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Capítulo 36

Después de un par de días de tranquilidad en los que había vuelto a adaptarme a la ciudad, a Gabriel y a tener gente a mi alrededor, Tristan volvió a pasar por casa para cubrir su turno de guardaespaldas. Gabriel había ido a casa de Oliver para recoger ropa y comprar comida, así que tenía un nuevo celador.

Iba a quejarme por el exagerado cuidado que tenían conmigo cuando llamaron a la puerta. Aparté la mirada de la televisión y me levanté a abrir, noté cómo Tristan se tensaba y se levantaba para acompañarme.

—Creo que puedo abrir sola la puerta —me quejé molesta.

—Es Adrien.

Me quedé paralizada a medio camino del pasillo.

—¿Le abro? —pregunté. Me sentí ridícula, Adrien nunca me había dado miedo, nunca se había portado mal conmigo. La actitud sobreprotectora que tenían mis amigos me estaba volviendo paranoica.

Asintió.

—Si no le abres entrara por sus medios, sabe que estoy aquí.

En ese instante comencé a preocuparme de verdad, si Adrien estaba en mi casa era con la finalidad de encontrar a Tristan, no a mí. Caminé los escasos pasos que me separaban de la puerta y abrí para toparme con un sonriente y confiado Adrien.

—Hola, ma chérie —me saludó como acostumbraba a hacerlo.

—Hola, Adrien —le respondí al tiempo que me apartaba para dejarle entrar. No era buena idea que se pusieran a discutir en plena calle.

—Veo que has recuperado tus modales —me dijo sonriendo.

Entró majestuosamente en mi salón y no pude evitar sentir que desentonaba en la sencillez de mi hogar, era demasiado sofisticado.

No hubo ningún tipo de comunicación verbal entre los dos hermanos durante varios minutos que se me hicieron eternos y en los que no me atreví a intervenir.

Finalmente, y como si hubieran hablado todo lo que tenían que hablar con la mirada, Adrien rompió el silencio.

—¿Preparado, hermanito? —preguntó recogiéndose el cabello dorado en una coleta.

—Lo estoy cuando tú lo estés.

—Siempre tan legal, deberías haber aprovechado la ventaja. Yo lo habría hecho —comentó riendo.

—Yo no soy tú —respondió Tristan con un brillo malicioso en sus ojos oscuros.

Su sonrisa se acentuó, acariciando el triunfo.

—Ella queda fuera de esto —pidió Tristan señalándome.

—Estoy de acuerdo, jamás la lastimaría —contestó seriamente.

—Permíteme que lo dude.

—La quiero a mi lado. Puedes confiar en mi palabra, al menos en este único aspecto —su sonrisa era perversa y absolutamente deslumbrante.

Repentinamente, en lo que duró un parpadeo, Adrien portaba un tridente de mango largo. No era como los típicos tridentes de los disfraces de diablos que terminaban en punta de flecha, en este las puntas eran una especie de cuchillos afilados y brillantes, del mismo color que sus ojos de acero, capaces de rebanarle el cuello a cualquiera.

Tristan se quedó parado un segundo mientras pasaba su brazo derecho por encima de su hombro, hacia su espalda, y sacaba de la nada una espada que, a juzgar por su tamaño, debía pesar muchísimo. Tenía una larga hoja de acero, de unos ochenta y cinco centímetros de longitud, con una base ancha que iba haciéndose más estrecha a medida que se acercaba a la punta.

En ese instante no sabía discernir cuál de los dos hermanos parecía más letal. Adrien frunció tanto el ceño, que su bello rostro se descompuso.

—La espada de padre —dijo simplemente.

—Es mía ahora —respondió Tristan

—Bueno, será mía en cuanto te mate, sabes que soy muy paciente.

—No te hagas ilusiones. Voy a terminar contigo con ella, paradójico ¿verdad? Voy a matarte con la misma espada con la que tú mataste a nuestro padre.

Un jadeo de sorpresa se escapó de mis labios. Me llevé las manos a la boca, pero ya era demasiado tarde, Adrien me estaba mirando fijamente.

—Ella no debería saber eso —le dijo iracundo a su hermano—. Ahora pagarás por ello.

—¿Te molesta que ella lo sepa? —la sorpresa apareció en su voz junto con un matiz muy parecido al triunfo.

—No sigas por ahí —le avisó al tiempo que blandía su tridente contra él.

—Céline, ¿quieres saber por qué Adrien mató a nuestro padre?

Asentí con la cabeza sin poder pronunciar ninguna palabra.

—No puedo mirarte querida, o mi hermano tomaría ventaja de mi gesto, ¿podrías decirlo en voz alta? —me pidió mientras los dos iban dando vueltas en círculo, tanteándose, esperando pillarse con la guardia baja.

—Sí, Tristan, quiero saberlo —contesté lo más fuerte que me permitió mi voz.

—Había una chica… —se calló ante el ataque inesperado de Adrien con el tridente.

Se notaba la destreza en cada movimiento, lo llevaba cogido por las dos manos, la derecha adelantada y la izquierda más atrás. Con la mano adelantada guiaba cada uno de sus movimientos.

—¡No sigas! —le exigió alzando la voz.

—Marion era realmente hermosa, con dorados cabellos y profundos ojos verdes, los dos estábamos medio enamorados de ella. Además de hermosa, era dulce y amable como tú.

El ataque de Adrien se volvió desesperado, habían dejado de tantearse. Ahora la batalla era a muerte, podía ver cómo se tensaban los músculos de los brazos de los dos.

El tridente y la espada lanzaban chispas cada vez que se topaban. Los dos se movían como si estuvieran danzando, con ágiles y elegantes movimientos.

