En cuanto sentí la conexión supe que estaba en el buen camino. La zona era lo suficientemente elitista y snob para Adrien, el Upper East Side estaba situado en el distrito de Manhattan. El edificio al que me dirigía era el más alto y majestuoso de la Avenida Madison.
La fachada conjugaba el mármol blanco y el cristal, dándole un aspecto atemporal, fantástico e incluso futurista. Sonreí divertido. Adrien podría ser muchas cosas pero futurista no entraba en su definición. Estaba demasiado anclado al pasado, a las viejas formas y a sus reglas de urbanidad.
No fue necesario llamar. Antes incluso de que llegara a la puerta del edificio el portero me recibió con una sonrisa educada y cortés. No pude evitar soltar una carcajada cuando me fijé en el uniforme del hombre, era tan desfasado como las antiguas libreas que llevaban los lacayos que servían a los nobles durante el siglo XIX. El pobre portero iba vestido con una levita con botones de latón, camisa blanca con jabot[7], pantalones a media pierna y calzas blancas. En los pies llevaba unos zapatos negros lisos con una gran hebilla metálica.
A pesar de los años transcurridos, mi maestro seguía siendo tan clasista como siempre. La ropa era una manera de dejarles claro a sus empleados y a sus visitantes que estaban por debajo de él. Me sorprendió sentir cierta repugnancia por el trato que estaba sufriendo el trabajador, no obstante, deseché la idea inmediatamente, no era mi problema, así pues, tenía que olvidarlo. Un tiempo atrás ni siquiera le hubiera dedicado un minuto al pensamiento.
Adrien era el dueño de todo el edificio; me informó el portero en cuanto vio que sacaba mi cartera del bolsillo de atrás del pantalón, demostrando fidelidad a don dinero y no al jefe que le obligaba a vestir con esas pintas. ¡Excelente elección! Aplaudí mentalmente.
Los dominios de mi maestro estaban en el ático, así que subí al ascensor y pulsé el último botón. Incluso allí dentro se notaba la clase que caracterizaba al edificio, en el hilo musical sonaba una de las sinfonías de Vivaldi: La primavera, creí reconocer. Al final, vivir tanto tiempo junto a un apasionado de la música tenía sus ventajas.
Cuando las puertas se abrieron mostraron el espacio abierto de un salón inmenso, custodiado por dos enormes columnas a ambos lados. Las paredes blancas contrastaban con el color del mobiliario que oscilaba entre el negro de los sofás y el rojo de los cojines, las lámparas y las alfombras. Inmediatamente me vino a la mente el atuendo de los camareros del Edén, que vestían el mismo cromatismo. Arqueé una ceja sarcástico por la obsesión de mi maestro con esos colores.
El salón en que me encontraba era impersonal, aséptico, como si no viviera nadie allí. Estaba todo demasiado recolocado. La televisión tamaño XXL estaba apagada y ocupaba casi toda la pared, como una pantalla de cine de dimensiones caseras. El silencio era irreal e incómodo.
Sentí unos movimientos a mi espalda y me giré rápidamente para encontrarme con la sonrisa burlona de Adrien.
—¡Qué lento! —se rió apartándose el cabello dorado de los ojos—. Ni siquiera te has dado cuenta de que estaba aquí.
Estaba tan absorto en mí mismo que no había escuchado sus pensamientos en mi cabeza ni había sentido nuestra eterna conexión activarse.
—Estaba admirando tu hogar —contesté con la misma sonrisa de mofa que él me había dedicado.
Me di cuenta entonces que, desde que nos habíamos vuelto a encontrar, mi actitud para con él había cambiado. Ya no le veneraba como hacía cuando era más joven, ahora le veía desde otra perspectiva distinta, una que me impedía fiarme completamente de él.
Antes de responderme cogió un mando alargado y negro, pulsó un botón y el hilo musical impregnó cada rincón. Me tensé al escuchar «I want you to know»[8] de Lifehouse. El gesto era un mensaje, un aviso. «Conozco tu debilidad» parecía querer decir con su elección musical.
—¿A qué debo tu visita inesperada? Creí que querías hacer creer al mundo que estábamos enfrentados —comentó mientras tomaba asiento en uno de los impolutos sofás de diseño.
