Florencia, 1535
Me desconcertó la nota que mi doncella Juliette había deslizado bajo mi almohada. Sabía que había sido ella porque me lo había susurrado mientras me cepillaba el cabello, lo suficientemente fuerte como para que yo lo escuchara, y tan leve que pasó desapercibido para mi madre, que me había seguido hasta mi dormitorio con la intención de anunciarme que en dos meses iba a ingresar en un convento de Roma.
La razón por la que no había entrado antes en él ya no existía. Mi tía abuela Gabriella Delacrosse había fallecido, dejándome su legado. Una carga con la que yo nunca había estado de acuerdo, aunque jamás nadie se hubiera molestado en pedir mi opinión.
En los dos meses que aún disponía de libertad se iban a preparar los documentos pertinentes para que yo me convirtiera en la nueva abadesa de uno de los conventos más importantes de la cristiandad, lo que mi madre había callado era que también se iban a necesitar esos dos meses para comprar silencios y ganar adeptos. En definitiva, para asegurar mi posición en el clero. Durante un año permanecería como novicia y se me prepararía para el cargo, después de jurar mis votos de nuevo, una Delacrosse sería la máxima autoridad en dicho convento.
La razón por la que no había ingresado antes en la Iglesia se debía únicamente a razones políticas, no estaban seguros de si iba a poder conseguir el cargo una vez que mi tía falleciera, y mi madre no quería una hija monja. Ella suspiraba por una hija abadesa, poderosa y respetada. Mi familia suspiraba por uno en especial, no obstante, no se cerraba a ninguna posibilidad, si algo abundaba en Italia eran conventos, una Delacrosse sería bien recibida en cualquiera de ellos. Nuestro apellido iba ligado al dinero y la política y con ello, al poder. No nos vendíamos por nada, pero sí lo hacíamos por mucho.
Eran más de las dos de la mañana cuando conseguí salir de mi dormitorio. Tuve que esperar a que la casa quedara completamente en silencio para abandonar el lecho y aventurarme a salir. Laura dormía en la habitación contigua a la mía, el suyo era el único dormitorio, además del mío, que estaba ocupado en toda el ala este. Pero no por ello estaba dispuesta a que me descubrieran huyendo en plena noche a una cita clandestina con un hombre.
No había podido volver a ponerme yo sola el vestido que había llevado esa noche, por lo que me había envuelto en mi capa azul marino de terciopelo y bajaba las escaleras conteniendo la respiración. Llevaba los zapatos en la mano para no alertar a nadie de mi fuga. Si bien era difícil que mis padres despertaran, no estaba segura que Laura no lo hiciera, y si se diera el caso, mi hermana no dudaría en delatarme ante ellos.
Un sonido amortiguado delante de mí hizo que me parara en seco, temblando como una hoja. Mi madre y sus reacciones exageradas me daban un miedo atroz.
Suspiré aliviada cuando me encontré de frente con Juliette, que aún seguía con su ropa de diario:
—Vamos señorita, yo vigilaré para que nadie se dé cuenta de que ha salido —me ofreció susurrando.
Juliette siempre me había sido útil y yo la apreciaba por su amabilidad, pero jamás hubiera imaginado que se atreviera a ayudarme en algo tan arriesgado e indecoroso. Nuestra familiaridad nunca había cubierto esta parte de su ayuda. Supe que la trasgresión no había sido por su lealtad hacía a mí sino que Mefisto conseguía que la gente diera su alma por él, en aquel momento no comprendía cuan acertada era mi percepción.
Era consciente de la suerte que correría si mi madre se enteraba de lo que estaba haciendo. Le sonreí en agradecimiento y salí por la puerta que ella mantenía abierta.
El jardín de los Basani era uno de mis rincones favoritos. Los Basani eran, además de los socios de mi padre y la familia con la que emparentaríamos con el matrimonio de Laura, nuestros vecinos.