—Una tarde, padre nos llamó a los dos para informarnos que había firmado un contrato de matrimonio con el padre de Marion. En nuestra época los matrimonios eran simples contratos en los que primaban los intereses.

—¡Te mataré! —amenazó Adrien con los dientes apretados y los ojos brillantes de furia.

Justo en ese instante, una de las afiladas cuchillas del tridente desgarró la camiseta de Tristán con un corte limpio y rápido. Mi amigo se llevó la mano izquierda al pecho para comprobar el daño, pero la cuchilla no había llegado a tocar la piel.

Aun así, era un aviso de lo que podía llegar a pasar si continuaba contando su historia.

—Marion iba a ser mi esposa, Adrien iba a casarse con la hermana mayor, puesto que él es el mayor de los dos —dijo retomando la historia—. Pero mi hermanito no estaba de acuerdo, le rogó a nuestro padre que le permitiera a él casarse con Marion, pero no obtuvo lo que tanto deseaba. Así que esa misma tarde esperó a Marion en el bosque que ella cruzaba cada día al regresar de casa de sus abuelos y la atrapó.

—¡Basta! He dicho que te calles, maldito —gritó completamente fuera de sí.

Adrien estaba tan furioso que el tridente temblaba en sus manos. Lanzó una estocada a la desesperada, pero Tristan la paró sin mucho trabajo con la espada. Los dos sudaban por el esfuerzo pero, mientras que en Adrien se notaba el cansancio, en Tristan no aparecía tal en su rostro.

Me tapé la cara consciente de cómo iba a terminar la historia, la actual y la pasada.

—Abusó de ella y después la mató, si no iba a ser para él tampoco podía ser mía. Mi padre descubrió que había sido él y le reclamó su vil acto, entonces lo mató también a él.

Sin fuerzas para escuchar nada más me desplomé en el suelo de rodillas, tapándome los oídos con las manos.

—Te mataré, Tristan. Terminaré lo que no hice la otra vez.

—Cierto —dijo con cierto aire de burla Tristan—, mi querido hermano intentó acabar conmigo después de hacerlo con mi padre, pero no hubo suerte, y aquí estoy para librar al mundo de su maldad.

—Esta vez no fallaré. He esperado pacientemente por ella, y ahora tú has hecho que todo haya sido una pérdida de tiempo.

—Ella nunca te hubiera elegido, aunque no hubiera escuchado la historia. Mírala, no es como tú —eso era exactamente lo que estaba haciendo, mirarme.

Adrien no estaba tan atento a los envites de Tristan como antes, ahora su mirada se dirigía más asiduamente a mí que a su oponente. Sin embargo, los golpes seguían cayendo, parecía que no se cansarían nunca. Pero entonces Adrien tomó ventaja, con los dientes apretados y los ojos brillantes de rabia lanzó una estocada mortífera al estómago de Tristan, que logró apartarse, pero no lo suficientemente rápido como para que no le tocara, la camiseta blanca que llevaba comenzó a teñirse de un rojo oscuro.

Mi grito de terror resonó en toda la casa, no podía permitir que Adrien matara a mi amigo. Sin pensarlo mucho me acerqué hasta ellos con el corazón saliéndome por la boca y me puse delante de Tristán, que había caído al suelo de rodillas.

—Aléjate de él —me pidió Adrien con la mirada enloquecida.

—¡No!

—Voy a acabar con él y ni tú ni nadie me lo va a impedir —me dijo cada vez más violento.

—Pues hazlo, mátale, pero antes tendrás que matarme a mí.

Sentí como los dedos de Tristan me agarraban con fuerza intentando apartarme, pero estaba perdiendo demasiada sangre y las fuerzas comenzaban a fallarle. No era una herida mortal puesto que solo moriría si le cortaban la cabeza, pero si le debilitaba durante un rato, Adrien podría aprovechar para seccionársela.

—Céline, apártate ahora mismo —me gritó.

—Sabes que no lo voy a hacer, así que haz lo que debas.

No estaba siendo temeraria, simplemente estaba intentando ganar tiempo para que Tristan se recuperara y pudiera levantarse y luchar por nuestra vida. Una diminuta parte de mí tenía la esperanza de que Adrien no fuera capaz de matarme.

Sentí como Adrien iba deshinchándose, cada vez más consciente de que iba a tener que sacrificar mi vida si pretendía llegar a su hermano.

En una fracción de segundo me asió con fuerza del antebrazo y tiró de mí para dejar al descubierto a Tristan, que seguía de rodillas y respiraba con dificultad.

—¡No! —grité con todas mis fuerzas.

Adrien se giró para mirarme, iba a decir algo, cuando la punta de la espada se abrió paso en su pecho.

—Vete de aquí —me pidió Tristan—, es mejor que no veas lo que viene ahora.

Sentí cómo las lágrimas calientes rodaban por mis mejillas. Los ojos de Adrien estaban fijos en mí, era como si se sostuviera de pie, porque Tristan lo tenía ensartado con su espada y lo mantenía sobre sus piernas.

Me acerqué a él y le di un suave beso en la mejilla. Él no hizo ningún movimiento, solo cerró los ojos.

—Adiós, Adrien —me despedí.

No dijo nada mientras yo salía fuera y los dejaba, plenamente consciente de lo que iba a suceder. Estaba ya en la puerta que daba al salón cuando me llamó.

—¡Céline!

Me giré todavía llorando.

—Yo amaba a Marion, y te amo a ti, lo que sucede es que nunca supe hacerlo mejor —confesó quedamente.

Asentí con la cabeza y las lágrimas se hicieron más copiosas. Apenas podía ver nada tras la cortina de agua que envolvía mis ojos.

Ni siquiera el Kandinsky pudo hacer que mi corazón latiera a un ritmo normal…