—El mundo no me interesa, solo quería que lo pensara Rachel —respondí insolente.
—¿Rachel?
—Céline. Rachel es el nombre que usa ahora. Pero eso tú ya lo sabes. Hablaste con ella —vi como se le tensaban los músculos de la mandíbula, era evidente que no esperaba jugar con desventaja y la información siempre era como una buena mano en el póquer.
—Me encontré con ella hace unos días. Pura casualidad. Ya sabes el mundo es un pañuelo —sentí cómo repentinamente se bloqueaba nuestra conexión. La parte de sus pensamientos que no quería compartir conmigo.
—Me lo dijo. Lo que no comprendo es la razón por la que le dijiste que estaba en la ciudad. Creo recordar que acordamos que yo la buscaría y le pediría ayuda —intenté que mi voz sonara tranquila, no tenía intención de enfrentarme abiertamente a él. Al juego que Adrien había dispuesto yo también sabía jugar. De hecho él había sido mi maestro.
—Fue un impulso repentino —su voz era tan firme y melosa que podría haber engañado a cualquiera que no lo conociera como lo conocía yo—. Pensé que si le decía que estaba informado de que estabas en la ciudad y sonaba lo suficientemente amenazador, acudiría inmediatamente a tu lado para protegerte, ¿así ha sido, no? —preguntó arrogante.
—Una decisión muy arriesgada —gruñí. Su respuesta tenía sentido, aunque fuera una completa mentira.
—Pero funcionó, ya sabes lo que dicen, quien no arriesga no gana —comentó riéndose de su propia broma.
—Ya veo —respondí esbozando mi mejor sonrisa.
—¿Y qué es exactamente lo que ves Mefisto? —sus ojos grises estaban clavados en mí y tan brillantes que parecían de acero.
—Que fuiste tú quien me envió a Eva —contesté eludiendo la pregunta real que me había formulado.
—Eso fue un regalito de bienvenida, ¿o vas a negarme cómo la mirabas? Siempre te he consentido desde que te encontré a los siete años muerto de frío y de hambre en aquel estercolero.
—Lo sé maestro —dije apretando los dientes con tanta fuerza que dolía—. Y sí, la miré. ¿Cómo no iba a hacerlo si era la viva imagen de Isabella?
—Isabella, una joven muy bella pero demasiado inocente para mi gusto, y al mismo tiempo tan agresiva para defender lo que creía suyo. ¡Pobre Céline, qué mal rato pasó aquella noche!
—¿De qué estás hablando? —pregunté sorprendido de que Adrien dijera eso de Isabella y de Rachel. Evidentemente algo que yo desconocía había propiciado su comentario.
Adrien se echó a reír a carcajadas disfrutando de mi ignorancia. Cuando por fin dejó de hacerlo, clavó sus ojos en los míos y recordé lo peligroso que podía ser como enemigo.
Roma, 1525
La estancia en la que nos encontrábamos estaba situada en el sótano de la mansión de mi maestro. Hasta ese momento yo ni siquiera había sabido de la existencia de un lugar así en nuestra casa, era lo opuesto al lujo y la elegancia que reinaba arriba. Aquí las paredes estaban manchadas por algo que se parecía bastante a sangre. El suelo estaba cubierto de paja maloliente y había cadenas y extraños aparatos sobre los que desconocía su utilidad.
Giuseppe estaba de pie en el centro de la estancia, con la vista clavada en el suelo y las manos atadas a la espalda, a la espera del juicio y, posteriormente, del castigo que debiera serle impuesto.
A pesar de lo pagado que siempre había estado de mí mismo, no me pareció que la ofensa fuera equiparable al momento que estaba viviendo. El sirviente simplemente había actuado como le habían ordenado. A pesar de ello me sentí halagado de que mi maestro mostrara tanta ira por la reacción que el sirviente había tenido conmigo.
Giuseppe temblaba como una hoja. No era un secreto para nadie del servicio la manera en que Adrien cobraba sus deudas.
—Maestro. No ha sido nada importante —pedí irritado por la incómoda posición en la que me encontraba. El criado se había negado a abrirme una de las puertas que permanecían cerradas con llave, a petición de Adrien, y cuando le insistí para que lo hiciera, me había mandado con viento fresco al jardín a jugar. Nada que mereciera tal venganza.