Por lo que de vez en cuando me perdía entre las rosas y las estatuas clásicas que lo adornaban, eran lo más hermoso que había visto nunca. Me deleitaba deslizando mis dedos sobre la fría piedra y casi podía sentir la pasión con la que el escultor las había creado. El arte era mi alimento, podía pasar sin sustento, pero era incapaz de sobrevivir sin la belleza imperecedera que tanto bien hacía a mi alma.
—Céline, ¡has venido! —susurró una conocida voz tras de mí en un tono entre sorprendido y complacido.
—¿Acaso lo dudabas? —pregunté a medio camino entre la felicidad de que me hubiera buscado y la tristeza que suponía saber que me quedaba tan poco tiempo de libertad.
—Después de verte esta noche con Adrien lo he dudado, sí —confesó algo avergonzado. No logré descifrar si por haber dudado de mí o porque mi beso con Adrien le hubiera molestado.
—Pues no deberías —antes que pudiera responderme, me sorprendí a mí misma dejándome caer en sus brazos.
Durante unos minutos nos abrazamos en silencio en medio del jardín, iluminado por la luna llena. Después Mefisto se separó de mí, y tomando con delicadeza mi mano, me arrastró hasta la intimidad que ofrecía el laberinto.
La sensación de estar unida a él aunque fuera por el leve roce de sus dedos hizo que sintiera que mis pies despegaban del suelo. Cuánto había anhelado estar cerca de él. Tocarle era el sueño recurrente que me invadía cada noche al acostarme desde el mismo día en que nos reencontramos con Isabella de testigo.
—No tengas miedo —me pidió mientras nos sentábamos en el banco de piedra gris.
—No lo tengo, confío en ti —Mefisto parpadeó sorprendido por mis palabras, no le di importancia.
Del mismo modo que no se la di al hecho de no poder escuchar sus pensamientos o compartir sus sentimientos. Cuando estaba cerca de él, perdía tanto el norte que nunca me di cuenta de ese detalle.
—Hueles a miel y a sol —susurró en el hueco detrás de mi oído.
Me reí, él estaba conmigo por fin, hacía varios meses que nos habíamos reencontrado y por fin había dejado de evitarme. Me sorprendí a mí misma agradeciéndole a Adrien el beso, finalmente había tenido razón.
Alzó su dedo índice y con infinita delicadeza lo pasó sobre mis labios entreabiertos, ese sentimiento que me había sobrecogido de niña, esa necesidad de compartir con él todo lo que tenía, todo lo que sabía o lo que era, se apoderó de mí con más fuerza que nunca…
Sentí las manos de Mefisto sobre mi cintura resbalando hacía mis caderas. Su boca apresando necesitada la mía y supe que todo iba a cambiar entre nosotros. Jamás había sentido esa conexión con nadie más… Y no iba a romperla.
Varias voces se agolparon en mi cabeza, una que reconocí inmediatamente. Fausto se preguntaba si era Isabella la que estaba en los brazos de su criado y otra que bloqueé cruelmente, una que se lamentaba por la perdida de algo que creía suyo. Algo que yo sabía que siempre me había pertenecido.
Era consciente de lo que estaba haciendo mientras me perdía en el cuerpo de la mujer que amaba, me estaba rindiendo. Llevaba tanto tiempo luchando, alejándome de lo que deseaba… Céline era tan pura como lo había sido de niña y yo era un miserable bastardo, sin embargo la necesitaba tanto que dolía mantenerme alejado y cuando, esa misma noche, la vi besando a mi maestro, supe que si no hacía algo iba a perder lo único a lo que no podría renunciar nunca.
Su risa, sorprendida por mis besos, me arrebató el poco juicio que me quedaba y me lancé sobre ella como un lince tras su presa. Su boca era tan dulce como su perfume. Instintivamente se sentó a horcajadas sobre mí, su capa se abrió lo justo como para que yo pudiera vislumbrar el fino camisón que había debajo, recatado pero igual de provocador que si hubiese estado desnuda. Gruñí en su boca y enterré mis manos en su pelo. Céline se arqueó sobre mí y me ofreció su garganta junto con algo más de lo que ella no era consciente.