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Capítulo 8

Me asusté dando un respingo cuando escuché el suspiro que había escapado de mi pecho. Algo iba mal, yo no suspiraba.

Llevaba un par de días sintiéndome extraña, las paredes del espacioso apartamento en el que me había instalado eran mi única válvula de escape.

Me acerqué al diminuto reproductor en el que tenía almacenada prácticamente mi vida en música, esta no solo había guiado a Oliver a través de los siglos, sino que nos había arrastrado a todos con él. La melodía de Princess of China de Coldplay y Rihanna invadió mi pequeño mundo aislado y personal. Cerré los ojos y me dejé transportar a mis recuerdos.

Una canción que plasmaba lo que había sido mi vida en Florencia a la perfección: «on the same side, in the same game»[10]

Me agaché y recogí los pinceles del suelo empapelado con periódicos viejos, había botes de pintura y aguarrás por todo el suelo. Miré satisfecha hacia la pared del fondo, el rojo y el dorado eran los colores dominantes de la escena. Todo lo demás quedaba en un segundo plano tras los protagonistas envueltos en ellos.

La muchacha llevaba un vestido rojo tan elaborado que parecía tener relieve en la pared, como si fuera a ser capaz de salir de allí y cobrar forma en el salón.

Su antifaz dorado ocultaba parcialmente su rostro. Este iba ribeteado por lentejuelas primorosamente hilvanadas por hilo del mismo tono dorado de la máscara y se ataba detrás por unas cintas también doradas. Llevaba el cabello negro enrollado en un artístico peinado del que se escapaban bucles indomables que se deslizaban por su blanco cuello.

El caballero que estaba a su lado vestía de riguroso negro, a juego con su antifaz y su cabello, cuyas puntas se le ondulaban en la nuca. El extraño color de sus ojos competía con la máscara de la muchacha. Una extraña mezcla de dorados, verdes y marrones que se repartían en sus iris.

La pareja era perfecta y la imagen magnífica. No obstante, era una escena incorrecta, artificial. Representaba al chico equivocado.

Florencia, 1535

—¿Sabes que eres la monja más preciosa que he visto en mi vida, ma chérie? —me preguntó Adrien tras un dominó negro que cubría su hermoso rostro hasta los pómulos. Con su cabello dorado suelto y sus brillantes ojos grises ofrecía un contraste interesante, el atuendo lo mostraba como un ser que habitaba entre la luz y las sombras.

Las fiestas de disfraces estaban más de moda que nunca, ya que eran la excusa perfecta con la que flirtear libremente, ocultos tras las máscaras. Nadie conocía el nombre de la persona que se escondía tras los dominós y los antifaces, incluso yo me sentía una persona diferente con mi preciosa máscara dorada puesta, más osada, más libre. Contra todo pronóstico, Juliette me había engalanado con un vestido rojo y escotado que había pertenecido a mi hermana Laura. Mi caprichosa hermana se lo había confeccionado un par de meses atrás y ni siquiera se lo había llegado a poner. A pesar de las protestas de mi madre y de Laura, mi padre no le permitió que lo hiciera, con su cabello dorado y sus abundantes atributos parecía más una cortesana que una dama de buena cuna.

Cuando Juliette había entrado con él en los brazos pensé que se había equivocado de dormitorio, pero mi doncella había sonreído cómplice y me había informado que era idea de mi padre que yo lo luciera esa noche en la fiesta.

—No deberías reírte de mí —le regañé coqueta, cada vez más segura de mi belleza y enfundada en mi escandaloso vestido.

—No me río de ti. Creo cada palabra que he dicho —su sonrisa era deslumbrante—. Pero no se lo digas a las otras chicas o me veré sin pareja de baile el resto de la noche.

Una carcajada escapó de mi garganta. Era imposible que Adrien se quedara sin parejas dispuestas a pasar a su lado unos minutos.

—No creo que suceda. Pero en cualquier caso puedes contar conmigo —le respondí sonriente. Dos segundos después me di cuenta de lo poco apropiadas que habían sido mis palabras. Bailar no me estaba permitido.

Noté su mirada sorprendida y a la vez complacida. No se esperaba mi respuesta ni las connotaciones que tenía.

—Contar contigo será maravilloso. ¡Bailemos! —me pidió, mientras se inclinaba en una elegante reverencia.

—No estoy aquí para bailar. Mi padre me ha dejado venir casi por lástima, si hubiese sido por mi madre y por mi hermana mayor me hubiera quedado en casa escondida, pero puedes contar conmigo para cualquier otra cosa —añadí riendo.

Se acercó más a mí y se apoyó a mi lado, en la misma columna en la que yo estaba, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo a través de las capas de ropa que nos separaban. Su olor se instaló en mi cabeza y me impidió contestar durante varios minutos, su perfume era atrayente y masculino, capaz de hacerme olvidar cualquier pensamiento coherente.

—¿Por qué no te niegas a ingresar en el convento? —me preguntó interesado, sin comentar nada sobre mi inesperado silencio. Me sorprendió el giro que le había dado a nuestra conversación. Noté como el calor inundaba mis mejillas como respuesta a la intensidad de su mirada.

—No serviría de nada —confesé finalmente. Por mucho poder que tuviera era incapaz de lidiar con la tradición familiar.

—Vamos —me dijo guiñándome un ojo.

