2co
Capítulo 9

Nunca había tenido la necesidad de buscar a Rachel, de hecho siempre había hecho lo contrario, escapar de su compañía. Sin embargo en esos instantes lo que necesitaba era aclarar varios puntos con ella. El más importante era cómo había sido su encuentro con Adrien, y no solamente si se había alegrado de verle o no, me preocupaba algo mucho más mundano. Tenía una peligrosa sospecha acerca de los intereses que movían a mi maestro. El extraño afecto que siempre había mostrado por Céline, el hecho de que me enviara a Eva solo para alejarla de mi lado… Algo se me escapaba y necesitaba descubrir qué era. Además necesitaba ser visto en compañía de Rachel si quería que Adrien pensara que estaba decidido a llevar mi plan hasta el final.

Una cosa era ser taimado con los demás, pero a mí mismo me debía la verdad y esa era que no me casaba con nada ni con nadie (al menos eso me decía a mí mismo, mientras me negara a aceptar la verdad, mi vida discurriría todo lo tranquila que podía esperar un tipo como yo). La fidelidad no formaba parte de mi naturaleza voluble y el compromiso mucho menos, aunque una vez hubiese estado a punto de hacerlo…

Florencia, 1535

Por primera vez en mucho tiempo la idea me tentó, era una completa locura, pero todavía lo era más seguir fingiendo que todo estaba bien, que podíamos vivir de este modo.

Ya habíamos decidido marcharnos de Florencia, pero una vez que estuviéramos lejos, ¿cómo íbamos a vivir? Éramos de dos mundos completamente opuestos y por mucho que me molestara admitirlo, Adrien tenía razón. La idea del matrimonio había sido sencillamente brillante.

Céline había terminado por aceptar lo que éramos cada uno y habíamos decidido que nuestro amor estaba por encima de las normas, del bien y del mal, de todo lo que no fuéramos ella y yo.

No es que la idea de casarme con ella me apenara, lo que me tenía perturbado era que hubiese sido Adrien la persona que descubrió que era la solución perfecta, y todavía más, que se hubiera ofrecido a Céline como vía de escape al convento.

—¡Casémonos! —le pedí sorprendiéndonos a los dos.

Ya no podía alargar mucho más el momento tenía que hacer algo si no quería perderla.

—¿Estás seguro? —preguntó entre mis brazos

—Más que nada en el mundo.

—Entonces lo haré, me casaré contigo. Pase lo que pase.

—Te espero en el laberinto mañana a las tres de la madrugada. Esa hora es lo suficientemente tarde para que el baile haya concluido y no nos tropecemos con nadie por el camino. Trae todo lo que quieras conservar, pero que sea un cargamento ligero, no debe retrasarnos.

—Aquí estaré —dijo sin apartar su brillantes ojos de los míos.

—Lo sé.

Y antes que pudiera replicar nada sobre mi soberbia, la besé. Como si no fuéramos a encontrarnos en unas horas, como si no fuera a ser mía para siempre. Como si hubiese adivinado lo que el destino nos tenía preparado.

Mis pies se encaminaron directos a su encuentro no tuve ni que pensar en ello. Solo me dejé llevar…

simple

—Sabía que te encontraría aquí —me dijo demasiado amablemente.

—¿De verdad? —pregunté indiferente.

—Bueno después de haber recorrido todos los museos de la ciudad era evidente que estabas en este, si no, te hubiera encontrado antes, ¿no crees?

—¿Qué quieres? —le dije sin girarme aún con la vista clavada en el Kandinsky.

Era plenamente consciente de que Gabriel me estaba mintiendo y que sabía que yo lo sabía. No había recorrido todos los museos de Nueva York buscándome, me había encontrado sin necesidad de concentrarse en ello, de la misma manera en que yo le encontraba a él. Seguramente sus pasos le habían traído directamente a este momento que estábamos compartiendo.

Después de todo no era nada nuevo que mintiera, su propio nombre, ahora reconvertido en apellido, ya hacía alusión a su carácter embustero y liante.

Lo que me sorprendió en esa ocasión fue que lo hiciera sobre algo tan tonto como la forma en que había dado conmigo.

—Bueno, en realidad quería saber cómo estabas. Saliste despavorida de mi casa en cuanto llegó mi visitante.

—¿Qué esperabas? —le corté molesta—. ¿Qué me quedara a jugar con vosotros?

—Una idea fabulosa. ¿Por qué no lo dijiste en su momento?

—¿Por qué no te vas? —gruñí mirándole por primera vez desde que se había plantado a mi lado—. No estoy de humor para soportar tus tonterías.

—Qué lástima que ese sea el momento en el que yo más disfruto de tu compañía.

Le dirigí una mirada airada y me topé con su risa. Mi ceño fruncido se destensó de golpe, tardé unos segundos en recomponer mi expresión indignada. Mejor mostrarle enfado que admiración por la profundidad de sus ojos pardos.

Sin decir una sola palabra más me di la vuelta y me encaminé a la salida. Miré fijamente al frente evitando recrearme en los lienzos colgados de las paredes de las distintas salas por las que iba pasando en mi huida, intentando mantener mis reacciones bajo control, sabía que Gabriel iba a dos pasos de mí a la espera de ver un signo de debilidad, y era consciente que me encontraba en desventaja, estábamos en el lugar apropiado para ello. Era en sitios como en el que abandonábamos en los que me permitía volver a ser la chica soñadora y enamorada que había creído en él.

Sentí su mano mientras enlazaba sus dedos a los míos, tiró de mi con delicadeza pero firmemente y me llevó por los pasillos en los que estaban los aseos públicos. Sentí cómo se me encogía el estómago con el roce.

La cara de Gabriel era seria y mostraba decisión. Nos paramos en la parte menos transitada del pasillo. Me empujó contra la pared y pegó su cuerpo cálido al mío. Mis piernas tuvieron que hacer un esfuerzo doble para no dejarme caer.

—Rachel, Rachel, ¿por qué eres tan arisca conmigo? —susurró sobre mis labios sin llegar a rozarlos.

Podía sentir su cálido aliento sobre ellos, sin embargo no avanzó el diminuto espacio que separaba nuestras bocas. Fui consciente que se trataba de una de sus provocaciones, pero me dio igual. Cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación de sentir su cuerpo musculoso sobre cada recodo del mío.

—¿Quieres que te bese? Si es eso lo que quieres puedo hacerlo, por ti, ya sabes —susurró enterrando la nariz en el hueco detrás de mi oreja.

Durante un instante sentí la necesidad de aceptar su oferta, pero el recuerdo de lo que había sucedido entre nosotros la última vez que habíamos estado juntos regresó de golpe.

—Te aseguro que eso no será necesario. Quizás Eva te acepte la oferta —le dije muy digna.

Pero a pesar de mis palabras fui incapaz de moverme para apartarme de su mareante calor.

—Yo sé lo que quieres, siempre lo he sabido —me susurró en el oído, rozando con sus dientes el lóbulo de mi oreja.

—Tú no sabes nada —protesté empujando su pecho para que se apartara de mí.

Todo era un juego con Gabriel, siempre se trataba de eso. Y por mucho que me costara, por mucho que lo deseara esta vez, no estaba dispuesta a dejarme llevar por el momento. El golpe que venía tras el breve instante de felicidad era demasiado insoportable.

—Adiós Gabriel. Y gracias por la oferta —le respondí burlona.

No estaba mal que por una vez le pagaran con la misma moneda.

—Cuando quieras. Solo tienes que pedirlo —contestó apropiándose nuevamente de la última palabra.