2co
Capítulo 6

Estaba tan sorprendido que ni siquiera reaccioné cuando Rachel salió del dormitorio, tampoco lo hice cuando se marchó de mi casa. Me descolocó cómo habíamos pasado del momento en el que yo quería huir al momento en el que lo hacía ella, aunque fuera por distintas razones.

Nunca la había visto tan alterada. La Céline que yo recordaba tampoco era la muchacha que era ahora, sin embargo, ni aún en aquella época la había visto llorar por nada.

Me giré enfadado conmigo mismo y con Eva, con Adrien y con todo aquel que se cruzara en mi camino. La sensación que me embargaba era un tormento, no estaba acostumbrado a tener sentimientos de culpa, aunque eso no era del todo cierto; lo más justo era decir que Rachel era la única que conseguía derrumbar mis defensas y exponerlos ante mí. Ya puestos, también la odié a ella por hacerme sentir vulnerable.

Cerré los ojos con fuerza como si con ello pudiera borrar de mi mente la imagen de las lágrimas que Rachel tanto se había esforzado por contener mientras volvía a salir de mi vida.

—¿Qué estás haciendo en mi casa? No recuerdo haberte invitado —le espeté con frialdad.

—Puede que no con palabras, pero supuse…

—No vuelvas a suponer nada, bonita. No se te da bien —le dije enfadado, solo quería que se marchara y me dejara solo.

—¿Por qué me hablas así? —preguntó ella abriendo mucho los ojos. Noté que realmente estaba sorprendida por mi actitud beligerante.

—No has contestado a mi pregunta —arremetí cada vez más molesto.

—Quería verte y pensé que tú también querías verme a mí, de hecho estaba segura.

Le sonreí insolente, había estado equivocado, esa chica no se parecía en nada a Isabella Basani. Eva estaba demasiado segura de sí misma, de su belleza y de su poder con los hombres. No era la tímida muchacha que había sido mi antigua amante.

Y había sido precisamente esa seguridad que mostraba lo que había conseguido descolocar a Rachel, que había asumido que era algo más que una conocida para mí. Pero ahora que la rival se había marchado derrotada, su armadura mostraba un pequeño resquicio, una diminuta grieta por la que estaba empeñado en meterme para sacarla definitivamente de mi casa y de mi vida de un solo plumazo.

Fue entonces cuando mi afinado instinto depredador me gritó que había algo más oculto tras la aparentemente casual visita de Eva, si algo había aprendido era que las casualidades no existían. Primero Rachel se encontraba casualmente con Adrien y después la doble de Isabella venía a visitarme justo cuando Rachel también lo había hecho; por otro lado mi maestro, que estaba al tanto de mi plan, había informado a Rachel de mi presencia en la ciudad.

Sin lugar a dudas tenía que reflexionar largo y tendido sobre lo ocurrido.

—La verdad es que no estoy interesado en ti. Ni siquiera por unas horas. Te agradecería que te marcharas. Necesito darme una ducha —le dije a Eva. Señalándole la salida con el brazo.

—¿Qué te pasa? ¿Dónde ha quedado tu sonrisa interesada? ¡Si eras incapaz de apartar tus ojos de mí! —preguntó sorprendida por mi rechazo.

—Oh, pero no era por ti sino por la persona a la que te pareces. Ella era la que me interesaba, no tú —mentí cada vez más molesto con su insistencia.

—Hace un momento has sido amable conmigo. ¿Por qué no lo eres ahora?

—Querida, la amabilidad la guardo para las personas que me interesan y lamento informarte que no estás en la lista. ¡Fuera! —y para dejar claro que la conversación había terminado me di la vuelta y me puse a hurgar en el armario ropa con la que vestirme.

Escuché su exclamación ahogada tras de mí, pero no me giré para comprobar que me hacía caso y se largaba.

En ese momento Eva y sus sentimientos eran lo que menos me importaba. Tenía la desafortunada sensación que algo se estaba tramando a mi alrededor, algo que no tenía aspecto de favorecerme.

Me encaminé al baño con la ropa colgada en un brazo. Necesitaba despejar mi cabeza de los excesos con el tequila de la noche anterior.

simple

En el estado en que me encontraba pocos eran los lugares a los que podía ir. Me decanté por el Guggenheim, no estaba segura si era prudente entrar; no obstante, el museo como edificio ya era un lugar que valía la pena ver. Durante unos largos diez minutos me quedé parada frente a él, decidiendo si se parecía más a una espiral, a una caracola o incluso a una taza de té. Terminé decantándome por la última por ser la más improbable, siempre he sentido debilidad por las minorías.

Cuando por fin dejé de temblar me permití pasear por la llamada milla de los museos. No tenía fuerzas para adentrarme en ninguno pero tampoco las tenía para alejarme de allí.

Cerré los ojos durante un momento, no necesitaba tenerlos abiertos para andar sin tropezarme. Me concentré en la imagen de Gabriel dormido, su rostro parecía tan infantil sin el brillo gatuno de sus ojos y la mueca irónica de su boca que, mientras le observaba dormir, olvidé de un plumazo los últimos siglos de penurias a su lado.

Recordé cómo me había invadido su aroma cuando entré en su dormitorio, mezclado con el tequila que había bebido la noche anterior.

Abrí los ojos para no asustar a nadie y seguí deleitándome con las escenas que mi memoria fotográfica había ido acumulando mientras esperaba que despertara. Los mechones despeinados que se le rizaban en la nuca, sus fuertes músculos, su pecho desnudo alterado solo por la suave respiración, el rostro sereno y en calma.

Tuve que obligarme a recordar lo que había pasado después, cómo se había burlado de mí, cómo me había recordado mis pecados… Cualquier cosa que me arrancara del ensueño al que Gabriel me transportaba.

Supe que estaba siendo injusta cuando una punzada de culpa aguijoneó en mi pecho, todo el mundo estaba equivocado, todos pensaban que fue Gabriel la causa de mi caída… pero el amor, venga de dónde venga, es bienvenido por mi padre.

La culpa de mi desgracia fui mi error, yo permití que Isabella muriera, yo la empujé a hacerlo y que mi padre me ayudara pero no me arrepentía de la decisión que tomé ese día.

Florencia, 1535

—No puedo soportarlo, si me lo quitas moriré —su voz sonaba débil y desesperada, parecía que fuera a romperse en mil pedazos en cualquier momento. Sin embargo yo no estaba dispuesta a verlo, no podía permitirme verlo o estaría perdida.

—Eso no es cierto y tú lo sabes. Nadie muere de amor —le dije intentando convencerla a ella y a mí misma de mis palabras.

Estaba cansada de ceder siempre. No quería ser monja e iba a serlo, no había querido la responsabilidad que se me había otorgado y me la habían impuesto desde el instante en que nací. Nunca había luchado, jamás había movido un solo dedo para parar lo que no me gustaba, pero por fin había algo que no estaba dispuesta a perder. Bajo ningún concepto iba a permitir que Mefisto se alejara de mí. Él me había buscado y por primera vez en mi vida había descubierto lo que significaba pertenecerle a alguien. Mi familia terrenal jamás me había hecho sentirme así, nadie nunca lo había hecho. Ni siquiera Tristan podía conseguir que me sintiera así.

Seguiría con mi cometido en la tierra, protegería a la gente que me rodeaba y apoyaría a Tristan con el suyo, pero para eso no necesitaba renunciar al amor. Lamentablemente aún desconocía muchas cosas que me serían reveladas mucho después.

—Por favor —me suplicó por fin, olvidándose de su dignidad, rebajándose a pedirme ayuda.

—Lo siento mucho. Pero es lo único que nunca podré darte.