Me tomó de la mano y me sacó a uno de los balcones que rodeaban la mansión y conducían a unas escaleras que llevaban directamente al jardín de entrada. Sorprendentemente no nos encontramos a nadie por el camino, los invitados bailaban en el salón principal o paseaban por el jardín trasero, donde era más fácil ocultarse en las sombras y disfrutar de los encuentros ilícitos que caracterizaban este tipo de acontecimientos.

Adrien siguió con mi mano en la suya, su tacto era caliente, tan caliente que casi quemaba, no obstante, era al mismo tiempo un calor placentero, como cuando sumerges el cuerpo en una bañera de agua muy caliente y sientes que todos tus músculos se relajan y es tan agradable que no puedes más que suspirar.

Cuando llegamos a la parte más oscura en la que se elevaba imponente un celador blanco como la luna llena, por fin se paró y se quitó su antifaz, consciente de la belleza arrebatadora de su rostro.

—¿Sabes que hay una solución a tu problema? —sus ojos se veían negros y brillantes con la poca luz que irradiaban las antorchas estratégicamente colocadas a lo largo del camino.

—No te entiendo —confesé.

Si no conocía mis planes para escapar del convento, y era evidente que no lo hacía, ¿de qué estaba hablando?

—Si eres deshonrada públicamente no podrás llegar a ser la abadesa que tu familia quiere que seas, y si no puedes optar al cargo, entonces ya no le servirá que entres en el clero.

Una simple monja no es lo suficientemente importante para una Delacrosse.

—En ese caso mi familia me repudiará y en lugar de estar condenada a la soledad más absoluta estaré condenada a morir de hambre —mentí.

Por primera vez en mi vida falté a la verdad, pero era una causa mayor. No podía permitir que Adrien supiera que ya había sido deshonrada y que pensaba escapar con Mefisto en cuanto tuviera la oportunidad. Tras nuestro encuentro en el laberinto habíamos decidido retomar nuestro plan infantil de huir juntos y evitar así que me obligaran a ser monja.

—No si la persona que te deshonró te pide matrimonio —comentó con la vista clavada en mí.

—¿Matrimonio? —la sola idea de casarme me hizo estremecer.

Yo no podría casarme nunca, hacerlo implicaba demasiadas cosas. Una boda era un contrato inmortal imposible de romper, un contrato legal en el que entregaba mi alma a otra persona. El único acto humano respetado por ambos bandos, por la luz y la oscuridad.

Por esa razón yo no podía hacerlo nunca, estaría entregando mi alma y uniéndola a otro ser, de manera que él estaría unido a mi naturaleza y yo a la suya para siempre. Era una decisión demasiado importante para alguien como yo. Instintivamente me puse en guardia.

—¿Y con quién tendría que casarme? —pregunté escondida tras mi máscara dorada.

—Conmigo, por supuesto —su sonrisa hizo que me estremeciera de pies a cabeza.

Adrien se abrió por completo a mí, tanto que estuve a punto de caer al suelo por la impresión. Una mano caliente me rodeó la cintura y me pegó a su cuerpo impidiendo así que me desplomara en el suelo. Una verdad se descubrió ante mí… Desnuda, terrible y a pesar de todo, tuve que luchar con lo que su contacto me hacía sentir. Con la extraña sensación que me embargaba cuando sus manos me tocaban, aunque fuera un simple roce casual o, como en este caso, un apoyo para evitar que me cayera.

—¿Adrien? —susurré con una conocida sensación en el estómago y con su mano aún aferrada a mi cuerpo.

—Vaya, Céline, ¿por fin te has dado cuenta? Te hacía más lista ma chérie. Lástima que la bondad te ciegue tanto, o quizás es que no quieres ver. ¿Tanto te importa Mefisto que cierras los ojos a nuestra naturaleza? —su voz había cambiado. Ya no era melosa y dulce, ahora pretendía hacerme daño, era fría y desapasionada.

—¿Mefisto?

—Eres deliciosa —me dijo mientras me encerraba en sus fuertes brazos y me obligaba a mirarlo clavándome los dedos en la barbilla. Antes de poder reaccionar estaba apoyada contra el celador y su boca apresaba en un apasionado beso a la mía.

No temas me dijo mentalmente, inexplicablemente te has convertido en una debilidad para mí. Te quiero a mi lado.

Sus besos eran tan mareantes que durante varios minutos olvidé con quien estaba, me aferré a su cuello y me dejé llevar.

—No —susurré en mi cabeza con poca convicción.

—Quédate conmigo y todo será perfecto —dijo separando sus labios de los míos. Sentí la pérdida.

Noté que alguien más aparecía en escena, primero temí que fuera Mefisto, después cuando vi de quién se trataba deseé que hubiera sido él quien nos interrumpiera.

Tristan iba impecablemente vestido, aunque sin antifaz. Su mirada estaba clavada en mi acompañante y en su mandíbula se notaba la tensión.

—Aléjate de ella —pidió iracundo. Era la primera vez que le escuchaba levantar la voz.

—Tú —dijo Adrien soltándome—. No te entrometas en esto Tristan, no te conviene molestarme—. Pero a pesar de su aviso, se marchó dejándome a solas con él.

Temí que mi amigo descargara su ira sobre mí, pero simplemente se acercó a mi lado con cara de preocupación y me acarició el cabello.

—¿Qué voy a hacer contigo Céline? —se preguntó a sí mismo en voz alta.