
Se acercó a mí con el cuerpo desnudo, chorreando agua. Se suponía que las mujeres se bañaban vestidas. Hasta ese fatídico día siempre había sido así, pero esa noche mi protectora, como ella se autodenominaba, no lo había hecho.
Aparté la mirada y di un paso atrás ansioso por abandonar la habitación.
Por suerte yo aún era muy ignorante como para saber a ciencia cierta qué se proponía. No obstante, su expresión me dejó helado. No fui capaz de moverme un paso más. Me cogió del brazo y me apretó con fuerza al mismo tiempo que me acercaba a ella. Sentí nauseas en la boca del estómago y tuve que esforzarme para no vomitarle encima. Las arcadas me retorcían el vientre impidiéndome pensar.
Estaba tan cerca de ella que podía olerla. Una mezcla de sudor y afeites.
—Ahora me vas a dar a mí lo mismo que le has dado a esa loquita. Un beso, solo un beso, de momento —me exigió aferrando con más fuerza mi brazo. Sus dedos se apretaban sobre los moretones que ya tenía de ocasiones anteriores en las que había usado la violencia conmigo.
Deseoso de escapar de la escena que estaba viviendo, aunque fuera mentalmente, evoqué el sonido de la risa de Céline, el brillo de sus ojos y la ternura con la que se dirigía a mí. Me despertó de mi ensoñación la fuerza con la que Honoria me estaba zarandeando.
Me entró el pánico y quise soltarme de su presa, pero me tenía bien sujeto. Sentí cómo clavaba sus uñas en la carne lastimada.
A través de la neblina de sensaciones que me envolvían, escuché su risa burlona y confiada. Era mucho más fuerte que yo, lo sabía y se regodeaba por ello. Estaba en sus manos.
Fue el miedo lo que me dio la fuerza necesaria para empujarla y liberarme de su indeseada mano. Fue entonces cuando ella resbaló debido al agua que había salpicado al salir del barreño y se dio un fuerte golpe en la cabeza contra el suelo que en cuestión de segundos se tiñó de sangre oscura.
Me quedé allí parado, fascinado con la rapidez con la que el rojo cubría toda la superficie bajo mis pies. Un olor metálico se instaló en la celda, borrando el olor de la monja.
Me invadió una sensación de poder y de seguridad. Jamás le volvería a permitir a nadie lastimarme de ninguna forma posible. Supe en ese instante que iba a ser capaz de cualquier cosa con tal de no volver a sentirme como me había sentido minutos antes. Nadie nunca me volvería a tener de esa manera en sus manos, atado a su santa voluntad.
La madre superiora había caído sin pronunciar sonido, lo que me permitió rebuscar entre sus cosas algo de valor que poder vender o intercambiar por comida. Cualquier cosa que me sirviera para viajar hasta Florencia y buscar a Céline.
Las paredes desnudas y desconchadas y la cama cubierta con una vieja manta, no auguraban ningún extraordinario tesoro. Tras saquear la habitación en busca de cualquier objeto de valor y no encontrar nada más que libros y delicias de mazapán, me arrodillé en el suelo junto a la muerta y le quité los anillos que cubrían sus gruesos dedos. Sentí asco al tocar su piel. Sin embargo, eso no me impidió hacerme con ellos. Una sencilla alianza dorada y una sortija con un gran rubí, del mismo color que la sangre que ahora me manchaba pies y rodillas, fueron mis únicas ganancias.
Presa de miedo a ser castigado huí de la ciudad, sin rumbo fijo, hasta que Adrien me encontró muerto de hambre y de frío. Cuando apareció y se paró frente a mí, creí que por fin había muerto y había subido al cielo que tanto pregonaban las monjas. Parecía un ángel, con su cabello dorado y sus ojos grises. Nada más lejos de la realidad comparar a mi maestro con un ángel celestial…
—¿Estás bien mon cher ami[2]? —me preguntó.
Asentí con la cabeza, a pesar de que era evidente que estaba mintiendo y que no había comprendido la última parte de su pregunta.
—Parfait![3] Ando buscando un nuevo alumno, estoy seguro de que tú eres perfecto para ello. No te faltará de nada si vienes conmigo —dijo mientras me tendía una mano para ayudarme a levantar.
Me sorprendió que no le molestara ensuciar su carísima ropa o que no arrugara la nariz para evitar el persistente mal olor que reinaba en el ambiente e incluso en mí. Instintivamente sentí que a su lado mi vida mejoraría y así fue.
Adrien Boissieu me acogió en su vida, me dio un nuevo nombre y me enseñó que no era necesario trabajar duro para comer. Mi maestro se convirtió en todo lo que siempre había necesitado, bajo su tutela aprendí a robar y a mentir con soltura, pero sobre todo me enseñó a actuar como un caballero, a sonreír de cien formas distintas, una para cada ocasión: «una sonrisa en el momento adecuado abre muchas puertas», decía instruyéndome.
Mi salvador era francés hasta la médula. Su ropa siempre tenía el corte perfecto, impecable y elegante; su cabello dorado y sus grandes ojos grises hacían el resto. Nadie podía resistirse a su encanto, y por supuesto yo tampoco pude.
«Los buenos modales y la educación atraen a todo el mundo», me repetía una y otra vez. Jamás olvidé esas palabras, aún hoy son el único dogma en el que creo.