—Sí que lo ha sido. Eres mi pupilo y se te debe respetar como tal. Giuseppe sabía eso cuando se negó a cumplir tu petición, y ahora tendrá que pagar por ello. No obstante, en vista de tu piedad, seré magnánimo y aprovecharé esta situación para seguir con tu educación. ¿Estás de acuerdo fils[9]?
—Sí maestro —respondí más relajado por sus palabras. ¡Qué inocente fui!
—El castigo por su impertinencia será la muerte o la pérdida de su lengua descarriada, para que no pueda volver a ofender a nadie. Tú decides. Si decides que muera lo hará a mis manos, si prefieres que le cortemos la lengua serás tú el encargado de hacerlo.
Miré atónito a mi maestro, fuera cual fuera mi decisión todo el peso recaería sobre mi conciencia, o una muerte o una tortura. La elección no fue tan difícil como había supuesto.
En el momento de la verdad mis remordimientos desaparecieron. Fue así como comprendí a los once años que me habían enseñado bien.
Elegí la tortura, simplemente por el placer de ejecutarla, y mi brazo no tembló cuando lo hice.
Me sobresaltó la idea, pero conseguí mantener la mirada confiada y tranquila. A pesar de todo yo siempre había albergado un profundo afecto por mi maestro. Me había sentido protegido por su poder y por todo lo que me había enseñado. Pero ahora que habíamos vuelto a encontrarnos era evidente que las cosas entre nosotros habían cambiado, aunque yo no me hubiera dado cuenta hasta ese momento. Paradójicamente, la influencia de Oliver había tenido más efecto en mí que la mía en él.
—Recuerdo muy bien cómo tuve que separarla de Céline una tarde en que estuvo a punto de partirle el brazo —comentó como de pasada.
—¿Qué? —pregunté alzando la voz, completamente asombrado por lo que me estaba contando.
—No me digas que no lo sabías —abrió los ojos para parecer sorprendido.
—¿Qué pasó? —pronuncié la frase marcando cada palabra. Jamás imaginé que Isabella se enfrentara a Céline por mí y mucho menos que esta última me lo hubiera ocultado.
—Bueno, si eludimos la parte en la que tuve que despegar a Isabella de Céline, nada fuera de lo común. Isabella os vio juntos, fue a pedirle explicaciones y la amenazó para que te dejara. Céline le dijo que no pensaba hacerlo y la otra enloqueció de celos, la agarró por el brazo y se lo retorció a la espalda al tiempo que gritaba como si hubiera perdido el juicio.
—¿Cuándo sucedió eso? —no comprendí por qué no me había enterado de semejante escándalo.
—Fue en el jardín trasero de los Gavioli, en uno de esos aburridos bailes a los que asistíamos. Por fortuna nadie se enteró. Cuando Isabella se acercó a hablar con Céline, yo estaba con ella. Fue así como pude sentir toda la ira que invadía a tu amante despechada, además no era la primera vez que Isabella acosaba a Céline. Por eso las seguí, sabía que quería lastimarla.
—¿Ibas a protegerla? —el interés de Adrien por ella siempre me había resultado molesto y desconcertante al mismo tiempo.
—Era una dama y a las damas hay que protegerlas siempre. Eso es algo que ya deberías saber, fue una de mis primeras enseñanzas —me recriminó con la misma serenidad con la que lo hacía cuando yo era un niño.
—Lo sé maestro. —durante unos instantes me sentí como tal, asustado e impresionado a partes iguales por la fuerza que irradiaba de él.
Cuando finalmente me alejé de allí, lo hice más confuso que cuando había llegado. Me había esforzado al máximo por adentrarme en los pensamientos de Adrien, pero este me había mantenido fuera de su cabeza durante el tiempo que había durado nuestra charla. En ningún momento había bajado la guardia, lo que me hacía plantearme serias dudas sobre lo que había detrás de ese encuentro fortuito con Rachel. Y por otro lado estaba el interés mal disimulado que sentía por ella y los sucesos que acababa de descubrir por su boca y no por la de mi antigua amante.