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Capítulo 37

Me alejé de mi casa todo lo que pude. No quería sentir a Tristan, no quería escuchar los sonidos de lucha, los gritos de la muerte… no quería ser consciente de que la existencia de Adrien había terminado para siempre.

Unos fuertes brazos me arroparon y acogieron mis sollozos, di gracias al cielo porque Gabriel no hubiera estado en mi casa cuando Adrien apareció, no habría podido soportar que su vida corriera peligro.

Seguí llorando por Adrien, por Isabella, por mí, por Marion y por todo lo que esta eterna existencia nos había arrebatado.

—Te amo, Céline —susurró Gabriel en mi oído.

Las únicas palabras que en aquellos momentos podían calmar mi ansiedad.

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Abracé a Céline con más fuerza, le susurré palabras de calma, pero nada conseguía apaciguar sus temblores y sollozos. Yo mismo estaba afectado considerablemente con la desaparición de mi maestro, pero era algo que teníamos que hacer si queríamos que ella estuviera a salvo.

Adrien ya había dado un paso adelante cuando intentó besarla a la fuerza, la paciencia de la que siempre había hecho gala con Céline se había agotado, y con sus antecedentes no podíamos arriesgarnos a que le hiciera daño.

Entonces comprendí qué necesitaba, que me entregara a ella completamente, tal y como había hecho ella la noche anterior.

—Te amo, Céline.

Los sollozos comenzaron a desaparecer poco a poco pero el peso que sentía en mi pecho no había desaparecido con la confesión, aún me quedaban palabras por pronunciar, verdades que dejar expuestas…

—Cásate conmigo, esta vez no te fallaré —le propuse emocionado.

—Esta vez no te dejaré hacerlo —contestó aún hipando por el llanto.

—¿Eso es un sí?

—Sí, me casaré contigo.

En ese instante sentí que mi vida iba a cambiar definitivamente, que por fin iba a poder dejarme llevar por mí mismo.

—¿Crees que Oliver querrá ser mi padrino? —pregunté bromeando.

—Estoy segura de que lo hará, aunque solo sea para evitar que vuelvas a salir corriendo —comentó con cierta dificultad, los hipidos provocados por el llanto le impedían hablar del tirón.

—Quizás le puedes pedir a Danielle que sea tu dama de honor.

—¿Es un consejo o una petición? —preguntó perspicaz.

—Las dos cosas. Ya sabes, nunca viene mal ver una cara amiga el día de tu boda —le dije riendo, aunque en realidad la chica me caía realmente bien.

Sentí el impulso de ponerme a saltar de dicha. Por fin íbamos a estar juntos para siempre, ya no había nada que pudiera arruinarnos el momento, ni siquiera yo mismo.

Saber que iba a estar con ella por el resto de mi existencia hacía que me replanteara lo que iba a hacer con ella.

«Preciso es que el placer tenga sus penas

y el dolor sus placeres».

Fausto, Goethe